Gn 1: El Espíritu se cernía sobre las aguas. Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.
Gn 22,1-18: “Aquí estoy, hijo mío… Dios proveerá el cordero para el sacrificio, hijo mío”.
Ex 14,15-15,1: Di a los israelitas que se pongan en marcha.
Is 54,5-14: “Con misericordia eterna te quiero”, dice el Señor, tu redentor.
Is 55,1-11: Escuchadme y viviréis.
Ba 3,9-15. 32-4,4: Si hubieras seguido el camino de Dios, habitarías en paz para siempre.
Ez 36,16-28: Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará.
Rm 6,3-11: Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él.
Mt 28,1-10: “No está aquí. Ha resucitado, como había dicho”.
“En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro”. Hasta aquí el relato en el que todos coincidimos, el que concluye en el sepulcro. Los vítores cuando la entrada de Jesús son verosímiles, la Cena de despedida y el trance en Getsemaní parecen también verídicos, lo del rapto nocturno y los juicios, el escarmiento de flagelos y la corona de espinas, el diálogo con Pilatos, la demanda del pueblo para que lo crucificasen y la misma crucifixión y muerte… no tienen visos de ficción (el relato, escuchado dos veces en la liturgia de estos días del puño de dos evangelistas, es escueto, rápido, apenas descriptivo). Todo ello había rematado en una tumba sellada con una gran piedra y, parece ser (según el evangelista), unos soldados encargados de custodiarla.
Todavía podemos avanzar un poco más en el itinerario histórico hasta hablar de un sepulcro vacío, una tumba sin muerto. Hasta aquí la Semana Santa a la que permitimos que nos conmueva en las entrañas, en la que reconocemos el sufrimiento aún no resuelto (primeramente el propio), los atropellos sin justicia, la herida lamida y relamida en lengüetazos que consuelan más o menos dependiendo de su profundidad. Hemos alcanzado el tope y parece suficiente con ello. La tumba nos recuerda lo de todos los días. Jesucristo, sea Dios o no lo sea, es tan paisano como cualquier otro. ¡Qué fiesta de la antropología! Hemos llegado al lugar donde nos igualamos todos, donde se ha nivelado con nosotros incluso un dios. Ahora a casa, cada uno a la suya, que allí nos esperan nuestros propios ramos de victoria y alguna vía dolorosa (o más, si vienen en racimo). Acaso alguien, altruista, tomará a pecho aliviar los calvarios de otros. Algo quedó del ejemplo del Cireneo (no hay mucha distancia entre la presión de los romanos y la de la conciencia); más tuvo que dejar la enseñanza del crucificado. Dios u hombre o ambos, es reconocido por la mayoría en un extremo acto de amor.
En un último gesto, para no dejar en total descrédito lo que nos ofrece esta fiesta, la Fiesta de las fiestas, invito a mirar de nuevo hacia la tumba, esa línea fronteriza hasta la cual hemos concurrido tantos pies… para luego dar media vuelta. Sin embargo, no propongo acudir al sepulcro del Nazareno, sino al propio, al de cada uno, a los límites a los que cotidianamente nos sitúa la vida y que agota nuestras fuerzas y expectativas bajo una situación, llamémosla así, de sepulcro.
Hermanas y madres (consagradas contemplativas): la comunidad resiste con fidelidad los envites de esta nueva época. Pero ¿hasta cuándo? Si Dios sigue llamando a la vida contemplativa no se le da crédito, parece una vocación de risa. Los años se van acumulando en la clausura y, con él, el deterioro físico o mental. Se unifican provincias religiosas, se cierran monasterios… mientras se espera con la puerta abierta del noviciado. La puerta abierta y la estancia vacía. Ni siquiera el consuelo de los de dentro; para algunos católicos lo estiman como prácticamente inútil. Esta situación se filtra incluso en los adentros de la comunidad provocando preocupaciones y enturbiando en ocasiones la misma vida fraterna. Resignación, santa resignación. Hasta aquí el sepulcro.
Hermanos (padres, familias, solteros, profesionales, amigos…): la estructura social ni apoya como antes ni facilita la vida creyente. La confesión pública como cristiano hace sonrojar. Al tiempo, martillean tantos “ismos” dañinos (individualismo, consumismo, hedonismo) alentando un apetito solitario e insaciable al margen de los demás (cuando no a costa de los demás). La misma maza golpea sobre el trabajo y las vidas más vulnerables. Cómo no archi-preocuparse por los hijos. Hasta aquí la tumba.
