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En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo C

SOLEMNIDAD DE LA SAGRADA FAMILIA (ciclo C). Domingo 30 de diciembre de 2018

1S 1,20-28: El Señor me ha concedido mi petición. Por eso lo cedo al Señor de por vida, para que sea suyo.

Sal 83,2-10: Dichosos los que viven en tu casa, Señor.

1Jn 3,1-2.21-24: Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios.

Lc 2,41-52: Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.

María y José fueron sorprendidos por el Niño Dios en sus albores. Ella cuando el anuncio del ángel Gabriel, él al encontrarse con el embarazo imprevisto de María, su esposa, y cuando con ángel se le esclareció la situación. No solo se vieron sorprendidos, sino que se dejaron sorprender; es decir, permitieron que el Altísimo les suministrara una novedad inesperada y la aceptaron desde la confianza en Dios. Tal vez esta debería ser una de las actitudes requeridas para los padres que acogen al hijo por venir y al que ya ha llegado: la capacidad para dejarse sorprender.

            Esta intervención divina imprevista puede provocar de primeras admiración o susto. Resulta curioso que en los relatos de Lucas y de Mateo sobre los acontecimientos en torno al nacimiento del Salvador, la admiración es más próxima a las mujeres y el susto a los hombres. Quizás no sea una máxima, pero la mujer parece tener una predisposición más providencial en cuanto a la vida que llega sorprendiendo y el hombre, más programático, parece también más práctico (al modo como él entiende la practicidad).

            La capacidad de sorpresa referida proporciona una apertura que evita una sentencia rematadamente humana a lo que no ha dejar de entenderse como un regalo de Dios. Con otras palabras, la vida no es un derecho sino un don, una ofrenda solo merecida en la medida en que Dios quiere libremente que la merezcamos: pura y libérrima gracia. La respuesta consecuente es cuidar con un especial esmero este regalo personal y proteger cuidadosamente también toda otra vida, que no deja, por supuesto, de ser dádiva divina. La obligación más acuciante y cuidada ha de ser sobre la propia vida. Unida a esta sin solución de continuidad, la acogida y promoción de toda vida  que de algún modo pueda recibir algo de nosotros, desde la más cercana hasta la más distante (dentro de las posibilidades sensatas).

            La institución privilegiada para ello es la familia. En sentido estricto es la unidad matrimonial con los hijos (cuando los hay) como núcleo primero y que puede estar ampliada con otros miembros como abuelos, tíos, primos… en una comunidad más amplia. En un sentido más amplio puede comprender a todo grupo humano con unos vínculos que exigen un compromiso de acogida, protección y promoción especial, aunque no se comparta la genética. De ahí que la Iglesia tenga también el cuño familiar y la palabra hermano para referirse al cristiano no sea simplemente de ocurrencia (de hecho “fraternidad” fue un modo usual para apelar a la Iglesia en las antiguas comunidades).

            Hablando del núcleo familiar estricto: madre, padre e hijos, cada uno de sus miembros tiene el deber de este cuidado por la vida y por la vida eterna. Así, por ejemplo, los padres son cauces para la vida al engendrar a los hijos, y cauces para la vida eterna en su educación en valores y en la relación con Dios. En muchos sentidos no es fácil deslindar uno y otro ámbito pues están fuertemente imbricados. Pero esta responsabilidad no es solo de los padres hacia los hijos, sino también de los hijos hacia los padres, y no siempre se tiene en cuenta. Son abundantes los casos en los que, por ejemplo, ese deber sobre la educación espiritual de los hijos (sentido como deber con intensidades muy dispares por unos y por otros) urge a los padres a un interés por la materia de lo que se les ofrece a sus hijos en los sacramentos, la catequesis y en las mismas preguntas sobre Dios que se hacen los niños y les expresan a sus padres. La capacidad para la sorpresa, tan receptiva en los pequeños, no ha de terminar nunca en los padres si quieren ejercer una paternidad responsable y cristiana. Esto posibilita seguir el rastro de Dios y no cerrarse totalmente a la propia carne ni dar por definitivo ningún estado.

