Reflexión en torno a las lecturas del Domingo V del T. Ordinario (ciclo C). 10 de febrero de 2019
Is 6,1-2a.3-8: “¿A quién enviaré?... “Aquí estoy, mándame”.
Asombraban los gritos de los serafines proclamando la santidad de Dios, estremecía el temblor de las jambas y los umbrales de las puertas del templo. Lo vio Isaías y se vio pequeño, impuro, pecador, indigno ante el espectáculo. Uno de aquellos serafines tocó los labios del profeta Isaías con un ascua tomada del altar del templo y sus pecados quedaron perdonados. Ya no se acordaba de su impureza, sino que se sintió interpelado por el Señor cuando pidió mensajeros; se ofreció… y Dios lo escogió por profeta suyo.
Deseamos, pensamos, proyectamos, elegimos, actuamos. Procuramos cierto orden y el modo como distribuimos esto es decisivo. No es infrecuente que primero decidamos y luego le pidamos su parecer a Dios o bien que pretendamos que Él adecue su voluntad a la nuestra. ¿Sería, tal vez, conveniente comenzar por estremecerse ante el Dios tres veces Santo y adorarlo y escucharlo antes de dejar enfilados nuestros propósitos? Antes de entender a Dios, de preferir en nuestras decisiones, antes de quejarnos por aquellos acontecimientos de penumbra que nos cuesta aceptar… antes hay que ponerse de rodillas ante el Altísimo escuchando cómo se alegran los ángeles al pronunciar su santidad.
Del mismo modo acabó Pedro ante el Maestro nazareno: de rodillas. Primero lo escuchó predicando a la gente desde su propia barca, luego atendió a su petición (tampoco sensata para un pescador experimentado, pero acogida por la autoridad del que pedía) y, por último, acabó a sus pies, sabiéndose indigno. El prodigio de la pesca abundante cuando no había ninguna esperanza de capturas le sobrecogió. No acudió a razonamientos para la explicación de lo sucedido, sino que reconoció la grande de quien le había pedido.
Los serafines nos enseñan a no estar ociosos, a no desperdiciar el tiempo; es decir, a adorar al Señor reconociendo su grandeza, su belleza, su bondad y alegrarnos con ello. Si esto fuera así, todo lo demás vendría de corrido y participaríamos sin obstáculos en esa misma santidad.
Jr 1,4-5.17-19: Desde ahora te convierto en plaza fuerte.
Sal 70,1-2.3-4a.5-6ab.15ab.17: Mi boca contará tu salvación, Señor.
1Co 12,31–13,13: La más grande es el amor.
Lc 4,21-30: Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.
Ciertas palabras no dejan indiferente al auditorio para bueno o para malo; por las palabras en sí o por quien las dice. Aquello que se lanza desde dentro es captado de modo diversos por los diversos oídos y provoca también reacciones dispares. Las lecturas de este domingo nos hablan de unos habladores particulares, cuyas palabras para nada dejaban en la indiferencia. Eran los profetas.
El oficio de profeta (el de verdad) venía propuesto desde arriba. El que quisiera acoger la propuesta tenía que estar dispuesto a obedecer a Dios y sufrir consecuencias de profeta. Aceptado el trabajo, podría comenzar con un análisis profético de la realidad sereno, profundo, audaz, crítico. Para hacerlo al modo de los profetas, no podría emprenderlo bien sino cogido de la mano de Dios. Luego no podía callarse, ni arrugarse, ni hacer de profeta solo a medias. Pero que sepa que le llegarán respuestas no del todo con caricias, a veces de fuera, otras, las más desconcertantes, desde dentro. Cuánto puede remover con el ejercicio de la palabra, sin hacer otra cosa más que hablar (y callar) cuando deba, para que otros escuchen y actúen.
