Miq 5,1-4: Él mismo será la paz.
Sal 79: Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Hb 10,5-10: Todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo.
Lc 1,39-45: “¡Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá!”.
“Entrando en casa de Zacarías, María saludó a Isabel”. Con nuestro saludo nos presentamos ante alguien; le decimos: “aquí estoy”, y el otro contesta: “sé qué estás ahí, aquí estoy yo”. Es el primer mensaje con que se llama a la puerta de un hogar y se es recibido.
El saludo que le llevó María a su prima Isabel cuando la visitó, se expresaría, seguramente, en la palabra del “shalom” habitual de los judíos: la paz contigo, la paz a esta casa; un modo de decir, aquí viene alguien de paz a una casa con gente de paz. Pero un saludo no solo es una expresión; su fuerza, ante todo, radica en quien lo pronuncia y lo ofrece y quien lo recibe y lo acoge. ¿Sería el mismo el saludo de María antes de la encarnación del Verbo? ¿Lo habría recibido igual Isabel antes de concebir a Juan?
Nuestras experiencias nos van enriqueciendo y configuran nuestra persona. Isabel se encontró con la misma María de antes, pero algo había cambiado en ella: era la Madre del Salvador. María visitó, ya no a la prima que no había tenido hijos, sino a la madre gestante a punto de dar a luz al último de los profetas. En ambos casos había intervenido el Altísimo y compartieron estas alegrías la una con la otra.
Sin que haga falta ceñirse a un protocolo estricto, habitualmente, el encuentro con una persona de grandes responsabilidades, con mucha experiencia de vida… (a quien se suele llamar “importante”) requiere un saludo distinguido. Cuando Isabel fue visitada por María dijo: “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”. ¿Exageraba Isabel? Ante sí tenía a la Madre de Dios. El saludo de Isabel es el reconocimiento de la maravilla que Dios ha realizado en María para toda la humanidad. Todo su ser, hasta el niño en gestación de su seno, percibe la presencia de esta persona que ha ofrecido su vida a Dios, y a Dios mismo que se ha hecho carne humana en María para salvar al mundo.
El Hijo de Dios ha entrado en el mundo con un saludo singular. Lo dice la Carta a los Hebreos, en el texto de la segunda lectura: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has formado un cuerpo… He aquí que vengo, oh, Dios, para hacer tu voluntad”. La condición humana que asume Cristo es para dejarse saludar continuamente por Dios Padre en este cuerpo, en esa carne y recibir el saludo de la misericordia divina, respondiendo con el saludo de la obediencia. Ahí estás tú, aquí estoy yo; Tú dándome lo tuyo, yo recibiéndolo y ofreciéndote lo mío.
Las dos primas rezuman una sensibilidad humana y espiritual maravillosa. Parecen apreciar entrañablemente la vida y querer vivirla como regalo de Dios. No centran su saludo en sus achaques, en sus problemas, preocupaciones o logros... sino en Dios, que hace cosas grandes. A cualquiera a quien visiten llevarán la presencia de Dios; todo lo que quede visitado por ellas, incluso el Calvario, en el caso de María, recibirá la impronta de la esperanza divina de la que son portadoras. Así nos pide Dios que nos dejemos visitar nosotros y llevemos el saludo de su Buena Noticia, Cristo vive, a todas nuestras visitas.
Sof 3,14-18: El Señor ha expulsado a tu enemigo
Salmo: Is 12,2-6: Gritad jubilosos, porque es grande en medio de ti el santo de Israel.
Flp 4,4-7: La paz de Dios custodiará vuestros corazones.
Lc 3,10-18: “Entonces, ¿qué tenemos que hacer?”.
Los que se acercaban hasta el Bautista para que los bautizara estaban movidos por el descontento. Algo descubrían en sus vidas que les indicaba que tenían que cambiar o mejorar. Juan predicaba la necesidad de conversión y, quien se viese interpelado por este profeta, sería porque descubriría que podía hacer mejor las cosas. Un primer apunte para buscar una solución al descontento: el reconocimiento del propio pecado, el arrepentimiento y el compromiso con un verdadero cambio liberador.
