Is 62,1-5: Por amor de Sion no callaré.
Sal 95: Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.
1Co 12,4-11: A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común.
Jn 2,1-11: “Haced lo que Él os diga”.
Ni callar ni descansar hasta que lleguen la justicia y la salvación. Hasta que ella recupere la conciencia de su dignidad y su hermosura y el amor que Dios le tiene, como su preferida y se alegre con Él. Isaías se refería al pueblo, representado en Jerusalén y Sión; desde Cristo estas palabras se refieren a su Iglesia y a nosotros, sus miembros.
No callar para anunciar, para comunicar sin pausa la fiesta que Dios ha preparado para su pueblo. Cada vez que celebramos un acontecimiento festejamos la vida. No descansar, manteniendo la vigilancia y la atención para estar preparados, una tensión activa y provechosa, como quien tiene un trabajo nocturno y necesita estar trajinando para que no le venza el sueño y descuide sus tareas.
Nuestro Señor nos ha regalado un acontecimiento para celebrar la vida en plenitud. No podemos dejar de expresarlo y de vivirlo sin descanso: su Hijo se ha hecho hombre para nuestra salvación. La celebración de un cumpleaños, bautizo, Primera Comunión, graduación… es expresión de la alegría por estar vivos y lo compartimos con los cercanos. Dios escoge el ejemplo de una fiesta, la boda, para significar la alianza que ha establecido con nosotros. Es quizás el evento de mayor alegría, por lo que entraña en sí en lo presente y lo futuro. Dos personas, hombre y mujer, con dos historias diferentes, dos familias y sus costumbres, dos modos de asomarse al mundo deciden unir sus vidas por amor. De ese amor surgirá la vida en los hijos, hacia los cuales se vierte el amor más desinteresado y generoso. La Antigua Alianza insiste en esta metáfora de tanto color y contenido: Dios se ha vinculado a su pueblo como un Esposo a su Esposa.
Quiere el Señor que nuestra vida sepa a fiesta, fiesta y fiesta. El no callar y el no descansar han de saber a fiesta. Fiesta en primicias, aún no culminada, pero fiesta, trance de fiesta.
El evangelista Juan nos introduce en ello a través de su evangelio en clave de celebración. La entrada en la vida pública del Maestro será a través de una fiesta de bodas. Los elementos que aparecen en ese “primer signo” de Jesús ante sus discípulos, apuntan hacia algo mayor que un milagro anecdótico para evitar el sonrojo y vergüenza de unos novios descuidados. Jesús se presenta con el verdadero Esposo que convierte lo cotidiano y corriente del agua en lo festivo y gozoso del vino. María parece asumir el papel de Esposa, representando al pueblo de Dios, que, atento, descubre la proximidad del desastre, “no les queda vino”, y se acerca a su Señor para que Él intervenga y no se acabe la fiesta. Todo en clave nupcial, lo refleja Juan no tanto como el primer signo cronológico, sino como el paradigma desde el cual podemos entender la vida de Jesús que a lo largo de su evangelio se relata y que culminará con su muerte y resurrección.
Ni callar ni descansar para decirlo y vivirlo. Esta fiesta de bodas afecta a todos, incluso a los niños, los que aún tienen poco recorrido de vida. El día de la Infancia Misionera, bajo el lema: “Luz para el Mundo”, quiere promover también entre los pequeños la responsabilidad de vivir y anunciar la fiesta de la vida preparada por Dios en su Hijo Jesús, para que conozcan esta gran alegría en todas partes del mundo. ¿Nos ven a nosotros, cristianos, los niños así, festivos?
Is 42,1-4. 6-7: Sobre él he puesto mi espíritu.
Sal 28: El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hch 10,34-38: Pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos.
Lc 3,15-16. 21-22: El os bautizará con Espíritu Santo y fuego.
