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Acercate a la Oración

jesus 7502413 1280«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en tentación”»  

Si quieres orar y estar junto a Jesús lo puedes hacer... 

 Todos los VIERNES a las 20:00 horas.

 En la Parroquia de SANTA MARÍA la Mayor.

Ciclo C

DOMINGO III CUARESMA (ciclo C). 28 de febrero de 2016

 

Ex 3,18a13-15: Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel.

Sal 102,1-2.3-4.6-7.8.11: El Señor es compasivo y misericordioso.

1Co 10,1-6.10-12: El que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga.
Lc 13,1-9:
Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.

 

Por defender a uno de los suyos de la tiranía de un egipcio, el príncipe de Egipto se vio obligado a huir y convertirse en pastor de los rebaños de un hombre extranjero, que luego sería su suegro, en una tierra desértica y solitaria. Allí se produjo el encuentro con un Dios desconocido. Moisés se sabía miembro de un pueblo, con el que, sin embargo, no se había criado, pero ¿sabría también que compartían un mismo Dios? Ninguno de los dioses de Egipto se había acercado tanto a Moisés como este Dios de sus padres. Una zarza ardiendo puede ser signo de mucho: el fuego divino que respeta la fragilidad humana, la pasión de un Dios por su pueblo, la fuerza del Altísimo manifestada en la debilidad… La presentación de este dios como “el Dios de sus padres”, evoca como a un amigo de la casa que no ha dejado de acompañar la historia familiar desde el nacimiento de aquella estirpe. Tampoco ahora. Este Dios revela su nombre como “Yahvé”, el que estuvo y está, el que camina con su pueblo. Lo va a corroborar con la liberación de la opresión de los egipcios y su paso por el desierto hasta la tierra prometida.

El acontecimiento quedará para el Pueblo de Israel como paradigma de la cercanía de Dios y su auxilio en el momento del peligro. También de la dureza humana, que no reconoce la soberanía de Dios y se ofrece con facilidad a otros dioses. Para los cristianos será además símbolo de la liberación del pecado y la guía divina hacia la nueva Tierra Prometida, el Reino de los cielos. También de la rebeldía de quien se opone a Dios negándose a cumplir su voluntad. Dos realidades antiguas se repiten en la actualidad del creyente: Dios que es bueno y busca la salvación de su pueblo, y el ser humano, frágil y débil, que rechaza a su Señor. La memoria de los acontecimientos del éxodo de Egipto, expresa san Pablo a los corintios, ha de servir para andar con cautela y no repetir la desobediencia de muchos del pueblo, que les llevó a su perdición.  

Un final trágico en masa es un desenlace impresionante para suscitar el interés colectivo e intentar buscarle causa e interpretación. A Jesús y sus discípulos les llegó la noticia de la muerte violenta de unos galileos por una represión brutal de las tropas de Pilatos en el mismo templo. El Maestro recuerda también la terrible muerte de los que fueron aplastados por el derrumbe de una torre. Desgracias así hacían pensar, en el sentir popular, que un término de esta clase correspondía a un castigo merecido por una mala conducta. Sin detenerse a justificar la causa de ello, Jesús utiliza los dos acontecimientos como imagen para remitirse a la conclusión desastrosa en la que cualquiera puede desembocar, para que sus discípulos sean conscientes de que la resolución de sus vidas está sujeta a su propia decisión. La conversión, tomarse en serio el modo de vida conforme a la voluntad de Dios, es el requisito indispensable para un final feliz, de salvación. La escena visual de la muerte de los asesinados en el templo y los sepultados por la torre de Siloé ejerce una fuerte impresión que puede acercarse a algo menos material, pero aún más triste, que es la muerte existencial o del alma del que no se ha preocupado de su vida.