Para la gloria muchos se apuntan y es curioso que tampoco falten voluntarios para la derrota perpetua. Muy pocos son los que piden ser alistados para Dios. Comienza Él con la llamada y apenas obtiene respuestas favorables; con lo que ya parte con una proyecto con grandes dosis de fracaso inicial. Entre los que acogen el compromiso, una buena parte trabajará a borbotones: a veces profetas de Dios otras veces de sí mismos. De los incondicionales encontraremos pocos, por eso hay que cuidarlos como un tesoro. Uno de ellos, Jeremías, profeta antes de la destrucción de Jerusalén, nos relata su propia elección, y en ella aparece el pertrecho que le proporciona Dios para su tarea. Lo describe con términos castrenses: plaza fuerte, muralla de bronce, elementos eficaces para la defensa; columna de hierro, fundamento que sujeción que difícilmente será abatido, y utiliza el verbo luchar, no vencer (no te podrán) y de librar. El profeta es ante todo un baluarte de defensa fortificado por Dios y lo que custodia es la verdad y la justicia divinas en la medida en que se encuentran amenazadas.
Nos topamos con los primeros profetas y sus profecías en el mismo momento en que supimos discernir entre lo bueno y lo malo. Ellos ya estaban allí advirtiéndonos sobre lo cotidiano: “cuidado con eso…; no salgas así a la calle…; átate los cordones; abrígate…; aquí a las nueve…; a ver con quién te juntas… Con una preocupación materna y paterna por nuestro bien. Incordiando por amor. Pero no han sido los únicos. Los recursos empleados por Dios con el fin de nuestro éxito son innumerables. No ha cesado la profecía, ni cesará hasta la victoria del amor de Dios en nosotros.
Ese amor es el sentido del oficio del profeta. Han de proteger la predilección de Dios por nosotros y el ejercicio de sus consecuencias en las relaciones con los demás. El amor a Dios y al prójimo, en definitiva. “Ya podría yo…” expresa san Pablo, otro profeta; el progreso, el poder de verdad, se manifiesta en el amor. ¿Hemos realmente progresado? El criterio del amor facilita cotejar la eficacia de la Palabra de Dios. No todo avance en cierto ámbito supone un crecimiento humano. Los avances en conocimientos, poder, interrelaciones… pueden emplearse para algo contrario a la fraternidad.
El gran Maestro de profetas es Jesús. Su aparición en la sinagoga de su pueblo, Nazaret, es inquietante. Tras las miradas de aprobación por sus paisanos hacia Él, comienzan a hacerse preguntas sobre Jesús, como quitándole importancia por ser tan próximo y conocer a su familia. La respuesta del Maestro es en cierto modo provocadora. Tenía otras muchas posibilidades para haber evitado el enfado de sus vecinos. Un primer trabajo de profeta que prologa lo que será su vida pública hasta su muerte en la cruz, final de profeta para quien profetizó desde el principio. Su palabra, y Él mismo es la Palabra, no causó indiferencia, como tampoco hoy. Ha de ser atizada, como unas ascuas, por los profetas contemporáneos que somos los cristianos también para provocar y avivar la presencia de Dios entre nosotros. Expresan en sus palabras la Palabra de Dios.
Que siga enviándonos Dios quien nos incordie con su Palabra para que no nos olvidemos de Dios ni de lo que implica conocerlo y amarlo, que nos llevará a no olvidarnos del prójimo y no nos olvidemos de que es nuestro hermano a quien tenemos que proteger y cuidar. Que nos ayude el profeta a alegrarnos de lo que Dios se alegra y entristecernos por aquello por lo que el Altísimo llora.
Neh 8,2-4a.5-6.8-10: 62,1-5: Todo el pueblo escuchaba con atención la lectura de la Ley.
Sal 18: Tus palabras, Señor, son espíritu y vida.
1Co 12,12-30: Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo.
Lc 1,1-4;4,14-21: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”.
A Lucas le llegaron muchas noticias sobre el Maestro de Nazaret, muchas de las cuales partieron de testigos oculares y continuadores de su obra. Y da testimonio de que, unos cincuenta años después de su muerte y resurrección, hacia el año 80, circulaban numerosos relatos sobre Jesús. Pero él no se contentó con haber recibido este material, sino que hace una investigación exhaustiva (investigándolo “todo diligentemente desde el principio”, nos dice) para dejarnos su propia narración sobre los acontecimientos. El resultado de su investigación es un relato ordenado desde el principio (que Lucas sitúa con el anuncio del nacimiento de Juan el Bautista) ofrecido a un misterioso Teófilo. Quiere que sepa que lo que le han enseñado sobre Jesús está bien fundamentado.
