Eclo 27,4-7: No elogies a nadie antes de oírlo hablar.
Sal 91: Es bueno darte gracias, Señor.
1Co 15,54-58: ¡Gracias a Dios que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!
Lc 6,39-45: De lo que rebosa el corazón, habla la boca.
Cada cultura custodia y transmite unas tradiciones y una literatura (oral y escrita) donde reposa la sabiduría popular, que es fruto de la experiencia vital práctica y cotidiana y de la reflexión de algunas personas que han aportado luz. Uno de nuestros ejemplos más expresivos son los refranes, esas sentencias breves con enseñanzas sobre la vida cotidiana, que aconsejan, exhortan, precaven… a través de un mensaje directo o velado tras una imagen o metáfora.
El pueblo de Israel posee una preciosa tradición literaria de sabiduría de raíces antiguas y con dimensiones de Palabra de Dios. El mismo Espíritu ha iluminado la palabra humana que cuenta sus experiencias para mover hacia Dios en las actitudes y decisiones del día a día. Lo encontramos recogido en cinco libros: Job, Eclesiastés, Eclesiástico, Proverbios y Sabiduría. Con frases breves y contundentes o reflexiones más prolongadas, ofreciendo orientaciones para la vida feliz, la vida con Dios.
Jesús, en el llano de la que nos habla el evangelio de san Lucas, aparece ante la multitud como un sabio, en esta misma línea sapiencial, que habla de cosas sublimes con ejemplos sencillos. Este capítulo seis de Lucas, llamado “discurso de la llanura” comenzaba con las Bienaventuranzas y los ayes, seguía con el amor a los enemigos y termina con estas parábolas concernientes al ver y al fructificar. Para ello emplea imágenes fácilmente comprensibles por su auditorio que, según Lucas, se trataba de una multitud.
La primera versa sobre la visión y para ello ofrece una escena cómica donde una persona que tienen plantada una viga delante de su ojo se preocupa en indicarle a otro que tiene una mota en el suyo. En este caso no hay deficiencia ni en el sol, que aporta la claridad para la vista, ni en el ojo, órgano receptor de la luz, sino en un obstáculo entre uno y otro que causa una distorsión de la realidad. Por tanto, las decisiones que se tomen partirán de una posición inadecuada y llevará a elegir incorrectamente. En primer lugar, porque la necesidad primera es la de una revisión personal para descubrir lo que altera la visión de forma notable; en segundo lugar, porque es arriesgado corregir a otro, cuando uno mismo participa de ese mismo error en proporciones mucho mayores. Esta parábola nos habla del camino, del proceso en la vida del creyente.
La segunda trata sobre el resultado del itinerario de la vida con los frutos de un árbol que serán buenos o malos, dependiendo del árbol. A diferencia de las plantas, nosotros elegimos que tipo de fruto queremos dar en la medida en que vamos escogiendo, con nuestras decisiones, qué clase de árbol somos.
El fruto más excelente, podríamos decir siguiendo a Pablo en su segunda lectura, es el de la resurrección, la incorrupción. Nuestras elecciones han de ir encaminadas hacia esta realidad definitiva, que contrasta con la evolución de nuestro cuerpo, que se va deteriorando. Por lo tanto, no merece la pena implicar las mayores fuerzas en frenar esta decadencia material, sino en buscar el árbol de la vida, que es Cristo, para dar los mismos frutos que dio Él y experimentar la misma alegría de comenzar a resucitar hasta que este proceso sea llevado a plenitud. Encontrarlo a Él es dar con la verdadera Sabiduría, y hacerse amigo suyo, viviendo desde el seguimiento a su persona, nos convierte en sabios. Las vivencias más cotidianas y domésticas serán para nosotros lugares para el aprendizaje de su presencia y su exhortación a caminar sabiamente. Somos los guardianes de la sabiduría más elevada, y no principalmente por escuchar la Palabra de Dios, que son las palabras más sabias, sino porque cumplimos con esta Palabra y llevamos una vida según nuestro Señor.
1Sam 26,2.7-9.12-13.22-23: No quise atentar contra el ungido del Señor.
Sal 102: El Señor es compasivo y misericordioso.
2Co 15,45-49: Seremos imagen del hombre celestial.
Lc 6,27-38: Tratad a los demás como queréis que ellos os traten.
