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En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo C

DOMINGO IV DE PASCUA (C). DEL BUEN PASTOR. 8 de mayo de 2022

Hch 13,14.43-52: “Yo te haré luz de los gentiles”

Sal 99: Somos su pueblo y ovejas de su rebaño.

Ap 7,9.14b-17: El que se sienta en el trono acampará entre ellos.

Jn 10,27-30: “Mis ovejas escuchan mi voz”.  

Cada oveja va a lo suyo y, sin embargo, ¡qué gregarias son! ¡cuánto dependen del grupo! Obedecen a rutinas perpetuas y cualquier elemento extraño en su horario les desconcierta, a veces hasta el pavor.

No están pendientes del presente, sino de su presente, por lo que se les hace difícil vivir el tiempo con carácter de continuidad. Tampoco les preocupan las grandes cuestiones, sino tener la comida cuando sienten hambre, agua para la sed, descanso cuando están cansadas y vivir en la mayor tranquilidad posible. Viven una circularidad casi sin alteraciones y el ciclo se repite cabal.

Lo que piden no es demasiado, pero a Dios se le hace poco en la medida en que quiere que compartan con él eternidad. Entonces deberán aprender las cosas de Dios. Sin renunciar a las cosas de oveja habrán de hacerse más de su Señor y aspirar a un tiempo de mayor densidad.

Para ello Dios Padre les dio pastor. El que hace mirar por encima del pastor para que despeguen su mirada de lo inmediato y vayan aprendiendo una forma diferente de contemplar y experimentar; un novedoso modo de vivir el tiempo marcado, ya no por la biología y el ritmo natural, sino por el Señor de las horas. Con este fin Él les habla.

Las palabras se las lleva el viento, a no ser que se guarden a buen recaudo. Y no hay mejor ardid para salvaguardar la palabra que el alojamiento en el corazón, donde dejan la impregnación de su huella y hasta lo configuran. La palabra es un frecuente artesano para la ecología del corazón.

Pablo y Bernabé, cautivados por la Palabra del Resucitado, se hicieron portadores de ella y por ella sufrieron incomprensión, desprecio y hostilidad por parte de aquellos a los que les debería resultar más familiar. También por ella, entre los aparentemente más ajenos, hubo en quien la acogió y se hizo seguidor de Cristo. Pablo y Bernabé acudían a las sinagogas judías, el lugar de la lectura y comentario de la Palabra, para explicar su sentido nuevo desde su testimonio experiencial. Y es que solo cuando la Palabra ha seducido un corazón, la persona entera se transforma y se convierte en testigo viviente en palabras y actos de ella. Ellos proclamaban un nuevo tiempo. El libro el Apocalipsis ratifica esta novedad. Describe la contemplación del Cordero, la Palabra hecha carne, como el Señor de la historia vencedor definitivo entre la turbulencia de los acontecimientos. Esta Palabra no puede ser llevada por el viento, ni por la tormenta, ni el vendaval, ni el fuego. Sí serán llevados quienes no la hagan suya, con su corazón desatendiendo la Palabra del Pastor por estar atentos a otras palabras que no dan vida. Yendo a lo suyo, solo podrán recibir lo suyo: comida, agua, descanso… hasta la muerte. Yendo a lo de Dios, fe, esperanza, caridad… cochura de resucitados.

Por ser ovejas habremos de ir a lo nuestro y por ser hijos de Dios también a lo suyo. Habrá que aprender a conjugar ambas dimensiones, al modo como lo hizo el Pastor que se hizo oveja. Esto implica escucharlo y hospedar su Palabra en nuestro interior para que germine y de fruto y rezume. Entonces la condición gregaria se convierte en fraternidad, la rutina indeleble en camino hacia la vida eterna, la animalidad se empapa de espiritualidad y las cosas de Dios se hacen también suyas. Gracias al Pastor que se convirtió en pasto para ellas y no deja de alimentarlas con su Palabra y su Cuerpo. 

DOMINGO III DE PASCUA (ciclo C). SAN JOSÉ OBRERO. 1 de mayo de 2022

Hch 5,27-41: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.

Sal 29: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

Ap 5,11-14: “Al Cordero la alabanza”.

Jn 21,1-19: “Es el Señor”.  

 

El Señor se hizo presente en el borde de dos fronteras, una de espacio y otra de tiempo. Llegó en el momento donde la noche comienza a ceder a la claridad de la mañana, en el lugar en el que la tierra firme consiente al agua su soberanía. Fue el Padre mismo quien estableció linderos desde el principio entre la luz y las tinieblas, la eternidad y el tiempo, el ser y la nada, dándole al ser humano la increíble potestad de poder rebasar los límites más determinantes y acercarse al poder creador divino, aunque en diminutivo.

