2Mc 7,1-2.9-14: Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará.
Sal 16: Al despertar, me saciaré de tu semblante, Señor.
2Te 2,16–3,5: Que el Señor dirija vuestros corazones hacia el amor de Dios y la paciencia en Cristo.
Lc 20,27-38: NO es Dios de muertos, sino de vivos.
El apetito se despierta diverso, con petición de alimento selectivo, cuando deseamos comer esto y no aquello. No tiene por qué hacerlo a capricho nuestro cuerpo, sino que tras el antojo se esconde una necesidad orgánica donde se descubre necesidad de hidratos, de vitaminas, de proteínas… y, así, apetecen dulces, cítricos, lácteos… A nuestro cuerpo le merece la pena vivir, y se queja con deseos particulares cuando advierte una carencia en los nutrientes. Dependerá de cada cual satisfacer o abstenerse, por desconocimiento o por limitaciones.
¿No hemos sentido, de modo aún más radical, más decisivo, que nuestro organismo tiene apetito de vida? Vida en satisfacción, armonía, en plenitud. De este modo pueden revelarse las hambres del corazón como deseos de felicidad y perpetuidad. Nuestro propósito es resolver esta petición permanente, y en eso, en gran medida, empleamos nuestras energías, sin que jamás consigamos de modo absoluto, ni siquiera de modo suficiente, saciar ese apetito de raíz. Los logros familiares, profesionales, académicos, sociales… alegran, pero no satisfacen por completo. Siempre queda un resquicio de necesidad de algo más, un apetito que aspira a algo inalcanzado y, en otro sentido, también para nosotros inalcanzable.
Considerado de modo más preciso, pueden concretarse una serie de apetitos, sin pretensión de ser rigurosos, que delatan las urgencias de nuestro ser:
La fe cristiana ofrece la resurrección como alimento a todos estos apetitos, no solo como una situación futura, sino como un presente que ha de vivirse, aunque aún de forma incompleta. Tal es la fuerza de esta certeza para el cristiano que quiere vivir con coherencia su fe, que supera en exigencia y urgencia a otros apetitos vitales de nuestro organismo como los de comida o bienestar.
La resurrección es una herencia del judaísmo y el relato del martirio de los siete hermanos en el Segundo libro de los Macabeos nos muestra una confianza absoluta en la resurrección, hasta sobreponerla a las torturas y desprecios. El mártir es el mayor testimonio de la fe en la Resurrección. La gran novedad para el cristiano con respecto a la fe judía es que es el mismo Hijo de Dios quien, haciéndose hombre, se ha hecho mártir de la misericordia de Dios muriendo en la Cruz para darnos testimonio del amor absoluto del Padre por cada ser humano. La esperanza en la Resurrección superó la traición, el abandono, el ultraje, la cruz. La fe en la Resurrección es la confianza en que Dios Padre es el único que puede satisfacer todos nuestros apetitos de modo permanente.
No lo pensaban así algunos grupos judíos, como los saduceos, para quienes les bastaban los bienes y la posición social alcanzados en vida, como signo de una bendición de Dios, para saciarse. Consideraban la resurrección como ridícula y así le plantean a Jesús un caso ridículo con aquel hepta-matrimonio de la mujer viuda que se casa sucesivamente con los hermanos de su primer marido. En el Antiguo Testamento aparecen estadios diversos sobre la respuesta que encontraba el creyente a la vida después de la muerte. Lo que inicialmente se solventaba como una retribución para el bueno con bienes en esta vida, sin más allá, fue derivando hacia la fe en la Resurrección como la respuesta radical de Dios a los anhelos más fuertes del hombre.
Otras soluciones para estos apetitos son insatisfactorios y es triste escuchar cómo muchos cristianos prefieren dar crédito a la reencarnación, la pervivencia de las almas sin cuerpo o conformarse con que “algo tiene que haber”. No puede haber una verdadera fe cristiana si no nos tomamos en serio la Resurrección de la carne. Si no, preguntémosle a nuestros apetitos más hondos, ¿habrá alguna propuesta que les pueda prometer ser satisfechos como lo hace la resurrección de los muertos?