Reverendos, sacerdotes, curas: los templos se duermen y se vacían o se vacían y se duermen. La fe no prende, tal vez porque vosotros mismos no la vivís con suficiente entusiasmo y rigor. Disminuye el número de bautizados, pero el de cristianos es prácticamente irreconocible. Hasta aquí la sepultura.
Y con esto, ¿Dios lo habrá dejado dicho todo? ¿Solo nos quedará ya velar al cadáver y embadurnarlo con ungüentos fúnebres?
Hermanas y madres: ¿Quién nos va a enseñar la vida fraterna con propósito de cielo sino vosotras? ¿Dónde vamos a encontrar el reguero de agua que parte de Dios (como las fuentes de Siloé) para dar con su manantial? ¿A dónde se va a manifestar Cristo más Esposo y, por ende, capaz de hacer nuevas todas las cosas?
Hermanos: ¿Qué impide la profecía que invite a mirar más allá en un mundo harto predecible con rutina tecnológica? Nadie nos obligó a renunciar al potencial de nuestra fraternidad que se hace posible en Dios y busca hermanos entre los que no cuentan, que genera una fuerza inigualable capaz de transformación en lo personal y en las estructuras. En Cristo tenéis la soberanía sobre el cambio e incluso el triunfo.
Presbíteros: ¿Hasta dónde os duelen las heridas de las personas? Ejerced la habilidad para no despojaros del Señor crucificado tan pronto, sino apuntad desde Él hacia un Reino que tenéis que proclamar y creer y vivir. ¿Aún no os habéis dado cuenta de lo precioso de vuestro ministerio?
Todos, a uncirse con el arado de la Cruz que conmueve la tierra de labor disponiéndola para la resurrección. Basta ya de sepulcros, que sabemos mucho de tumbas y tal vez no hayamos aprendido apenas de la gloria del Crucificado. Crucificado y sepultado, sí, pero también glorioso con gloria de Resurrección prometida para todos. Ya tendríamos que estar en trance de resurrección, ¿no lo notáis?
Is 52,13-53,12: Nuestro castigo saludable cayó sobre él.
Sal 30: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
Hb 4,14-16; 5,7-9: Siendo hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer.
Jn 18,1-19,42: ¿A quién buscáis?
Los buscaron los guardias de los sumos sacerdotes y los fariseos con antorchas y armas y dieron con un blasfemo; los discípulos creían haber encontrado y perdieron su rastro. Solo las mujeres al pie de la Cruz lo encontraron, allí adonde nadie se acercó sino para la burla, el escarnio, el desencuentro. Una, dos y tres, tres solo, junto con el discípulo al que tanto quería. Lo encontraron en el único sitio donde los otros no lo buscaron, en la cruz, en el fracaso, el descrédito, el silencio de Dios… el abismo ante nuestras preguntas más vitales. Y sin embargo, allí estuvo Dios. Clavado, malherido, desgarrado, moribundo… detenido por los clavos e inútil de milagros y parábolas. No se le pudo encontrar en otro sitio, no lo podemos hallar en otro lugar. Cuando no encontremos a Dios, tendremos que buscarlo allí (superando nuestras razones, en el amor más incomprendido, pero más desbordante).
Ex 12,1-8.11-14: Es la Pascua, el Paso del Señor.
Sal 115: El cáliz de la bendición es la comunión de la sangre de Cristo.
1Co 11,23-26: Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Jn 13,1-15: Los amó hasta el extremo.
¡A comer! Que hay hambre; que hay hambres. Una comida resuelve el hambre de ahora, pero tendremos que repetirla para solventar el hambre de más tarde… tantas veces cuantas apariciones de nuevas hambres. ¿A dónde fue lo que se tomó? Se invirtió en vida. El hambre es una reivindicación de la vida. Habrá hambre mientras haya vida y se satisfará en la medida en que queramos vivir y queramos que los otros vivan también. No está bien privarle al otro de su sustento o permanecer indiferente ante un hambre no resuelta.