No es que este amigo de Pablo, Lucas el médico, fuera un desconfiado y no se creyera de lo que otros habían contado sobre Jesús, sino que el asunto le parecía de tal transcendencia, que quiso implicarse en la búsqueda de todo detalle con mucho esmero (según nos cuenta) y nos lo dejó por escrito. Acabó sabiendo, no por otros, sino por lo que él mismo encontró en su investigación. Y nosotros también podemos saber mejor del Nazareno por el interés que Lucas se tomó en que la letra recogiera el fruto de su rastreo. Si alcanzamos a saber sobre la vida de Jesús es gracias a Lucas y a los otros evangelistas, pero también a quienes les informaron a ellos y a todos los que después copiaron y copiaron los documentos con el interés de que no se perdiese nada de lo investigado sobre el Hijo de Dios hecho carne.
Pero no queda ahí la investigación, sino que los textos evangélicos son un instrumento precioso para que sea particularmente cada cristiano quien busque a Jesucristo. De no ser así, el relato permanecería solo como una historia fantástica de otro personaje histórico importante, solo otro personaje, y no nos apropiaremos de esa letra, es decir, no nos suscitará tanto interés como para preguntarnos quién es este Jesús Nazareno para mí y su importancia en mi vida, para nuestro mundo y lo que le ha traído.
¿Por qué Jesús se ha hecho presente en nuestra historia? Lucas nos dice que en la sinagoga de su pueblo, Nazaret, comunicó una especie de programación respondiendo a esta pregunta: para evangelizar a los pobres, anunciar a los presos y a los oprimidos que serán liberados y a los ciegos que verán, que ha llegado el tiempo en el que Dios va a actuar de modo prodigioso: “el año de gracia del Señor”. Se apropiaba las palabras del profeta Isaías para hablar de sí mismo. ¿Y eso realmente fue así? Algunos se lo creyeron y se convirtieron en discípulos suyos a lo largo de la historia. ¿Nos lo creemos nosotros ahora?
Antes de que Jesús naciese de María, el Pueblo de Israel también tenía relatos muy apreciados acerca de Dios. Los más estimados recibían el nombre de Torah o Pentateuco. Hablaban de un Dios creador y liberador que cuidaba a su pueblo acompañándolo en su historia. Son también historias sobre Cristo, pero de modo anticipado a su venida en la carne; nos hablan de Él pero aún en profecía, por lo que también son muy valiosos para los cristianos. Fue un momento de gran alegría, cuando, tras el desastre nacional del destierro y la destrucción del templo, encontraron sus queridas Escrituras, como nos cuenta el libro de Nehemías, un hábil político judío que servía en la corte del rey persa y que se acercó a su tierra para dirigir la reconstrucción del país.
Honestamente, si nos interesa realmente Jesucristo, no podemos conformarnos sin más con las cosas que nos cuenten otros, incluso aunque sea un evangelista, sino que hemos de buscarlo para conocerlo más y darlo a conocer a los otros. Este es el sentido de esta Jornada de la Infancia Misionera, en la que se nos recuerda cómo esta tarea corresponde a todo cristiano, desde los más pequeños, que hoy tienen un destacado protagonismo, hasta los mayores pasando por el resto de edades. Porque Jesucristo no ha de ser otro personaje más ni podemos prestarle una atención comedida, si es que queremos realmente ser discípulos suyos, si es que creemos en su salvación.
E investigando, investigando nos encontraremos también con la Iglesia de la que san Pablo nos dice que es como un cuerpo del que Jesús es su cabeza. Y rastreando, rastreando, nos descubriremos a nosotros en ella, como miembros de una familia, una corporación donde hemos de hallar también la función o misión encomendada por Dios para cumplir con nuestra propia vocación y facilitar que todo el cuerpo funcione adecuadamente.