Sb 11,22-12,2: A todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida.
Sal 144: Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.
2Te 1,11-2,2: Que Jesús nuestro Señor sea vuestra gloria.
Lc 19,1-10: También este es hijo de Abrahán.
Un amanecer no era igual a otro en Jericó. La ciudad siete veces milenaria se despertaba con novedad cada alborada. Unos comerciantes de Siria, unos mercaderes de Egipto, mercancías exóticas de Persia… Personas y objetos suscitaban el interés de los habitantes de Jericó, un rico lugar, oasis en medio del desierto de Judea, con una importante posición estratégica y paso obligado para muchos comerciantes y sus cargamentos. Con siete mil años de curiosidades pasando por sus calles, todavía se podía esperar algo interesante cada día. Aquel día el Maestro de Nazaret atrajo el interés de los ciudadanos de Jericó y un gran gentío lo acompañaba mientras atravesaba la ciudad.
La muchedumbre de curiosos esperaría con diferente expectativa. Unos palabras de sabio, otros algún hecho prodigioso, otros contemplar con sus propios ojos a aquel maestro polémico, causa de contradicción, e incluso esperando algún rifirrafe con un fariseo. Hubo uno cuyo interés superó a todos los demás. No solo esperaba ver y oír, sino que lo necesitaba. Mientras atravesaba la ciudad aquella novedad de Galilea acompañado por muchos curiosos, Zaqueo salió a buscarlo y, no pudiendo encontrarse con Él, buscó el modo de llegar a verlo.
La motivación de Zaqueo es diferente porque arranca de una percepción de carencia. Era consciente que necesitaba algo diferente, profundo, radical, porque interpretaría una inquietud interior de insatisfacción, o incluso de vacío, que le movió al encuentro con Jesús. Al igual que sus paisanos, habría escuchado a hablar del Nazareno, pero, a diferencia de ellos, no se conformó con satisfacer una curiosidad, sino que tuvo un encuentro con Él. Aunque, ciertamente, fuese más probable que su curiosidad movida por el inconformismo interno, fuese el impulso para que finalmente Jesús quisiera ir más allá, como no lo hizo con ninguno de los otros que acudieron a verlo. La curiosidad del indigente por Jesucristo es convertida por Él en un momento para alojarse en su casa.
La presencia del maestro en casa de Zaqueo provoca un cambio importante en su vida. Al menos inicialmente, por lo que expresa, supone una gran alegría. Tal vez dio con lo que estaba buscando y, de modo contrario a como lo habría estado haciendo anteriormente, priorizó la vida de los demás a su propio beneficio; de hecho, se priorizó a sí mismo sobre sus expectativas de ganancias, porque habría entendido que aquella generosidad con los pobres y la pretensión de justicia con quien posiblemente no fue justo le facilitarían la alegría y la paz del corazón. Este cambio tendría una repercusión social notable en Jericó. No sabemos si llegó a hacerlo, pero, por lo pronto, el hospedaje de Jesús en su hogar fue motivo de cambio, porque seguramente fue motivo de gran alegría interna.
Los que se habían acercado curiosos a ver a Jesús, siguieron curioseando sobre su actuación con Zaqueo, sacando sus propias conclusiones; las de aquellos que no han llegado a descubrir sus propias carencias y tensiones internas, de sus contradicciones y pecados, para buscar a Cristo y descubrir la misericordia de Dios. Murmuraban, porque no sacaron partido a la visita del Maestro y no quisieron aprender de lo había hecho con Zaqueo.