De este modo aprendieron María y José, conducidos al templo siguiendo con preocupación las huellas de su hijo. No entendieron, pero se dejaron sorprender (esta vez ambos con susto) y, antes de presentar un veredicto a lo ocurrido, dejaron que fuese Dios el que fuera aclarando. Aquella vida divina hecha humana de su hijo Jesús les desbordaba hasta no llegar a comprender y, al mismo tiempo, les enseñaba el misterio del Señor hacia una fe de más hondura. 

DOMINGO IV DE ADVIENTO (ciclo C). 23 de diciembre de 2018

Miq 5,1-4: Él mismo será la paz.

Sal 79: Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.

Heb 5,10-15: Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo.

Lc 1,39-45: “¡Bendita tú entre las mujeres!”

 

Salió María de su casa hacia la montaña como con prisas para recorrer un camino de varias jornadas hasta el sur de Palestina y visitar a Isabel y Zacarías. La escena que nos ofrece el evangelio de este domingo cuarto de Adviento es conocida tradicionalmente como la “Visitación de María a su prima Isabel”. Salió María sin haber previsto y pasó un tiempo fuera de su casa. Esto tienen las visitas, que se ha de dejar la casa propia para morar en la de otro.

            Allí se presentó María, parece que sin aviso previo. Un poco al modo de Dios, que sin notificarlo envió a un mensajero a Nazaret “a la casa de una virgen desposada con un hombre llamado José, ella se llamaba María”. En realidad sí que había avisado mucho antes por boca de sus profetas, por Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel… Miqueas (que anunciaba un rey luminoso y de paz). Ya nos visitaba de antiguo con su palabra en tanto mensajero. Y anunció que nos visitaría con un Mesías. Los orientales son mucho de visitas, lo viven con gran normalidad. Así el hogar se extiende por tantos lugares como permite la hospitalidad. Más fácil entre la familia. A Dios le negaron hospedaje incluso entre los de su pueblo. Pero María aguardaba la promesa de Dios y acogió alegre aquella misteriosa presencia de Dios mismo en su carne, la humana y la de María.

            Si tan visitada había sido por Dios la joven nazarena, mejor quedarse en contemplación y espera prudente de aquel visitante en gestación. Sin embargo, no se quedó. Cumpliría tal vez con leyes sagradas del parentesco o del afecto: visitó llevando asistencia a su prima en su embarazo, visitó llevando su afecto y compañía, visitó para compartir la felicitación de la familia y expresar su alegría por la visita que Dios Santo les había hecho en su ancianidad. Todo esto lo acarrea el acudir desde tu casa propia a la de otros, se vierte lo de un hogar hacia el otro.

Pero, sobre todo, visitó porque Dios había visitado a su pueblo con redención y salvador, aún más con un Redentor y un Salvador. Lo que llevó María a casa de Zacarías era la presencia de Dios en su vida, el motivo más sublime por el que visitar a alguien, la noticia más gozosa para compartir. María e Isabel compartieron mutuamente la visita que el Señor les había hecho a ambas, se alegraron con gran gozo; en sus pequeñas casitas Dios visitaba al universo con precursor y Salvador, con mensajero y Señor, con el mayor nacido de mujer y el Primogénito de toda la creación.

 A pocos días de celebrar la visita del Altísimo a la humanidad en la misma carne humana, nos preguntamos si somos “teóforos”, portadores de Dios; si hemos hospedado a Dios y salimos de visita fuera de nuestra casa y habitados por Dios dando testimonio de Quién nos ha visitado y cómo lo ha hecho. Cómo mora el Señor en nuestro mundo desde nuestras limitadas moradas y cuánta alegría nos trae con ello. 

DOMINGO III DE ADVIENTO (ciclo C). 23 de diciembre de 2018

 

Sof 3,14-18a: El Señor te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo.

Is 12,2-6: Gritad jubilosos: “Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel”.

Fp 4,4-7: Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos.

Lc 3,10-18: «¿Entonces, qué debemos hacer?»

