Dt 30,10-14: Escucha la voz del Señor tu Dios.
Sal 68,14.17.30-37: Humildes, buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón.
Col 1,15-20: Todo fue creado por Él y para Él.
Lc 10,25-37: ¿Quién es mi prójimo?
A la letra se llega por el ojo o el oído. Un corazón interesado en saber dispondrá vista y oído para hacerse con muchas letras o, por lo menos, con las más importantes. Moisés exhortaba al pueblo pidiéndole que prestase atención a la letra del Señor, a la Ley, a su Palabra dada para la amistad con el pueblo. Indicaba que esta Palabra no era inalcanzable, sino que se encontraba en el propio corazón y debía emerger a los labios para ser compartida. No está bien quedarse para uno los regalos de todos, hay que hacer vida lo que dice el Señor que nos ha hecho regalo para los demás, y lo seremos en la medida en que escuchemos y cumplamos. Habrá que escuchar mucho para que el corazón se enternezca con la Palabra y asuma con esta sensibilidad divina cada acontecimiento al que hay que hacer frente.
Jesús volvió a decir lo que ya estaba dicho facilitando el acercamiento a la Palabra de Dios. Y lo dijo con color de parábola. Un entendido de la Palabra de Dios, un letrado, le preguntaba al Maestro sobre lo más importante: llegar a la herencia de la vida eterna, es decir, cumplir con la misión encomendada personalmente por Dios y recibir de Él el premio de la felicidad para siempre. El Maestro le remitió a la Palabra, pero el letrado le hizo entender que no llegaba a descubrir la concreción de uno de los elementos esenciales para ser obediente (escuchante) de Dios: ¿Quién es el prójimo? Un caso concreto, al modo de un cuento inventado, facilitaba la respuesta: prójimo es todo aquel que necesita ayuda y a quien podemos, dentro de nuestras posibilidades, proporcionársela. Tres personajes vieron al hombre prójimo con necesidad y solo uno de ellos se conmovió. De los dos primeros se esperaba una reacción de compasión por el hombre malherido, porque eran personas que tendrían que estar acostumbradas a escuchar y leer la Palabra de Dios. Pero pareció que su corazón no había sido afectado realmente por ella. De quien menos cabría aguardar una reacción positiva, un samaritano, obtenemos, sin embargo, el desenlace más acorde a la Palabra de Dios.
La causa para la impermeabilidad a la Palabra es el propio ego. Podríamos sospechar que los dos primeros que vieron ante sí al hombre consideraron más importante sus propias cosas que la asistencia del desgraciado: incurrirían en impureza al tocar la sangre o al entrar en contacto con un cuerpo del que no sabían si estaba vivo. Una lectura y escucha parcial de la Palabra es dañina. La puesta en práctica de lo que Dios dice, que exige una lectura de lo que va pasando en nuestro corazón, nos pone en situación de llevar a cabo lo escuchado en la vida real donde lo que prima no han de ser las molestias que me vayan a causar las atenciones a tal prójimo, sino lo que necesita y lo que le va a pasar a él si no lo atiendo. La actitud del samaritano podría entenderse como excesiva, pero corresponde a quien verdaderamente ha aprendido a leer en el corazón el mensaje de Dios, que pide exceso en amor para los más necesitados de ello.
El capítulo 25 del evangelista san Mateo exponer con elocuente claridad la identificación de Jesucristo con todo prójimo necesitado. Este vínculo puede colegirse también del himno de Colosenses de este domingo. Todo ha sido creado por Cristo y por su sangre han sido reconciliados todos los seres. Él aparece como hombre apaleado y buen samaritano, el que recibe el mal y que el implica su vida, dándola, para sanar. Las personas maltratadas visibilizan con actualidad la tragedia de la cruz y, al mismo tiempo, ofrecen la actualización en cada creyente del amor de Jesucristo en ellos, en sus heridas, en su precariedad. Antes y durante ha de acompañar la escucha atenta de la Palabra de Dios, que hemos de hacer nuestra para que sea Maestra de nuestro actuar, de nuestro compromiso como hijos de Dios y hermanos de todo hombre.
Is 66,10-14: Se manifestará a sus siervos la mano del Señor.
Sal 65: Aclamad al Señor, tierra entera.
Gal 6,14-18: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
Lc 10,1-12. 17-20: “¡Poneos en camino!”