El Creador dejó sembrado todo espacio y todo tiempo del rastro de su presencia, para que allá donde su criatura explorase, lo descubriera Padre misericordioso y providente. Para aquellos pescadores, el terrible mar, incierto, amenazante, misterioso e inabarcable se convirtió en lugar para encontrar el sustento que Dios mismo había puesto allí; la noche impenetrable, perturbadora, incapacitante… fue escogida como el momento propicio para el trabajo exitoso. Rebasando la frontera entre la tierra y el agua, el día y la noche, el hombre descubrió de nuevo la obra creadora de su Dios y la tomó para dar gracias y que su vida fuera bendecida con el alimento necesario. El traspaso de límites humanos: miedos, inseguridades, obstáculos, inexperiencias o impericias está provocado por su necesidad de llenar la mesa. Las facultades humanas regaladas por Dios para esta hazaña cotidiana y valiente responden a una llamada divina: que esa mesa necesaria y cotidiana esté preparada por ambos, Creador y criatura, dos trabajadores en la misma tierra y con un mismo afán por traspasar fronteras. El Trabajo del Soberano de todo se sigue prolongando en el quehacer de sus hijos, así lo ha querido Él, y solo puede culminar con fecundidad sobresaliente cuando ambos se sientan a la misma mesa.

El Resucitado se hizo presente en la alborada, a la orilla del mar y, como con la Palabra creadora del primer trabajador, su Padre, dijo y se hizo. Esta vez no quiso hacer sin colaboración humana. Dijo, ellos obedecieron a la Palabra con su habilidad de artesanos del mar y el prodigio se hizo: ya tenían lo suficiente y aún más para preparar la mesa. Muchas de las apariciones del Señor resucitado tienen en cuenta la comida, como la que consiguieron sus discípulos a punto de desistir en el trabajo, como la que tenía preparada el Maestro en la orilla. Una comida para celebrar ese productivo consorcio entre Dios y los hombres; una comida para recoger los frutos del trabajo y recuperar energías para continuar la labor; una comida para dar gracias por la vida y preparar una vida sin límites. También una comida abierta a todos donde, quien quiera, puede sentarse a la mesa, siempre que no se resista a que Dios le salga al encuentro y se deje invitar por Él, mientras esté dispuesto a llamar y tratar a los otros comensales como hermanos, en cuanto que se preocupe porque el pan llegue a todos con abundancia y no pretenda retener lo que no es suyo, en la medida en que esté dispuesto a bendecir el tiempo con su trabajo para preparar con los demás aquella mesa, si no busca saciar una avidez insensata maltratando al mar y expoliando lo que no le corresponde. Todo trabajo comienza en esta mesa y llega a su plenitud en esta mesa; todo trabajo tiene sentido por esta mesa compartida.

Todos los que habían estado faenando fueron invitados y todos se sentaron, aunque su historia desvelase las grietas del pecado. En nada hubo reproches de quien podía reprochar, sino que la mesa se prolongó con un diálogo donde desvelaba la fuerza que sostenía aquella mesa: el amor. El amor incondicional del un Dios hecho hombre y el querer deficiente de un hombre llamado a atravesar la frontera con la divinidad, en la medida en que se deja amar y se esmere por vivir y compartir ese amor. De nuevo otro prodigio de la mesa: la superación de la frontera de la negación y la culpa para asentir al amor del Señor con un nuevo compromiso de trabajo para cuidar a los demás con oficio de pastor.

Donde está presente al Señor, muchas veces en el límite de un fracaso, hay propuesta para preparar la mesa con todo lo conseguido en la jornada, también con todo lo malogrado. Su inversión en el amor cubre multitud de faltas; solo hace falta querer ser partícipe de esta mesa, como servidor y comensal. 

DOMINGO II DE PASCUA. DE LA DIVINA MISERICORDIA. 24 DE ABRIL DE 2022

Hch 2,42-47: Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común.

Sal 117: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

1Pe 1,3-9: Alegraos, aunque de momento tengáis que sufrir un poco en pruebas diversas.

Jn 20,19-31: Paz a vosotros.