Demasiada exigencia la del Señor. Ofrece un discurso tan redondo que poco queda para aclarar. El que ama se acerca a Dios y el que no lo hace se aleja de Él. En la mayor sencillez nos topamos con las mayores dificultades; nuestro espíritu se rebela ante una realidad donde se le pide una renuncia excesiva, a esa prerrogativa personal tan exclusiva donde yo decido a quién quiero y quién no, a quién le concedo mi consideración o la hostilidad de mis entrañas. Pedir el amor a los enemigos implica ceder el último bastión de nuestra soberanía, de nuestra libertad. Sin embargo, lo que ofrece el Maestro es un camino de liberación, porque, precisamente, el amor es el acto soberano de mayor transcendencia.
Solo desde la libertad podemos ser auténticos protagonistas de nuestra historia. El Evangelio educa para ello, fortaleciendo el espíritu humano desde su relación con Dios. El Espíritu que da vida hace libres también, acerca a las entrañas misericordiosas de Dios Padre y provoca el cambio de mirada hacia el mundo, hacia las otras personas.
Es en relación con estas personas cuando nos encontramos en situaciones desagradables que lastiman nuestro corazón. El resentimiento, la ira, el deseo de venganza busca la protección del interior herido, pero acentúa tanto la lesión, que el sufrimiento crece y centra nuestra atención. Cristo quiere liberar con una gestión absolutamente distinta. El perdón permite desatarnos del dolor para encontrar consuelo en el Señor y el amor al enemigo es el mayor regalo que podemos acoger, porque nos sitúa en la tesitura de relativizar la importancia de sus desplantes, desconsideraciones o agresiones, para concederle importancia al amor de Dios que todo lo transformar y que me transforma a mí para amar. Y el amor cubre multitud de faltas.
Humanamente hablando, es algo inalcanzable y entra en frontera con lo insensato, pero el Espíritu viene en nuestra ayuda, abrazando nuestra limitación y debilidad para darle claridad de visión y fortaleza de ánimo en la elección. La herencia de Dios Padre, el Reino, nos habla de fraternidad; vivirla aquí es anticipo de lo definitivo. Para ello hay que mantener y cuidar la relación filial con Dios. El hijo que obedece aprende y recibe del Padre lo suyo, las cosas paternas. Cada el hijo será más hijo y el otro más hermano; el hijo más libre y la presencia de Dios más nítida en nuestro mundo. La exigencia evangélica, desproporcionada con relación a nuestras fuerzas, hasta el punto de desanimarnos o frustrarnos, invita a un camino progresivo hacia la inmensidad de Dios. Él da los recursos para avanzar. Basta con querer y disponernos convenientemente a su gracia; el resto se dará por añadidura. Demasiado, sí, pero poco en comparación de la demasía de la promesa de vida que nos ha hecho.
Jer 17,5-8: Maldito quien confía en el hombre.
Sal 1: Dicho el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.
1Co 15,12.16,20: Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados.
Lc 6,17.20-26: Vuestra recompensa será grande en el cielo.
El árbol no madura por empeño propio, ni siquiera la hierba más humilde consigue persistir autosuficiente sin amparo de la tierra, el agua y el sol. Tampoco, o menos aún, el hombre, necesitado de su Señor. Lo reconocía la Palabra de Dios en Jeremías con una expresión recia y provocativa: “Maldito quien confía en el hombre”. En otras palabras: el que cree que las capacidades humanas son suficientes para prosperar y vive así, está abocado al fracaso (como una planta sin tierra sin agua sin sol). Los ejemplos de las plantas son tan expresivos y reconocibles que cualquiera podría entender. Por eso aparecen reiteradas veces en las Sagradas Escrituras.
Ya fue motivo de polémica entre nuestros hermanos cristianos de los primeros siglos. Unos consideraban que bastaba una fuerza de voluntad suficientemente formada para que cualquier persona pudiera llegar a su meta (la plenitud o salvación). La ayuda divina o gracia aportaba un plus que facilitaba el camino, pero no era imprescindible. A esta idea antropológica se la conoció como “pelagianismo” por un tal Pelagio monje, al que se le atribuía su fuente de inspiración. La postura contraria lleva a considerar que cualquier intento humano de algo, incluso las obras caritativas, son infructuosas, porque lo único realmente fecundo es la gracia de Dios, que salva unilateralmente sin consideración de lo que se haga o deje de hacer. En este caso quedaría anulado el protagonismo humano en su propio destino. Habría que entender un equilibrio necesario entre fuerzas, humana y divina, con un co-protagonismo armonioso entre ambas que evite una polarización desnivelada donde hombre y dios sean rivales.