La vida del recluso puede ofrecer más ventajas de lo que parece. Por lo pronto se le preserva de todas las amenazas del exterior y no tiene que preocuparse con lo que sucederá mañana pues cabe poco en su jornada para la sorpresa. Desde el lugar donde vive y realiza su actividad hasta las relaciones con los demás (si no está asilado) le ofrecen la seguridad de lo ya conocido. El único inconveniente o el más notable es la falta de libertad de movimiento sea impuesto por otros o por uno mismo. Pero, puestos a analizar la situación: ¿libertad de movimiento para qué? Si uno ha conseguido una suficiente calidad de vida donde está, ¿a qué viene el interés por la salida? Acaso por la curiosidad por otros lugares y gentes. En ese caso basta con llevar la clausura consigo para que estas novedades controladas, como escapadas esporádicas, le afecten en lo estructural lo mínimo. Aun con muchos viajes se puede conservar la vida de reclusión en el mundo particular y propio.
El afán de Jesucristo por enviar nos advierte de una realidad previa: Él mismo fue enviado con anterioridad por el Padre. Dios asumió riesgos. Si bien lo suyo no era una reclusión, pues no hay mayor apertura y libertad que en la vida trinitaria, salió del ámbito de lo eterno y se estableció en lo finito. Lo hizo sin nada que ganar ni que perder para sí y todo que conseguir para el ser humano. Esta es una de las razones más interesantes para la salida: “ser para los demás” o la “donación de sí mismo”. Lo que Cristo nos trajo era pura vida divina: enriquecido en su relación con el Padre en el Espíritu podía llenar de riquezas a quienes tendiesen sus manos para recibir. De ellas habían tomado a su vez sus discípulos, sin que aún se les hubiese entregado lo más valioso, que llegaría tras la muerte y resurrección del Maestro y el envío del Espíritu Santo. Pero Jesús no esperó a la plenitud para enviar, sino a que hubiesen recibido lo suficiente para poder ofrecer a otros. Los orígenes de la Iglesia tienen acuñado este movimiento imprescindible de salida para llevar a su Señor. Y llevarlo a las casas, a los espacios personales de los demás, en ocasiones también lugares de reclusión condenados a reeditar diariamente la pobreza propia por su cerrazón al Espíritu de Dios que llega de tantos sitios, que espera en tantos acontecimientos.
El desastre del destierro de los israelitas fue vivido como un acontecimiento trágico, pero que causó apertura a una nueva relación con Dios. Les ayudó la relectura de los acontecimientos desde su fe. El desastre impidió el enquistamiento de una religiosidad cada vez más deteriorada y menos eficaz. Conmovió hasta hacerles plantear la veracidad de su fe. El vértigo de la cruz, escándalo para los judíos, le descubrió a Pablo el lugar de la apertura máxima, donde confluyen lo humano y lo divino: la pobreza más radical del hombre que se da y es despojado y la intervención más entrañable de Dios que libera y eleva salvando a su criatura en su indigencia. No encontraba mejores motivos Pablo para gloriarse, para enorgullecerse de su fe. Habiendo dato todo, todo y más se recibirá de manos de Dios.
Los peligros de toda salida constituyen los riesgos necesarios de la vida en ese movimiento que no es opcional, sino imprescindible. El Evangelio lo exige, toda existencia humana lo implica como un reclamo genético. Allí envía Dios y allí nos está esperando mientras vamos enriqueciendo a los que nos encontramos en este camino emprendido con lo que tomamos de Él.
1Re 19,16b.19-21: Se levantó, marchó tras Elías y se puso a sus órdenes.
Sal 15,1-11: Tú, Señor, eres el lote de mi heredad.
Ga 5,1.13-18: Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado… Vuestra vocación es la libertad.
Lc 9,51-62: El que echa la mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios.