Algo había que decirles a los judíos. El pueblo de Judá cuyo corazón se encontraba en Jerusalén capital del Reino y recinto del templo se había destemplado en su fidelidad a Dios. Vivía en cierto sincretismo religioso con un culto a diversos dioses, la despreocupación por lo religioso más allá de este culto dispar había multiplicado las injusticias, acrecentado el materialismo, las autoridades abusaban de su poder y abundaban las agresiones contra el pueblo de Dios por parte de potencias extranjeras. Dios les habló por boca de Sofonías, su profeta, discípulo de Isaías. Y Dios hizo también por medio de Josías, uno de los mejores reyes del reino de Judá que inició una profunda reforma política y religiosa.

            Entre otras cosas que Dios les dijo por Sofonías se encuentra esta exhortación a la alegría. Habían de recuperar su regocijo, porque Dios reina en medio de ellos y dispersa todo aquello que les puede hacer incurrir en tristeza. Él trae suficientes razones para la alegría, porque ama a Israel y se alegra y goza con su pueblo. Esta reprensión consistía en mostrar que Dios ofrece aquello por lo que merece alegrarse, mientras que lo prometido por otras actitudes ante la vida, eximiendo al único Dios, no acarrean más que vacuidades y amargura: realmente no causan alegría.

            Examinando las causas más habituales para la alegría de mayor entidad, se podría decir que tiene que ver con las relaciones con los demás. Expresado en negativo: el niño lo pasa mal cuando se ve solo y sin sus padres, el adolescente cuando se le priva de los cauces para la comunicación con sus iguales, el adulto derrama las lágrimas más sentidas cuando fallece la persona amada o cuando vive olvidado y obviado por su entorno. Son las otras personas las presencias necesarias para una vida de alegría, alguien que nos acoja, para quien somos importantes y que cuenta con nosotros. La alegría a la que se nos llama en este domingo tiene que ver con las relaciones entre personas.

            Aunque ninguna relación humana puede resolver por completo los motivos para la alegría, esta sigue siendo cuestión de relación. Sofonías anunciaba al Señor como nuevo rey que superaría a los demás en gobierno para el bien de los súbditos. Sostenía la esperanza y la alegría del pueblo en la presencia de su Dios en medio de ellos. La relación con Dios, por tanto, es la que consigue esa alegría consistente e imperecedera. Los cristianos de Filipo se ven abordados por san Pablo en este sentido, pidiéndoles que estén alegres por el Señor, que está cerca. Su alegría ha de ser contagio de alegría para los otros. Es el mismo Jesucristo al que anuncia Juan el Bautista. Los que se acercan a él para pedirle consejo se encuentran con una respuesta que atañe a las relaciones sociales y miran a una actitud de respeto, cuidado y generosidad hacia los demás. Primeramente de forma general, luego por parte de dos grupos de profesionales: publicanos y soldados, oficios que atañían a dos ámbitos donde era fácil la desconsideración hacia el otro: en el cobro indebido y en el abuso de poder. Juan no les pide radicalidad, sino un cumplimiento honesto de sus obligaciones, que podríamos decir que hay que entender como servicio. Y termina anunciando a uno más fuerte que él, que viene con un bautismo de Espíritu Santo y fuego, al mismo Señor Jesucristo, que exigirá el fruto debido y desdeñará la paja inservible que se lleva el viento a poco que sople. De Él viene toda posibilidad de alegría real y presente; también la plena futura cuando vuelva. Toda alegría y tristeza ha de integrase dentro de la estructura fundamental de alegría por la venida del Salvador, que ha visitado, redimido y salvado a su pueblo. Tal vez no muy distantes de la situación de fondo que vivió el pueblo judío en tiempos de Sofonías, seguimos empecinados en sostener lo que no trae la verdadera alegría y Dios sigue llamando a la conversión a alegrarnos en Él con gozo inefable, de calidad acreditada por tantos santos en tantas épocas. 

DOMINGO II DE ADVIENTO (ciclo C). 9 de diciembre de 2018

 

Ba 5,1-9: Vístete las galas perpetuas de la gloria que Dios te concede.

Sal 125: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Fp 1,4-11: el que ha inaugurado entre vosotros esta buena la obra, la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús.