La alegría de este domingo nos cae como una orden: “Alegraos”. Lo que pedía el profeta Sofonías para su Pueblo entonces, lo pedimos para nosotros hoy. Sofonías daba dos motivos para la alegría: la liberación de una esclavitud y la presencia de Dios en medio del pueblo. Lo mismo presagia el Bautista con el anuncio de Jesús anticipando las consecuencias de su venida para quien lo acoja o lo rechace (como trigo y paja). Ambos son el resultado de un proceso largo; uno es provechoso, otro inútil. Podría decirse que el trabajo por uno u otro ha de producir alegría o descontento, experiencias que nos dicen si estamos aprovechando la vida o malversándola.
Debemos preguntarnos, como los que se acercaban al Bautista: ¿Qué tenemos que hacer? Esperaban del profeta respuesta de profeta y esto tiene sus riesgos, porque muy exigentes para ellos mismos (como se nos dice del Bautista), pueden también ser de altas exigencias para los demás. Sorprende la normalidad de su respuesta: tener atención hacia los desfavorecidos y compartir para equilibrar (quien tenga para hacerlo), ser un buen profesional no abusando de la autoridad (económica y militar): no beneficiarse uno, perjudicando a otros, utilizando su posición de poder.
Podríamos decir que tenemos una responsabilidad primera con vivir la alegría en el servicio de lo cotidiano, lo que está al alcance de nuestra mano. No debería confundirse con el estado de satisfacción o gratificación permanente. Cumplir con la obligación puede resultar a veces desagradable o no tiene por qué acompañar el ánimo. La alegría a la que se nos invita es la convicción de que, con Jesucristo, cuyo nacimiento vamos a celebrar muy pronto, nos vemos liberados de complejos, heridas, discapacidades, frustraciones… porque su presencia es de acogida y misericordia. Y Él, que se ha hecho de nosotros, de nuestra carne, ha bendecido cada momento humano, abriendo el tiempo a la alegría de Dios para vivir ya el gozo de su salvación. La cotidianidad es tiempo de gracia, de acción del Espíritu. La esperanza se nos ofrece diariamente y, aunque esperamos que el Señor vuelva, ya está entre nosotros, y esto tenemos que gozarlo.
¿Hay alegría? Si es así, buen síntoma. Si no, habrá que ver qué resistencia se le está oponiendo a Dios para que su Espíritu no nos trae lo que ha de caracterizar al cristiano.
Ba 5,1-9: Dios ha mandado rebajarse a todos los montes elevados y a todas las colinas encumbradas; ha mandado rellenarse a los barrancos… para que Israel camine seguro.
Sal 125: El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres.
Fp 1,4-11: el que ha inaugurado entre vosotros esta buena la obra, llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús.
La orografía del territorio aporta bellezas de estampa y, al mismo tiempo, condiciona la vida de sus habitantes. Las montañas y los barrancos ponen un espectáculo asombroso allá donde estén, aunque, también causan barreras difíciles de salvar que llevan al aislamiento. Esto puede mitigarse si existe un especial empeño en la apertura a la comunicación y el contacto con otros territorios (una demanda legítima y habitual de los pueblos de más difícil acceso por la geografía). Se abren nuevas posibilidades de salida y entrada y el pueblo, la comarca, el país… o uno mismo, prospera.
El evangelio de Lucas recoge las expresiones del profeta Baruc, proclamadas siglos atrás. Israel corría el peligro de quedarse encajonada en su derrota y desolación y Dios, por boca del profeta, les anunció una salida portentosa donde el terreno obedecería a la Palabra de Dios mandando abrir un camino hacia el triunfo. Incluso con el detalle delicado de la disposición de árboles para dar sombra a los viandantes, al pueblo encaminándose hacia la liberación. El evangelista mira más a un trabajo personal. Las obras públicas requieren un volumen ingente de recursos solo asumible gracias a la colaboración general, especialmente por los impuestos. Un poco de cada uno genera un monto enorme. La implicación personal en la conversión apenas llega a incidir en la montaña que debe ser allanada ni en el valle que tiene que verse rellenado, y, sin embargo, muchos pueden dejar el terreno preparado para una sociedad de justicia, de diálogo, de comunión y fraternidad. El trabajo insustituible para cada uno es acometer la obra personal, donde alturas y elevaciones (como el orgullo, la soberbia, la envidia…) han de sufrir la erosión del corazón que ha hecho amistad con Cristo; y donde hondonadas y valles (tristeza, pereza, tedio, conformismo, indiferencia…) ha de alcanzar el nivel adecuado.