Nos plantamos en este Domingo XIII del Tiempo Ordinario despejado de solemnidades con una clara interpelación al seguimiento. El recorrido litúrgico que nos ha traído comenzaba con año nuevo cristiano en Adviento. Allí refrescábamos la memoria de la espera de la venida de Jesucristo y preparábamos su la conmemoración de su encarnación en su nacimiento en Belén y su manifestación a todos los pueblos como el Salvador de la humanidad. Esto lo celebramos en Navidad. Después iniciamos el tiempo cotidiano durante algunas semanas para vivir en lo cotidiano la realidad de la victoria de Cristo. Poco después emprendimos la Cuaresma, como especial itinerario de penitencia y conversión para disponernos a celebración la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Con la Vigilia Pascual abrimos el tiempo radiante de la Pascua fuertemente concienciados de que el Jesucristo el que tiene la victoria sobre el pecado y la muerte. A los cuarenta días celebrábamos su Ascensión al cielo y la promesa del Espíritu Santo, cuyo envío festejábamos al término de la cincuentena pascual en Pentecostés. Su Iglesia, cada uno de nosotros, hemos quedado capacitados para la misión que Dios nos encomiende para la renovación de los deterioros y las lesiones de este mundo y su transfiguración hacia la gloria. El domingo siguiente la liturgia nos ofrecía la fiesta de la Santísima Trinidad, de la revelación de las entrañas divinas, aquel que existe desde siempre en relación de amor del Padre hacia el Hijo en el Espíritu Santo, y en la cual se injerta el proyecto de la creación y la salvación humana. El pasado domingo contemplábamos a Cristo eucaristizado, la creación transfigurada en el Cuerpo de Cristo, en las primicias de la gloria definitiva.
Y tras toda esta trayectoria hoy se nos propone el seguimiento. Podría exponerse de esta manera: una vez visto todo este itinerario del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, ¿te animas a seguirlo? ¿Hasta encontrado algo mejor? O, aún con más contundencia, sencillamente con una petición de Cristo: “Venga, ven, sígueme” como dado por descontando que no ha no hemos encontrado nada de tal envergadura, de tal belleza.
La prontitud con que Eliseo siguió a Elías -y era solo un profeta- da que pensar. Es posible que Elías tuviese un gran poder de convicción y que Eliseo estuviese especialmente receptivo o que esperase desde hacía tiempo algo así. El hecho es que dejó su trabajo y su familia y su tierra y se convirtió en discípulo del gran profeta, es decir, en discípulo de Dios. Lo que Pablo alega para el seguimiento de Jesucristo es que libera. Él mismo había experimentado esta liberación para la cual nos creó Dios, y la libertad lleva a una vida entregada a este Dios en los demás, a los cuales solo les conviene el nombre de “hermanos”.
Y el seguimiento del Señor no es para el castigo o la condenación de quienes no quieren seguirlo, como pretendían Santiago y Juan (unos de los más cercanos) al no ser acogidos por los samaritanos. Tampoco se pueden anteponer otros intereses que lo condicionen. La libertad que ofrece supone asumir riesgos, el riesgo de una vida que se deja atrapar por el Señor y se ofrece a Él en una entrega que se renueva día a día y que diariamente ha de afrontar nuevos retos para confirmar y dejar que el Espíritu robustezca la elección para la libertad.
Gn 14,18-20: Melquisedec, rey de Salén, sacerdote del Dios altísimo, sacó pan y vino y bendijo a Abran.
Sal 109,1.2.3.4: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.
1Co 11,23-27: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido.
Lc 9,11b-17: Comieron todos y se saciaron.
Los problemas son fuente de preocupaciones y malestar, aunque también de soluciones y avance. Una respuesta adecuada a una realidad problemática permite el progreso y queda como ejemplo (como jurisprudencia) para ocasiones similares posteriores.
La comunidad cristiana de Corinto se enmarañaba de cuando en cuando, quizás más que las otras comunidades, en situaciones que requerían una intervención resolutiva. Su padre en la fe, Pablo de Tarso, salía al paso proporcionando palabras exhortativas e incluso su propia presencia entre ellos para alentarlos y esclarecer las cosas. Cuando falta claridad, hay que iluminar con Cristo. Las dos cartas a los corintios son los dos documentos que nos dejan constancia del bullicio de esta comunidad tan singular; y, ofreciendo elementos para superar ciertas marañas de confusión, estas epístolas nos han dejado testimonios preciosos sobre la celebración de la Eucaristía en las primeras comunidades cristianas.
El caso es que en la comunidad de Corinto celebraban un banquete previo a la fracción del pan o cena del Señor, que entendemos que sería la celebración eucarística. En aquellas comidas se daba la circunstancia de que los ricos se hartaban con lo que traían, mientras que los pobres se quedaban arrinconados y hambrientos. Pablo llama la atención sobre ello para denunciarlo como ajeno a la fraternidad cristiana y a la Cena del Señor. Lo escribe unos veinticinco años después de la muerte y resurrección de Jesús, y deja constancia de que ya tenía lugar una liturgia, cuya celebración él había recibido de otros precursores (la comunidad apostólica o discípulos directos de Jesús) y que tenía su origen en el mismo Cristo. Atestigua, por tanto, una tradición de celebración ininterrumpida que parte del mismo Jesús, vinculada a las palabras de la cena de despedida con sus discípulos y que tiene que ver con la misma pasión y muerte del Señor y la fraternidad cristiana.