La clave que aporta san Pablo tiene que ver con la capacidad humana llevada a su máxima expresión y la ayuda del hombre a Dios fructificada en su éxito más patente. Es la resurrección. La resurrección de Jesucristo manifiesta cómo lo humano que se ha dejado modelar por el Espíritu es llevado por este mismo Espíritu a una situación que, sin dejar de ser humana, ha absorbido todo lo que le era posible de la divinidad. La intervención de Dios ha obrado maravillas y, sin ella, la carne humana perecería.
Lo que se busca hoy con la promoción del autoconocimiento y la autoestima, la potenciación de las capacidades propias (incluso las desconocidas), el control de emociones y la gestión de las adversidades es destacar la valía humana y poner en funcionamiento suficiente sus recursos. Es peligroso y, más aún, frustrante tratar de vivir con madurez teniendo presente solo esta dimensión. La responsabilidad de nuestro éxito dependería solo de nosotros y, de no conseguirlo, tendríamos toda la culpa del fracaso. Ciertamente podemos conseguir grandes cosas, pero, igualmente, nos damos cuenta de nuestras incoherencias, multipolaridades y cuestiones insuperables ante las que nos sentimos impotentes. El árbol no puede subsistir sin ayudantes externos que no son árbol, pero que, recibidos oportunamente, formarán parte de él.
El discurso de las bienaventuranzas causa temor y temblor al que quiera ser fiel a Jesucristo. Si aquí se condensa su mensaje y vida, y nos lo presenta con la condición para llegar a la felicidad, podemos concluir que es prácticamente imposible, salvo para unos pocos. Con lo cual, la mayoría nos veremos superados por una realidad inalcanzable y frustrante. No podríamos cumplir con el compromiso espiritual que se nos propone. Sin embargo, las bienaventuranzas que nos presentan los evangelios de Lucas, en esta ocasión, y Mateo, la versión más amplia y conocida, invitan a caminar hacia ellas como algo en proceso paulatino. Y no es un camino solitario, ni de solo humanos, sino con la compañía de Dios, que lleva de la mano, da vida y fuerzas con su Espíritu y lleva a plenitud aquello que nosotros hemos ido trabajando y recibiendo. De nuevo tierra, agua y sol, sí, pero para la prosperidad el árbol, que no dejará de serlo y podrá llegar a su madurez y perseverar. La ayuda de Dios va más allá, porque forma una armonía tan exquisita y bella con lo humano que es capaz de hacer que lo humano, empapado por la gracia divina, pueda vivir para siempre en condiciones de la máxima felicidad. Esto es la Resurrección del Maestro, esto es lo que ha traído como consecuencias su Resurrección, esto es lo que da sentido a nuestra vida, porque, si no resucitamos, nuestro árbol, lo que somos, está condenado a la muerte y la desesperación, un sinsentido para nuestras aspiraciones y esperanza.
Is 6,1-2a. 3-8: “¡Aquí estoy, mándame!”.
Sal 137: Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor.
1Co 15,1-11: Os recuerdo el Evangelio que os proclamé.
Lc 5,1-11: La gente se agolpaba en torno a Jesús para oír la Palabra de Dios.
Lo que ven los ojos culmina en la palabra. Contamos de lo nuestro y expresamos las experiencias, lo vivido. El sentido de la vista se asocia a ello, no solo por las imágenes que nos llegan de fuera, sino también porque lo que se despierta interiormente tiene carácter de visión. En general toda aquella experiencia que, como una fotografía, deja su imagen, su impronta, en nuestros adentros.
Lo que el profeta Isaías experimentó ¿fue literalmente una visión o más bien una experiencia de la gloria y el poder de Dios? Nos interesa el impacto que tuvo en él este acontecimiento y, sobre todo, sus consecuencias. Se vio pequeño, impuro y acabó engrandecido para ser portador de la Palabra divina; pertrechado además de la fuerza y la valentía para no temer ni acobardarse, ser audaz y dispuesto a no recortar ni reservarse nada de lo que el Altísimo le encomendaba.
La Biblia está sembrada de encuentros con Dios en manifestaciones grandiosas o sutiles. Se las llama “teofanías”, donde sobresalen las personales, de Tú a tú, como la que tuvo Isaías. Provocan un cambio en la persona que la experimenta para un oficio nuevo, como el de profeta, la toma de conciencia de la realidad o alguna actividad o misión especial. Mueven a una comprensión de la Palabra de Dios y a una transmisión a otros de esa Palabra. Dios habla y, antes o simultáneamente, se manifiesta, despierta los ojos para despertar la boca; se deja ver para que hablen de Él.
Entre las sensaciones principales por el encuentro con este Dios que se da a conocer: la pequeñez y la sensación de impureza (el reconocimiento de la condición de pecador). Entre las consecuencias del encuentro: la purificación, el deseo de cumplir con la voluntad de Dios, el arrojo para decir en nombre de Dios.
