Is 50,4-7: Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido.
Sal 21: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Fp 2,6-11: A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios.
Lc 22,14-23,56: “Si tú eres el Mesías, dínoslo”.
La obra creadora de Dios comenzó, según el relato del Génesis que emplea un esquema de tiempo semanal, un domingo, el primer día de la semana. Y culminó el día sexto, con la creación del hombre, varón y mujer, al que hizo a semejanza suya. A Él le entregó la potestad de participar de su obra creadora siendo custodio y cultor de la Creación, reconociendo con acción de gracias y alabanza a su Señor, principalmente en el día séptimo, dedicado para el descanso y el culto a Dios. El Pueblo de Israel repitió semanas y semanas con este ritmo de inicio y conclusión, para volver a comenzar, a ritmo de pueblo y de torpeza humana, con momentos de apasionamiento, tibieza o descuido de sus responsabilidades hacia Dios y hacia las demás personas.
Con Cristo se abre la semana a una novedad que le imprimirá una fuerza que la empuja más allá del esquema de siete días. Cuando habría de iniciarse de nuevo otra semana, poniendo el pie en el día primero, él nos ha sorprendido con un octavo día, el que hace nuevas todas las cosas, el día de la Resurrección. Este es el día luminoso que da sentido a los demás días y nos introduce en la vida divina.
Hoy, también domingo, iniciamos semana. Se abren las puertas de Jerusalén para recibir a los peregrinos que se allegan a la ciudad santa para celebrar la Pascua. Se abre la puerta de esta nueva semana, para encontrarnos con algo antiguo: la infidelidad humana, la deslealtad, la cobardía, lo que envejece la vida y la lastra, y con algo nuevo: la entrega del Hijo preparada en un banquete; su oración en Getsemaní, su arresto y su condena; su crucifixión y su muerte perdonando; el ocultamiento de su cuerpo en un sepulcro; las expectativas en esperanza de la respuesta de Dios Padre a la obediencia del Hijo; el anuncio del sepulcro vacío…
La obra creadora de Dios continúa, abriendo las puertas a una nueva semana, diferente a todas las demás y absolutamente definitiva. La traición tiene sus consecuencias; el amor de misericordioso también las suyas y empapa en su perdón el pecado humano para dar vida donde le hemos entregado muerte. Esto en el Hijo, el que hace nuevas todas las cosas.
A dejar sorprendernos por esta carne entregada, atravesada y resucitada. Abrirá nuestra carne a la realidad de la vida eterna, si nos unimos a ella con apertura de corazón y unión al misterio de la pasión y muerte de nuestro Señor.
Is 43,16-21: Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?
Sal 125: El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres.
Fp 3,8-14: Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor.
Jn 8,1-11: Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.
Quien la hace, la paga y, de ese modo, se garantiza la seguridad de una comunidad, la seguridad jurídica. Una fuerte agresión al matrimonio, como una infidelidad, puede desestabilizar la estructura familiar y generar unas consecuencias de largo alcance sobre el otro cónyuge, los hijos, los parientes en general. Fallando la familia, la sociedad está abocada al colapso. Una protección para evitar las amenazas contra el grupo familiar está en la previsión de sanciones lo suficientemente graves, como para alejar de la cabeza del infractor la intención de delinquir. Castigando el adulterio con la muerte del culpable, se reducen las posibilidades cometerlo, al menos por miedo a la sanción que le viene aneja, que no es pequeña.
A mayor delito, mayor pena. Y, sin embargo, la mujer adúltera del evangelio sale ilesa tras su falta. ¿Hasta qué punto aquellos judíos de la ley tenían capacidad para la lapidación de la mujer? Seguramente no mucha. La autoridad romana se arrogaba en exclusiva el derecho para la pena de muerte. No obstante, no es improbable que hubiera linchamientos públicos, difícilmente controlables y los romanos hiciesen la vista gorda. La intervención de los escribas y fariseos, llevando la mujer hasta el templo bastaría para meterle en miedo en el cuerpo hasta los tuétanos. Un quebrantamiento tan flagrante y grave de la ley merecía la ejecución de la sentencia, dictada por Moisés. Parece que a aquellos judíos les interesa más que el delito de la mujer, el delito en el que pudiera incurrir el Maestro. Él enseñaba en el templo a una gran multitud y le colocan delante de sí la escusa para ponerlo en evidencia ante el pueblo que lo escucha atentamente. En ese momento estarían muy pendientes de la resolución del episodio. ¿De parte de quién se pondría Jesús, el Nazareno?