Ayer lo vimos niño y hoy mozo. De lo uno a lo otro ¡caben tantas cosas…!, de las que no se preocupó en contarnos ninguno de los evangelistas (salvando el episodio en el Templo a la edad de doce años que narra Lucas). Algunas se pueden intuir por sus padres, su cultura, su época. Como certeza: que vivió siendo obediente; obediente a Dios Padre en las obediencias cotidianas e incluso frustrantes de los suyos, los ajenos y sus circunstancias. Desde lo que movió para que naciese en Belén (un decreto caprichoso de la autoridad) hasta el aprendizaje doméstico en Nazaret.
La obediencia es el modo más sublime de muerte. Para quien no nos hayamos enterado aún: vamos a morir o, por ser más preciso, estamos muriendo. Nuestra vida está abocada a la extinción y es irremediable, por lo que lo más inteligente y provechoso es ir muriendo de un modo que parezca que nuestra existencia haya tenido sentido. Una de las enseñanzas del Maestro o, tal vez, la única enseñanza es su relación con Dios Padre que puede resumirse en “obediencia”. A hacer caso al César, a someterse a los padres en Nazaret, a permanecer oculto, a ir aprendiendo con paulatinidad humana, a acercarse a Juan el Bautista para ser bautizado y comenzar a hacer visible su oficio.
La fiesta que celebramos hoy asume todo este itinerario de obediencia y lo manifiesta en el contexto de un gesto que servía para una conversión personal con el arrepentimiento por el mal causado, pero que es, fundamentalmente, el momento en el que el Espíritu Santo consagra a Jesucristo para su misión, para morir. Dios Padre lo consagra con el Espíritu para su muerte.
En el agua convergen la muerte y la vida, el diluvio, la destrucción de las tropas egipcias y la liberación, la fecundidad. Las resistencias al camino hacia la muerte pueden llevarnos al drama de una rebeldía lesiva que pretende obviar la muerte, maquillarla, esquivarla. El único antídoto es el amor y el amor es el fruto más exitoso de la obediencia. Morimos al individualismo, a la satisfacción inmediata de nuestros deseos, a la indiferencia al sufrimiento y la alegría del otro, a la despersonalización de las relaciones, al aislamiento, al autoritarismo… que son intentos frustrantes de revertir la muerte. El Espíritu no lleva a evitar la muerte, sino que le da sentido: morir por amor, para que otros vivan.
Jesús Niño provocó la muerte de María y de José; todo en sus vidas cambió cuando fue concebido y nació. Es el bello drama de la maternidad y la paternidad: en el centro aparece otro que no es uno mismo. Todos los proyectos se doblegan para armonizarlos con el hijo, a veces arrinconarlos y otras veces abandonarlos. Jesús Mozo se convirtió en manifestador de la paternidad de Dios en público. El Espíritu Santo lo hizo posible y comenzó a morir, para culminarlo en la Cruz. Quien no hizo otra cosa que amar, no cosechó más que el amor de Dios Padre, capaz de resucitar. El que muere obediente, resucita glorioso y soberano, cogobernante con Dios.
Is 60,1-6: ¡La gloria del Señor amanece sobre ti!
Sal 71: Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos de la tierra.
Efesios 3,2-3a.5-6: También los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo.
Mt 2,1-12: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?
Los Magos de Oriente fueron demasiado lejos. Tanto como lo que dio de sí la estrella, pero un poco más. El mensaje de Dios les llegó seduciendo con la luz de aquello que atrapaba su atención cotidianamente. ¿Peritos de la ciencia?, ¿poetas de los astros?, ¿comisarios del arte celeste? Fuera el ramal que fuera, y, a lo mejor, los tres a la vez (e incluso más) el Altísimo no acercó su Palaba a ellos, sino por medio de lo que ya conocían y lo que les apasionaba.
Una pasión puede hacernos llegar muy lejos. La vida cobra un sentido orientado hacia aquello por lo que vibras, gastas dinero, renuncias a otras actividades y te provoca hablar con auténtico entusiasmo. ¿Hasta dónde? Hasta donde dé de sí la seducción. Los magos no se detuvieron en la singularidad de la estrella, sino que la interpretaron como signo. Por muy astros que fuesen, entendían que no se movían a capricho ni aparecían arbitrariamente, sino al servicio de alguien que los orquestaba para decirnos a los humanos.