Adentrándonos más en la Cuaresma, esclarecemos fundamentos que no son nuevos, sino muy antiguos, y ya dados en la historia del Pueblo de Israel, pero que necesitamos repetirnos para creerlos y tenerlos muy en cuenta: la misericordia de Dios, incondicional y universal, y la tendencia humana hacia el pecado. Y, con ellos, el esfuerzo divino por nuestra salvación que pide también nuestra colaboración, una conversión nunca suficientemente definitiva, sino en camino, como el Pueblo en su marcha hacia la Tierra Prometida. La memoria de Dios y su misericordia, el recuerdo del ser humano y su fragilidad ha de refrescarse con frecuencia en nuestra mente y corazón, para no olvidar de quién nos viene todo bien, para no desesperar en nuestra debilidad, para trabajar con esfuerzo para no ceder ante la tentación, para no juzgar y condenar a nadie. Todo somos de la misma masa: pobre tierra humedecida, pero alentada por el soplo vivo de Dios y amada hasta ofrecer a su Hijo para salvarla. No olvidemos tanta misericordia acariciando tanta pobreza. 

DOMINGO II CUARESMA (ciclo C). 21 de febrero de 2016

 

Gn 15,5-12.17-18: Abrán creyó al Señor, y se le contó en su haber.

Sal 26,1.7-8a.8b-9abc.13-14: El Señor es mi luz y mi salvación.

Fp 3,17–4,1: Somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador.

Lc 9,28b-36: Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.

El pastor vive en dependencia de la tierra y le preocupa todo aquello que afecte de una u otra manera al suelo que pisa. Donde está el interés más inmediato para su rebaño lo está también para él; habiendo pasto y agua y un clima propicio y seguridad para los animales hay prácticamente de todo. Pero de los pastores no sólo han salido realistas de lo cotidiano y luchadores persistentes contra las adversidades, también nos han proporcionado héroes y muchos poetas. A fuerza de tener que contender un día a día severo e implacable, en la incertidumbre de la intemperie y con una labor sin tregua, el pastor puede hacerse un hombre encallecido por fuera y por dentro, o de callo exterior pero mucha ternura interna. Entonces habría nacido el soñador. Esto no tiene por qué significar el parto de un iluso, aunque hay riesgo de ello, sino del converso a la esperanza.

 

 

Tuvo que sacar Dios afuera a Abrán para que mirase las estrellas de otro modo. Por mucho que eleven hacia lo alto los ojos buscando un pronóstico de lluvia o de viento o de nieve o helada con ello sigue uno preocupándose, no del cielo, sino de la tierra. Pero llegará el momento, si no llegó antes, en que el pan deje de ser la preocupación exclusiva y aparezcan otras cuestiones que, sin soltar el pan, indaguen sobre su origen o su finalidad. Entonces las estrellas comenzarán a observarse de otro modo, y, con las estrellas, también el pan y la tierra y los rebaños y uno mismo.

 

 

Un día y otro iba cerrándose la puerta de la esperanza del hijo para Abrán, hasta que la puerta, sencillamente, se disipó cuando ya no hubo motivos para esperar. No obstante, los mayores anhelos persisten en lo latente con aquello de lo que pudo ser y no fue, que no apaga por completo cierto sueño del “y si fuese…” Las estrellas ponen algo de luz animosa en la oscuridad nocturna, pero su logro fundamental es provocar esa luz en el interior humano. Esta “provocación” prenderá si sigue manteniéndose un resquicio de expectativa hacia lo inesperado. Las estrellas tienen capacidad para evocar solo lo que no se durmió perpetuamente, porque invitan a la luz y a la altura.

 

Era bueno alzarse a un lugar elevado para separarse un tanto de lo cotidiano. Dios es amigo de las alturas en la medida en que le ayuden al hombre a elevarse. Es como un último estirón voluntario, que pide el recuerdo del camino ascendente, para renunciar al asentamiento acomodado. Unos pasos hacia arriba obligan al esfuerzo de buscar cierto crecimiento. Un día se parece a otro casi con exactitud de gemelos, es así, lo que no obliga a tener que vivir cada jornada con repetición absoluta, ajeno a la novedad que supone todo estreno, y cada mañana se estrena día.