Lucas nos deja el ejemplo de un buscador de Jesús de Nazaret y nos interesa mucho lo que nos dice sobre Él, pero también nos motiva para que lo busquemos por nosotros mismos y digamos, desde el resultado de nuestra investigación, quién es, que también nosotros somos un poco evangelistas del Hijo de Dios y actualizamos su Evangelio en nuestras propias vidas.
Is 62,1-5: Por amor a Sión no callaré.
Sal 95,1-2a.2b-3.7-8a.9-10a.c: Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.
1Co 12,4-11: El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como él quiere.
Jn 2,1-11: “Tú has guardado el vino bueno hasta ahora”.
El relato de una boda que deja a los novios prácticamente ausentes (en este caso a la novia ni se la nombra), olvida a sus protagonistas. ¿En qué fijará su atención?
Coincidieron en la misma boda María, la que, por su intervención, parece que tenía una relación especial con los anfitriones y Jesús con sus discípulos. ¡Bonito comenzar con una fiesta nupcial! Era uno de los acontecimientos más alegres entre los judíos, para el que se preparaba también una celebración singular llena de detalles.
La boda particular recordaba la relación de Dios con Israel. Al echar mano a imágenes cercanas para hablar del vínculo entre el Creador y su Pueblo, unas veces lo describían en términos paterno-filiales, otras desde la relación Señor-siervo y otras también como alianza nupcial. Dios el Esposo, Israel la Esposa. Esta metáfora era tremendamente evocadora: una unión desigual entre dos linajes de muy diferente alcurnia, el Rey de los cielos y la esclava pobretona, que, sin embargo, por la misma índole del vínculo, nivelaba para una relación fecunda. El Esposo siempre solícito y fiel, mientras la Esposa quebraba con frecuencia el compromiso tras otros amantes… Así pronunciaban los profetas, así también interpretaban el libro del Cantar de los Cantares. Isaías, vislumbrando el regreso del destierro (que relaciona con la claridad tras la noche), proclamaba la liberación anunciando nupcias. La infiel era premiada de nuevo por el Esposo, tras un trance de castigo por su propia infidelidad.
Es muy probable que el evangelista Juan enlace con esta tradición literaria y coloque a Jesús en un banquete de bodas al inicio de su ministerio público. Un novio descuidado no provee de vino suficiente. Sobra, sin embargo, el agua. Antes de que los invitados e incluso los mismos novios se den cuenta y se produzca el colapso, María, atenta a los acontecimientos, interviene interpelando a su hijo. Jesús no quiere precipitar los acontecimientos y responde a su madre con una extraña expresión que aún no ha llegado su hora. Pero poco después interviene con la conversión del agua en vino. El evangelista da demasiados detalles sobre los recipientes en los que se va a producir la transformación: habla de su composición, cantidad, capacidad y finalidad. Esto sugiere la aportación de datos para interpretar el episodio como un acontecimiento cultual (como podían indicar unas tinajas dispuesta para las purificaciones judías). El novio solo hace presencia en boca del mayordomo al final, completamente ajeno y desconocedor de lo sucedido. Todo unido lleva a considerar que Jesús se presenta como el Esposo, al modo como Dios era evocado en esta imagen, que se une a la Esposa, simbolizada en María como representante del Pueblo de Israel expectante ante la llegada del Mesías y que pide acelerar el momento de su intervención. La “hora” de la que Jesús dice que aún no es el momento, llegará de modo definitivo en la Cruz, donde se dará a sí hasta la muerte por amor. El nuevo vino de la fiesta, mejor que el primero, incita a relacionarlo con el vino-sangre de la nueva alianza que anuncia el Señor en la Cena de despedida, fiesta de amor y de sacrificio.
Ante todo una boda es un acontecimiento de amor. Juan califica este episodio como el “paradigma” de los signos de Jesús. Es su sustrato y su motivación; todo cuanto haga, diga, omita… será por amor a su pueblo, con quien ha establecido una alianza al modo de un matrimonio. Esta fiesta de la manifestación pública de Jesús en las bodas de Caná estaba asociada tradicionalmente a la Epifanía y a su Bautismo como tres realidades de un mismo acontecimiento.