Demasiado lejos para una estrella; demasiado lejos para una intuición e incluso para una profecía. No demasiado para una certeza anunciada por el cosmos. Al mensajero se le concebía menor que al mensaje; a la estrella que al Niño. Porque, por mucho que dé de sí la profesión, la pasión, la afición… llevará demasiado lejos, si no lleva más allá del signo mismo. Los Magos rebasaron la estrella para encontrarse con un Niño, un Niño Dios. El Dios con nosotros, cercanísimo, les empujó a hacer un largo viaje, donde su ciencia los sostuvo en el camino, pero quedó corta ante el hecho hacia el que se les guiaba. A María, José y los pastores fue un ángel el que les acercó al Hijo de Dios. A José entre sueños, a los pastores en su trabajo, a María en su pueblo. Todos hijos de Israel, todos conocedores de las Escrituras y esperanzas en el Mesías. A estos Magos ajenos a la fe de Israel, el acercamiento fue a través de su mundo, el cósmico. Pero llegaron a lo mismo, al mismo. Por un camino tan lejano, lo encontraron también, porque Él se dejó encontrar. El Niño era para todos y a todos se les hará posible hallarlo. Por cualquier de los cauces humanos y celestes. Esta es la certeza que se proclama hoy: ha nacido para la salvación de toda la humanidad y de todo lo humano, nada de lo que somos quedará sin encuentro con el Salvador. Tan lejos ha querido llegar Dios para con nosotros; demasiado lejos, para ser todo un Dios y nosotros sus criaturas.
Eclo 24, 1-2. 8-12: “Pon tu tienda en Jacob”.
Sal 147: El Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros.
Ef 1, 3-6. 15-18: Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo.
Jn 1,1-18: La gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo.
Mejor que las piedras preciosas; ninguna belleza se la puede comparar; de más valor que el oro fino; no hay tesoro más espléndido… lo que evoquen estas expresiones para cada uno apuntará hacia aquello que tenga en mayor estima. Al autor sagrado del libro del Eclesiástico se sugeriría la Sabiduría, la expresión de la voluntad de Dios. La importancia adquiere tanta relevancia que es descrita con caracteres personales: parece que estuviera hablando de alguien y no de un atributo de Dios o una de sus facultades. Dios es sabio, como bueno, misericordioso, justo, verdadero, bello… Sin embargo, el modo de hablar de la Sabiduría (con mayúscula) la sitúa al nivel de un personaje diferente de Dios, pero inseparable de Él; con quien dialoga, crea, juega… desde el principio de los tiempos. ¿Excesiva complicación para hablar de Dios?
El pesebre del portal de Belén se llenó de Niño. Si fuera un niño como todos, ¿para qué tanta celebración? Si no fuera como todos, ¿a qué clase de nacimiento nos estamos refiriendo? ¿Quién es el que nació de María, fue envuelto en pañales y recostado en un pesebre? La repuesta estaba en marcha antes incluso de que naciese: comenzaron a responderla los profeta y otros escritores sagrados, y seguro que no dejaron de intentar la contestación los pastores, María y José y hasta los mismos ángeles.
Rastreando lo que decían en profecía las Escrituras, nos encontramos con este adelanto sobre la identidad del Niño: es la Sabiduría de Dios, el que conoce por completo su voluntad, la cumple, la expresa. El que sabe lo que cada cosa es, lo que cada persona es y pretende darlo a conocer, para que sepan ellos también quién es su Dios, al que Él llama Padre para que lo llamemos Padre. Descubrir y acoger la Sabiduría te hace sabio: introduce en el conocimiento del Señor y del mundo y de la vida y de ti mismo.