¡A comer, pues! Porque tenemos un hambre que incita a preocuparnos por la vida. Todo lo que amenaza esta vida produce algún tipo de hambre. Los israelitas hambrientos de libertad para dar culto a su Dios, para poseer la tierra donde habitar, para un trabajo digno… clamaron a su Dios. No les bastaba con comer las cebollas y los pepinos de Egipto y la carne de sus calderos, sino que les punzaba un hambre que no se solventaba con solo pan. Dios escuchó y actuó interviniendo en su historia con alimento de liberación. La presencia transformadora de su Señor entre los israelitas hincó un hito en el corazón creyente del pueblo. Lo celebraban cada año con un banquete conmemorativo: ¡Dios nos quiere libres y sacia nuestra hambre de libertad! Dios se manifiesta como el capaz de saciar con manjares suculentos.
Pero la libertad no persevera sin lucha. Para la batalla habrá que seguir recuperando fuerzas, habrá que seguir comiendo. ¡A comer y a comer! Se emplean energías para conseguir el alimento, pretendiendo encontrar nuevas fuerzas para la vida. Luchamos para comer, si bien el alimento nos llega de uno u otro modo desde el cielo como un regalo. El interés en conseguirlo es una garantía de que nos preocupamos por vivir. ¿Y si no llega el alimento? O bien alguien está desatendiendo su vida o son otros los que atentan contra ella. Seguirá habiendo hambre en mí si la hay en otro. Mucho más aún si se da en media humanidad. Y, ¿podremos comer tranquilos si no nos sentamos todos a la misma mesa compartiendo lo que se sirva? El hambre de vida invita a la fraternidad.
Sin embargo, ni siquiera el pan de libertad y de justicia resuelve toda hambre. Aun sin pretenderlo, aspiramos a compartir mesa divina. Y, sí, hay preparado un festín para ello. El anfitrión de este banquete abre las puertas de su casa prometiendo alimento para todos. “¡A comer, a comer!” –nos invita con insistencia. Su invitación proclama la vida que recibirán todos cuando se acerquen a su banquete, Vida hasta el punto de saciar toda hambre. Cada cual tiene su asiento, cada uno su cubierto, su copa con su nombre… y el acceso, abierto para todos, precisa un extraño requisito. Exige un ejercicio de pies; de haber estado pendientes de los pies ajenos. Los pies sostienen el peso del cuerpo y lo que se cargue, permiten el contacto con el suelo y sienten la aspereza o la blandura del terreno. En ellos se yergue la vida o, si ceden, se desploma. La vida divina comienza por los pies del hombre enhiesto para adorar a su Señor. Es aquí donde se encuentra la razón de la comida para vivir, la alabanza divina y hacerlo juntos, mientras es el mismo Dios, el Omnipotente, el Altísimo, el Creador de todo el que, por medio de su Hijo nos va sirviendo a su mesa.
Esta mesa se prepara, se celebra ya anticipando la definitiva porque el Señor, servidor antiguo y nuevo, nos quiso sentar juntos con Él. Para ello detuvo sus pies que hicieron el camino de la salvación con un clavo y las manos que lavaron los pies de sus discípulos con otro clavo. Es el riesgo seguro del servicio, del amor. Cuánto tesoro en este banquete donde el mismo Señor nos invita a comer aquello que satisface toda hambre, todas las hambres, porque colma la vida en lo que es, en aquello para lo fue hecha, en lo que animada por el Espíritu, espera ser.
Is 50,4-17: El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes.
Sal 21: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Fp 2,6-11: Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre.
Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas (22,14–23,56): «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Una propuesta para el oído: escuchar como discípulo. Una oferta para la lengua: ejercitarse como aprendiz que aliente al abatido. ¿Por qué tanta preferencia de Dios por los débiles? Elige a profetas para entrenarlos en una tarea poco gratificante. Los que asienten a tu llamada han de ser instruidos sobre el escarnio y exponerse a la incomprensión y la desaprobación del pueblo, de modo especialmente hostil por parte de los que ostentan el poder. A veces, incluso, con oposición de aquellos a los que quiere alentar.
Por una parte no todos los escogidos para este servicio tan singular acogen la oferta del Señor para prepararse a ser profetas de su misericordia en estas condiciones. También durante la instrucción algunos abandonan al percibir la aspereza de lo encomendado. Y los que perseveran, ¿por qué lo hacen? ¿Qué les convenció? ¿Qué fuerza arrebatadora les sedujo para no renunciar a unirse a este vínculo con el descrédito y el fracaso? Es posible que les cautivase Cristo, el mismo Dios encarnado y escarnecido. El Profeta de profetas que sufrió desprecio hasta una muerte infame y de escarnio. Hasta allí lleva el camino que se abrió con vítores hacia el descendiente de David, el que tenía que venir, el Mesías esperado. No prevaleció la gloria, sino el ultraje y el rechazo.