Si les bastó a ellos arrimarse a Jesús para verlo, escucharlo, satisfacer su curiosidad y volver a sus casas sin que cambiase nada, no así a Zaqueo. Ni tampoco habría de bastarnos a nosotros. Él no pasa cercano para entretenernos, procurarnos una centella de ilusión, resolver nuestros problemas o rellenar lagunas afectivas, sino que viene para dejarse encontrar y quedarse en nuestra casa, para causar una revisión seria de vida y provocar un cambio radical o una reforma necesaria. Ha llegado para quedarse en nuestro hogar y que esto provoque vida en nosotros y trabajo para la vida de las demás personas para la cuales debemos buscar su justicia.
Ex 17,8-13: Así resistieron en alto sus brazos hasta la puesta del sol.
Sal 120: Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
2Tm 3,14-4,2: Insiste a tiempo y a destiempo.
Lc 18,1-8: Es necesario orar siempre, sin desfallecer.
Esta breve parábola tiene tres personajes: un juez, una viuda y un adversario. Los pocos datos del relato nos permiten hacer una pequeña recreación de la historia. Una mujer viuda, por tanto, sin un marido que la pueda defender ante las amenazas externas, ha sido dañada por alguien. Parece que el daño ha tenido que ser considerable, dada la tenacidad con que ella busca justicia. De otro modo, seguramente, habría desistido pronto. Acude al juez para encontrar lo que nadie puede proporcionarle en su desprotección. Pero al juez le importa poco su oficio, porque ni cree en Dios ni se preocupa por los hombres. La resistencia del juez a tomarse en serio el caso cede ante la perseverancia de la mujer viuda, por las molestias que ella le está provocando y que pueden prolongarse. Finalmente parece que la mujer viuda va a conseguir lo que buscaba, justicia ante su causa.
¿Es posible que Jesús hablase de un episodio real que hubiese conocido? En todo caso, lo que interesa, sin duda, es la actitud de la mujer. ¿Qué le mueve a ser tan obstinada? Necesita que alguien le haga justicia, porque parece que en ello le va algo importante. El único a quien puede acudir es el juez. Aunque este sea malo, es la única persona que ella cree que la puede ayudar (sea por su oficio, su autoridad o porque no tiene a nadie más). Pide justicia una y otra vez, y lo hace porque espera que el que tiene que juzgar, juzgue. Persevera porque tiene esperanza. En síntesis: hay una necesidad, una única persona que puede cubrirla y esperanza en que tarde o temprano va a hacerse justicia.
Toca ahora volcar la parábola a la relación personal con Dios, buscando una correspondencia para cada personaje: la viuda sería cada uno de los creyentes que piden a Dios; el adversario, lo que causa alguna necesidad; el juez, Dios Padre. Pero en este último caso, en vez de tratarse de profesional nefasto, nos encontramos con el que más nos quiere y nos cuida, un maravilloso cumplidor de su oficio. Por lo tanto, tendría que esperarse de Él una atención inmediata a la petición de ayuda… Pero no siempre parece que la conceda enseguida; y a veces incluso da la sensación de que no ha escuchado o no quiere atender a la petición que se le reitera.
Jesús asegura que Dios (Padre) “hará justicia a sus elegidos que claman ante Él día y noche”. Lo asegura con una pregunta a sus oyentes que está destinada a una respuesta positiva. Él mismo la responde: “Os aseguro que les hará justicia sin tardar”. Dios, por tanto, concede justicia a los que le piden y, además, enseguida. ¿A qué se refiere Jesús con “justicia”? Puede entenderse como “dar lo debido”. La realidad evidencia un reiterado desprecio a la justicia generalizado, donde el que tiene el poder abusa del débil; donde la mentira, la crueldad, el desprecio se sobreponen a lo debido a cada persona en su dignidad y derechos. Esto probaría un descuido de Dios en sus tareas de juez, un olvido fragrante y multiplicado. A no ser que pueda entenderse esta justicia que el Maestro asegura que Dios concede de un modo más global.
