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En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo C

SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO. DÍA DE LA CARIDAD. DOMINGO 19 DE JUNIO DE 2022

Gn 14,18-20: Abraham le dio un décimo de cada cosa.

Sal 109: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.

1Co 11, 23-26: Haced esto en memoria mía.

Lc 9,11-17: Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.

 

Jesús logró reunir a un auditorio de unas cinco mil personas. Primero les habló sobre el Reino de Dios, luego curó a los que lo necesitaban y por último… por último les dio de comer. Comenzó por el alimento de la Palabra, necesario para el crecimiento espiritual y terminó con un banquete de pan y pescado. De haber estado en una ciudad suficientemente grande, no habría hecho falta esto último, porque cada cual se habría procurado lo suyo en cualquier tienda. Por eso llama la atención que Jesús congregue en descampado, distante de poblaciones populosas. En la Galilea del tiempo del Maestro existían ciudades enormes de cuarenta mil habitantes o más, como Tiberias, de reciente creación, o Séforis, capital de la región. En los evangelios Jesús no aparece por ninguna de ellas. Su predicación y milagros los lleva a cabo preferentemente en pueblos más bien pequeños.

Pero en esta ocasión se desplaza hasta el campo en el entorno del lago de Galilea, y hasta allí se desplaza una multitud considerable para encontrarse con Él. Allí predica, cura y da de comer. Parece, aunque solo sea de forma momentánea, que crea una ciudad en medio del campo. El afán constructor de los monarcas de turno había llevado a la aparición o crecimiento extraordinario de grandes núcleos de población. La necesidad de mano de obra para los nuevos edificios y sus infraestructuras sería una llamada interesante para una masa de trabajadores. También para toda clase de negocios y el lucro de los más avispados y capaces, así como el empobrecimiento de los menos preparados y más desprotegidos. La ciudad genera riqueza y pobreza.

El ruido de la ciudad confunde e infunde el deseo de consumo para sostener una estructura basada fundamentalmente en el comercio y compra y venta de servicios. El futuro que se ofrece es el de una vida colmada de cosas. Frente a ello el Maestro habla sobre el reino de Dios, abriendo a una esperanza muy distinta, cimentada en el amor de Dios y en la fraternidad humana. En la ciudad los enfermos, paralíticos o quienes sufren algún tipo de limitación o discapacidad quedan sujetos a la mendicidad condenados una pobreza estructural. Jesús cura, recuperando para los sanados la posibilidad de integrarse con sus capacidades para el trabajo, para, en clave creyente, colaborar con la obra creadora del Creador. Por último, el alimento que llega a las ciudades se reparte de forma desnivelada entre los que se hartan y los que apenas comen. El episodio de este evangelio nos muestra a Jesús motivando a sus discípulos a que, partiendo de una ración reducida de panes y peces, den de comer a una gran multitud. El Padre bendijo lo poco para convertirlo en suficiente con la mediación de los amigos del Maestro, hasta saciar y sobrar. El pan gratuito que se distribuía en algunas ciudades para mantener en un silencio conformista a la población es aquí un pan que mueve a salir para comunicar las grandezas del Señor y hacer que lo que se vive en esa ciudad improvisada por Jesús sea fermento para la transformación social en los lugares adonde se acerquen los que lo escucharon, lo vieron curar y fueron saciados.

Una nueva ciudad y un banquete diferente para su construcción. La Iglesia es la heredera de esta novedad. En ella también se escucha la Palabra esperanzadora, se curan heridas, enfermedades y parálisis (fundamentalmente las más dolorosas, las del corazón y la mente), se da de comer con el Pan que es Cristo. El espacio eclesial es como un descampado, un lugar reservado y especial en medio del pueblo o la ciudad, donde acude la gente que quiere encontrarse con el Maestro y luego sale con el convencimiento de vivir en sus realidades cotidianas lo que se ha experimentado y celebrado allá, la caridad del Dios con nosotros y de nosotros juntos en la fraternidad para dar gloria a Dios. Ciertamente, otro tipo de ciudad para otro tipo de mundo. E invitando, Jesús, el Señor, el que amó hasta el extremo dando su vida para que tuviéramos vida, el que envía su Espíritu para la construcción de esta nueva ciudad, que es su Reino… hasta que Él vuelva.