 

 

            El día en que Jesús se llevó consigo a los tres discípulos, Pedro, Juan y Santiago, a una montaña elevada y se transfiguró, fue ciertamente un día distinto y en algo tuvo que alterar el resto de los días. Interesa recordar que el acontecimiento sucede mientras Jesús oraba, pues la oración es el momento privilegiado donde se alcanza a contemplar la realidad de otro modo, aproximándonos al modo de Dios. No solo subir, sino hacerlo con un cometido: el acercamiento a la realidad con mayor profundidad. Moisés y Elías, representando la tradición bíblica: la Ley y los Profetas, dialogan con Jesús. La Palabra hecha carne conversa con dos portadores acreditados de sí mismo por sus palabras y sus hechos. Este último profeta, el hijo de María de Nazaret, llevaría a la cumbre toda palabra anterior. A fin de cuentas la palabra es comunicación de la realidad; la Palabra hecha carne comunica la mayor realidad, la única de la cual procede todo, el amor misericordioso de Dios Padre.

 

 

Los discípulos necesitan despertarse del sopor para ver la gloria de Dios en su Hijo. No volverán a encontrarla hasta la Resurrección y, desde aquel momento, ya siempre. La transfiguración de Jesús anticipa la gloria del resucitado. El camino, entonces, se vive de otra manera, con certeza en la esperanza de la Resurrección. El descenso devolvió a los discípulos al sopor con la realidad, y la pasión de Jesús los aletargó soberanamente. Solo el encuentro con Cristo resucitado les hizo ver con claridad contemplativa: la realidad no está abocada al fracaso ni a la muerte, ni a una rutina cerrada, sino a la victoria de la vida eterna, a la resurrección, a la novedad que imprime cada nueva oportunidad abierta con el amanecer diario.

 

 

            No se agota el empeño por encontrar en Jesús un maestro ético, un líder fundante, un vitalista con escuela. Mira y mira, pero si no esperas hallar más que a un buen hombre, una gran persona, un ejemplo a seguir, toparás pronto con el límite de lo que puede aportar el Nazareno. Mira de nuevo y espera algo más. Si no ha quedado trabado tu ánimo de sorpresa, escucharás en él un bullicio diferente que te hace vibrar en tu interior, como solo puede hacerlo un dios. Y mira ahora tu realidad, ¿no aparece con retazos de transfiguración? El calibre de nuestra esperanza, que solo puede tener un fundamento radical en la resurrección de Cristo, tiene su medida en el modo como vivimos este día a día tan de rutina y tan cargado de sorpresas, para quien aún se deja sorprender, porque por Él pasa Cristo invitándonos a ascender a cierta altura y transfigurando la realidad con Él. ¿No son estos momentos ya retoños de vida eterna?

DOMINGO I CUARESMA (ciclo C). CAMPAÑA CONTRA EL HAMBRE DE MANOS UNIDAS. 14 de febrero de 2016.

 

Dt 26,4-10: Clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia.

Sal 90,1-2.10-15: Estás conmigo, Señor, en la tribulación.

Rm 18,8-13: Nadie que cree en Él quedará defraudado.

Lc 4,1-13: Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto.

 

El mismo Espíritu que llevó a Jesús a las aguas del Jordán y se derramó sobre Él lo lleva ahora al desierto. Este Espíritu mueve a paradojas o, más bien, a complementarios: el río y el desierto se necesitan en la vida del creyente. La eficacia del agua se pone a prueba en el yermo, y en la sequedad se aprecia y anhela mucho más lo que sacia la sed. Esto sucede en la vida del seguidor de Cristo, aún con mayor claridad: lo que recibe la presencia del Espíritu y se deja empapar por Él ha de recibir el fuego de la prueba para asimilarlo como propio y ensanchar los veneros para hacer más sitio a Dios. Un día el Espíritu unge a Jesús en el río fértil y otro día lo lleva a la soledad desértica para afrontar la tentación.

 

            El tentador se encontró con el oponente más firme, y no porque estuviera hecho de otra masa diferente al resto de humanos, sino porque la fuerza del Maestro residía en el poder del Espíritu de Dios que obraba en Él. Los resquicios por los que la tentación pretende horadar para provocar el daño están en la parte más tierna y frágil, en esta condición humana tan dependiente y limitada. Nos pesa vernos sujetos a un proceso tan gradual y renunciar al éxito repentino por otro al que se llega solo tras esfuerzo y tiempo. Cada una de las tres tentaciones parecen querer atentar contra la esperanza en el ser humano, en que el Dios espera una y otra vez.