¿Serán fecundas estas nupcias? Anticipa mucho la Primera Carta a los Corintios de san Pablo. Es el Espíritu el que la hace posible la unión con Cristo y, en Él, con Dios en sus entrañas trinitarias. La diversidad de carismas y ministerios de la Iglesia, la Esposa, son signo de la presencia amorosa de Dios en ella. Los cristianos participamos del amor divino en la Iglesia y allí el Espíritu da frutos en nosotros con múltiple variedad y servicio. Ama mucho quien mucho cuida el don del Espíritu para gloria de Dios y bien de los hermanos; ama poco quien, no solo no cultiva lo suyo ni lo ofrece, sino el que tampoco valora a Dios en los demás o pone reparos y critica las manifestaciones del Espíritu en las otras personas. Poco disfruta la celebración, poco sabe del vino nuevo del sacrificio del Esposo; aguafiestas de la alegría divina cerrado en su pobreza a la riqueza de Dios y de la fraternidad. ¡Vivan los novios! Viva la Esposa y, más aún, el Esposo tan interesado en que prospere la Esposa para la resurrección hasta dar su vida por ella.
Is 42,1-4.6-7: La caña cascada no la quebrará.
Sal 28: El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hch 10,34-38: El Señor de todos.
Lc 3,15-16.21-22: “Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”.
El pueblo de Israel estaba en ascuas con Juan. Esperaban al Mesías y no pocas cosas que observaban en Juan les movían a considerarlo como tal. Cuando uno tiene ansias de salvación es capaz de encontrar a un salvador en cualquiera. El Bautista, no obstante, apuntaba maneras: su austeridad, su vida penitencial, no exigía ningún tributo, censuraba el mal y el pecado (viniera de donde viniera), distaba de ser un demente, antes bien, parecía un hombre muy cuerdo y exigía un rigor de vida que atraía a muchas personas hacia un gesto de agua. Exigía autenticidad, y las expectativas para encontrar esa autenticidad llevaban a muchos al Jordán para escuchar a Juan y participar de su rito de arrepentimiento y conversión. ¿Dónde encontrar un salvador cuyo mensaje concuerde con los anhelos más fundamentales de las personas?
Juan no era el salvador, no podía aportar ni un ápice de salvación. Sí que disponía del olfato espiritual para detectar al Salvador. El Bautista nos enseña en propia persona la autenticidad: un día dice y proclama como profeta de la conversión personal; otro día se queda mudo para que hable el Mesías, el Cordero de Dios. Tanta expectación suscitada entre el pueblo revelaba su necesidad de algo más que pan. Esperar un Mesías era para ellos mucho más que proseguir con la espera de sus padres o aguardar al cumplimiento de unas promesas sostenidas en antiguas tradiciones. Les iba en ello más que la vida, entendida como la supervivencia individual; les iba y les venía la consumación de la Alianza, su propia salvación, la salvación del Pueblo de Israel.
La transparencia del agua delata pronto cualquier agente extraño. Mientras cae, arrastra consigo lo que se adhirió sin deber, limpia. De ahí la sugerencia del bautismo practicado por Juan y por otros maestros. La autenticidad, la respuesta al quién soy, necesita ponerse en búsqueda de una transparencia que excluya cualquier mancha. Tantas personas llegaban hasta Juan ante cuyas palabras y gestos se conmovían, porque querían tomarse en serio sus vidas y dirigirse hacia lo que Dios tenía preparado para ellas. Han de comenzar reconociendo sus pecados, arrepintiéndose de ello y procurando una renovación de vida. Para ello agua, regalo de Dios para la vida de algo más que pan, para una vida de autenticidad. Esto implica el reconocimiento de actos, actitudes, pensamientos ciertamente inauténticos.
