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En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo C

DOMINGO I DE ADVIENTO (ciclo C). 1 de diciembre de 2024

Jer 33,14-16: Ya llegan días en que cumpliré la promesa.

Sal 24: A ti, Señor, levanto mi alma.

1Te 3,12–4,2: El Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo.

Lc 21,25-28.34-36: “Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”.

 

Con la expresión “te lo prometo”, deberían abrirse unas expectativas nuevas e ilusionantes. Pero, para tener interés y credibilidad la promesa es necesario con alguien que realmente pueda concederlo, que lo que se promete sea beneficioso para la persona y que quien lo reciba sea consciente de su importancia. Para vivir el tiempo desde que se hace la promesa hasta que se cumple es necesaria la paciencia, que sostiene la esperanza, y el recuerdo avivado de lo que esperamos recibir.

Aunque no se explicite verbalmente, hay personas que son en sí “promesa”, porque su presencia en nuestras vidas es garantía de algo bueno que buscamos o necesitamos. Los padres son promesa de amor incondicional; los maestros de aprendizaje; el profesional de la medicina de salud; los novios de fidelidad; el amigo de lealtad.

No es que nuestro ánimo dependa completamente de estas cosas, pero sí que suscitan motivación e incluso entusiasmo, y alegran la vida mientras se espera su cumplimiento, porque las promesas más valiosas son aquellas que ofrecen lo mejor que esas personas promesa pueden concedernos.

Dios había prometido y lo hizo al modo de Dios, a lo grande, a lo sorprendente con sorpresa para quienes quisieran entender. Puesto que es el Creador y el Señor de la vida, quiso prometer una vida feliz, eterna, para siempre. Esta promesa se avivaba más en los momentos en los que la vida se volvía más precaria, bien por el abuso de los poderosos, por la suma de injusticias, por la amenaza de los enemigos, por el miedo a la destrucción. Más que prometer algo, el Señor había prometido a alguien, que fuera cercano y que trajera todo lo necesario para una vida en paz y con verdadera justicia. Los profetas lo proclamaban así ante el pueblo, como hacía Jeremías, según nos dice la primera lectura. Lo que no se sospechaba es que al promesa de Dios iba a ser muchísimo mayor de lo que cabía pensar.  Porque el Hijo de Dios se hizo carne.

Y para ello, su Hijo se hizo carne, y vivió entre nosotros y se entregó en la cruz perdonando y resucitó y nos ha enviado el Espíritu Santo para participar de la vida divina. Pero también, y eso es lo que se destaca en este tiempo de Adviento, esperamos que ha de regresar al final de los tiempos para culminar su promesa.

Sin embargo, no solo aguardamos que un día la felicidad sea absoluta, sino que vamos recibiendo de ella y la vamos disfrutando ya, en medio de las realidades, suaves y ásperas, del día a día. Siguen sucediendo acontecimientos terribles y la predicción de que nos pueden llevar a un desastre global (el evangelio de Lucas habla de agitación en cielo, tierra y mar). Confiamos en que Dios nos va a librar del desastre, pero nos vemos responsables en: evitar ser colaboradores con agravar la situación a peor o de posicionarnos como observadores pasivos y participar en el cumplimiento de la promesa de Dios haciéndonos nosotros también promesa como trabajadores del Señor que ha de volver para reinar con nosotros.  

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO. 20 de noviembre de 2022

2Sam 5,1-3: Lo ungieron como rey de Israel.

Sal 121: Vamos alegres a la casa del Señor.

Col 1,12-20: En Él quiso Dios que residiera toda la plenitud.

Lc 23,35-43: “Este es el rey de los judíos”.

 

La hora a la que se comienza a leer o escuchar esta reflexión marcará el inicio de un manojo de minutos tras los cuales el mundo seguirá siendo el mismo o, a lo sumo, habrá cambiado todo lo que dan de sí cinco o seis minutos, que, en una perspectiva general, va a ser más bien poco o mucho. Esto no depende absolutamente de la cantidad de tiempo transcurrido, sino de lo que nos hayamos empeñado en proyectar, hacer o en omitir. Está claro que el tiempo no es para nosotros ni un problema ni una solución, sino una oportunidad y que, sin control sobre él para estirarlo o reducirlo, sí que escogemos cómo lo invertimos: cómo nos invertimos a nosotros mismos para que lo que somos tenga consistencia.