Ese nivel es la altura del Hijo de Dios, que, haciéndose humano, ha descendido del cielo y ha encumbrado al hombre para rescatar toda carne del barranco de su fragilidad y pecado. Él nos enseña la esperanza de lo que un día será plenitud y que vemos en su cuerpo glorioso y resucitado. Y nos invita que colaboremos con la esperanza, dando motivos para ella con nuestro trabajo personal y comunitario para despejar el camino para la comunicación con Dios y enriquecernos de sus bienes.
Lo proclamaba Juan el Bautista, el precursor de Jesús, llamando al reconocimiento de una orografía irregular en el interior de cada uno, para tomar medidas de envergadura y conseguir el espacio adecuado para el encuentro con el Señor. Este Señor, anunciado por Juan, hace posible estas obras; lo vemos en su propia carne. Y es algo real, histórico, de ahí la insistencia de Lucas en ubicar a través de gobernantes y territorios el pasaje del Bautista.
Toda carne, en su fragilidad, modestia, limitación, de terreno abrupto… verá a Dios; y lo que humanamente se inicie con la insuficiencia de nuestra pobreza y escasez de recursos, Dios mismo, trabajador con nosotros a pie de obra, lo llevará a término.
Jr 33,14-16: En aquellos días se salvará Judá.
Sal 24: A ti, Señor, levanto mi alma.
1Te 3,12-4,2: Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos
Lc 21,25-28.34-36: Caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra.
Vivimos en este tiempo, pero este no es nuestro tiempo. Las oportunidades, resistencias y avatares de cada día, las asumimos, aunque no nos anclamos en ellas como lo definitivo, sino que tenemos otro cometido que para nosotros tiene más transcendencia y todo cuanto vivamos aquí es para prepararlo: la venida del Señor Jesús.
Esto genera una tensión necesaria que nos ayuda a no establecernos de modo absoluto con lo que estamos, sino a permanecer alerta. Si las ocupaciones y asuntos actuales atrapan mucho de nuestra atención, no olvidamos que tenemos que levantar la cabeza para que nuestros ojos, en cada cosa que ideamos, emprendemos o culminamos, miren hacia el Señor que viene, hacia el Reino que un día se completará entre nosotros y del que nosotros también somos corresponsables con nuestro trabajo, con nuestra oración. Es tiempo, y nunca dejó de serlo, para la Esperanza.
La ofreció al pueblo el profeta Jeremías. Dios se la brindó primero a él (privilegio de profetas es ver antes que nadie) y él la compartió (oficio de profeta es hablar a otros en nombre de Dios). Se barruntaba el desastre para Jerusalén y todo el reino. Se aguardaba el desenlace de su derrota. Sin embargo, Jeremías, sin despreocuparse de estas circunstancias terribles, ofreció, de parte de Dios, un panorama victorioso. Invitaba a vivir desde otras coordenadas, otro tiempo, sin dejar de vivir las cosas del tiempo presente. Invitaba a la esperanza en la salvación.
Hemos completado todo un ciclo litúrgico e iniciamos uno nuevo hoy, donde se nos exhorta a levantar la cabeza. Cielo, tierra y mar podrán amenazar ruina, y viviremos, como el resto de las personas, la preocupación y la tristeza por cambios, conflictos y desgracias. Y, sin embargo, podemos sostener la esperanza en la promesa de nuestro Señor. A Él levantamos el alma, la mente y no nos desanimamos, porque vivimos en el tiempo de Dios, que nos habla de resurrección y eternidad, de la instauración de su Reino, de la Paz y la Justicia, la Belleza y la Fraternidad. De perder la referencia al Señor que viene, sin mucha dificultad
Es tiempo de vivir lo de todos (y nada de lo que sucede nos puede ser ajeno), pero no como todos, sino como hijos de Dios. Como tales, hemos de ser trabajadores para la presencia de este Reino, buscando a Dios y buscando al prójimo, al que llamamos hermanos; tensados por lo que tenemos ante nosotros y los bienes futuros que nos esperan en plenitud y que ya podemos gustar de modo anticipado parcialmente.