Lc 3,1-6: Toda carne verá la salvación de Dios.

 

Antes de él ya estaba el desierto y su silencio. No invitaba mucho a la hospitalidad, aunque tampoco rechazaba a quien se acercase a él para morada; eso sí, tendría que hacerse a sus condiciones (temperaturas extremas, escasez de agua, limitación de vida, austeridad absoluta…). Llegó Juan con propósito de hogar. No era el único; otros más habían salido de las ciudades hacia el desierto buscando soledad, paz y un ámbito donde poder vivir a su modo sin distracciones. El modo solía ser de radicalidad. El silencio del desierto de Judea tuvo que acostumbrarse a voces nuevas, aunque no desentonaban en el entorno. También la sequedad suprema viene a ser despejada por una hilera de agua que atraviesa el terreno de norte a sur. El Jordán alivia la rigidez de aquel yermo y provoca vegetación en una y otro orilla, pero no más.

El desierto ofrece más de lo que aparenta. Seduce quizás a quienes se sienten un poco desierto. Sus restricciones son tan contundentes que no se plantea la negociación: si lo quieres debes asumirlo con sus condiciones y fronteras. Tan radical que espanta a los muchos; pero siempre existirán los pocos a quienes les haga reflexionar e incluso provoque su transformación. Juan el desértico que había sacado provecho a la tierra inhóspita, aprovechó el agua del Jordán para hablar de esperanza y preparar al Esperado. Todo ello en el silencio del desierto, al que él puso voz, mientras anunciaba la llegada de la Palabra.

                También el silencio puede ser cómplice de la mentira. A la conciencia se le puede comprar con silencio, y a la memoria. Ambas caminan de la mano y se ayudan y se necesitan. La memoria aporta el contenido, la conciencia permite valorar e interpretar. El desierto facilita hacer memoria, valorar, interpretar… mientras haya alguna voz que oriente. Algunos judíos hollaron el desierto buscando, porque había uno que lo habitaba con sentido.

Coincidieron Juan el Bautista y los paisanos que lo querían escuchar. Una valoración adecuada del bien y del mal, precisa de una jerarquía adecuada de valores. El bagaje religioso y cultural del pueblo de Israel sostenía estos valores de los cuales tomaban los hombres que querían vivir conforme a la ley de Dios. Y esto exigía una revisión frecuente. Era lo que ofrecía Juan: preocuparse por revisar. Pecado y perdón, dos conceptos necesarios en la relación de Dios con el hombre.  Al pecado le antecedió una ley, fruto de la alianza del Altísimo con su Pueblo. Al pecado le sobrevino la posibilidad de su perdón, fruto de la fidelidad de Dios a esa misma alianza. Dios como precursor y sucesor. La palabra del Bautista no tocó a Pilato ni a Filipo ni a Herodes ni a Lisanio todos gobernantes de mucho, ni a la mayoría de sus contemporáneos, súbditos o jefes. Pero compartieron tiempo y lugar. Unos rehuyeron el desierto y otros acudieron a él buscando algo importante. Pero no encontraron respuesta, sino apetito, hambre de Dios e interés porque la carne propia esté capacitada para el encuentro con Él. El Bautista es anunció y les encaminó hacia la Palabra que había de venir, que ya estaba viniendo y que iba a pronunciar al mismo Dios.

No vendrá mal un poco de desierto de Adviento para encontrarnos con algún Bautista y el agua esperanzadora del Jordán. Y tampoco estará mal vernos tan despojados de lo cotidiano que busquemos con mayor ahínco algo excepcional aportador de sentido de lo que somos, de nuestra vida cristiana y que nos revele el apetito de Dios solo satisfecho en su Palabra hecha carne. 

DOMINGO I DE ADVIENTO (ciclo C). 2 de diciembre de 2018

 

Jr 33,14-16: suscitaré a David un vástago legítimo que hará justicia y derecho en la tierra.

Sal 24: A ti, Señor, levanto mi alma.

1Te 3,12-4,2: Comportaos así y seguid adelante.

Lc 21,25-28.34-36: Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria.