Lo que el Padre ha prometido como debido es el Reino de los cielos, su Reino. La fe asegura con certeza la adquisición de esta justicia de parte de Dios, aunque, incluso, en la coyuntura actual parezcan prevalecer las injusticias. Jesucristo muestra sus dudas sobre encontrar esa fe en los creyentes. De la mano de la fe camina la esperanza, como la viuda que aguardaba a que el juez cumpliera con lo que se le requería. La caridad necesaria como amor a Dios y a los hermanos completa el corazón del cristiano. Y la perseverancia en la petición es la rúbrica de que se espera y se confía en Dios. Es fácil que esta esperanza venga mezclada con cierto desánimo, incertidumbre, sufrimiento, incluso resentimiento cuando se vive en una situación de injusticia. Insistir en la oración de petición ha de convertirse en un ejercicio de memoria donde la esperanza y la fe se van purificando para hacerse cada vez más recias en diálogo confiado en Dios, del que verdaderamente se espera que haga justicia, del realmente se sabe, se contempla, se gusta… que ya está obrando esa justicia prometida: la participación del Reino en cada uno de los que le invocan y, a través de cada uno, también en el mundo.
La responsabilidad en la búsqueda de esta justicia ha de ser sostenida por unos y otros, al modo como sostuvieron los brazos de Moisés en su oración para vencer la batalla contra los amalecitas. La justicia de Dios es un regalo suyo, pero requiere una participación colectiva, familiar, fraterna. También universal. La llamada de la campaña del Domund de este año: “Bautizados y enviados”, es una apelación a que los creyentes, los “elegidos” en los términos del evangelio, pidan justicia a Dios para todos los lugares del mundo, con especial urgencia para aquellos que aún no conocen su Nombre y su mensaje de salvación. En la medida en que haya más creyentes que piden a Dios, habrá más justicia y más Reino.
Ha 1,2-3,2,2-4: El justo vivirá por su fe.
Sal 94: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: “No endurezcáis vuestro corazón”.
2Tm 1,6-8.13-14: Toma parte en los duros trabajos del Evangelio.
Lc 17,5-10: “Hemos hecho lo que teníamos que hacer”.
Extraño vínculo entre la semilla de mostaza y el trabajo de los siervos, entre la fe y el servicio. El Maestro no exagera con la motivación a sus discípulos: con la fe de un granito de mostaza, una semilla ínfima, se pueden conseguir grandes cosas. Pero parece que ni siquiera ellos llegaban a esa proporción de fe. Exactamente ¿a qué se refería tomando el grano de mostaza? Es posible que le interesase la comparación por su tamaño y, por tanto, estaría diciendo que no alcanzan siquiera ese nivel de fe, y sin embargo esa fe tan pequeña bastaría para hacer prodigios. También podría ser que se refiriera al grano de mostaza por la potencialidad que cabe en lo pequeño y puede llegar a convertirse en algo grande. De este modo comparaba también esta semilla con el Reino de los cielos (Mt 13,31-35). Entonces sorprende que sus discípulos viviesen tan escasos de fe o se trata de una motivación para que, al modo de la semilla, la cuiden y la promocionen y pueda hacerse grande un día. Es posible también que el ejemplo de la semilla remitiese a algo conocido comúnmente entre aquella gente y que a nosotros se nos escapa.
Luego alude a la actitud de los siervos de un señor. No han de esperar privilegios especiales ni recortes en su jornada laboral, sino completar hasta el final su trabajo, aunque lleguen cansados de otras tareas y se les pide una más.