¿Reconocería Pablo en nuestras celebraciones aquellas de las cuales nos deja constancia? También se escucha la Palabra del Señor, también se comparte el pan y el vino. Y también se celebra entre problemas de la comunidad cristiana que atentan contra la comunión y la fraternidad. ¿Seguirá siendo unión al sacrificio de Cristo, recepción del don de su vida y banquete comunitario? No son pocos los motivos que nos da la situación vital de las comunidades cristianas actuales para interpelar sobre sus carencias y resistencias a la instauración del Reino de Dios. Cuando se oscurece el sentido de la Eucaristía, la vida cristiana se deteriora y necesita del testigo del Señor que exhorte con valentía para reavivar aquella tradición que procede de Jesucristo y que hemos recibido.
Son urgentes nuevas soluciones a problemas viejos, motivos renovados para la unidad con el Señor y la fraternidad, cuando tantos atentados son provocados contra los hermanos, cuando tanto descuido en la relación con Dios, cuando tanto desconocimiento de la encarnación de Cristo y su entrega en la Cruz. Necesitamos quienes vivan con pasión la Eucaristía para que nos apasionen a nosotros y nos hagan vibrar como el que es testigo de un acontecimiento extraordinario.
Mientras, Jesús el Señor se nos sigue quedando tan sutil y delicado en este Pan de vida que anticipa el Reino definitivo y se da como alimento para vivir nuestra relación con Dios y con la fraternidad. La Eucaristía es fuente de soluciones para los problemas y conflictos actuales.
Prov 8,22-31: El Señor me creó al principio de sus tareas.
Sal 8,4-9: ¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Rm 5,1-5: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.
Jn 16,12-15: El Espíritu Santo me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará.
Con unos instantes que nos detengamos ante cualquiera de los elementos de la naturaleza para observarlo con, al menos, cierta sensibilidad, fácilmente nos cautivará y quedaremos asombrados. Más aún si, en medio de un espacio natural, sencillamente contemplamos cuanto nos rodea. Sin dificultad surgirá la pregunta: ¿De dónde viene esto? Y a esta pregunta antecede la experiencia de una sensación interna de paz, de alegría, de sentirte envuelto en algo bello a lo cual perteneces, que puedes observar y valorar. La naturaleza conmueve.
Y, dentro de ella, es maravilloso, ante todo, el ser que contempla, el hombre. Él es la delicia de la Sabiduría de Dios. Este nombre de Sabiduría, asociado a la divinidad, que aparece reiteradas veces en el libro de Proverbios, como en este domingo, la tradición cristiana lo identificó como una de las designaciones de Jesucristo. Por Él, que había sido engendrado antes de las criaturas, ha sido todo creado, al modo como si fuera su arquitecto que diseña todo y el Padre el jefe y propietario de la obra. El Espíritu Santo sería el constructor. ¡Cómo no entusiasmarse al contemplar al hombre! Y cómo no estremecerse al experimentar el perdón de los pecados como un acontecimiento cierto y eficaz.
Pero, todavía más, qué grande conocer que esta Sabiduría divina, el mismo Hijo de Dios, ha tomado la condición humana y ha muerto en la cruz para que tengamos vida. Para ello nos ha dado a conocer quién es el Padre y que hay un Espíritu Santo. Por Él, por su predicación, por su muerte y resurrección, y por el envío del Espíritu Santo, podemos decir que Dios no es solitario, sino comunidad, relación entre personas, familia, en una conversación eterna donde se causa eternamente un amor sin medida e incondicional capaz de que surja la vida más allá de Dios, capaz del amor más asombroso en el sacrificio del Hijo humanado.