 

Tuvieron que cerrar las puertas de la estancia donde se encontraban, a causa del bloqueo de sus mentes. El final del Maestro con su pasión, muerte y sepultura, les llevó al miedo. ¿Les sucedería a ellos lo mismo? Su vida estaba sostenida sobre Jesús de Nazaret. Al perecer este, su barco amenazaba ruina. No era difícil sospecha lo que les podría pasar; si aquello sucedió al Maestro, ¿por qué no a sus discípulos? Si Jesús les había abierto a expectativas esperanzadoras, su cruel muerte les despertaba a un futuro amenazante. Los sentidos que se centran en las posibles desdichas del mañana no aciertan a percibir otra cosa y se cierran a una mirada de amplitud.

               Entonces llegó el Maestro hasta el lugar en el que se encontraban. No lo detuvieron las puertas cerradas. Tampoco pudo retenerlo la muerte. Se plantó en medio de ellos y sus ojos se centraron en aquella aparición. Como la pupila que ha de acostumbrarse a la luz tras pasar a esta desde la oscuridad, tuvieron que hacerse a la claridad del resucitado los que estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos. El resucitado atraviesa límites, abriendo nuevas sendas para que, quien quiera, la transite. Esto pasa por creer que Él realmente ha resucitado.

               La aparición no fue de un fantasma. Las huellas de la pasión en su cuerpo corroboran la historia, y una historia cruel. Sin embargo inicia sus palabras con el saludo de Paz y más que signos de la maldad humana, las llagas de la crucifixión son enseñanza del perdón y la misericordia divina. Inaugura un nuevo modo de ser hombre, una nueva forma de conocer a Dios; a través del amor hasta la muerte y del perdón para la vida. El envío del Espíritu Santo hará posible en ellos esto mismo: Paz, perdón y vida eterna; poder para perdonar o para retener. Las puertas del discipulado se abrieron; ya no había motivos para temer.

               La noticia llegó a Tomás, el apóstol, por medio de sus hermanos. Él siguió con las puertas cerradas de su mente y su corazón con reticencias para creer que el Señor había resucitado y casi más para dar credibilidad a lo que le decía la comunidad. Era uno contra muchos; más todavía, era la Iglesia frente a un discípulo. ¿No le interpeló el entusiasmo de ellos, su alegría, su cambio repentino de la tristeza al gozo? No se dejó convencer, le pesaban más sus razones que el testimonio eclesial. Cierto que entre aquella primera comunidad pascual había quien había negado al Maestro, quienes lo habían abandonado, los que no habían hecho nada (casi todos) … con muchas deficiencias en su fidelidad. Sin embargo era la comunidad de Jesús a los que el Resucitado se les había aparecido para que dieran testimonio de la misericordia de Dios a todos los pueblos. Su cerrazón cedió cuando el mismo Jesús se le apareció, y hubo reproche por su falta de fe.

               Quizás no seamos los cristianos hoy demasiado convincentes y la noticia que vibra en la Iglesia desde entonces se amortigüe en nuestras vidas, sin que sea fácil descubrirnos con las puertas abiertas, testigos del resucitado. En este caso el reproche de incredulidad sería para nosotros, porque no nos han afectado las llagas del Resucitado, ni su Paz, ni el envío del Espíritu Santo. Por tanto, ¿seríamos capaces pues de ayudar a superar los límites provocados por el pecado y el miedo o seguiremos encerrados dispuestos a no arriesgar y, por tanto, a transigir con la injusticia, conformarnos con las cosas como están y no dejar que el Espíritu del Resucitado haga todo nuevo? 

VIGILIA PASCUAL. 17 de abril de 2022

Lc 24,1-12: Volvieron del sepulcro y anunciaron todo esto a los Once y a los demás.

 

Sucedió el día sexto, lo de la muerte del Maestro y su sepultura. El séptimo tuvieron que esperar para cumplir con el descanso del Sabbat, y el primer día de la semana las mujeres acudieron de madrugada al sepulcro para llevar aromas al cuerpo sin vida de Jesús. El propósito era noble, siguiendo la tradición embadurnaban de fragancia el cadáver, pero no iba a evitar su corrupción; el empeño humano, aun desde la fuerza del amor, no resiste al rigor de la muerte.  

Esta todavía oscuro, y más oscuridad aún pensaban encontrarse en la tumba excavada en la roca. La muerte tiene su lógica y nos ciñe férreamente a su propia penumbra, sin remedio posible. Fueron a encontrarse con las consecuencias de la muerte, arrinconadas en un hoyo en la tierra, lleno de fracaso, lleno de Maestro derrotado, lleno de injusticia consumada. Pero les sorprendió encontrarlo vacío. Aparecía una brecha en las tinieblas impenetrables.