Jesús, el Nazareno, acercó tanto la visión de Dios para su pueblo, porque el mismo Dios se hizo visible en Él, su Hijo hecho carne. La vista más humana para contemplar lo más divino; aunque esto, para quien aprendiese a mirar y a ver. Siendo la Palabra de Dios todo Él iba manifestando con su solo estar las maravillas del Señor. Especialmente sus palabras, que hacía convocarse a multitudes para oírlo. Lo veían y lo oían. Se llevaban en sus adentros la experiencia del encuentro con este paisano que les hablaba de Dios. En el caso de Pedro y Santiago y Juan, les impresionó que la palabra del Maestro se cumpliera como una profecía exacta, provocando una pesca inaudita. Una Palabra tan inaccesible y, sin embargo, tan hecha próxima por Dios había llegado a lo cotidiano de Simón Pedro, a su barca, a sus redes, a su lago e hizo fecundo su oficio. Pedro se reconoció pequeño y pecador, y entonces Jesús capacitó para algo nuevo, un nuevo trabajo vinculado a la visión de Dios y al servicio a la Palabra. Es, tal vez, un requisito del Espíritu para convertirlo en amigo de Cristo y discípulo de su ministerio: reconocimiento de la pequeñez e incapacidad personales, conciencia de pecado y de necesidad de Dios.
Isaías, Pedro y Pablo, vieron y escucharon. Su vida fue configurada en torno esta visión y estas palabras. Y no dejaron de decir con su vida con su boca lo que Dios había hecho en ellos y lo que Dios les pedía que dijeran para que otros vieran y oyeran.
Jer 1,4-5.17-19: “Desde ahora te convierto en plaza fuerte... frente a todo el país”.
Sal 70: Mi boca contará tu salvación, Señor.
1Co 12,31-13,13: El amor es paciente.
Lc 4,21-30: Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.
El amurallamiento de las ciudades antiguas buscaba protegerlas de los posibles peligros que llegasen de fuera. Para atacarla se buscaba la fisura, la parte más frágil y abrir una brecha por donde colarse. La coraza de la ciudad protege el tesoro de su interior, que son sus habitantes y sus viviendas. La fortaleza y resistencia del muro protector al servicio de la fragilidad del pueblo.
La muralla que el Señor le dio a su pueblo para los ataques más lesivos tenía cochura de profeta. Pero en este caso las lesiones no vendrían de fuera, sino de dentro, del mismo pueblo a quien se quería proteger. Un solo profeta, como plaza fuerte, columna de hierro, muralla de bronce, resistiendo a toda una nación. Demasiadas pretensiones para un hombre solo frente a tantos. Pero es Dios el que da la robustez y consistencia. Tiene que custodiar algo muy valioso que es la alianza de Dios con su pueblo. El profeta defiende, ante todo, con la Palabra. Dios se la entrega para que la proclame y revele la verdad que Dios quiere comunicar a los suyos. Estos se resisten, porque la Palabra es exigente, no tolera las injusticias, rompe el cerco de seguridad y comodidad, protege a los pobres y desvalidos. En cierto modo incomoda, pero al que no ama o no quiere hacerlo; el que no ama a Dios ni a los vecinos.
Precisamente fue un vecino el que vino a hablarles a los nazarenos con una palabra de profeta. Primero proclamó la Palabra de Dios en el profeta Isaías, luego comentó esta Palabra aplicándosela a Él como el anunciado. Parecía que todo lo que sus paisanos habían escuchado de Él corroboraba lo que ahora decía y lo acogieron con admiración. Las expectativas eran grandes, aunque se coló cierta sospecha sobre la calidad de Jesús por conocer su procedencia, de una de las familias de Nazaret. A fin de cuentas, Nazaret tampoco se distinguía por sus maestros y menos por ningún tipo de Mesías. En vez de encauzar esas sospechas para seguir presentándose con un perfil alto, Jesús hace unos comentarios provocadores con el aval de la Escritura. Los profetas Elías y Eliseo no fueron enviados por Dios para asistir ni a cuidar sino a dos extranjeros, a pesar de que hubiera muchos necesitados en Israel. Los paisanos de Jesús se sintieron agraviados. El paso de la admiración a la indignación fue instantáneo y quisieron acabar con su vida.
Lucas nos sitúa al comienzo de la vida pública de Jesús, con este primer episodio relatado con detalles en Nazaret, con el carácter polémico de su protagonista. No deja indiferentes. E invita a conocerlo a través del relato de su Evangelio. De algún modo anuncia ya desde el principio el rechazo de la nación judía y el final trágico de su vida. Él se lo busca, porque busca cumplir con la voluntad del Padre y ser muralla de defensa del amor de Dios por su pueblo para alentar a su pueblo al amor de Dios.