¿Fueron las palabras de Jeremías eficaces? Un día, cuando contaba con unos veinte años, el joven Jeremías se levantó profeta y elevó su voz. Dios lo había elegido para ser testigo y vocero de su Palabra. Tenía una espiritualidad cultivada en la sencillez de las realidades cotidianas. Las cosas pequeñas le hablaban de Dios y su acción. La capacidad para percibir el mensaje divino en todo esto y en lo que estaba sucediendo en su patria topó contra la dureza de sus paisanos. Pedía Jeremías elevar la cabeza, para que los difíciles acontecimientos que iba a vivir el reino no arrugasen la mente y el corazón de los dirigentes y el pueblo. Dios daba respuesta a la compleja cuestión que debían afrontar. Pero no lo escucharon. Les molestaban Jeremías y sus vaticinios. Aunque insistió e insistió, sufrió el vacío de la indiferencia y el desprecio. Pensó en abandonar esta misión tan poco exitosa, pero Dios, el Dios desatendido y despreciado por los judíos, que no escuchaban su Palabra en boca de Jeremías, le pidió perseverancia y lo fortaleció para ello. Lo que había dicho Jeremías se cumplió, pero nadie le hizo caso.

¿Hay éxito cuando se desestima un diagnóstico, aunque luego se cumpla? Sus palabras fueron recogidas y meditadas por generaciones posteriores. La Palabra de Dios no se desperdicia en el olvido, lo que no brotó ayer, es posible que lo haga mañana. La semilla duerme en letargo hasta el momento propicio en tierra, agua y calor. Anunciaba Jeremías en el llamado “Libro de la Consolación” la subida al trono de un descendiente de David, discípulo de la justicia y el derecho. Invitaba a la esperanza. Lo que solo vio él en profecía, lo podemos ver nosotros cumplido en Jesucristo. Tenemos capacidad para ello, pero no seguridad en que lo vayamos a hacer. De nuevo la Palabra pretende mover a interpretar y vivir  los acontecimientos desde la Palabra. Jeremías dijo mucho y sigue diciendo sobre este vástago de la casa de David. Lo de ahora encuentra solución en Él. Es hora de alzar la cabeza, porque se acerca nuestra liberación. Aún más: se acerca nuestra salvación, la participación en la misma gloria divina.

            Si ya ha comenzado a fecundar la Palabra habremos de verlo en nuestra actitud vital. Los éxitos no  serán muy aparentes, antes bien, dará la sensación de que hay derrota pues, por una parte, muchos de los cercanos y los lejanos desconocen o rechazan esta Palabra profética; por otra parte, el cansancio provocado por la tensión y la lucha abruma. Sin duda que el Señor conforta y ofrece esperanza, no solo en lo que ha de venir, sino en el resultado de una vida cristiana ya aquí con paz, alegría, sabiduría, aun en ambiente hostil. La audacia permite distinguir estos brotes consoladores y entender la plenitud que ha de venir. En todo caso armonizan con los anhelos más elevados del corazón humano y la alegría que causan son síntoma de ello.

            El Adviento nos pellizca para considerar dónde tenemos nuestras raíces. Cuando los cristianos descuidaron su enraizamiento en Cristo, que exige esa tensión esforzada, pusieron sus aspiraciones en posesiones, poderes, reconocimiento social, cierto bienestar… Descuidaron su peregrinación, que les hacía ver que estaban de paso, y las palabras de Jeremías y los otros profetas apenas acariciaron su corazón. Se bloquearon a la eficacia de Dios. Las raíces nutren el resto del árbol y lo afianzan. Ni astros ni leyes físicas ni ideologías ni discursos racionales… solo Dios alimenta en esperanza, ya presente, pero aún no consumada. Los frutos son indicativo de lo que, en lo oculto, resuelven las raíces. El que es de Cristo, producirá frutos de justicia, paz y misericordia, y una alegría contagiosa y profunda. “Dios espera siempre en las raíces” (R. M. Rilke). Es ahí donde nos espera también el triunfo la claridad radiante de lo que somos. 