Al principio las tinieblas cubrían todo como un caos sin forma. El acto creador de Dios se enfrentó a la confusión irresoluble y puso orden con la presencia de la luz. Bastó su palabra: “¡Hágase!” y la luz se hizo, poniéndole una frontera a la oscuridad que no podrá traspasar. Esto sucedía el primer día de la semana, según el esquema temporal que emplea el redactor del pasaje de la creación.

El sexto día, momento cumbre de la creación con el modelado y vivificación del ser humano a imagen y semejanza de Dios, será el mismo día en que todas las humanas esperanzas sucumban con la muerte del Hijo de Dios por las manos de los hombres. Lo sabíamos capaz de homicidio, cuando hicimos que el tiempo envejeciera y que las semanas arrastraran decrepitud. Ahora lo descubrimos, más allá, con un deicidio y las tinieblas de la tumba acogieron al que era la Vida y fuente de toda vida. Un caos aún mayor que el de la situación previa al hágase de Dios, había sobrevenido. Parecía no caber esperanza para el género humano con la derrota del mismo Señor de la creación; el tiempo, agotado, había perdido su sentido.  

Sin embargo, la semana se abrió con la sospecha de que la oscuridad no era lo definitivo y las mujeres descubrieron a un Dios operante desde la misma muerte. Se lo anunciaron unos ángeles y ellas, a su vez, a los apóstoles y demás discípulos, aunque no las creyeron. Fueron las primeras para la esperanza; las primeras en certificar la acción maravillosa de Dios, el mismo que había puesto armonía en el cosmos, ahora armonizaba la condición humana con la vida, con una vida radiante y hostil a la corrupción o la muerte. El Resucitado abría nuevas expectativas y aportaba un orden nuevo donde las tinieblas quedaban esclarecidas por la luz. No las disipó por completo, lo que llegará más adelante, cuando la muerte sea vencida definitivamente en todos los hijos de Adán, pero las integró dentro del horizonte abierto de la vida eterna; de modo que ya son menos oscuras, y no tienen capacidad para asfixiar la esperanza.

Y fue el primer día, el de la nueva creación, el día en que cobraron fuego en sus corazones las palabras que había pronunciado el Maestro y que habían profetizado tiempo antes los profetas. De nuevo la Palabra, como aquel “¡hágase!”, es la que concede repuesta a la confusión y al caos con otro orden, donde Dios ha rescatado lo humano y lo ha elevado hasta lo divino. Los ángeles se lo pidieron a las mujeres, que recordasen sus palabras.

No se han marchado las sombras, las oscuridades, las tinieblas, pero Dios ha hecho de nuevo que exista la luz y esto abre brecha en la densidad más recia de desesperanza para abrir el corazón y la mente hacia el resucitado. No es necesario esperar a que se vayan del todo incomodidades, incomprensiones, confusiones, pecado… basta con dejar que el Dios del “’hágase!” ponga orden y armonice todo lo nuestro con lo suyo e integremos la noticia del Resucitado entre nuestras torpezas y descuidos y olvidos, para que su luz esclarezca todo y no deseemos otra visión que la de su gloria y no trabajemos por otro logro que por el de ser más suyos, más de su claridad y menos de nuestra penumbra.

Sucedió el primer día de la semana, el primer día de la nueva semana que ya no acabará porque todo lo hace luminoso y supera hasta las fronteras del tiempo, el que se había vuelto viejo, envejecido por la rudeza humana y su pecado, ya será siempre nuevo y capaz de hacer nuevas todas las cosas. 

VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR. 15 de abril de 2022

Is 52,13-53,12: Fue traspasado por nuestras rebeliones.

Sal 30: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.

Hb 4,14-16; 5,7-9: A pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer.

Jn 18,1-19,42: “Mirarán al que atravesaron”.

 

A fuerza de pasar ante nuestros ojos una realidad, nos acostumbramos a ella, por muy maravillosa, sorprendente o trágica que sea. Llega un momento en que la vista solo se estimula con un impacto de número, de emotividad o de abigarramiento en lo que sucedió (afectó a muchos…, daba tanta pena…, qué detalles más escalofriantes…). Cuando, sin embargo, al mismo Dios, para quien no hay nada nuevo que él no sepa, sigue estremeciéndole cada uno de sus hijos con estremecimiento de amor, sin que nada de lo de ellos le resulte indiferente. No se cansa de mirarnos con ternura, sin aburrimiento, sin desgana.

               La celebración de este Viernes Santo nos invita a contemplar la Cruz, el fracaso de Dios, su nivelación con la miseria humana, la encarnación con los que sufren por causa ajena o por propia y refrescar en nuestro corazón y nuestra mente lo que significa esta Cruz para el cristiano; lo que arriesgamos al confesar a un Dios crucificado; lo que nos compromete con los menospreciados, injuriados, torturados, abandonados, olvidados… crucificados de este mundo.