Puede ser que la pequeñez del granito de mostaza, capaz de perderse con facilidad en la palma de la mano, quiera vincularla a lo pequeño del servicio que podemos y debemos realizar hasta el final. Lo que se trabaja por y para Dios no aguarda a una recompensa de indulto laboral, de dejar de hacer lo obligado, aunque haya cansancio y falten las fuerzas, sino que debe encontrar sentido en rematar la faena hasta que el señor de la casa, el Señor de nuestras entrañas, que son su casa, pida descanso. Esa constancia en el trabajo hasta completar la faena puede parecer pequeño, como una semilla de mostaza, pero quizás no es más lo que podamos ofrecer. La fe, como confianza en el amo que manda hacer y señala el momento de la comida y del descanso, supone la entrega de nuestra jornada a Él. El trabajo que Dios pide personal y comunitariamente será siempre para el bien de la casa común y corresponderá con la vocación de servicio de cada uno. No puede equivocarse, por eso ha de dirigirse hacia Él toda sospecha que ponga en duda el trabajo: por considerarlo excesivo, inoportuno, inadecuado, más propio de otros… Él sabe, confiemos en Él. Él conoce la casa, dejemos que sea Él quien diga y quien mande. Por nuestra parte, obedezcámosle y pidámosle que aumente nuestra fe de forma continua, y con mayor intensidad cuando percibamos que existen dudas sobre la conveniencia de lo que pide. Así reconoceremos con humildad y confianza que hemos hecho lo que teníamos que hacer.
Las quejas del profeta Habacuc, propias de un creyente en tiempo de ásperas estrecheces, desembocan en una proclamación de confianza: “el justo vivirá por su fe”. Es a la vez una profecía que anticipa el destino de los creyentes que corresponden a la voluntad de Dios y una motivación que anima a perseverar en la esperanza en el Señor, aun cuando el contexto sea adverso y el ánimo del siervo esté herido. Esta actitud prepara para escuchar la voz del Señor y encontrar sentido a la vida y sus quehaceres, para integrar el sufrimiento y crecer en amor a Dios y al prójimo. La perseverancia está ligada al cuidado de ese fuego de la gracia de Dios del que Pablo habla a Timoteo. Esta pira encendida por Dios en el interior del creyente y vinculada al gesto de imposición de las manos (¿confirmación?, ¿orden?) pertrecha para tomar “parte en los duros trabajos del Evangelio”. Duros porque el corazón creyente se resiste a veces a servir y a servir más allá de lo esperado. Duro porque tampoco acompaña siempre el entorno ni las personas hacia las cuales somos enviados.
La satisfacción última es la de haber hecho lo que teníamos que hacer, gracias a la asistencia divina, gracias a nuestra confianza tenaz en el Señor. Así es el buen siervo y en él se alegra Dios y lo invita a sentarse a su mesa para ser Él mismo su servidor aquí y para la vida eterna.
Lc 16,19-31: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”.
Érase una vez… un cuento, un cuento que contó Jesús específicamente a los fariseos. Previamente, el evangelista Lucas nos había dicho cómo los fariseos y los escribas murmuraban de Él diciendo: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”. Y un poco más adelante señala que los fariseos eran amigos del dinero y se burlaban de las enseñanzas de Jesús sobre el buen uso de las riquezas.
Sirva esto para contextualizar ese cuento-parábola del rico, muy rico y del pobre muy pobre. El relato está lleno de contrastes: uno muy rico y otro muy pobre; uno vive dentro con muchísimo y el otro está fuera a la puerta sin nada; uno vestido con púrpura y otro desnudo; uno come espléndidamente y otro, sin nada que comer, sirve incluso de alimento para los perros; uno exageradamente alimentado y otro cubierto de llagas probablemente causadas por la malnutrición. Comparten una misma realidad: ambos son mortales y ambos hijos de Abrahán. Uno va al tormento de llamas y otro al seno de Abrahán.