¿Cómo limitar con sanciones a un corazón? Más difícil aún, ¿cómo castigar a un corazón enamorado? Con mayor amor aún. Si un amor embargaba su vida, otro, que no busca ningún provecho propio, la libera con el reconocimiento de su dignidad y su belleza. Es una de las más importantes claves para la educación, desde niño hasta ancianísimo.
El que ha sido testigo de este amor, que se lo digan, por ejemplo, a Pablo, todo lo demás le parecerá basura, vacuidad, escoria. El amor es siempre novedad y la realidad de Cristo viene a enseñarnos lo que eternamente ha vivido y ha ejercido Dios en su diálogo trinitario. A más reconocimiento de la propia debilidad y pecado, más capacidad de recibir el amor de Dios. Las sanciones humanas se quedan lejos, por lo general, de un movimiento de entrañas hacia otra dirección; pero tampoco sus halagos y caricias. Tal vez aquella mujer fue tras una apariencia de amor a un hombre, mientras los judíos que la condenaban caminaban tras una apariencia de amor a Dios. El que pone verdad y realidad en amor a uno y a otro es el Maestro, enseñando a que nadie se revista con autoridad de juez, por compartir la misma condición pecadora; ejerciendo la misericordia del Padre, del que Él es Hijo y Palabra y rostro.
A más consciencia de indigencia de amor, más facilidad para dejarse amar por el amor verdadero, el que hace nuevas todas las cosas, el que rejuvenece y comunica esperanza hacia una belleza cada vez más semejante a la divina.
Jos 5,9-12: Ya aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.
Sal 33: Gustad y ved qué bueno es el Señor.
1Co 5,17-21: Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo.
Lc 15,1-32: era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.
Érase que se era una vez un padre que tenía dos hijos… A los cuentos se les reconoce ya desde el principio, al menos los clásicos, los de siempre. Y en su desarrollo comparten un patrón: el planteamiento de una situación, por lo general problemática, el agravamiento de esta y un desenlace con final. A los cuentos, al menos los clásicos, los de siempre, también se les conoce por su final, un final feliz o con una enseñanza para evitar el desastre.
Jesús el Nazareno ejercía su maestría con un tipo de cuentos con el nombre de parábola. Por lo general muy breves. Inventaba historias posibles, de la vida cotidiana, con las que facilitar su mensaje a quienes le escuchaban. Unas veces con color de campo y semilla, otras de tesoro o de perla o de señor y siervos o de jóvenes dispuestas a recibir al esposo. Visto fuera, con cochura de cuento, allanaba el camino al oyente para acoger la enseñanza y aplicarse lo aprehendido para la alegría, la corrección o la precaución. En el centro de su evangelio, Lucas recoge tres con color de perdón; dos breves, la oveja y la moneda perdidas y otra más extensa, la parábola más larga de todas donde nos habla de aquel padre que tenía dos hijos… pero deja el final abierto.
Un hijo, el más claramente rebelde, indolente, egoísta… se va, destruye, y regresa encontrándose con la sorpresa de un padre que no le culpabiliza ni castiga ni rechaza, sino que lo acoge con una gran fiesta. Otro hijo, el fiel, leal, trabajador, obediente… que ha permanecido siempre junto al padre, pero no quiere participar del banquete preparado para su hermano, al que denomina con el nombre de “ese hijo tuyo”. No habrá final hasta que no se complete la acogida del padre a ambos hijos y estos se encuentren en la casa. Pero esta parábola no cuenta nada de ello; quizás porque el Maestro nos deja abierta a nosotros la puerta para seamos protagonistas de ese final y decidamos qué hacer con él.
Sin duda que la figura central del relato es el padre. En el hijo menor se observan las consecuencias de la distancia con relación al padre y su casa. En el hijo mayor también consecuencias de permanecer cerca físicamente, pero no haber descubierto el corazón misericordioso del padre y no disfrutar con él de ello. Es el padre el que sale a buscar a ambos para que se encuentren en el hogar. No habrá paternidad completa si no hay fraternidad y, al mismo tiempo, no habrá fraternidad si no se reconoce un padre común y con entrañas de misericordia.
No podemos dejar de alegrarnos por las maravillas que hace Dios en nosotros. Una de las más prodigiosas el de su cercanía y su perdón incondicional. Sentados en la mesa de la Eucaristía, como se anticipaba en el pueblo de Israel, que, una vez llegados a la Tierra de la Promesa, colaboraban con Dios en su obra al sembrar la semilla, cuidar la siembra y recoger la cosecha, ahora participamos de su paternidad y la fraternidad, mientras somos los creadores del final de este cuento donde tenemos un papel importantísimo para dejarnos acoger por el padre y facilitar que otros, esmerándonos en cuidar la fraternidad, se acerquen a su hogar.