Es la interpretación cristiana de lo que la Palabra de Dios anticipa de su Hijo. En esta tradición, el evangelista Juan lo llamó Verbo o Palabra. Cumplimiento y expresión de lo que Dios es, que quiere que sepamos para que nosotros seamos. Acoger la Palabra es abrir las puertas a la vida. La vida, descrita como Luz verdadera, consiste en el conocimiento de Dios y la respuesta a su amor como hijos. El hijo es heredero de lo del Padre. Su Hijo Jesucristo recibe la herencia de plenitud de Dios Padre y nos convierte con su Espíritu a nosotros en coherederos. Herencia de luz para que veamos cuál es el destino glorioso que nos ofrece como regalo; herencia de vida para que tengamos vida divina, eterna y de incorrupción. Todo ello en aquel que, llenando un pesebre, llena la historia de la humanidad, pero le sabrá a vacía si no la llenamos nosotros con Él, si no accedemos al misterio de lo que es como Sabiduría y Palabra y Luz y Vida, de lo que Él es y nosotros en Él. Porque Dios se ha hecho carne humana. Ya no hay nada más precioso, ni sabio, ni vital ni luminoso que decir. Tenemos la respuesta que tanto esperábamos, solo hace falta que nos hagamos las preguntas oportunas que encuentren solución en ella.
Si 3,2-6.12-14: Sé constante en honrar a tu padre.
Sal 127: Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.
Col 3,12-21: Por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada.
Lc 2,41-52: ¿No sabíais que tenía que yo debía estar en la casa de mi Padre?
El libro del Sirácida insiste en el respeto y cuidado a los padres por los hijos. De ellos viene el cauce para la vida, que es un regalo del Creador, y de ellos el aprendizaje para que el pequeño se convierta en un adulto maduro, responsable y temeroso de Dios (con una religiosidad cultivada). Dios es la referencia para ubicar a cada uno en sus responsabilidades. Los padres reciben de Él una cualidad para ejercer la autoridad con sus hijos, para que crezcan en un ejercicio sano de su libertad, con normas que fragüen su voluntad y encaucen los deseos caprichosos. Sin autoridad de los padres, los hijos se verán arrastrados por sus propias apetencias sin raíl, y tenderán a la tiranía como padres de sí mismos. El hogar es el espacio más idóneo para la educación para la libertad, que encuentra su apoyo en la autoridad de los padres. Incluso si los mismos padres carecen de fuerzas por la enfermedad o la ancianidad y fallan en el saber y el conocer, preservan la prerrogativa del respeto y cuidado de los hijos.
Este último pasaje de la infancia de Jesús, que recoge exclusivamente Lucas, ofrece una escena de la familia de Nazaret en torno a un problema afrontado familiarmente. En primer lugar, es bueno señalar que se trata de una familia religiosa o, mejor aún, piadosa, que participa de la vida religiosa de la comunidad, yendo, por ejemplo, y seguramente cada año, a la peregrinación del pueblo a Jerusalén. Viven la fe con otros. En esto se destaca su carácter de peregrinos, de aspirantes a algo definitivo preparado por Dios y, por tanto, con conciencia de la transitoriedad de la vida. Lo que va a suceder en el viaje de vuelta indica cómo la vida familiar gira en torno a la preocupación por el hijo, pero sin asfixiarlo, con su espacio de libertad que le permitirá la relación con otras personas. Esa caravana en la que piensan José y María que se encuentra Jesús da una idea de familia grande, extensa, donde, sin quitar ningún protagonismo de los padres, son muchos los que atenderían al muchacho y sus padres estaban tranquilos.
Al no encontrarlo lo buscan juntos. Ya en la comitiva estarían juntos y la búsqueda de lo mejor para el hijo no debe hacerse sino de la mano el padre y la madre. También lo encuentran juntos, dando muestras de la enorme preocupación por no encontrarlo.
En el desenlace del episodio se muestra que el absoluto es Dios, ni siquiera la familia, y los hijos y los mismos padres son propiedad suya. Este Dios va a ampliar las dimensiones del hogar haciéndose presente para que padres e hijos cada vez lo conozcan más y sus expectativas vayan más allá y crezcan como familia creyente. Pero sin renunciar a la autoridad de los padres. Los hijos llevan a los padres hacia Dios y los padres han de saber escuchar y esperar, aunque a veces no entiendan. Sin entender pueden seguir confiando y esperando en su Señor, que ha concedido el regalo de los hijos.