Del gesto participa, sorprendentemente, Jesucristo. Caminaba también hacia la autenticidad y en aquel momento Dios Padre le pidió que se dirigiera al Jordán. Allá fue. Antes le había pedido que se quedase en Nazaret. Allá se había quedado. La autenticidad de Jesucristo, como la nuestra, consiste en que su vida armonice con lo que Dios Padre va pidiendo a cada momento y va ofreciendo. No se acercó a Juan por sus pecados, como el resto, sino buscando el cumplimiento de la voluntad del Padre. Nosotros, a diferencia de Él que no pecó, necesitamos reconocernos pecadores para hacer lo que Dios pide.
Hoy celebramos la ofrenda de Espíritu Santo sobre Jesús para acometer su vida pública. Su bautismo es el gozne entre su vida en la penumbra de Nazaret y su manifestación como revelador del amor trinitario. Para ello recibe de un modo singular el Espíritu Santo, no porque antes no lo hubiera recibido (Él estaba unido desde la eternidad al Espíritu), sino porque en lo humano lo había ido acogiendo conforme a la capacidad humana, vinculada a lo que el Padre pide a cada momento. Las posibilidades y responsabilidades del hombre crecen conforme Dios Padre lo va pidiendo. El Padre pidió misión por Galilea y Judea que culminase en la Cruz. Para ello la carne humana de Cristo necesitaba ser empapado por la gracia, ser ungido por el Espíritu como misionero, profeta, rey y sacerdote. El Espíritu acredita y capacita para la misión, al compás que el Padre envía. La voz de este Padre: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco», se dirige al Hijo, pero nos hace a nosotros partícipes. Nos introduce en el misterio de la Trinidad para que formemos parte de Él. Con este fin nos da su Espíritu, para que nos unamos a este Cristo nacido en la carne de una Virgen, al que hemos de seguir en discipulado mientras vamos recibiendo al Espíritu para nuestro corazón sintonice en todo con el de Jesucristo.
Es probable que hayamos tenido nuestros “Bautistas” que nos hayan animado a una disposición interior para prepararnos al Salvador, al auténtico que nos hace ser auténticos. Por importantes que fuesen para nosotros, ninguno nos aportó salvación. Qué mejor que aprender de Él para que nos prenda y quedemos cautivados por su hermosura. No encontraremos a nadie mejor por quien ofrecer nuestra vida y dejar que Dios nos convierta (ya lo inició en nuestro bautismo y lo consolidó con misión en nuestra confirmación) en testigos de palabra y obra de su Hijo nacido en Belén, muerte y resucitado. Concluimos el tiempo de Navidad dejando que el Niño crezca y siga ofreciéndonos las delicias de la Salvación.
Is 60,1-6: La gloria del Señor amanece sobre ti.
Sal 71: Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos de la tierra.
Ef 3,2-3a.5-6: también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo, y partícipes de la misma promesa en Jesucristo, por el Evangelio.
Mt 2,1-12: Cayendo de rodillas lo adoraron.
Por los relatos antiguos de los que disponemos sobre tradiciones en el mundo antiguo, parece que había una fiesta en Alejandría de Egipto y parte del Oriente dedicada a celebrar el aniversario del nacimiento de una divinidad. El nombre común para este aniversario era “epifanía”. En aquella época eran habituales las divinidades vinculadas con el sol y, seguramente por un desplazamiento de la fecha a causa del uso de un calendario diferente, este aniversario “solar” se celebraba en la noche del 6 de enero. No extraña que los cristianos aprovechasen la festividad pagana para orientarla con un contenido donde la celebración no era por la divinidad de turno, sino por Jesucristo, el Hijo de Dios, el que había nacido como el sol en crecimiento del calendario, para traer la luz. Era la “epifanía” del Señor. El uso romano, adaptado a otro calendario, hizo que esta misma fiesta del nacimiento de Cristo, muy probablemente iniciada con posterioridad a Egipto, pretendiese suplantar a la llamada del “sol invicto”, con una simbología cósmica similar a la alejandrina. Aquella se celebraba antes, el 25 de diciembre. De ahí que convergiesen en el mundo cristiano dos fechas de la celebración del mismo misterio del nacimiento del Señor: una en el ámbito occidental (25 de diciembre) y otra en el oriental (6 de enero).