Tres cuentas atrás se pusieron en marcha en el Calvario. Cuando el tiempo se mide conscientes de un tope próximo, se aviva la consciencia de la necesidad de aprovecharlo bien. Los romanos tenían costumbre de situar en la parte alta del poste vertical de ejecución el motivo de la condena. Los evangelios no hablan sobre el letrero de los dos compañeros del Maestro, pero seguramente referirían algo relativo al robo y tal vez a ciertos delitos de sangre provocados por el intento de quedarse con lo ajeno. Quienes pasaran por allí lo verían y les daría pistas para observar a esos dos condenados partiendo de esas indicaciones.

El tiempo se les acababa a los tres condenados y lo invirtieron de modo muy distinto. Uno en continuidad con lo que había hecho, indiferente al mal causado y manifestando arrogancia y provocación. Aseguraba el sinsentido de su vida, por haberla malgastado, hasta el fin. El segundo con una mirada de arrepentimiento reconocía el mal cometido y se abría a la esperanza. Jesucristo se la regala prometiéndole Paraíso. La cartelera de su cruz ofrecía un mensaje ambiguo: Rey de lo judíos. ¿Con pretensiones políticas? ¿Religiosas? ¿Un producto de la confusión de Pilatos tras una condena irregular? A nosotros nos delata el significado de la solemnidad de este último domingo del tiempo ordinario: la soberanía de Jesús como Señor del universo, algo paradójico, pero muy vinculado al tiempo.

“En Él fueron creadas todas las cosas”. La expresión de san Pablo incluye al tiempo. Sin embargo lo que hace Cristo en la cruz no es alargar el tiempo de vida de los vecinos del Gólgota descolgándolos para retomar la vida como antes ni se lo acorta para evitarles una agonía prolongada, sino que les da sentido para que sus vidas no hayan sido un fracaso. Este sentido viene directamente del amor de Dios. El “hoy estarás conmigo en el Paraíso” es una declaración de "Dios Padre te ama y quiere estar contigo para siempre”. Lo último que hizo el ladrón que recibió de Jesús este regalo fue mirar su vida lastimada y desgarrada para ofrecérsela a Dios, para que Él la sanase de algún modo. Todo lo que le ofreció quedó en el corazón en la memoria del Padre por su Hijo para descansar eternamente en su Paz. Y Cristo se manifestó con una soberanía, con un poder inaudito para llenar de belleza un tiempo maltratado para que todo tiempo humano, toda vida, está abierta a la esperanza, tenga sentido. El universo no es nada sin su presencia.

La realeza de Cristo recapitula todo en su corazón, donde comparte todo con el Padre, y nos convierte a nosotros también en reyes, pues nos da poder de acoger la esperanza y para que nuestro tiempo sea un lugar para el encuentro con Dios, lo que da sentido a cuanto somos. 

DOMINGO XXXIII T. ORDINARIO (CICLO C). 13 noviembre de 2022

Mal 3,19-10: los orgullosos y malhechores serán como paja.

Sal 97: El Señor llega a regir los pueblos con rectitud.

2Te 3,7-12: No vivimos entre vosotros sin trabajar.

Lc 21,15-19: Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

Siendo tantos, unos tendremos motivos para desear que se acabe el mundo y otros para que no. Depende de cómo nos vaya. En principio parece que deberíamos, a toda costa, salvarlo de cualquier de las múltiples amenazas a o menos posibles: cambio climático, colisión de un meteorito, guerra nuclear, pandemia mortal… Pero, tal y como están las cosas, ¿nos merece la pena conservar lo que tenemos, lo que hemos conseguido? Entendería que a un buen número de personas no les pese demasiado que todo se acabase. Al hablar de todo, me refiero, más bien, a la especie humana. ¿Estamos lo suficientemente satisfechos como para preservar lo que somos?  

Apunto a una preocupación más acuciante y trascendente para uno mismo: ¿qué va a pasar con mi vida? El profeta Malaquías recoge una antigua tradición sapiencial y moral, común a las religiones, donde el destino definitivo de cada hombre está directamente relacionado con sus obras. El bien es el premio de la bondad y el mal aguarda al que ha obrado con maldad. Este principio tan básico es repetido con insistencia como un elemento fundamental del orden social. El mal genera caos, confusión, inseguridad… y así es imposible que prospere nada bueno.