 

Convertir las piedras en pan consiste en renunciar en el trabajo necesario para ganar el jornal y adquirir aquella sustancia que alimenta nuestras vidas de un modo inmediato, “divino” podríamos decir, que excluye lo humano (sacrificio, constancia, paciencia) y, por tanto, devalúa al hombre relegándolo a un papel marginal. El poder y la gloria ofrecidos por el tentador son la ficción de considerar que lo máximo a lo que se puede aspirar es al sometimiento de los demás del modo que sea y su reconocimiento, cuando, en verdad, lo que nos hace poderosos es el ejercicio de la libertad para elegir el bien y desechar el mal. La pretensión de dominio sobre otros es un signo fuerte de debilidad interior. La última tentación de Jesús lo ubica junto al lugar santo, el templo, pretendiendo que haga un milagro innecesario con la intervención de los ángeles. El milagro es un signo de la acción providente y misericordiosa entre nosotros, no es un cauce ni para que eludamos nuestras responsabilidades, ni para una intervención de Dios que nos deje a nosotros ociosos. La mayor fuerza de Dios entre nosotros ha querido que llegue a través del Espíritu Santo en nuestras propias vidas para hacer fuerte lo débil, valiente lo cobarde, sabio lo necio… y hacerlo en esto tan humilde como es la persona humana. Si no llega el milagro de pan para todos, uno de los más añorados, es porque no hemos llegado aún a la maravilla de la distribución justa de los bienes producidos. La pretensión de que Dios haga lo que deberíamos hacer nosotros es una irresponsabilidad y un signo de desconfianza en las posibilidades humanas.

 

Moisés invitaba al pueblo a hacer memoria de las acciones maravillosas de Dios en su historia para darle gracias y ofrecer las primicias de los frutos de su esfuerzo. Son producto de la colaboración de Dios y el hombre. Y san Pablo exhortaba a la comunidad de Roma a profesar y creer que Jesús es el Señor. Es el reconocimiento de que Dios mismo hecho hombre nos ha dado el mayor ejemplo del poder humano que se ha dejado llenar y mover por el Espíritu.

 

El pasaje de las tentaciones de Jesucristo en esta Cuaresma recién estrenada es una palabra fenomenal para tomar conciencia de aquellos aspectos personales que más nos inquietan, pero que forman parte irrenunciable de nosotros y que tenemos que asumir, valorar y fortalecer desde el don de Dios. Consiste en valorar y amar la condición humana, más aún, yo hombre, mi humanidad concreta por la que Dios envió a su Hijo y murió y resucitó. Precisamente aquello contra lo que lucha el tentador, envidioso de que en algo tan sencillo y humilde como lo humano pueda brillar tanto la gloria de Dios. ¿No estaremos nosotros aliándonos con el mal cuando desesperamos de nosotros mismos o miramos con resentimiento y envidia a otras personas? En lo que fue tentado Él lo somos también nosotros. ¿Será el desenlace similar?

DOMINGO V T.ORDINARIO (ciclo C). 7 de febrero de 2016

 

Is 6,1-2a.3-8: Contesté: “Aquí estoy, mándame”.

Sal 137,1-8: Delante de los ángeles, tañeré para ti, Señor.

1Co 15,1-11: Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os proclamé.

Lc 5,1-11: La gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios.

 

La orilla pone el límite de la vivienda. No puede perseverar donde no le ofrecen seguridad y, por eso, prefiere la estabilidad de la tierra a la incertidumbre del mar. Al contrario que la barca que vive del agua, porque le da movimiento y trabajo. Tierra adentro se vuelve ociosa. Pero el agua podrá ser su sepultura, cuando deja de sostenerla para envolverla por debajo y por arriba: habrá de tener cuidado quien se interna allí y evitar el mar cuando se transforma en amenaza, cuando más bravío está. El pescador vive de la tierra al agua, del agua a la tierra. Tiene su trabajo en lo firme, su trabajo entre las olas; llevará su esfuerzo a la orilla y allá recibirá el salario. Para él esa frontera entre los espacios, tierra y agua, es el vínculo de sus dos hogares sea para el éxito, cuando la pesca es abundante, sea para la frustración cuando no hay nada que llevar a casa.