Es útil recordar cómo para los fariseos la comida y, más concretamente, el banquete (comida especialmente preparada y cuidada) constituía el momento más sobresaliente del día o de la semana. Además de ser el momento antropológico de la más insistente declaración de interés por la vida, de recibir los frutos del trabajo y recobrar las fuerzas para seguir, de compartir esa misma vida con la palabra escuchada y hablada, era para ellos un momento religioso donde se reproducía la jerarquía moral y espiritual y reproducía en cierta manera, como anticipación terrena, el destino celeste al que aspiraban, donde el anfitrión sería Dios y los comensales todos los cumplidores de sus preceptos (subrayando el cumplimiento ritual de pureza religiosa al modo como lo entendían y practicaban), es decir, ellos mismos.
Esta interpelación tan directa a los fariseos descalifica una actitud ética amparada por una concepción religiosa determinada. Rechaza el olvido del pobre Lázaro por parte del rico. Puede ser que existiera una exclusión consciente de la atención a Lázaro, al que le habría bastado asistir con las sobras de sus banquetes. Pero bastó con no tenerlo en cuenta, con no salir de su casa, entretenido por los asuntos que tenía que tratar en su interior, para haberlo visto allí a su puerta, signado de llagas y rodeado de perros. El relato describe dos mundos completamente distintos muy cercanos en el espacio, pero lejanísimos en la realidad, porque la situación de Lázaro no forma parte para nada de las preocupaciones del rico. Y ambos son hijos de Abrahán. Sin que tuviera que haber un desprecio activo por parte del protagonista opulento hacia Lázaro, entre sus preocupaciones no asomó qué habría más allá de sus banquetes y su lino y sus invitados. ¿Llegaría a preguntarse por quienes no tienen qué comer el que tendría que invertir tanto tiempo y esfuerzos en procurar cada vez un banquete distinto como capacidad para la sorpresa entre los comensales?
Lo que esta perspectiva sugiere es evitar considerarnos eximidos de la enseñanza de esta parábola porque no tengamos especiales riquezas ni haya pobres a nuestra puerta, sino muy directamente interpelados. Porque, ¿en qué invertimos nuestro tiempo, nuestros recursos, nuestras habilidades, nuestros proyectos…? ¿Cuáles son nuestras preocupaciones y cuáles no? ¿Por qué asuntos estamos dispuestos a gastar nuestra vida? Toda decisión tiene un componente social y los descuidos, los olvidos no son moralmente neutros, sino que tienen una repercusión real en otros y además dañina.
La atención del rico a Lázaro, al que nombra por primera vez tras la muerte de ambos, llegó cuando comenzó a sufrir. Podría haber aparecido antes, cuando era Lázaro el que sufría, pero la vida entre placeres adormeció el cuestionamiento por el otro y los bienes que recibió en vida (aquí materiales, pero podríamos considerar en ellos cantidad de recursos) no los invirtió en consolar, acompañar, paliar… el sufrimiento de quien más cerca tenía. Y, ¿de qué sirve una vida solo preocupada en uno mismo, ensimismada? ¿No se despreocupó en realidad de su propia vida, porque no hizo nada de relevancia, nada provechoso, nada por el otro más próximo?
Los cuentos agradan a su auditorio con un final feliz. Pero la realidad no nos proporciona siempre perdices de felicidad. Lázaro murió pobre, sin que nadie lo socorriera ni se preocupara por él. Sin embargo, aquí otro elemento importante de esta parábola, lo crucial, lo definitivo se resolvió al final, donde el hijo de Abrahán sufriente recibió consuelo y el hijo de Abrahán despreocupado, tormentos. La injusticia humana, provocada por un serio descuido de la fraternidad, sella las consecuencias del mal (por acción u omisión) contra uno mismo para la eternidad. Y la Palabra de Dios, (Moisés y los profetas, a lo que podríamos añadir también el Nuevo Testamento) tiene la suficiente fuerza como para despertar del letargo del ensimismamiento… a quien quiere escuchar. Ni un muerto revivido resultará más convincente que lo que Dios ha hablado y nos sigue hablando.
Am 8,4-7: Escuchad esto, los que pisoteáis al pobre.