Ex 3,1-8.13-15: “El sitio que pisas es terreno sagrado”.
Sal 102: El Señor es compasivo y misericordioso.
1Co 10,1-6.10-12: El que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga.
Lc 13,1-9: Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.
Esos momentos en los que nos encontramos incapaces de traer a la memoria un nombre conocido, recordar algún acontecimiento o cuando al que queremos pronunciar se queda detenido en la punta de la lengua… tenemos, por los motivos que sean, obstruido el acceso a nuestros recuerdos. Que esto suceda en cosas menudas y sin excesiva importancia, no es preocupante. Lo que requiere mayor atención es cuando esto sucede con partes importantes de nuestra historia manifestando una amnesia o incapacidad para recordar. El desconocimiento o la tergiversación de los sucesos pasados ponen en peligro el momento presente; la amnesia es enemiga de la verdad.
La huida de Moisés de Egipto estuvo motivada por haber asesinado al egipcio que maltrataba a un hebreo. Acabó estableciéndose lejos, en Madián, creando su propia familia. Cambió de vida y se distanció del sufrimiento de su pueblo sometido por el faraón. Dios se le revela en un acontecimiento sorprendente: una zarza que arde sin que se calcine y allí le recuerda la opresión de Israel. El Señor tiene memoria y actúa en defensa del débil y oprimido. Para ello escogerá a Moisés que deberá volver a Egipto para llevar el mensaje de liberación de Dios. Antes de partir, pide conocer el nombre de Dios. Este le responde con la expresión: “Soy el que soy”, que vendría a querer decir: soy el que acompaño, el que está con vosotros, el que conoce vuestra situación, es que se halla a vuestro lado… El Dios que tiene memoria y no se olvida de los suyos.
Invita también el Maestro a hacer memoria, no exclusivamente recordando acontecimientos, sino sabiéndolos interpretar. En concreto hace alusión a dos tragedias: una provocada por el derribo de una torre y la otra a la masacre a manos de Pilato. Muchos murieron violentamente en ambas. Parece que a la hora de interpretar lo que sucedió, algunos entendían que aquel final fue, de algún modo, acorde al tipo de vida que llevaban. Solo podrían acabar así hombres pecadores y malvados. Jesús rompe esta vinculación lógica y enseña que cualquiera puede morir de este modo y apela a la conversión, enseñando a preocuparse por el modo de proceder particular de cada uno. Hace dirigir la mirada, no hacia los otros, sino hacia uno mismo, para revisarse y corregirse, a reconocer el mal y arrepentirse. La amnesia del propio pecado es de las más nocivas; oculta la realidad e impide el progreso, porque acepta lo que hay sin buscar una salida al mal y al posicionamiento en él. Una de las actitudes que fortalecen esta amnesia sobre la historia personal es la que centra su atención en las faltas de los otros, sin aplicar la mirada en uno mismo.
Interpela también san Pablo a los corintios con una interpretación del paso por el mar Rojo del pueblo de Israel. Alcanzaba la liberación de la esclavitud con aquella travesía que anticipaba figuradamente el sacramento del bautismo. Sin embargo, ya libres del dominio egipcio, muchos murieron después en el camino por el desierto por no ser fieles a Dios. Actualizando a su momento estos sucesos, Pablo quiere indicar que el bautismo por sí mismo no garantiza la salvación ni preserva absolutamente del pecado, sino que capacita al cristiano para el combate y debe realizar sus competencias para las cuales le ha cualificado el Espíritu. Hace memoria para nosotros de la importancia del bautismo, regalo de Dios, y de que lo asumamos con responsabilidad viviendo realmente como bautizados.
Cuanto más conscientes de nuestra historia más capacidad para aprender de ella, pero hay que aprender a interpretarla desde la luz de Señor de la historia, que es la Verdad.
Aludiendo al día del Seminario, hacemos también memoria de la importancia de los presbíteros para esta memoria viva de la Iglesia y de sus miembros. A través de los sacramentos, con la predicación de la Palabra, la enseñanza de la doctrina, el acompañamiento en el camino… trabajan por recordar el amor misericordioso de nuestro Señor y hacerlo presente para que nada de lo que Él ha preparado para nosotros se olvide. Pedimos por el sí generoso de los jóvenes a la llamada de Dios al sacerdocio y la vida consagrada.