También puede tratarse en modo positivo: cuánta alegría personal y comunitaria si obramos el bien, si buscamos la paz, la verdad y la justicia, si practicamos la misericordia. El elemento punitivo pretende disuadir, pero lo que importa siempre es el bien de la persona.

En el contexto desde el que nos habla Malaquías podemos añadir que lo bueno o lo malo, fruto de las decisiones personales tiene ya una repercusión inmediata en la felicidad o desdicha de quien actúa. Y que, sin una referencia a la vida tras la muerte, con dificultad puede encajarse que haya personas que se obstinan con el mal y prosperan en sus proyectos, al menos en apariencia, muchas veces con graves daños a terceros.

Este es nuestro trabajo, perseverar con constancia, buscando el bien, que es, con mucho, lo mejor. Ese bien nos provocará provecho en primer lugar a nosotros mismos, pero también se derramará en beneficios hacia fuera. Cuando Pablo alerta sobre algunos que han dejado de trabajar pensando que la llegada de Cristo es inminente, podemos mirar alrededor y ver cómo las circunstancias que nos eximen de afrontar retos, superarnos, buscar mejoría nos pueden conducir hacia un letargo viciado y nocivo. Por eso, las inclemencias de un mundo en cambio y con manifestaciones en ocasiones hostiles al Evangelio, nos han de mover a refrescar la fe y dar testimonio valiente de la verdad de Cristo. En Él está nuestra fuerza y nuestra victoria. Repetíamos en la antífona del salmo: El Señor llega para regir los pueblos con rectitud. Mientras Él llega, nosotros trabajamos por su Reino.

Las palabras del Maestro en el evangelio de este domingo hablan de convulsión en la naturaleza, en las relaciones con los demás, en nuestras propias relaciones más estrechas de parentesco. Hasta el lugar más seguro y bello para los judíos, el templo, presencia de Dios en la tierra, amenazará ruina. Solo en Él nuestra confianza, pero trabajando, esforzándonos, cuidando la fraternidad y la comunión entre todos, fortaleciéndonos en la oración y la celebración de los sacramentos, teniendo como primera tarea la caridad. Esto requiere paciencia, perseverancia y confianza en el Señor. Para Él le mereció la pena el mundo dando su vida por nosotros y le merecemos la pena cada uno de nosotros, confiando en que su Reino sea vivido ya en la Iglesia y se invite a todo el que quiera a participar de esta luz y fundamento de la vida que es Jesucristo. 

DOMINGO XXXII T. ORDINARIO (ciclo C). Día de la Iglesia diocesana. 6 de noviembre de 2022

Mac 7,1-2.9-14: El rey de universo nos resucitará para una vida eterna.

Sal 16: Al despertar, me saciaré de tu semblante, Señor.

2Te 2,16-3,5: Que améis a Dios y esperéis en Cristo.

Lc 20,27-38: No es Dios de muertos, sino de vivos.

 

No se cansa la Palabra de Dios de pronunciar hoy la vida. Y lo hace, tal como es esta Palabra, a lo divino. Contrasta así con la vida a la que tantas veces aspiran los humanos con pretensiones meramente humanas. A estos no es difícil asustarlos con la muerte; recordar el límite proclama las barreras terribles y, al mismo tiempo obvias, de toda historia humana.

Los griegos esparcieron su conocimiento, su ciencia, su cultura y sus aspiraciones por el territorio conquistado de la Tierra de Abraham, Isaac y Jacob. En tantas cosas superaban a los judíos y pretendieron enseñarles. Pero tropezaban clamorosamente en una: la esperanza en la vida eterna. Sus dioses, que les habrían podido allanar la victoria en sus campañas y alcanzar el saber, no eran capaces ni de proporcionar expectativas más allá de la muerte ni de, ni siquiera, amar realmente a los hombres. Cuando no hay amor, ¿podrá existir posibilidad de superar ciertas barreras? Sin un amor transcendente, ¿habrá amor más allá de la muerte? Todavía más: si no hay amor a todo lo que soy, completamente, cuerpo, alma y espíritu, ¿cómo esperar seguir siendo lo que soy y más aún para siempre? Es uno de los principios sobre los que se sostiene la resurrección: el amor y un amor íntegro, capaz de decir con autoridad: “tú no morirás”.