En estrecha proximidad de contenido a la fiesta del nacimiento de Jesucristo en Belén, la solemnidad de la Epifanía se entiende como la manifestación del Señor a todos los pueblos. La tercer gran fiesta de este tiempo de Navidad, y la que lo clausura, es el Bautismo del Señor, con el que celebramos la unción del Espíritu y el inicio de su vida pública.
La Epifanía nos invita a una mirada que traspase el límite de lo particular, de lo local, lo católico e incluso lo cristiano, para tener en cuenta el carácter universal de la Salvación que trae Jesucristo, el Salvador. Unos magos de Oriente, unos sabios observadores e intérpretes de los astros en sus movimientos descubren en sus investigaciones un gran acontecimiento y hacen un largo recorrido para encontrarse con Aquel anunciado por una estrella que les había servido de guía. Nada de la naturaleza es ajeno al Hijo de Dios; todo ha sido creado por Él y todo alcanzará su plenitud en Él. Todo camino de búsqueda honesta apunta hacia Dios y ha de provocar, como resultado, su hallazgo. El universo manifiesta de un modo extraordinario al soberano por el cual todo existe. La lejanía podrá hacer más largo el camino de búsqueda, pero tiene su meta en el mismo Jesucristo. La cercanía de Herodes, por vivir cerca de Belén, por disponer de la Palabra a la que consulta por medio de los sumos sacerdotes y escribas, no le va a facilitar el encuentro con el pequeño. Su búsqueda está motivada por el poder y el miedo; su actitud es envidiosa y criminal. Así nunca llegará a la sabiduría ni a la adoración del Sabio.
Detenido en su palacio, Herodes daría vueltas al pánico por su destronamiento, en clausura de sí. Los magos, alejados en distancias de meses de su hogar, cayeron de rodillas y lo adoraron. ¡Cuánta grandeza tuvieron que encontrar en el Niño para ese gesto! Su admiración culminó en un signo de adoración, de algún modo, de reconocimiento de la divinidad del Niño. Y se marcharon.
Llegaron de Oriente y sin ser judíos. Muy lejos, quizás de la patria primera de Abrahán o de más allá. Aquellos forasteros supieron y aprovecharon más al Hijo de Dios nacido en la carne de una Virgen que la mayoría de los paisanos de Judea. La humildad es un requisito para que el cristiano tenga presente que Cristo no puede ser agotado en los cristianos y han de venir muchos, creyentes en otras religiones y no creyentes, que acercándose de un modo y otro al misterio del Dios encarnado nos aporten riquezas insospechadas. También reside el Señor entre ellos y también son ellos inspirados por el Espíritu Santo para pensar y hacer y decir. Llegaron de Oriente con ofrendas sustanciosas para el pequeño, con su ciencia parlante sobre la grandeza de Dios reconocida en un bebé. Seguirán llegando de Oriente y del Sur y del Oeste o el Norte con su pobreza y sus vidas apremiadas por la guerra o el hambre a enseñarnos cómo puede estar Dios entre ellos más aún que en muchos bautizados. A nuestro Señor no lo secuestramos por el título de hijos de Dios recibido en el bautismo, sino que nos dejamos cautivar por Él de muchos modos, también a través de lo que nos ofrecen tantos magos venidos de tantos lugares a que reconozcamos lo que tal vez no adoramos en Jesucristo.
Lucero de Niño para todo el que quiera luz, que no dejará de alumbrar a la humanidad. Solecito de epifanía, que nadie se quede sin claridad. No nos quedemos a oscuras, porque despreciamos sus rayos que llegaron por donde no esperábamos para despertarnos de una fe tal vez aletargada, tal vez acomodada, tal vez descuidada. Cuánto aportan los de fuera, vengan de donde vengan, y nosotros a veces nos decepcionamos porque esperábamos que trajesen consigo oro y las otras cosas. Hay muchos que traen, traen su nada, su miseria, su pobreza… ¡Qué parecidos al pequeño de Belén! ¿No será que nos acercan de veras al Niño? ¿Le daremos la razón a Herodes? No es cristiano, al menos de este Cristo, rechazar la acogida al que llega de lejos tan al modo del Hijo de Dios en la carne.