Los secretos de esta familia nos los reveló Él, el Hijo, pero no de tal forma que todo quedase claro. No éramos capaces de asimilar tanta grandeza, tanta belleza, tanto misterio. Era necesario caminar indagando en el mensaje de Jesucristo para aproximarnos cada vez más a esclarecer paulatinamente para nuestros ojos y nuestro entendimiento la luz divina en la relación del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Y con anterioridad a claridad para la inteligencia humana, aun sin explicitarlo conceptualmente, vivimos y gozamos de esta Trinidad en la vida espiritual en las celebraciones litúrgicas y en cada acto humano afrontado desde Dios. Las palabras resbalan por su limitación, el entendimiento se queda escaso, pero el corazón es capaz de sentir las huellas de su Creador, la caricia de su Salvador y la fuerza del que Da vida. Mientras deseamos que todos nuestros sentidos y capacidades perciban la presencia de Dios Trinidad en nuestra existencia y la gocen.
Hch 2,1-11: Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas.
Sal 103: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
1Co 12,3b-7.12-13: Nadie puede decir: «Jesús es Señor», sino por el Espíritu Santo.
Jn 20,19-23: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Quien promete contrae una deuda. Jesús quedó endeudado con una promesa hecha a sus discípulos y cumplió con lo prometido. Tantas cosas anunciadas durante su vida: la relación con Dios como Padre, la instauración del Reino de los cielos, la elevación de los pequeños y el abajamiento de los soberbios y poderosos, consuelo para los indefensos y justicia sobre la tierra, habían de resolverse en el envío del Espíritu Santo. ¿Se quedó corto al suscitar tantas expectativas y conceder solo este Espíritu?
En cierto modo podría decirse que sí: se quedó corto para que nosotros alargásemos. La vida de Jesucristo en la carne es un éxito del Espíritu Santo. La unión del Padre y del Hijo desde la eternidad está obrada por el Espíritu Santo. La humanidad de Cristo recibió la gloria en la Resurrección gracias al Espíritu y toda carne humana habrá de recibir la misma gloria por la acción del Espíritu. Dios no exime de responsabilidades; el Espíritu Santo es la garantía del protagonismo humano en la Salvación de la mano de Dios, en una cooperación bilateral, mejor aún, en un estado fraterno-filial.
El envío del Espíritu está asociado al día de Pentecostés en los Hechos de Lucas y a las apariciones del resucitado en Juan. En este evangelio, donde Jesús se presenta con saludo de paz, se vincula la concesión del Espíritu Santo con el poder de perdonar los pecados y retenerlos. Este poder que los judíos atribuían solo a Dios, y así es, muestra que este Espíritu produce divinización en los hombres. Los capacita con atribuciones divinas; una auténtica revolución humana: quedamos habilitados para la renovación personal y, desde ahí, para la transformación de toda estructura humana. No es intranscendente que el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, aparezca con el perdón. El que causó la resurrección de Cristo de entre los muertos, puede curar toda herida y nos habilita para dejarnos curar. La oposición a este perdón posibilitado por el Espíritu es fuente de guerras, agresiones, rencores, resentimientos, conflictos…
En el Libro de los Hechos el Espíritu se hace presente con una fuerza luminosa y capaz de hacer prender el mundo entero, representado en las llamaradas de fuego. Y aquella primera comunidad cristiana, la Iglesia naciente, es habilitada también para la misión, para que nadie quede sin conocer a Jesucristo. Las disensiones originadas en Babel por la confusión de idiomas cuando el hombre quiso llegar hasta el cielo sin Dios, es superada por una pluralidad de procedencias y lenguas que dejan de ser una barrera o un medio de división y se convierten en vehículo para la alabanza divina, inteligible para los buscadores de Dios. El rechazo del Espíritu produce rencor y división; su aceptación, perdón y unidad en el Señor.
Todo esto ha quedado encomendado a la Iglesia. El nuevo Pueblo de Dios no puede renunciar a estas dos tareas vitales para la renovación del universo. Como instrumento de salvación, ha de preocuparse porque nadie desconozca que Jesucristo es Señor, Hijo del Padre, y celebrar el misterio de la muerte y resurrección de Cristo en los sacramentos, y custodiar y explicar su Palabra, y acercarse con esmero a quienes sufren y denunciar las injusticias. A ella convergen razas, pueblos, naciones, edades… porque en ella ha comenzado ya la nueva humanidad, la humanidad divinizada, la victoria de la Resurrección y la misericordia.
Lo que prometió Cristo, nos lo ha dado. En el Bautismo hicimos también promesas que hemos ido incumpliendo. Que el Dios no deje de enviarnos su Espíritu para que no deje de renovarnos e iluminarnos.