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD. JORNADA PRO ORANTIBUS. 12 DE JUNIO DE 2022

Pr 8,22-31: Yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia.

Sal 8: Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

Rm 5,1-5: Hasta nos gloriamos en las tribulaciones.

Jn 16,12-15: Todo lo que tiene el Padre es mío.

A Dios le gustan lo que tiene que ver con la familia. Ante todo, una familia es un conjunto de personas con sus relaciones, unas relaciones con unos vínculos de parentesco y mucho más. Es el lugar donde se acoge la vida nueva y esta vida encuentra su identidad: soy alguien y no algo, muy importante para tener conciencia de sí y saber a qué atenerse y qué esperar. Es también el primer espacio para la heterogeneidad y la diversidad integradas como algo natural y bueno. Nos ofrece además el espacio para la generosidad, la entrega, el trabajo más fructífero y menos lucrativo, y también para el conflicto y su resolución, porque tratamos, no con cosas, sino con otras personas, capaces de libertad, de decisión y de discrepancia.

Tal vez a Dios le gusta tanto la familia porque es la realidad humana que mejor refleja, aunque a distancia, lo que Él mismo es. Son relaciones familiares las escogidas por la Escritura, por el mismo Cristo y la tradición cristiana, para intentar decir algo sobre la intimidad de Dios: Padre e Hijo en la unidad del Espíritu Santo.

            El misterio de la Santísima Trinidad es una invitación intelectual a no conformarse con la convicción de que “algo hay” y despertar el interés por preguntarnos acerca de qué podrá ser ese algo. Esto es arrimar la cuestión de Dios a nuestras preocupaciones y dejar de entenderlo como algo de relativa importancia, ajeno a nuestras vidas. Las respuestas que le otorgan a Dios la identidad de fuerza o energía lo siguen dejando en el ámbito del algo y un algo es aséptico, impersonal, genérico e incluso indiferente. Un salto cualitativo es considerar a Dios como “alguien”, porque el misterio se agranda. Reconocer un alguien lleva a sabe que hay unos ojos que te pueden mirar, una boca que te puede hablar, unos oídos que te pueden escuchar; por tanto, un sujeto con quien poder interactuar, llegando a acuerdo o a desacuerdos, a experiencias gozosas o enfados ilimitados.

            Todavía se puede buscar más allá y decir características sobre el alguien de Dios, teniendo, por otra parte, en cuenta, que será mucho más lo que quede sin describir que lo que definamos. Ahí nos encontramos con el misericordioso, el justo, el verdadero, el paciente, el providente, el Creador, el santificador… En esto coincidimos todos los que participamos de una confesión monoteísta.

            Para los cristianos, el mismo Hijo de Dios, hecho hombre como nosotros, nos ha llevado aún más cerca de la identidad divina y nos ha hablado del Padre, de sí mismo como Hijo y del Espíritu Santo. Costó a la Iglesia entender suficientemente lo que la Palabra de Dios anunciaba ya en el Antiguo Testamento, como aparece en el libro de los Proverbios de la primera lectura, donde designa al Hijo de Dios, como Sabiduría, por medio de la cual, como un niño con su padre, juega con Dios para hacer todo lo creado. Costó concebir a Dios como familia: Padre, Hijo y Espíritu y hasta se produjeron grandes disputas por la oposición a ello.

