Todos los JUEVES de 19.30 a 20.30
Todos los DOMINGOS de 19.00 a 19.30
Todas las MAÑANAS de 9.30 a 13.00
«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en tentación”»
Si quieres orar y estar junto a Jesús lo puedes hacer...
Todos los VIERNES a las 20:00 horas.
En la Parroquia de SANTA MARÍA la Mayor.
Is 52,13-53,12: Nuestro castigo saludable cayó sobre él.
Sal 30: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
Hb 4,14-16; 5,7-9: Siendo hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer.
Jn 18,1-19,42: ¿A quién buscáis?
Los buscaron los guardias de los sumos sacerdotes y los fariseos con antorchas y armas y dieron con un blasfemo; los discípulos creían haber encontrado y perdieron su rastro. Solo las mujeres al pie de la Cruz lo encontraron, allí adonde nadie se acercó sino para la burla, el escarnio, el desencuentro. Una, dos y tres, tres solo, junto con el discípulo al que tanto quería. Lo encontraron en el único sitio donde los otros no lo buscaron, en la cruz, en el fracaso, el descrédito, el silencio de Dios… el abismo ante nuestras preguntas más vitales. Y sin embargo, allí estuvo Dios. Clavado, malherido, desgarrado, moribundo… detenido por los clavos e inútil de milagros y parábolas. No se le pudo encontrar en otro sitio, no lo podemos hallar en otro lugar. Cuando no encontremos a Dios, tendremos que buscarlo allí (superando nuestras razones, en el amor más incomprendido, pero más desbordante).
Ex 12,1-8.11-14: Es la Pascua, el Paso del Señor.
Sal 115: El cáliz de la bendición es la comunión de la sangre de Cristo.
1Co 11,23-26: Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Jn 13,1-15: Los amó hasta el extremo.
¡A comer! Que hay hambre; que hay hambres. Una comida resuelve el hambre de ahora, pero tendremos que repetirla para solventar el hambre de más tarde… tantas veces cuantas apariciones de nuevas hambres. ¿A dónde fue lo que se tomó? Se invirtió en vida. El hambre es una reivindicación de la vida. Habrá hambre mientras haya vida y se satisfará en la medida en que queramos vivir y queramos que los otros vivan también. No está bien privarle al otro de su sustento o permanecer indiferente ante un hambre no resuelta.
¡A comer, pues! Porque tenemos un hambre que incita a preocuparnos por la vida. Todo lo que amenaza esta vida produce algún tipo de hambre. Los israelitas hambrientos de libertad para dar culto a su Dios, para poseer la tierra donde habitar, para un trabajo digno… clamaron a su Dios. No les bastaba con comer las cebollas y los pepinos de Egipto y la carne de sus calderos, sino que les punzaba un hambre que no se solventaba con solo pan. Dios escuchó y actuó interviniendo en su historia con alimento de liberación. La presencia transformadora de su Señor entre los israelitas hincó un hito en el corazón creyente del pueblo. Lo celebraban cada año con un banquete conmemorativo: ¡Dios nos quiere libres y sacia nuestra hambre de libertad! Dios se manifiesta como el capaz de saciar con manjares suculentos.
Pero la libertad no persevera sin lucha. Para la batalla habrá que seguir recuperando fuerzas, habrá que seguir comiendo. ¡A comer y a comer! Se emplean energías para conseguir el alimento, pretendiendo encontrar nuevas fuerzas para la vida. Luchamos para comer, si bien el alimento nos llega de uno u otro modo desde el cielo como un regalo. El interés en conseguirlo es una garantía de que nos preocupamos por vivir. ¿Y si no llega el alimento? O bien alguien está desatendiendo su vida o son otros los que atentan contra ella. Seguirá habiendo hambre en mí si la hay en otro. Mucho más aún si se da en media humanidad. Y, ¿podremos comer tranquilos si no nos sentamos todos a la misma mesa compartiendo lo que se sirva? El hambre de vida invita a la fraternidad.
Sin embargo, ni siquiera el pan de libertad y de justicia resuelve toda hambre. Aun sin pretenderlo, aspiramos a compartir mesa divina. Y, sí, hay preparado un festín para ello. El anfitrión de este banquete abre las puertas de su casa prometiendo alimento para todos. “¡A comer, a comer!” –nos invita con insistencia. Su invitación proclama la vida que recibirán todos cuando se acerquen a su banquete, Vida hasta el punto de saciar toda hambre. Cada cual tiene su asiento, cada uno su cubierto, su copa con su nombre… y el acceso, abierto para todos, precisa un extraño requisito. Exige un ejercicio de pies; de haber estado pendientes de los pies ajenos. Los pies sostienen el peso del cuerpo y lo que se cargue, permiten el contacto con el suelo y sienten la aspereza o la blandura del terreno. En ellos se yergue la vida o, si ceden, se desploma. La vida divina comienza por los pies del hombre enhiesto para adorar a su Señor. Es aquí donde se encuentra la razón de la comida para vivir, la alabanza divina y hacerlo juntos, mientras es el mismo Dios, el Omnipotente, el Altísimo, el Creador de todo el que, por medio de su Hijo nos va sirviendo a su mesa.