Feliz año nuevo, feliz esperanza de la vida eterna en Jesucristo, el Hijo de Dios muerte y resucitado, que ha de venir y cuya venida gloriosa esperamos y preparamos.
2Sm 5,1-3: Tú pastorearás a mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel.
Sal 121: Vamos alegres a la casa del Señor.
Col 12,1-20: En Él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
Lc 23,25-43: A otros ha salvado, que se salve a sí mismo.
El que insulta el último insulta mejor, sobre todo de igual a igual, de condenado a condenado. Comenzaron las burlas de las autoridades religiosas, los magistrados judíos, miembros del Sanedrín, sabios en las cosas de Dios que reflexionaban con fuerza de jueces. Estaban allí, lo suficientemente cerca como para observar el detalle del suplicio, lo necesariamente lejos para no contaminarse con la impureza de los condenados. Contemplarían con sorna el drama del Calvario publicando el fracaso de aquel Maestro Nazareno que tantas preocupaciones les había causado. Toda burla, todo insulto tiene un propósito dañino: arrojarle a la persona, a modo de esputo, la inutilidad de su vida. A ellos, nos dice el evangelista Lucas, se les unió también el pueblo. Aunque las autoridades defrauden, se espera la comprensión del pueblo. La muchedumbre tiene la capacidad de enternecerse con los desfavorecidos, aunque también de ensañarse a una con los desgraciados. No sintonizaron con el crucificado, sino que se unieron en burlas a los del poder, a los de la autoridad abalada por Dios.
La escena tiene una fuerza impresionante. El Nazareno crucificado recibiendo vejaciones hasta lo más miserable. Todos clamando, cada cual a su modo: “inútil, fracasado, inepto, basura para Dios…” La desolación tuvo que ser enorme, tras la traición y el abandono de los cercanos, vinieron los proyectiles del resto de los suyos, los de su pueblo; de los que se decían amigos de su Padre y aun creían que actuaban en su nombre; los que pertenecían a los sencillos, a la gente menuda.
El mismo letrero en la cabecera de la cruz justificaba los motivos de los desprecios: “Jesús Nazareno rey de los judíos”. Con letra de sentencia marcaba el motivo de la condena. En la ironía reconocía lo que en los insultos los demás negaban. Aquí el Mesías, aquí el Rey; demasiado Mesías y demasiado Rey para que haya sido reconocido como tal. Por último, el peor de los insultos: el de otro condenado a muerte. El más lesivo, porque aún se espera cierta comprensión en aquel que comparte sufrimientos y desprecios. Estos son a veces los más desconsiderados, los que más se ensañan, los que, conociendo el tormento, saben también dónde seguir atormentando.
Pero hubo uno, uno solo entre todos aquellos, que reconoció la realeza de Jesús. Ante manifestó su propia indignidad que lo hacía merecedor del suplicio. Quien es consciente de su propio pecado, de su condición de pecador, se capacita para detectar la santidad; quien sabe de su miseria, está habilitado para descubrir al grande, al poderoso, al verdadero rey. Me gusta imaginar que ese reconocimiento del ladrón crucificado le trajo consuelo a Cristo. Solo le pidió que se acordase de él en su Reino y el Señor le prometió el Paraíso. Basta con que nos recuerde a nosotros y no a nuestros pecados para tener regalo de cielo.
La realeza de Cristo se hace manifiesta en una clase de soberanía y de poder que percibió con audacia el ladrón arrepentido. La humanación del Verbo, la osadía divina de hacerse como uno de tantos sin hacer alarde de su omnipotencia, la conmiseración con los desgraciados y los despreciados, el trabajo por la justicia desde el suplicio de la injusticia, desde la desgracia. El amor sin condiciones hasta entregar la vida.
Solo una realeza de ese tipo es capaz de cautivar el corazón del miserable arrepentido, del criminal que aún guarda esperanza. Solo puede ser reconocido por espíritus que no se dejan deslumbrar por una realeza postiza ni de maquillaje, y encuentran una seducción irrefrenable en el que ha preferido compartir con los desposeídos, que amistarse con los poderes de este mundo. El que prefiere participar del insulto a los insultados para ofrecer el perdón a los que ultrajan y amparar a los que no tienen otra esperanza que Él se acuerde de ellos en su Reino.