            Se requiere un esfuerzo intelectual, más aún de experiencia, para percibir cómo llega a nuestras vidas el cuidado del Padre, la compañía del Hijo y la fuerza del Espíritu. La experiencia de la vida cotidiana, en sus alegrías y asperezas, nos invita, si queremos descubrir aquí con nosotros a Dios, a un planteamiento de los acontecimientos y del mismo tiempo, desde la historia de la salvación que Dios prepara para nosotros. De algo tan indeseable como la tribulación, Dios puede lograr en nosotros multitud de virtudes. Los que quieren ser de Dios y vivir en Dios no se apegan al momento presente, sino que miran hacia la resurrección gloriosa. Cosas de familia, que no se agotan nunca, y que no se pueden digerir sino paulatinamente. Por eso, lo que contaba Jesús a sus discípulos de su propia familia divina, sabía que no podría ser recibido de una vez y aún quedaban muchas cosas por decir.

            Agradecemos a Dios la presencia en nuestra familia cristiana de los contemplativos, que, al modo del salmista al que nos hemos unido en la liturgia de la palabra de esta fiesta, abrimos los ojos ante la realidad que nos rodea y proclamamos, admirados, la grandeza de Dios que nos ama y ha creado todo con una belleza que cuida y renueva. 

SOLEMNIDAD DE PENTECOTÉS. DÍA DEL APOSTOLADO SEGLAR. DOMINGO 5 DE JUNIO DE 2022

Jn 20, 19-23: “Recibid el Espíritu Santo”.

 

Los que cabían en una estancia y aun sobraba sitio, se encontraron de repente con que el mundo se les quedaba pequeño. La transformación sucedió por la complicidad de la acción trinitaria. Dios Padre los escogió, el Hijo los enseñó y compartió vida con ellos, el Espíritu provocó la fecundidad de todo lo que habían recibido. Fue entonces cuando el Espíritu empapó su tierra rebosante de semilla, cuando dejaron caber donde cabían. Acababa de nacer la Iglesia.

            La fortaleza y prosperidad de esta Iglesia no está en sus dimensiones, ni en la cantidad de fieles, sino en la incapacidad de ser contenida por nadie ni por nada. Lo que rebosa se vierte y se expande. Los intentos para someterla a cierto tipo de estructuras, de controlarla, de mantenerla en unas formas entendidas como correctas o clásicas, de que esté constituida por los más cualificados o moralmente más aptos, de adaptarla a las modas doctrinales o disciplinares del momento… han fracasado. La Iglesia es humanamente indomable y, aunque su estructura le aporta un eje vertebral absolutamente imprescindible, no la coarta, sino que la empuja a irradiar frescura, allegarse a todos, proteger la verdad, contagiar la comunión y hacer visible el Reino.

            De caber en algún lugar haría sospechar que a su huésped más activo, el Espíritu, le ha sido restringida su entrada. Y, sin embargo, sí que caben en el espacio más abierto en tiempo y lugar, que es su morada ininterrumpida en la que reciben y comparten, la Eucaristía.

            Una antigua tradición cuenta que los apóstoles, tras recibir el Espíritu, decidieron partir en misión hacia todos los puntos cardinales para anunciar la alegría del Evangelio. Antes de partir, convinieron en compartir el núcleo de su fe con una fórmula común para que todos transmitieran las mismas palabras. Cada uno de ellos aportó un artículo de lo que hoy se conoce como el Credo de los Apóstoles. El Espíritu los fue llevando lejos sin que nunca dejasen de estar cerca y en comunión. Aún la misión iniciada con ellos no ha culminado. Todavía nos sobra espacio; cabemos con excesiva holgura porque el Espíritu no lo ha llenado todo. Y esto tiene sus consecuencias: además de no ser todo lo fecundos que podríamos y deberíamos, dejamos espacio para otras cosas, por tanto, al pecado, que ocupa un lugar impropio donde deberíamos encontrar las huellas del Espíritu.