Pablo lo entendió así y su homenaje a la caridad es una invitación a dejarnos convertir por Dios en murallas del material más resistente frente a cualquier agresión: el amor. Nos convierte en vulnerables para fortalecernos en Cristo, quien se dejó matar por amor y fue resucitado por Dios por amor. Más todavía que el profeta, recibimos por Dios la capacidad de ser baluartes y plazas fuertes de su misericordia, elevando en nosotros el testimonio más radiante de su poder desde el amor, que defiende y conquista. La comunidad de los hermanos, la Iglesia, amurallada por el amor lo aguanta todo, lo resiste todo, lo conquista todo por el Espíritu que actúa en ella. Al contrario, la falta de amor o el desamor la hace vulnerable, ruinosa y decadente. Ahí aparecen las fisuras por donde se cuela la maldad y la ciudad de Dios queda enturbiada y ensuciada. Somos nosotros los testigos y testimonios de ese amor. El Espíritu de Dios está con nosotros, ¿Quién, entonces estará contra nosotros?
Lc 1,1-4; 4,14-21: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”.
El evangelista Lucas tuvo que hacer una gran inversión en palabras hasta dar a luz a su Evangelio. Primero escuchó y leyó, luego investigó, cotejó y seleccionó, y, finalmente, fijó por escrito. Fue el resultado, de un diálogo con los discípulos de los testigos de aquellos sucesos y con la tradición de la Iglesia. También un diálogo con Dios, porque, seguramente, oró durante el proceso, pidiéndole a Dios su Espíritu para escuchar y leer de modo correcto, elegir convenientemente y redactar lo necesario. En el prólogo de su Evangelio nos cuenta cosas interesantes sobre el camino que siguió en la composición de este libro sobre Jesús.
La liturgia une este prólogo del Evangelio de Lucas (capítulo 1) a la aparición de Jesús en público en su pueblo, en la sinagoga de Nazaret (capítulo 4). Será el momento en que arranque de un modo más definitivo en el relato de Lucas la actividad de Jesús, tras recibir el bautismo en el Jordán y referir de pasada las acciones que había realizado en la zona, y que lo habían llevado a tener cierta fama en los pueblos de la comarca. Vuelve al lugar donde tantas veces habría escuchado la Palabra de Dios proclamada y explicada y ahora es Él el que la proclama y la explica. Sin embargo, la explicación que hace es mostrarse a sí mismo como aquel en quien se cumplen las palabras proféticas de Isaías anunciando, por el poder del Espíritu, la sanación y renovación de la humanidad en sus heridas y carencias por alguien que tiene la legitimidad de Dios para hacerlo.
Está invitando a los oyentes y lectores de estas palabras a entrar en diálogo con el Maestro. La reacción de su pueblo, que detalla Lucas continuando con este episodio en la sinagoga, será inicialmente de acogida y beneplácito, pero enseguida cambiará al rechazo y la hostilidad. Lo que lo oyeron con gusto, acabaron queriendo despeñarlo en un barranco el pueblo. Anticipa lo que será el desenlace vital de Jesús, y quiere provocar que dialoguemos con Él en lo que dijo, hizo y, sobre todo, fue, para que nos veamos movidos a tomar una posición de seguimiento, aunque también quede posibilidad del rechazo.
El papa Francisco instituyó el Domingo de la Palabra para ser celebrado el III Domingo del tiempo ordinario, con el fin de subrayar la importancia de tener presente las Sagradas Escrituras cotidianamente y mantener un diálogo con Dios a través de ella, para nutrirnos con lo que Él quiere comunicarnos.
El pueblo de Israel, cuya conciencia de pueblo quedó muy dañada con la derrota ante tropas enemigas y la deportación al destierro, tendrá un acto fundacional para recuperar y preservar su identidad por medio de la Palabra de Dios. Esdras, el sacerdote que regresó del destierro con el pueblo, va a rescatar la Torah, Palabra de Dios, como cimiento de la reconstrucción de su nación y de la esperanza en la promesa que Dios hizo a Abrahán. La mayor inversión de recursos del pueblo, ha de hacerse en torno a la Palabra de Dios. De modo análogo, Lucas parece querer que nosotros invirtamos en aquel que, siendo Palabra divina, se ha hecho humano. En este caso, la inversión será de nuestras vidas, porque es un gran negocio centrar los esfuerzos en Cristo.