 

            La pesca de aquella noche no fue de decepción, simplemente no hubo. Este oficio de pescador está sujeto a estas cosas. En esta profesión que haya mucho trabajo no garantiza el salario, pero, será absolutamente imposible el jornal si no se brega y con dureza. A los peces se les busca, a los peces se les busca en el tiempo oportuno para ello, por la noche; sin embargo el día era inútil para la búsqueda de pescado en aquel mar de Galilea. Hay que trabajar, pero con sensatez; hay también que descansar, una y otra cosa siguiendo el ritmo del pez.

 

            Los galileos que no pescaron se iban a llevar a casa frustración, pero no sorpresa. Estas cosas pasan a veces, mucho en ocasiones. No se trata tanto de destreza, de esfuerzo, de interés… sino de lo que podríamos llamar “suerte”. Aquella noche no les acompañó. Se sorprendieron de otro modo: el Maestro que había predicado el día anterior en la sinagoga, que había curado y que se había alojado en casa de Simón les invitó a algo nuevo y se llevaron a casa otro contrato y otro oficio: pescador de hombres. La oferta vino precedida por un hecho prodigioso: una pesca espectacular cuando era altamente improbable. La palabra del Maestro resultó más eficaz que los horarios de los peces. Es el proceder de Dios: a tiempo y a destiempo. El momento para Dios no se rige siempre desde un supuesto sentido común. El elegido para pescador de hombres deberá tener sustancia de marinero, de trabajador infatigable, pero acostumbrarse a los tiempos de Dios aunque no apetezca, aunque suponga cambiar el oficio conocido por otro, aunque uno se sienta de labios impuros en un pueblo de labios impuros.

 

Que Él diga lo que hay que hacer y, alegres por su palabra y su elección, lo sigamos adonde Él nos pida, incluso con nueva oficio.

DOMINGO IV T.ORDINARIO (ciclo C). 31 de enero de 2016

 

Jr 1,4-5.17-19: No les tengas miedo, que si no, te meteré yo miedo de ellos.

Sal 70,1-6.15.17: Mi boca contará tu salvación, Señor.

1Co 12,31-3,13: Si no tengo amor, no soy nada.

Lc 4,21-30: Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.

 

“¡Habla, profeta!, que nos resulta oportuna tu palabra”. “¡Calla profeta!, que el momento no acompaña. Vengan profetas mientras nos dejen sostener a nosotros las riendas que los avivan o los retienen. ¿Quién va a querer ser profeta a tiempo parcial? Solo los asalariados, los que comen a precio de palabra grata y exquisita. El que se levantó, aun en litigio con sus propios intereses, para ir donde Dios le envió, el que dijo lo que Dios le inspiró, tantas veces sin ánimo para pronunciar, ese está acreditado como uno de verdad, como uno bueno, como un auténtico profeta. Uno de aquellos a los que Dios tenía elegidos, antes de haber nacido, para ser en un tiempo voceros de su Palabra.

En aquel sábado, en aquella sinagoga de Nazaret, Jesucristo habló agradando a la asamblea reunida… hasta que habló de más y el pueblo se le opuso con violencia. Podía haberse guardado el Maestro esas últimas palabras y haber continuado su camino, pero no evitó la provocación y los nazarenos se sintieron atacados. Por eso pasaron ellos a un rechazo virulento. Solo a una viuda se le dio alimento en tiempos de carestía, cuando Elías, solo a un leproso se le curó su enfermedad, cuando Eliseo; y, ambos, extranjeros. Milagro de pan y milagro de salud, ¿qué más se podía pedir a un profeta? Fue quizás lo que esperaban los nazarenos de su paisano Jesús, como habían oído que lo había hecho en otros lugares; pero no solo no se les dio lo que esperaban, sino que, además, les lanzó un aguijón que les escoció. Aquellas palabras de Jesús recuerdan la inoportunidad del profeta, que no se rige por lo conveniente del momento, sino por el mandato de Dios. Este episodio es un anticipo de lo que va a suceder en la misión del Mesías: acogida con agrado inicial, incomprensión y rechazo después, y, finalmente, arrebato criminal para acabar con Él. En realidad nunca han estado de moda los profetas y siempre los charlatanes; la palabra del profeta no deja indiferente, aunque entre ciento solo uno descubra allí a Dios, entre todas las palabras del charlatán, innumerables, ni una sola provocó nada de mérito.