            La Iglesia en salida es la Iglesia que no quiere caber en lo de antes, en las inercias cómodas o cobardes o inconscientes. La Iglesia de la misión es la que refresca constantemente que es la Esposa de Cristo para que la multitud de hombres tena el gozo de conocer y seguir al Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado. La Iglesia de comunión es la que cuida, valora y potencia los carismas en torno a una misma mesa. La Iglesia de la caridad es la que acerca el consuelo de Cristo acogiendo al vulnerable y necesitado. La Iglesia fermento es la que no se detiene en el número, sino que vibra para llegar a todos, aunque sea desde unos pocos. Una Iglesia así no puede caber en ningún sitio, porque no hay lugar para contener tanto Espíritu, pero al mismo tiempo es su casa, siempre abierta, siempre acogedora, siempre en misión incontenible.  

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR. Domingo 29 de mayo de 2022

Hch 1,1-11: lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista.

Sal 46: Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Ef 1,17-23: Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo.

Lc 24,46-53: Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo.

La genética pone el tope a nuestra altura. También al tamaño de nuestros miembros y nos deja a todos en unas dimensiones más o menos parejas, sin que las diferencias entre el mayor y el menor, el gigante y el enano, sean abismales (a lo sumo algo más de un metro).

La genética divina, valga la analogía, no está atada a ningún tipo de límites, dentro de la esencia del amor. El contraste entre ambas es evidente y delata notables diferencias entre lo de los hombres y lo de Dios con distancias insalvables entre lo finito y lo eterno. La armonía entre ambos, que se resuelve en Jesucristo, comienza en el momento de su encarnación, cuando el Verbo se hace hombre. Entonces lo divino va haciendo crecer todo lo humano de Jesús y, al mismo tiempo, lo humano va haciendo suyo lo divino hasta superar su propia condición: más esperanza, más fe, más capacidad de amar, más fraternidad…

En la historia de Jesús parecía que la cima se había alcanzado con su resurrección, cuando su humanidad fue abrazada por dios y lo mortal se volvió inmortal, siguió subiendo. En esto consiste la fiesta que celebramos hoy: lo humano donde está Dios mismo presente y actuando no deja de crecer. En este caso, la Ascensión del Señor al cielo es para que los demás crezcan. Convertido en fuente de amor divina y humana, alimenta a todos con su vida de resucitado. El tope ya no lo pone nuestra bilogía, sino la ilimitación, la infinitud, la eternidad… Dios. Es necesario crecer para hacer crecer a otros.

Esto es posible por el Espíritu Santo el que hace que todo lo que Dios nos entrega sea fructífero. Lo envía, nos lo da Jesús, el Hijo de Dios resucitado para llegar a ser como Él.

La referencia de la altura nos seduce. Comparamos lo que medimos al modo humano tratando así los éxitos de la vida y, si la talla no nos convence, podemos criticar, juzgar, envidiar o arrugarnos. La fiesta de la Ascensión nos invita a mirar al Hijo de Dios que se abajó de su rango para hacerse uno de tantos y en lo común de los humanos, dejando que el Espíritu actuase en Él, su humanidad alcanzó envergadura divina. Él es nuestra referencia de medida. 

DOMINGO VI DE PASCUA. 22 DE MAYO DE 2022

Hch 15,1-2.22-29: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables.

Sal 66: Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.

Ap 21,10-14.21-23: Su santuario es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero.

Jn 14,23-29: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. 

Una casa en ruinas invita poco a tomarla por vivienda. Otra cosa es el no tener más opción que vivir en ella. O bien hay que resignarse a habitar entre escombros u obviar la evidencia consolándose con que no está tan mal como parece o decidirse a su reconstrucción.

               No es infrecuente a lo largo de la historia que esta casa común en la que vivimos y compartimos, a la que podemos llamar sociedad o, más extensamente, humanidad, sea descrita como un edificio ruinoso. Y no faltan razones hoy para considerarlo también así. También los modos de gestión del hecho que se plantean suelen ser las mismas. Pero al cristiano solo le cabe la última: trabajar para su reforma y embellecimiento.