Mal 3,19-20a: A los que teméis mi nombre os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su sombra.
Salmo 97,7-9: El Señor llega para regir los pueblos con rectitud.
2Te 3,7-12: Ya sabéis vosotros cómo tenéis que imitar nuestro ejemplo.
Lc 21,5-19: Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá.
Herodes el Grande, tan cruel como hábil político, quiso llenar los ojos de los judíos, sobre los que gobernaba, con templo para llegar también a su corazón. Hizo importantes reformas en su explanada y lo embelleció, empleando a gran cantidad de obreros en estas obras, que continuaron los sucesores del rey constructor. Cada nueva edificación erigida por orden de Herodes atendía a un objetivo de su estrategia de gobierno: unas veces congraciarse con los romanos y más concretamente con el emperador de turno, otras exaltarse a sí mismo ante su nación y las otras naciones, ganarse el favor del pueblo. Y, si no llegó a cautivar a los judíos con aquella bellísima remodelación del espacio de culto más sagrado para ellos, y el único, sí que suscitó mucha admiración por la belleza conseguida y esto, seguramente, colaboró para la reafirmación en la identidad religiosa. Cuando uno tiene algo grande, es más fácil que se sienta grande, amparado, justificado.
De aquel edificio sacro de dimensiones gigantescas y una belleza extraordinaria Jesús anuncia su total destrucción. El templo, de hecho, quedó completamente asolado unas cuatro décadas después de que el Maestro entregase su vida en la Cruz y resucitase. El relato del evangelista Lucas corresponde a una profecía “post eventum”, es decir, está escrito tras la terrible destrucción del templo (que sería definitiva hasta el momento actual). Esto no quiere decir de modo contundente que Jesús no profetizase sobre esta ruina, sino que Lucas y su comunidad fueron testigos de esta destrucción y vincularon palabras de Jesús en su ministerio con este acontecimiento (determinar hasta qué punto Jesús tendría conciencia de este hecho futuro o en qué medida ciertamente lo predijo, es labor de los exegetas). Interesa mucho más abordar la Palabra de Dios como tal, procurando esclarecer hacia dónde mueve Dios.
Sin duda que la aniquilación del templo, con el que se ensañaron especialmente los romanos a causa de la sublevación judía contra el poder imperial, tuvo que ser absolutamente traumático. La identidad del pueblo judío tuvo que entrar en crisis. Finalizaba la época de los sacrificios y, con él, de cierto tipo de culto. A los cristianos les valió como interpretación de que ciertamente había comenzado una nueva época de relación con Dios en Jesucristo que sustituía con creces al templo para una relación con Dios “en espíritu y verdad”. Pero, al mismo tiempo, el anuncio de la hostilidad de la sociedad, la convulsión de las fuerzas de la naturaleza y del cosmos e incluso la animadversión de la propia familia, parecen delatar una situación de seria dificultad por la que estaban pasando algunas comunidades cristianas.
El sesgo apocalíptico del relato, alusión a un contexto de hostigamiento, repite la finalidad de textos similares: alentar la esperanza. Si se ha destruido algo tan magnífico como el templo de Jerusalén no se aniquilará a Dios. Y si se está pretendiendo destruir a los cristianos, no es signo de fracaso del mensaje de Jesucristo, sino más bien la constatación de que sus discípulos han de pasar por momentos de apuros y que la victoria, sin duda, la tiene Dios. Y en Dios, los cristianos, a quienes se les garantiza una salvación íntegra: “Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá”.
¿No serán los cristianos como templos nuevos y más preciosos que el de Jerusalén donde, gracias a su vínculo con Jesucristo, se cumple el nuevo culto a Dios Padre con una perdurabilidad mucho mayor que el edificio demolido por los romanos? Si fuera así, ¿qué imperio podrá acabar con tan magníficas construcciones, que somos nosotros?
Por tanto, una invitación a la esperanza y valorar la fuerza de Dios en todo aquello en lo que Él habita, con absoluta predilección por aquellos para quienes su Hijo vino a dar la vida para darles vida. Invitación a no arrugarse con acontecimientos hostiles e incluso persecutorios, porque donde vive Dios no hay posibilidad de derrota o de ruina.