Lo que dice Jesús molesta, hiere, chirría y hasta puede tomarse como provocación que revela, por una parte, que viene de parte de Dios, y por otra, que quiere desentumecer los corazones encogidos y con callo. Pero, de repente, le quitó al pueblo el posible milagro y, lo que es peor, la posibilidad de que algún día pudiese hacer alguno allí. Si llegase hoy cualquier profeta, paisano o no, anunciándonos el final de la telefonía móvil, la suspensión de los partidos de fútbol, la clausura de nuestra serie de televisión… no se iría sin muchos gritos y algún golpe. Nos rebelamos por aquello que nos duele, y no parece que la verdad, la autenticidad, la Palabra de Dios y su búsqueda nos duelan especialmente.

En ninguna de las palabras de Jesús dejaremos de encontrar amor; no dejaba de pronunciarlo, aunque no hablase de él expresamente. Habló así a sus paisanos porque los quería, y si no hubiera hablado cuando el Padre se lo pedía con estas palabras de provocación, incluso evitando el conflicto final en la sinagoga, es que no los habría querido completamente. El amor siempre busca el bien, a pesar de que signifique incomprensión y descrédito. La descripción que nos da san Pablo en la primera Carta a los Corintios del amor como paciente, afable, no envidioso, no engreído, sin cuentas del mal, gozoso con la verdad… superior al conocimiento, al plurilingüismo, a cualquier hazaña, incluso a la fe y la esperanza… alberga en su interior una estructura de sacrificio y búsqueda imprescindibles, que implica muchas renuncias y asume también el fracaso y la incomprensión de aquellos a quienes se ama.

En aquella ocasión el Profeta se fue indemne, aún no había llegado su hora. El precio del amor al Padre, y en el Padre a todos nosotros, lo condujo hasta la cruz en Jerusalén, y sin dejar de amar. Su Palabra sigue activa hoy, tan Profeta como siempre, y sigue incomodando y provocando. Si al escucharlo no sentimos como una especie de vértigo interno es que quizás tengamos un diagnóstico peor que el de violencia airada de los nazarenos con ese arranque asesino, y es que, perdido el entusiasmo por una vida de autenticidad, acomodados en la satisfacción de los sentidos, nos hemos dejado morir nosotros mismos, cedimos hace ya tiempo las riendas de nuestra misma vida.

DOMINGO III T.ORDINARIO (ciclo C). 24 de enero de 2016. INFANCIA MISIONERA

 

Neh 8,2-4a. 5-6.8-10: El pueblo entero lloraba al escuchar las palabras de la Ley.

Sal 71,1-2.7-13: Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos de la tierra.

Ef 3,18.8-10.15: Tus palabras, Señor, son espíritu y vida.

1Co 12,12-14.27: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro.

Lc 1,1-4; 4,14-21: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido”.

Otro predicador con afán por tener audiencia, otro púlpito relleno de palabras acarameladas, otra boca que pronuncia y pronuncia sin aportar apenas… Los hay que no dicen nada, los hay que quieren decirlo todo, pero los que escuchamos, aquellos a los que pretender cautivar con su discurso, solo pedimos que nos digan algo por lo que merezca la pena invertir tiempo para escuchar y para reflexionar, que pellizque el corazón y comienza a sentirse incómodo porque tiene la intuición de que podría sentirse mejor. Queremos una boca que pronuncie esperanza y no se publicite a sí misma.

Miremos a Israel. Con la victoria del poderoso pueblo de Babilonia contra los israelitas y la deportación de la población más formada y capaz, el Pueblo de Israel se quedó seco de talento, y aún peor, seco de la Palabra de Dios. A la vuelta de aquel destierro y con el proyecto de restauración del político Nehemías junto con el sacerdote Esdras el pueblo escucha de nuevo la Palabra de Dios con la proclamación del Libro de la Ley. Volvían a oír a Dios en bocas humanas. Volvían a hablarles, no solo de Dios, sino la Palabra de Dios; era el Señor mismo quien hablaba en aquellas bocas. La emoción no se pudo contener (como relata la primera lectura del libro de Nehemías).