REFLEXIÓN DOMINGO XXXIV T. ORDINARIO (ciclo C). JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO

2Sm 5,1-3: “Tú pastorearás a mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel”

Sal 121,1-2.4-5: Vamos alegres a la casa del Señor.

Col 1,12-20: Todo fue creado por Él y para Él.

Lc 23,35-43: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.

 

Con permiso del séptimo mandamiento, le siso a este ladrón las palabras con las que cometió el último hurto, cuando le robó el corazón a Jesús y la promesa de paraíso: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Reconoció a un rey estando en el mismo suplicio, en la misma miseria. La muerte nivela a todos en el rasero común de impotencia y limitación, la cruz en el de la miseria y desprecio. Y, sin embargo, el ladrón distinguía, ya no solo a un caballero, sino a todo un rey, en un trance de agonía y barbarie. Uno lleva lo que es consigo siempre hasta en la muerte. La muerte del Señor, no el modo de morir (el suplicio de la cruz), la forma de asumir el acontecimiento y vivirlo o, mejor dicho, morirlo, exhalaría su realeza. Majestad hasta en la agonía. Uno de los dos malhechores, rudo en los asuntos espirituales, hablaba con la rudeza habitual desbaratando con la palabra. El otro, dando muestras de finura de espíritu, aún alcanzaba a distinguir santidad alrededor de él y quiso arrimarse a ella. Consiguió su propósito con creces porque un rey no deja de ser nunca un caballero y el Rey de reyes, no dejó nunca de enternecerse por los pecadores arrepentidos, aquellos de los que decía que hay más alegría entre los ángeles de Dios cuando se convierten que por muchos justos que no necesitan conversión.

Y ese bandido, maleante, ladrón, condenado y ajusticiado, resultó ser también otro rey en virtud de la promesa hecha por el Señor. Estar en el paraíso, significa reinar con Dios en él. ¿Quién es este Rey que corona a ladrones? A los ladrones de su corazón; pero para ello, no es suficiente con ser un ratero cualquiera, sino saber llegar a las entrañas de su Majestad. Las palabras del “Acuérdate de mí…” preludiaron una liberación. Aquel maleante dejó de ser un ladrón cualquier para convertirse en el “buen ladrón”. ¿Quién este crucificado que hace posible un cambio tan maravilloso? Lo que los demás reyes no logran ni a fuerza de precepto o de armamento o de boato, lo consiguió este Rey moribundo, desarmado y a la intemperie, cautivando el corazón de su compañero y haciéndolo caballero de su Reino. No pocos piden memoria al soberano de turno para alcanzar título o prebenda o un beneficio particular, y tendrán contento si el rey se acuerda de ellos a la hora de repartir. El recuerdo del Dios Rey del Universo ofrece la memoria de su corazón donde guarda con delicadeza los nombres de los hijos de Dios para la vida eterna. El “Acuérdate” se convierte en la oración necesaria del que quiere encontrar aquí motivos para la vida y más allá esperanza de vida eterna. ¿No es reconocer que Dios tiene soberanía sobre este mundo y sobre el que está por venir?

Entonces, vinculados al corazón de este Rey, ya no querremos más título ni ganancia que el de ser los hijos muy amados de Dios y repetiremos con sentimiento y pasión el Acuérdate de mí como un suspiro liberador cantidad de veces cada jornada. Porque este Rey tiene poder para consolar, perdonar, purificar, liberar, fortalecer, regenerar, engrandecer, divinizar. No desdeña ningún maleante, a ninguno de los que robaron por equivocación perversa lo que no les haría ricos ni alegres ni felices. Y el buen Rey se cuela entonces en el palacio del rufián que le deja al menos un resquicio para proceder al robo más prodigioso y arduo, el del corazón, el de la persona entera que si no pronunció, al menos tenía esperanza de que el Rey se acordase un poquito de él. ¿Quién no quiere que el Dios soberano se acuerde de él ahora y en la hora de nuestra muerte? ¿Y cómo el Rey de reyes no va a acordarse cuando se le pide con humildad sin mirar los delitos que lastran las espaldas y aun el mismo corazón?