               El momento humano de máxima intensidad demoledora fue cuando asesinó a su Dios. Hasta aquí ha alcanzado nuestra capacidad destructiva. Aun así, a este mismo Dios maltratado no le valieron estas razones para abandonar la que hizo su casa, despechado y agraviado, sino que dejó una arquitectura portentosa para hacerla consistente, segura y aún más bonita. En el discurso de despedida de sus discípulos tras la Cena previa a su pasión y su muerte, les habló del amor, que venía de Dios Padre y que Él compartía con ellos para que ellos mismos fueran testigos y mensajes de esto mismo que les había enseñado con su palabra y su vida.

El tipo de amor constructor del Maestro recibe un nombre que indica una entrega generosa, desinteresada, valiente, empática, sensible, bella… el ágape. En este pasaje aparece como sustantivo o verbo cuatro veces; en todo el evangelio de Juan 46 veces. Es ambrosía divina, lo que viven y comparten el Padre y el Hijo en el Espíritu. Es lo que permite transformar un recinto inhóspito y decadente en una catedral rebosante de luz, armonía y belleza, como la visión de la Jerusalén celeste del libro del Apocalipsis, que representa a la Iglesia en todo su esplendor. Ese misma Iglesia a la que a lo largo de la historia tampoco le han faltado estancias fuertemente deterioradas o ruinas diversas.

Para el verdadero amor, y hay que hablar de verdadero porque no es difícil que se mezclen elementos ciertamente ajenos a él como intereses propios o apegos afectivos, es necesario exponerse a recibir sobre la cabeza y el cuerpo el impacto de cascotes desprendidos. Nos pide vulnerabilidad, porque solo a través de la sensibilidad de la piel expuesta se puede acceder al interior del corazón. También exige capacidad para contemplar el tiempo en su amplitud y no dar soluciones precipitadas o excesivamente parciales a lo que requiere una perspectiva temporal global. Esto requiere escucha, paciencia, espera. Lo saben los padres que no buscan satisfacer los reclamos eventuales de los hijos, por muy acuciantes que les parezcan, debido a que pueden paliar un mal parcial renunciando a un bien integral. También pide una revisión discernida sobre lo que realmente es provechoso y enriquecedor, lo que puede ser recomendable o lo que ata de modo innecesario generando unos vínculos que restan vigor y frescura. Este discernimiento en el Espíritu salvó a la Iglesia de los orígenes de apegarse a los ritos y tradiciones judías, ya inútiles para los creyentes que procedían de los ámbitos paganos.

El Maestro anunciaba su despedida para volver al Padre, mientras enseñando a amar, animaba a acometer la construcción de la casa por la que dio la vida desde el regalo del Espíritu Santo que se condensa en el amor trinitario ofrecido a los hombres. Por este amor, el bautismo nos ha convertido en albañiles portentosos para convertir una era de escombros en una sorprendente construcción de exquisita factura, de cimientos recios, de puertas abiertas, de paz. Es posiblemente aquello a lo que está llamado a ser la Iglesia en nuestro mundo: un espacio de belleza y verdad para que, entre la desolación, quien quiera pueda vivir fraternalmente el abrazo esperanzador de Dios y asuma la tarea de cooperar con Él en esta prodigiosa construcción. 

DOMINGO V PASCUA (ciclo C). 15 de mayo de 2022

Hch 14,21b-27: Les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe.

Salmo 144: Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey.

Ap 21,1-5: “Todo lo hago nuevo”.

 

Jn 13,31-35: La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.

 

Se levantó Judas de la mesa y se fue de la sala donde habían celebrado la cena de despedida de su Señor. Se levantó la amistad a medias, el compromiso deshecho en circunstancias adversas, el interés personal sobrepuesto a la lealtad, la incomprensión de los designios de Dios obviados por un plan alternativo… se levantó el amor deficiente. Es posible que se levantaran con el miedo, el individualismo, el inconformismo derrotista, el afán de dinero, pero todo ello del amigo, del elegido, del que estaba sentado a la mesa con otros pocos escogidos.