Misterio de la fe, misterio de la vida trinitaria. Dios, tan enternecido por los maltratados que envía al maltrato también a su propio Hijo. Un relato cuadruplicado nos lo recuerda. La liturgia de este domingo proclama el de Lucas. No puede conocerse de memoria el relato de la Pasión del Señor, sino solo en la carne herida y necesitada de redención y salvación. La vida cristiana no encuentra en otro sitio su sentido. Comienza por la seducción del Dios hecho hombre, al que se acercará más en la medida en que lo abrace despojado y humillado. En lo menos aparente y victorioso de la carne humana, en su condición más aborrecible es donde emerge la ternura divina como germinando de lo oculto para florecer y embellecer cuanto conquista desde el amor. ¿Fue esto mismo lo que sigue enamorando a los cristianos, a los de verdad, a los que ofrecen en serio el oído y la lengua y su vida entera al servicio de Dios y de toda carne macerada y de despojo.
Todavía no acabo de entenderlo: aquello en lo que se centra la compasión divina, lo que escapa a las glorias humanas y aun a las letras cuidadas. Aquello que suscita tanta recriminación arrojada contra el cielo y que frena a tantos en su camino hacia Dios. Y sin acabar de entender a este Cristo oscurecido, fracasado, sufriente y amortajado no encuentro nada, nadie tan bello, tan capaz de cautivar, de embellecer cuanto toca, cuanto mira. Capaz de tanta esperanza para el mundo ajado por el mal, por la injusticia, tan ansioso de elevación hacia lo divino. Aquí las puertas de este misterio tan terrible y tan bello.
Is 43,16-21: “Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?
Sal 125, 1-6: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Fp 3,8-14: Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor.
Jn 8,1-11: “Yo tampoco te condeno. Anda, y en adelante no peques más.
El Dios de la Creación con poder sobre las aguas que abrió para que pasase su pueblo como no se había visto antes, el Dios de la Historia que liberó a los israelitas de Egipto de modo prodigioso, ¿dejará de causar la novedad? Quien sepa de esperanza, esperará en Él y observará que hizo redrojar y redroja el cultivo desahuciado. Anunciando el regreso de Israel de Babilonia, anuncia la nueva creación, completa al final de los tiempos. No os quedéis parados en las lágrimas, pues son anticipo de sonrisas y cantos. Porque Cristo ha muerto en la Cruz y ha perdonado todos los pecados; porque así nos ha hecho a nosotros capaces de pedirle perdón y recibirlo. Este es mayor prodigio que el de la salida de Egipto, que el de la conquista de la Tierra Prometida, que el de la vuelta del exilio, porque une todos estos momentos: liberación, salida, reconquista y regreso, en un solo acontecimiento: el perdón de los pecados, la conmiseración de la debilidad humana y la revalorización de toda carne, donde reside la imagen y semejanza divina.
Esta maravilla la rubricó Jesús para la eternidad en la Cruz. Pero aquella cruz repetía misericordia. Hasta allá nos lleva la lectura del evangelio de este domingo, hasta el retoño del perdón divino en una rama lastrada y a punto de ser tronchada. Él la cura para salvarla. Venía el Maestro del monte, donde había pasado la noche de retiro. Hablaron Padre e Hijo todo lo que dio de sí el tiempo hasta el amanecer y luego el Hijo, de madrugada, fue al templo a enseñar. Temprano escucharon la Palabra de Dios los judíos que ya visitaban el templo. Los vio el Nazareno y se puso a enseñarles. Más tarde vinieron otros judíos, escribas y fariseos, que habían madrugado también para cazar a una adúltera con la piedra de la ley. Hablaban de aplastarla con la roca como exigía la ley que manejaban. No concordaba el legislador de aquella ley con el que prometía hacer nuevas todas las cosas. ¿Dónde ofrecer la novedad a un pecador si se le ejecutaba a causa de su propio delito? Se segaba toda posibilidad de esperanza. Pretendían enseñar de leyes al que era la misma Ley de Dios. Y Dios volvió a legislar en su Hijo con la novedad que nadie se esperaba: novedad para los escribas y fariseos, al poner en evidencia su propio pecado (condición necesaria para que cualquier pueda ejercer la misericordia); novedad para la mujer, que quedaba toda renovada con un perdón imprevisto (tan inmerecido quizás desde su perspectiva, como querido desde la de Dios); novedad para los presentes, que aprendieron tanto de la misericordia divina y de la miseria humana. El Dios creador recreó; el Dios liberador liberó; el Dios sorprendente sorprendió al amanecer con el nuevo día de aquella mujer de la que no sabemos su nombre, sino solo algo de su pecado y más de la misericordia recibida y acogida.