Gn 15,5-12.17-18: “Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes”.
Sl 26: El Señor es mi luz y mi salvación.
Fp 3,17-4,1: El transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa.
Lc 9,28b-36: “Este es mi Hijo, el escogido, escuchadlo”.
Por ser tres eran más, pero no más luminosos. Pedro, Santiago y Juan, llevaban consigo sus luces y sus sombras, lo humanamente posible, deficiencias incluidas. Quiso el Maestro que lo acompañaran a una montaña alta para enseñarles más luz, otra luz superior a la humana que no dejaba de ser humana. Jesús, el Nazareno, era la Luz, si bien no siempre les parecía nítida a la multitud ni a los más próximos.
A Abraham Dios le mostró los luceros del firmamento en la noche estrellada. Eran muchos, pero los mismos que tantas veces este pastor habría contemplado, bellas e incontables las estrellas. El Señor invitó a mirar de otro modo, por medio de una promesa. Al hombre a punto de agotar su linaje por no tener hijos con su esposa, se le abre la expectativa de una descendencia numerosa, porque su Dios le aporta una luz más brillante que la de las estrellas en la noche, la esperanza. Esta es posible por la confianza en el Señor.
Lo que encontraron aquellos tres apóstoles en la cima de la montaña fue la luz de una esperanza necesaria. Cristo se transfigura anticipando la resurrección y se muestra así a ellos que tienen que despabilarse para contemplarlo. Mientras nuestras cosas nos adormecen, la gloria del Señor activa nuestros ojos, porque nos hace ver algo que, aunque no esté todavía logrado completamente, nos pone en camino, nos hace trabajar, nos alienta para el combate. Por eso no era ocasión de hacer allí tres tiendas para Jesús y sus amigos Moisés y Elías, sino para descender de nuevo junto con los otros discípulos y retomar el camino del discipulado, que pasa por no comprender del todo al Maestro, a veces nada, pero acompañarlo hasta su entrega en la Cruz.
Este era el tema de conversación de Moisés y Elías con Jesús. El Antiguo Testamento, Ley y Profetas, giran en torno a la Pasión del Hijo del Altísimo. La Palabra de Dios es luminosa, aunque esta claridad solo puede percibirse sino desde la clave de la muerte y resurrección de Cristo. El Padre pedía prestarle atención: “Este es mi Hijo, el escogido, escuchadlo”, mientras una nube cubría a los que contemplaban la escena.
Aquella nube recuerda a la que guiaba por el día al Pueblo de Israel por el desierto tras la salida de Egipto y la tradición cristiana la identifica con el Espíritu Santo. Convergen la Luz de Cristo transfigurado y la sombra de la nube del Espíritu; la claridad y el misterio impenetrable. Haremos aproximaciones a Dios, pero nunca hasta alcanzar a comprender por completo. Más bien nos pone en marcha hacia Él con la alegría del que se acerca cada vez más en un camino inagotable y que, sin embargo, descansa, porque, a más Dios en nuestras vidas, más gozo, más caridad, más confianza, más esperanza.
Descendieron los tres con su Maestro con más luces en su corazón llegadas a través de los ojos y del oído: la del Hijo transfigurado que anticipaba su resurrección, la de la Palabra de Dios interpretada desde la muerte del Salvador, la del Padre pronunciando el nombre de Hijo para que lo escuchen. Todo ello no despejará las tinieblas de la incomprensión del destino de Jesús cuando su pasión, pero los abrirá a otra luz que germinará cuando llegue el Espíritu en Pentecostés. Dios siembra claridades y, donde encuentra un terrero dispuesto, hará que broten para dar fruto en el momento oportuno en los que caminan hacia Él, amigos de la Cruz que nos hace mirar hacia adelante y hacia arriba para no detenernos en las cosas que, pareciendo luminosas, se agostan y pasan.
Dt 26,4-10: Traigo aquí las primicias de los frutos del suelo que tú, Señor, me has dado.
Sal 90: Está conmigo, Señor, en la tribulación.
Rm 10,8-13: Nadie que cree en Él quedará defraudado.
Lc 4,1-13: El Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo.
Comienza con el Espíritu Santo y termina con el demonio derrotado. Una guerra con desigualdad de fuerzas: Dios contra una criatura rebelde, pero solo criatura. El campo de batalla se encuentra la vida humana, donde se decide la victoria o el fracaso. Es el hombre el que le otorga la victoria a uno o a otro. ¿Cómo? Dándole su confianza, convenciéndose de que una opción es preferible a la otra.