Los saduceos que se encuentran con Jesús parecen tener también una concepción estrecha de Dios donde el interrogante sobre si realmente Él los ama se salda con una enorme duda o, directamente, una negativa. Al menos en lo que ellos piensan sobre el Dios único se trasluce un vínculo de justicia donde el castigo y la recompensa se dan en este mundo y, por tanto, la paternidad divina queda ciertamente limitada. Parecen olvidarse del perdón, de la misericordia y de otro tipo de justicia que solo puede proceder de un Padre que ama.

Tampoco hoy se abraza alegremente la esperanza de la resurrección. Se han acogido otras formas de supervivencia tras la muerte, pero siempre con merma en la integridad humana: almas solas, integración en la naturaleza o el cosmos, despersonalización individual en pro de la absorción por el todo divino. Cada vez más los hay que ni se preguntan por ello; no les suscita interrogantes. Esto es problemático, porque otro elemento que tiene que ver con fuerza con la esperanza en la resurrección es la razón. Si no nos preguntamos por nosotros mismos en cuestiones donde nos asomamos a ciertas fisuras o abismos, nos empobrecemos y hacemos ya cierta opción por la misma muerte. La ausencia de preguntas en esta línea nos estará convirtiendo en consumidores de cosas fugaces y que desatienden las inquietudes del corazón.

Amor y razón, imprescindibles para esta esperanza que ilumina la vida da ahora y nos hace mirar más allá de las barreras que nuestra condición mortal nos impone. Amor de un Dios Padre y razón del mismo Dios que nos invita a preguntarnos sobre nosotros y los motivos para la vida… y para la muerte. 

DOMINGO XXXI. T. ORDINARIO (ciclo C). 30 de octubre de 2022

Sab 11,22-12,2: Señor, amigo de la vida.

Sal 144: Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.

2Te 1,11-2,2: Oramos continuamente por vosotros.

Lc 19,1-10: el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.

 

El corazón se transparenta sin muchos esfuerzos y nuestro estado de ánimo, acciones y omisiones delatan lo que palpita ahí dentro. Disfruta a su manera, se queja a su modo, también agradece, pide, acompaña y se equivoca de un modo singular y característico, porque todo lo que tiene lo expresa, por mucho que le cueste contenerlo.

            Resulta que una buena parte de nuestras manifestaciones de las que tendríamos que estar menos orgullosos tienen que ver con una especie de complejo latente: el corazón no se percibe amado o no se considera digno de amor. Caemos en descrédito ante nosotros mismos e intentamos recuperarnos de la herida cada cual como puede o ha aprendido o ha entendido. Muchas veces mal. Me atrevería a sugerir que no pocos de nuestros egoísmos, iras, resentimientos, soberbias y prejuicios hacia otros tienen su fuente en esta minusvalía autoproclamada.

            Si el mundo entero es un grano ante Dios, nosotros habríamos de ser el grano del grano. Algo de dimensiones microscópicas. Pero el Creador está de nuestra parte y se preocupa por nosotros. Esta amistad es garantía de algo grande, porque Él quiere hacernos partícipes de una historia con un tamaño que supera al universo. No puede descuidarse el equilibro entre la pequeñez de nuestra condición y la grandeza de lo que Dios nos tiene preparado y hacia lo que nos va llevando Él, el amigo de la Vida.  El equilibrio es vital para la vida espiritual, para la psicología, para la afectividad: seremos ínfimos y llenos de torpezas, pero amados por Dios, elevados por Él hacia lo más sublime. Es preciso mantener en armonía ambas dimensiones, si no tendremos tendencia a minusvalorarnos (lo que suele llevar a devaluar el aprecio hacia los otros) o a intentar compensar elevando nuestra categoría de modo artificial (con éxitos, reconocimientos, dinero, poder…).

            El caso de Zaqueo es altamente ilustrativo. La estatura de este recaudador de impuestos no era problemática, era bajito. Lo preocupante era lo empequeñecido que él habría podido llegar a considerarse por su situación (probablemente desconsideración social, rechazo de las instancias religiosas, enemistad del pueblo y pecado personal). No cesa en su intento de encontrarse con el Maestro a su paso por Jericó. Finalmente Jesús lo encuentra elevado en una altura momentánea y cómica (tal vez porque el buen humor facilita el encuentro con el Señor). El paso de Jesús por la casa de Zaqueo va a cambiar su vida, porque su presencia le va a llegar al corazón. Seguirá siendo pequeño pero ha podido levantar la cabeza para llevarla muy alta, porque ha sabido que Dios lo quiere y a Dios le importa y Dios lo perdona.