Jos 5,9a.10-12: Y desde ese día en que comenzaron a comer de los productos de la tierra, cesó el maná.
Sal 33: Gustad y ved qué bueno es el Señor.
2Co 5,17-21: Ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación.
Lc 15, 1-3.11-32: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”.
¿Invitarías a comer a un condenado por corrupción, a un toxicómano, a un borracho, a un pederasta…? Ciertamente yo no sé qué haría si se diera la ocasión, pero sí que sé lo que hizo Jesús por los que dijeron aquellos que no invitarían jamás a ninguna de las anteriores personas: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”. Es probable que el Nazareno no solo se dejase invitar por ellos, sino que también fuese Él mismo el anfitrión. Y comer era un auténtico momento religioso para los judíos, uno de los lugares menos oportunos para acercarse a la gente menos oportuna. Las manchas hay que evitarlas mejor que limpiarlas. Jesucristo se dejó manchar por acercarse a la pringue de quienes incumplían la ley mosaica ofreciéndonos otra realidad de pureza diferente a la ritual judía.
La parábola del padre misericordioso tiene una enjundia inagotable. Parece no resultar extraña una nítida distinción entre lo precioso de la historia y su práctica imposibilidad de realización. Cierto tipo de equidad o justicia ofrece unos reparos casi naturales a la resolución de la situación. Sorprende la falta de equilibrio y proporción hasta aparecer una especie de agravio entre los hijos, y, aún peor, una omisión de justicia con respecto al padre. No son pocos los elementos que cabrían esperar y son obviados: un arrepentimiento suficiente del hijo, una penitencia proporcional a la falta cometida, algún tipo de retribución hacia el padre y una compensación al hijo mayor como reconocimiento de su fidelidad. Todo ello queda olvidado, porque el absoluto protagonismo lo tiene la alegría paterna por el hijo recuperado. No minimiza la importancia del mal cometido: el padre habla de pérdida y de muerte, sino que supone tanta tristeza y tanto daño por observar cómo el hijo malogrado quiere recuperar su dignidad, que el perdón es una consecuencia de esa gozosa recuperación. Sin duda el padre antepone el bien del hijo a todos los supuestos resarcimientos en nombre de la justicia. La justicia para él es la vida de sus hijos que, en clave filial, no puede realizarse sin el vínculo con el padre y con los hermanos. Varias veces le recuerda al mayor de sus hijos la palabra “hermano” a la que conscientemente renuncia cuando nombra al menor como “ese hijo tuyo”.
El ejercicio del contenido parabólico queda para quienes han sufrido el desagarro de vidas muy amadas voluntariamente destrozadas por decisiones terriblemente dañinas. El bien del hijo se supedita al deseo de resarcimiento de la afrenta y el dolor. Hace falta acercarse mucho a la paternidad de Dios, hace falta amar mucho, para una sana alegría sobre lo que sucede aquí y su práctica o, al menos, el intento.
Esta es la alegría exquisita que nos ofrece este domingo que anticipa en la distancia, pequeña ya, la novedad purificadora de la Pascua. Lo que purifica es el amor sin límites de Cristo entregado para recuperarnos, para nuestra vida, hasta el punto de querernos consigo en la gloria de la Resurrección. ¿No es suficiente motivo para alegrarse? Habiendo sido hechos, lo explicitaba san Pablo en su Segunda Carta a los Corintios, mensajeros de la reconciliación, hemos de buscar esta alegría y alegrar a los demás con un perdón al modo del Padre celestial que realmente transforme nuestra realidad. Más motivos aún para la alegría y para hacer hueco a nuestra mesa a los predilectos de Dios para los que Él insiste continuamente ofreciéndoles (ofreciéndonos) vida.