Isaías 9, 1-3. 5-6: El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande.
Sal 95: Hoy nos ha nacido un salvador, el mesías, el Señor.
Tit 2, 11-14: Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres.
Lc 2, 1-14: Y mientras estaba allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada.
El pueblo que caminaba en tinieblas… se había apartado de la referencia que les marcaba la ruta, se desorientó, se crispó, entró en conflictos fratricidas, perdió la esperanza, fracasó… incluso perdió la conciencia de pueblo, olvidando que el de al lado tenía la misma dignidad y no era un rival ni un inferior. La oscuridad conduce hacia la inconsciencia, la pérdida de identidad y, en sus últimas consecuencias, hacia un abismo que aboca a la destrucción y la muerte.
Un día echaron a caminar juntos; de modo aislado, no podían sobrevivir. Tenían un entrañable deseo de familia, e interés por cuidarse y apreciarse los unos a los otros. Pero, seducidos por luces opacas y confusas, renunciaron a la única luz que esclarecía su condición e invitaba a prosperar: la luz de su compañero de camino que les recordaba la condición de pueblo, la luz de su Creador. Una de las primeras consecuencias de la penumbra llevaba a no distinguir el rostro de los demás. Entonces no se perciben más que bultos despersonalizados, antes alguien, ahora convertidos en algo. A un algo tiene el estatuto de cosa. Y, tanto o peor aún: solo en el rostro de los demás podemos distinguir el nuestro.
Pero el profeta Isaías anunciaba una novedad inaudita: el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande. ¿Cómo de grande? ¿Tan grande como para disipar toda tiniebla? ¿Tan grande como para esclarecer y resolverlo todo? Tan grande como para mantener la esperanza. Un pueblo y cada uno de sus miembros no puede prosperar ni crecer sin esperanza. Es la imprescindible herramienta para el triunfo de todos y cada uno. El profeta habló del final de la violencia y del gobierno de un rey de paz y justo… pero el pueblo no lo vio, aunque sí lo esperó. Tal vez solo unos pocos esperaron.
Quienes mantuvieron la esperanza en el pueblo, los pocos o los poquísimos, confiaban en la promesa de Dios, su amigo, e hicieron de portadores de la luz que brillaba diminuta. Pero, incluso mínima entre tanta oscuridad, ajaba las tinieblas de arriba abajo y, gracias a ello, el pueblo pudo encaminarse hacia la gran novedad preparada por su Dios: la llegada de aquel que iba a hacer realidad los anuncios proféticos. Algunos de aquellos pocos fueron Zacarías e Isabel, María y José y unos pastores que pastoreaban en los alrededores de Belén.
No fue un astro encumbrado el que nos iluminó con la potencia divina, sino un niñito. Dios no ha venido imponiendo su luz, sino que ilumina la carne humana para hacernos farolillos de la esperanza de su presencia entre nosotros, para provocar que el mundo vibre en esperanza. Los que se acercan a Él contemplan a quien los mira con ternura y amor, descubriendo, con el corazón inflamado, la capacidad humana, ya no solo para lo humanamente deseable, sino para las cosas divinas: el perdón de las ofensas, el amor a los enemigos, el amor sin medida, la comunión con Dios y la fraternidad humana.
¿Qué clase de luz nos ha brillado de lo Alto? La que no hace ruido y nace en la noche; la que es arrullada por los brazos de María y José y no por gente de la que llaman importante; la que seduce y no violenta, cautiva y no se impone; la que provoca saberte pequeño, pero hace levantarte y te reconoce como hijo de Dios. Si queremos ser portadores de esperanza para nuestro pueblo: este que descuida fácilmente su condición de familia con facilidad y tiene habilidad para cegarse, este con tantos rescoldos de egoísmo, ignorancia y egolatría, este que no conoce a su Señor y se resiste a pronunciar al otro como hermano, que maltrata su hogar y hiere a los más vulnerables… estaremos haciendo visible lo que sucedió en Belén cuando nació nuestra Luz.