Saberse amado, acogido, perdonado es fundamental para el equilibrio de tamaños: diminuto y gigante, por tanto, crucial para la salud de nuestro corazón que conoce sus debilidades y fronteras y recibe alegre el amor de Dios que lo ensancha sin límites. 

DOMINGO XXX. T. ORDINARIO (ciclo C). DOMUND: Seréis mis testigos. 23 de octubre de 2022

Si 35,12-14.16-18: El Señor es un Dios justo que no puede ser parcial.

Sal 33,2-3.17-18.19.23: Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha.

2Tm 4,6-8.16-18: me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día.

Lc 18,9-14: El publicano llegó a su casa justificado y el fariseo no.

 

Pretendemos más diferencias de las que existen: en lo económico, en lo intelectual, en las habilidades, en la prosperidad… y nuestros esfuerzos por resaltarlas podrán engañarnos, pero no consiguen distorsionar la realidad: que todos compartimos la misma condición y dignidad. Este principio básico, desgraciadamente tan olvidado, está vinculado, en términos cristianos, a dos pilares: la imagen y semejanza de Dios (relación del hombre con Dios) y la fraternidad (relación de los hombres entre sí). Teniendo en posesión estos dos tesoros, ¿por qué tendemos hacia una posición de dominio sobre el otro y de rivalidad frente a Dios? Tal vez porque no son una posesión, sino un camino en el que se va descubriendo el valor de ser hijos de Dios y hermanos entre nosotros. Eso es lo que necesitamos porque para esto hemos sido creados y no habrá otro modo de alcanzar la plenitud o felicidad.

               El libro del Eclesiástico o Sirácida en la primera lectura alude a las injusticias que se producen a consecuencia de un uso torpe del poder. El dinero o el poder suponen una capacidad de tener y de hacer. Si no se gestionan desde el doble pilar de filiación y fraternidad, con facilidad tenderán a convertirse en instrumento de endiosamiento y de fratricidio. Solo pueden generar resultados en orden a la relación con Dios y con los iguales. Beneficiosamente cuando se reconoce la paternidad divina y la armonía entre iguales, con perjuicio cuando se busca la igualdad con Dios y la ruptura de nivel con las demás personas. Sin duda que se trata de una pérdida de sentido de armonía, belleza, bondad, verdad… y justicia. La justicia divina defiende esta verdad armónica relativa al hombre, para que prevalezca la fraternidad, lo que precisa un trato personalizado a cada uno atendiendo a sus necesidades, y la condición de hijos de Dios, que supone el reconocimiento de que Él es Padre y Señor, y nosotros sus criaturas creadas por amor.

               Los desórdenes en las relaciones sociales provocan enormes daños en la convivencia. La historia nos muestra el drama de la repetida dinámica de abuso del que tiene el poder o las riquezas, sobre el que no o los conflictos entre grandes poderes rivales. Lo que habría de emplearse para ayudar al desfavorecido, se convierte elemento para la opresión. La predilección de Dios va hacia quien debe ser más cuidado, y por eso no será desatendido.

               Los desórdenes en las relaciones con Dios provocan graves daños en la religiosidad. Creerse justificado ante el Señor (con el cielo ganado) muestra la ignorancia de lo que significa la relación con el Altísimo, que ha de partir de una actitud de criatura (humildad) y de reconocimiento de las propias faltas (condición de pecador), como sucedía con el publicano de la parábola.

               Pablo aspiraba a ser coronado con una corona de justicia cuando hubiera completado sus trabajos evangelizadores encomendados. Los esfuerzos, peligros, desprecios y sacrificios por los que ha tenido que pasar avivan el deseo de llegar a ser completamente hijo y hermano. Confía en la justicia de su Dios.

               Celebrando otro año la jornada por las misiones en este domingo del Domund, somos conscientes del trabajo milenario de la Iglesia para acercar el Evangelio a todos, pedimos por ello y nos implicamos económicamente. La misión eclesial no puede olvidar uno de sus cometidos más importantes: acompañar a quien más sufre las consecuencias del mal ejercicio de la economía y el poder, denunciando la injusticia y dando esperanza en el Dios que es el único juez justo y que no deja de escuchar a ninguno de sus hijos que le claman, siendo testigos de su justicia.