El Espíritu, nos dice Lucas, lleva a Jesús hasta el desierto, donde las fuerzas humanas se van a encontrar en una situación de debilidad, después de un tiempo considerable sin comer (aunque no entendamos esos cuarenta días en sentido literal). Por lo tanto, como elemento importante para tener en cuenta, la tentación se hará más fuerte cuanto más débil se encuentre la persona. Sin embargo, en el caso de Jesús, la fragilidad física está amparada por la fuerza del Espíritu.
Los momentos de cansancio, desánimo o sufrimiento pueden ser los más propicios para que se han presente tentaciones más rigurosas. Cuando nos encontramos mal o no bien del todo, podemos experimentar cierta decepción con la vida que llevamos y buscar alternativas más satisfactorias. La tentación en el sentido cristiano y que puede venir espontáneamente de nuestro interior o de fuera, aparece como una posibilidad que puede hacerse realidad, si queremos, con una promesa de felicidad, aunque sea efímera.
Es posible que Jesús no tuviera en cierto momento tres grandes tentaciones, sino que el episodio pretende decirnos, por una parte, que el Maestro era completamente humano y había de hacer frente a las dificultades habituales, y por otra, que, aunque cada tentación fuera un envite para que renunciase a su humanidad, de algún modo minusvalorándola, la fuerza del Espíritu Santo lo hizo vencer, eligiendo siempre su fidelidad a Dios y al hombre.
Dios vence en el hombre. Dios resulta preferible a las alternativas que quieren ponerse a su altura. El pan es imprescindible para la vida y se hace más necesario, aún más cuando este falta durante tiempo, pero no podemos reducir la intervención de Dios a solo darnos pan, solo cubrir nuestras necesidades. Porque, tener comida y todo cuando cubra satisfaga lo básico, no sacia el anhelo de plenitud y eternidad, que Dios nos ha prometido, por lo cual nos ha hablado y su Hijo se ha hecho carne. Tampoco satisface, aunque resulte muy cautivador, el poder sobre otras personas o una intervención divina portentosa que dé prestigio. Todo esto nos hace dependientes de los demás y de las relaciones de dominio o reconocimiento. Provoca una verdadera debilidad, porque quita libertad y nos expone a una realidad que no es cierta. Pero, también hay que reconocer que cada una de estas tentaciones tienen una capacidad seductora potente.
El Espíritu Santo es quien nos repite: “ser humano merece la pena; confía en Dios y Él te descubrirá la grandeza de tu condición. De su mano, vencerás”. En cada una de las tres tentaciones Jesús acude a la Palabra de Dios: “Está escrito”. Dios nos comunica su misericordia y su amor por nosotros, nos habla de la promesa de su Reino, nos susurra la importancia que tenemos para Él y que no nos dejará solos. La Palabra de Dios es convincente y a ella debemos acudir para fortalecernos. El Maestro se nutre de esta Palabra y hace frente a la tentación con ella. Le da crédito a Dios y no a las palabras engañosas del diablo que, incluso en la última de las tentaciones, utiliza la misma Palabra de Dios para tentar, descontextualizándola y tergiversándola, porque la Palabra busca la Vida del hombre, no su muerte.
Jesús sale aún más fortalecido tras esta triple prueba, habiendo dicho sí a la condición humana, sí a Dios en el camino del hombre. El Pueblo de Israel también fue creciendo en fuerza y en confianza en su Señor. Habiendo pasado por tantos momentos duros: de esclavitud, hambre y sed, mordeduras de serpientes venenosas, ataques de otros pueblos… su fe en Dios se purificó y se afianzó. Moisés les pide que cuando obtengan el premio prometido, la Tierra de la Promesa, no se olviden de su Dios, sino que le den gracias ofreciéndole las primicias de los frutos del campo. Estos son la demostración de que la confianza en el Señor lleva a disfrutar de la mejor victoria.
Las Palabra de Dios nos invita a confiar en Él y a creer que su promesa de vida, de resurrección es cierta. Insiste san Pablo en ello en la lectura de la Carta a los Romanos de este domingo. Esta convicción nos protege ante cualquier tentación, porque la tentación rivaliza con Dios ofreciendo algo valioso y apetecible, aunque luego defraude. Y quien está convencido de la Palabra de Dios, preferirá esperar en Él que en promesas de otro tipo. De este modo, el Espíritu Santo nos hace victoriosos en las batallas que se libra en nuestras vidas y, a cada triunfo, mayor libertad y fuerza en Dios.