               Y se quedaron otros tantos amigos impacientes llenos de imperfecciones en su amistad y su modo de amar, donde no faltaría la cobardía, la deslealtad, la frustración, el reparo a la exigencia. Pero se quedaron, y se quedaron en torno al amigo fiel, al misericordioso, al verdadero… Todos los que permanecieron en el cenáculo tenían un corazón más parecido al de Judas, lleno de imperfecciones, que al del Maestro, en todo intachable y puro. Su diferencia con el amigo traidor es que ellos prefirieron quedarse y, aunque no dejaran de manifestarse luego las deficiencias de su amistad imperfecta y asustadiza, allí estuvieron escuchando y contemplando a la fuente del amor, el único que nos puede hacer crecer en lo que realmente merece la pena hasta el punto de cubrir multitud de faltas y renovarnos poderosamente. Porque Él todo lo hace nuevo.

               El evangelista Juan nos cuenta un largo discurso de Jesús a sus discípulos tras la Última Cena donde expresa la relación de Cristo con el Padre, fundada y alimentada en el amor con que Él mismo a ama a los suyos. La mesa de la Eucaristía continúa con la enseñanza del amor y la verdadera glorificación del Hijo; una enseñanza muy práctica, donde solo el ejercicio de amar confirma que se ha aprendido bien. Para ello es necesario quedarse junto al Señor y su mesa. Lo que celebramos en la misa no es solo para los de un corazón irreprochable, sino también y casi principalmente para los corazones heridos, frustrados, miedosos, fracasados, quejicosos… parecidos en cierto sentido al del amigo a medias o desleal, como el de Judas. Lo nuestro es más estar junto al Señor que querer presentarle nuestras muchas obras. Solo estando a su lado aprenderemos el amor verdadero que procede del Padre y contemplamos en el Hijo por el Espíritu. Y esto se produce prodigiosamente en este banquete que debemos llevarnos a casa, al trabajo, a la calle, a la tienda sin dejar de estar con el Maestro, el que ama de verdad y despierta al amor verdadero. La misa no deja de celebrarse con el “podéis ir en paz”, sino que vibra a lo largo del día y de la semana con la presencia entre nosotros del Señor.

               Los amigos de Jesús que experimentaron la victoria del amor en el encuentro con el Resucitado, como Bernabé y Pablo, llevaron esta noticia a muchos lugares, algunos de ellos muy lejanos, sin levantarse de la mesa, sin despegarse de la enseñanza del amor del Señor y de la Eucaristía. La creación primera, maltratada por un amor pobre y egoísta, ha sido renovada por el amor de Jesucristo, y ese amor hace todo nuevo, porque es capaz de curar y rejuvenecer el corazón humano, por el que Dios mismo se hizo hombre y Dios mismo se entregó a la muerte para que tengamos vida divina. Por amor.

               Judas se levantó de la mesa para macharse lejos y no regresar. Rechazó permanecer en la mesa y, todavía peor, volver para recibir el amor del Maestro con lo que necesitaba: su perdón y su misericordia. No llegó a disfrutar realmente del banquete tras atravesar una experiencia de pecado dolorosa. Nuestra alegría, nuestra victoria está en quedarnos muy unidos a esta fiesta ininterrumpida donde el Señor nos acoge, nos perdona, nos habla, nos alimenta, nos da la fuerza de su Espíritu. ¿Para qué levantarnos de esta mesa? ¿Dónde encontraremos más y mejor, dónde el alimento para que nuestro amor sea realmente de calidad y seamos personas radiantes y luminosas? No nos olvidemos de lo que celebramos aquí, sino que lo llevemos, perennemente celebrado y actualizado, donde el Espíritu nos envíe.