            Sin embargo, se puede recitar la Palabra de Dios y pasar ésta completamente inadvertida. Los oídos se encallecen cuando un corazón no quiere oír, y no querrá oír porque se le azuza, se le increpa, se le exige. Pero no sólo, también hace falta una explicación que facilite su acceso hasta las entrañas del que oye. Hay necesidad de predicadores que hayan amistado con esta Palabra hasta hacerla carne en su misma vida y lo que pregonen venga acreditado como de Dios. Un primer paso para entender la enseñanza del Señor es acercarse a alguien dócil a la enseñanza de Dios. Unos ojos que resistan a la contemplación de Dios se rinden ante la claridad de un hombrecillo concreto que vive como Dios manda. Hay que tener suficiente seguridad de que lo que Dios propone significa una mejora en nuestras vidas. Lo que le oponemos podrá ser pereza, podrá contener indiferencia pero, básicamente, se trata de que no estamos convencidos de que supone ganar calidad de vida. Los esfuerzos empleados por encontrar una mejor tarifa en los contratos domésticos o en el ahorro de la compra están lejos de las energías empleadas para plantearnos siquiera si el mensaje que nos llega de Dios merece la pena tenerse en cuenta.

            Jesús llega a su pueblo, Nazaret, donde hallaría familiares, amigos y todo conocido de la infancia y juventud. Allí transcurrieron seguramente más de treinta años de su vida. Encontrándose con los de siempre, yendo a donde solían ir siempre los sábados, leyendo la Palabra de Dios como siempre, podría haber proclamado cierto mensaje con el estilo de siempre (que no significa que fuese incorrecto) y causar el efecto de siempre. Ese día, el hijo de María, el que se creía hijo de José, realizó algo inaudito: se apropió de la Palabra de Dios haciéndola suya; la hizo eficaz en sí mismo como cumplidor de cuanto se anunciaba: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Lo que había pronunciado anteriormente era ante todo una revelación de la misión de Dios para anunciar: el Evangelio a los pobres, la libertad a los cautivos y el año de gracia del Señor, y para liberar: a los oprimidos. Anuncio sobre todo; pero un anuncio convincente, porque Él mismo era certificación de que lo que anunciaba se cumplía, de que la profecía se llevaba a cabo. Los ojos fijos en Él de toda la sinagoga era muestra de que había despertado expectación. Cautivó sus sentidos, causaba sorpresa. Para que la seducción fuera completa y eficaz habría que reconocerse uno mismo pobre y cautivo y oprimido, en definitiva, necesitado de Dios, del Dios de Jesucristo.

            Arrimarse la Palabra de Dios hasta hacerla carne propia es una urgencia. Por eso también es urgente encontrarnos con predicadores que viven unidos a la Palabra y la propagan con el testimonio de su vida. Nunca se es precoz para ello, y en los niños contemplamos una tropa magnífica para manifestar la presencia del Señor en sus vidas. Ellos no están exentos de responsabilidad en la misión de la Iglesia y no son menos profetas y predicadores que los demás para hablar con sus palabras la Palabra de Dios. La jornada de la Infancia Misionera nos lo recuerda, este año subrayando el agradecimiento de todo misionero con todo don de Dios, por su elección, por la ayuda fraterna de toda la Iglesia.

           

            Es esta Iglesia la que desde el principio se sabe comunidad de hermanos, donde cada uno tiene una misión de parte de Dios para el bien común. La Palabra queda encarnada en cada persona con un carisma, un servicio, un oficio que conforman como un cuerpo de muchos miembros, todos útiles y necesarios entre sí. La eficacia de la Palabra de Dios se resuelve también en la consciencia del servicio personal donde se aprende a recibir el amor de Dios, pero también a llevarlo a los demás. Saberse un miembro concreto es también darse cuenta de la propia identidad y utilidad en el cuerpo múltiple. Una vida despojada de misión, de oficio, de servicio en el cuerpo queda hueca, como la palabra malversada y sin provecho. Que no deje de haber personas amigas de la Palabra de Dios que nos digan convincentemente, para pellizcarnos el corazón y que no deje de desear ser cada vez más de Dios.

El bon samarit de Pelegri Clave i Roquer web