Sal 112, 1-8: Alabad al Señor, que alza al pobre.
1Tm 2,1-8: Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, alzando unas manos limpias, sin ira ni divisiones.
Lc 16,1-13: No podéis servir a Dios y al dinero.
Las manos que han trabajado con honestidad han acabado manchadas (de tierra, de cemento, de tinta, de servicio…), pero con el peso del salario justo a la labor realizada. Ese peso contiene en sí la dignidad del trabajo, la necesaria colaboración con el desarrollo del mundo, el crecimiento personal mientras se comparte el trajín de las habilidades propias con la sociedad. Cómo no, todo ello, como prolongación de la obra creadora de Dios. El hijo que aprendió bien el oficio del Padre, no descuidará tus tareas. Pero si se le concede un valor excesivo al peso del sueldo, sin considerar todo el sentido del trabajo como humanizador, el dinero cobrará un protagonismo excesivo y desequilibrado. El corazón se volcará hacia Él y el trabajo se despersonalizará. Nos topamos entonces con un auténtico rival de Dios, porque parece prometer también la felicidad.
Es una consecuencia casi inmediata, la atención al dinero es proporcional a la desatención a Dios. Entre las leyes que pautaban la vida social en el Pueblo de Israel, las relacionadas con la justicia social y la distribución equilibrada de los bienes eran las que más fácilmente se quebraban. La denuncia profética tenía dos principales temas: la idolatría y el maltrato del pobre. Temáticamente diversas, caminan de la mano casi de forma irremediable. El candidato más atractivo como sustituto de Dios suele tener un perfil económico. Se pueden conseguir tantas cosas teniendo bienes materiales, y más concretamente dinero, que puede llevar a la ingenua ilusión de que también proporcionará paz de corazón, alegría y, la tan deseada felicidad. La falacia no es nueva ni los falaces ni los engañados. La lectura del profeta Amós pone el acento en la alianza entre el afán de riquezas y el engaño. La avidez de bienes le procura curiosas amistades y no es infrecuente verse asociado con la mentira.
No es lo mismo obrar astutamente que mentir, ni robar que ganarse amigos con la renuncia al dinero injusto. Es, tal vez, desde aquí, desde donde podemos encontrar una posible interpretación a este pasaje evangélico del administrador malversador, pero audaz. Parece que en aquel siglo I los administradores de bienes tenían la potestad de acrecentar la deuda de otros terceros contraída con su señor para obtener un beneficio que sería su salario. Cuando esto se hacía de forma desproporcionada, obligaba al deudor a asumir un pago excesivo. Lo que pudo hacer este administrador poco honesto, una vez que supo que iba a ser despedido, fue renunciar a su parte de ganancia, reintegrando la deuda a lo que estrictamente se le debía al señor. De esa forma un dinero injustamente crecido era perdonado para ganarse el favor de los deudores. La renuncia al dinero injusto, es decir, la resistencia a la participación en el aprovechamiento del pobre, en un mundo donde, desgraciadamente es algo tan habitual, es una colaboración con la justicia social. Es un buen inicio para el equilibro en el reparto de los bienes, aunque no es el único paso que ha de darse.
El único tesoro con el que contamos es Cristo. Así se lo recordaba san Pablo a Timoteo. Él es nuestra mejor inversión y hemos de hacer partícipes de esta ganancia a todos cuantos podamos. También esto es inversión de vida eterna. No ha de faltar en nuestra oración la petición por las autoridades y por quienes tienen en su poder importantes decisiones de carácter económico que pueden perjudicar o favorecer.
Las manos de Cristo, llenas de sangre de amor, muestran el salario de quien se hizo pobre para enriquecernos a todos. Hasta que las nuestras no se extiendan como las suyas para ofrecer lo que son, tendrán anhelo del peso del dinero y no del trabajo por el Reino. Quizás mirar sus manos aliciente y sensibilice para que sean configuradas las nuestras a su modo.