               A fuerza de pasar nuestros ojos por la Cruz de Cristo, no hemos de acostumbrarnos a ella, sino a ahondar en el amor de Dios y abrirnos al amor de sus hijos, a los que tenemos la obligación de llamar y tratar como hermanos, como si fuera el mismo Señor. 

JUEVES SANTO DE LA CENA DEL SEÑOR. DÍA DEL AMOR FRATERNO. 14 de abril de 2022

Ex 12,1-8.11-14: Este día será para vosotros memorable.

Sal 115: El cáliz que bendecimos es la comunión con la sangre de Cristo.

1Co 11,23-26: Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.

Jn 13,1-15: Los amó hasta el extremo.

 

Preparamos la mesa a diario y con las mismas rutinas: mantel, platos, vasos, cubiertos, bebida… y, por supuesto, todo lo que se elabora en la cocina, sin que falte el manjar que acompaña siempre, el pan. Comemos, pero no solo para alimentarnos, sino que nos tomamos nuestro tiempo y, cuando se puede, lo hacemos acompañados. Nos sentamos juntos a la mesa, queriendo compartir alimento y palabra. Este acontecimiento cotidiano, se dispone de modo especial y con mayor esmero, cuando hay algo extraordinario que celebrar. Entonces se enriquece la mesa, se cuidan más los platos y el número de comensales crece. La comida se convierte en un banquete y este es expresión de fiesta. Sea cual sea su motivo, de fondo subyace el mismo motivo: celebramos la vida; estamos vivos y nos alegramos de ello.

               Los grandes eventos antiguos tenían también expresión de banquete. El Pueblo de Israel, para celebrar la liberación de la esclavitud, recibió de Dios el mandato de una comida bien preparada y con unas pautas definidas: la cena de Pascua. Los judíos sostuvieron en su historia la celebración de aquello que sucedió y los hizo libres, pero sin atarse solo al pasado, sino mirando al presente desde la esperanza en la libertad definitiva que llegaría con el Mesías. Aquí es donde la mesa adquiere un sentido de más trascendencia.

               Este llegó con discreción, actuando con una libertad inaudita, para hacernos libres, aunque apenas unos pocos lo reconocieron. Y quiso también preparar un banquete para sus amigos, que mirase al pasado, recogiendo el sentido de la historia, y se proyectase al futuro, abriendo la celebración de la vida a la esperanza de la vida plena y radiante. Daba sentido a todo lo sucedido desde el principio, pero, en especial, al interés de Dios por la salvación de su Pueblo. No eran muchos en aquel banquete, y sin embargo esta abierto a toda la humanidad. Él preparaba la mesa, que era la historia humana; invitaba a unos cuantos convidados, representantes de todos los hombres y les sirvió el pan y el vino, vinculando estos alimentos a su propia vida. Los acontecimientos dan sentido a la mesa. En su caso fue su entrega en la cruz y su resurrección. Hasta tal punto le dio sentido que esta mesa sigue preparándose con la celebración de su pasión, muerte y resurrección que no nos deja en el pasado, como recuerdos, sino que nos acerca al futuro, para que tengamos vida plena y nos sentemos como familia de hermanos en el banquete preparado en la casa de Dios, en su Reino.

               El nuevo pueblo, que es la Iglesia, lleva lo conseguido en su cosecha semanal o diaria y lo presenta en el altar por uno que media entre los hombres y Dios, Dios y los hombres. El presbítero es quien prepara la mesa en Su nombre y en el nombre de la Iglesia. No puede entender su labor sin unidad con esta mesa del altar ni tampoco lo que participar de esta mesa implica para la historia del momento presente. Ha de llevar a acercarse a los pies de los que caminan en esta vida y están heridos o sucios, fuertes o lesionados, desorientados o firmes… En ellos se toca al mismo Cristo, el que invita y prepara la mesa con el alimento que es Él. Las manos que se acostumbran a subirse a la mesa para comerlo a Él y escuchar su Palabra, tienen que estar acostumbradas a agacharse y saber de pies y de misericordia con ellos.

               Tanta delicadeza para el banquete del Señor como para acercarse a los pies cansados o con heridas o simplemente pies. Tanta delicadeza como tuvo Pablo para recibir una tradición que partía del mismo Señor y que, a su vez, él transmitía para que el banquete de Dios estuviese unido a la vida cristiana, a la vida de caridad, escucha y entrega. Como la del mismo Señor que se nos ofreció como alimento para que tenga sentido esta mesa compartida.