Esta mesa se prepara, se celebra ya anticipando la definitiva porque el Señor, servidor antiguo y nuevo, nos quiso sentar juntos con Él. Para ello detuvo sus pies que hicieron el camino de la salvación con un clavo y las manos que lavaron los pies de sus discípulos con otro clavo. Es el riesgo seguro del servicio, del amor. Cuánto tesoro en este banquete donde el mismo Señor nos invita a comer aquello que satisface toda hambre, todas las hambres, porque colma la vida en lo que es, en aquello para lo fue hecha, en lo que animada por el Espíritu, espera ser.
Is 50,4-17: El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes.
Sal 21: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Fp 2,6-11: Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre.
Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas (22,14–23,56): «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Una propuesta para el oído: escuchar como discípulo. Una oferta para la lengua: ejercitarse como aprendiz que aliente al abatido. ¿Por qué tanta preferencia de Dios por los débiles? Elige a profetas para entrenarlos en una tarea poco gratificante. Los que asienten a tu llamada han de ser instruidos sobre el escarnio y exponerse a la incomprensión y la desaprobación del pueblo, de modo especialmente hostil por parte de los que ostentan el poder. A veces, incluso, con oposición de aquellos a los que quiere alentar.
Por una parte no todos los escogidos para este servicio tan singular acogen la oferta del Señor para prepararse a ser profetas de su misericordia en estas condiciones. También durante la instrucción algunos abandonan al percibir la aspereza de lo encomendado. Y los que perseveran, ¿por qué lo hacen? ¿Qué les convenció? ¿Qué fuerza arrebatadora les sedujo para no renunciar a unirse a este vínculo con el descrédito y el fracaso? Es posible que les cautivase Cristo, el mismo Dios encarnado y escarnecido. El Profeta de profetas que sufrió desprecio hasta una muerte infame y de escarnio. Hasta allí lleva el camino que se abrió con vítores hacia el descendiente de David, el que tenía que venir, el Mesías esperado. No prevaleció la gloria, sino el ultraje y el rechazo.
Misterio de la fe, misterio de la vida trinitaria. Dios, tan enternecido por los maltratados que envía al maltrato también a su propio Hijo. Un relato cuadruplicado nos lo recuerda. La liturgia de este domingo proclama el de Lucas. No puede conocerse de memoria el relato de la Pasión del Señor, sino solo en la carne herida y necesitada de redención y salvación. La vida cristiana no encuentra en otro sitio su sentido. Comienza por la seducción del Dios hecho hombre, al que se acercará más en la medida en que lo abrace despojado y humillado. En lo menos aparente y victorioso de la carne humana, en su condición más aborrecible es donde emerge la ternura divina como germinando de lo oculto para florecer y embellecer cuanto conquista desde el amor. ¿Fue esto mismo lo que sigue enamorando a los cristianos, a los de verdad, a los que ofrecen en serio el oído y la lengua y su vida entera al servicio de Dios y de toda carne macerada y de despojo.
Todavía no acabo de entenderlo: aquello en lo que se centra la compasión divina, lo que escapa a las glorias humanas y aun a las letras cuidadas. Aquello que suscita tanta recriminación arrojada contra el cielo y que frena a tantos en su camino hacia Dios. Y sin acabar de entender a este Cristo oscurecido, fracasado, sufriente y amortajado no encuentro nada, nadie tan bello, tan capaz de cautivar, de embellecer cuanto toca, cuanto mira. Capaz de tanta esperanza para el mundo ajado por el mal, por la injusticia, tan ansioso de elevación hacia lo divino. Aquí las puertas de este misterio tan terrible y tan bello.
Is 43,16-21: “Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?
Sal 125, 1-6: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Fp 3,8-14: Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor.
Jn 8,1-11: “Yo tampoco te condeno. Anda, y en adelante no peques más.
El Dios de la Creación con poder sobre las aguas que abrió para que pasase su pueblo como no se había visto antes, el Dios de la Historia que liberó a los israelitas de Egipto de modo prodigioso, ¿dejará de causar la novedad? Quien sepa de esperanza, esperará en Él y observará que hizo redrojar y redroja el cultivo desahuciado. Anunciando el regreso de Israel de Babilonia, anuncia la nueva creación, completa al final de los tiempos. No os quedéis parados en las lágrimas, pues son anticipo de sonrisas y cantos. Porque Cristo ha muerto en la Cruz y ha perdonado todos los pecados; porque así nos ha hecho a nosotros capaces de pedirle perdón y recibirlo. Este es mayor prodigio que el de la salida de Egipto, que el de la conquista de la Tierra Prometida, que el de la vuelta del exilio, porque une todos estos momentos: liberación, salida, reconquista y regreso, en un solo acontecimiento: el perdón de los pecados, la conmiseración de la debilidad humana y la revalorización de toda carne, donde reside la imagen y semejanza divina.
Esta maravilla la rubricó Jesús para la eternidad en la Cruz. Pero aquella cruz repetía misericordia. Hasta allá nos lleva la lectura del evangelio de este domingo, hasta el retoño del perdón divino en una rama lastrada y a punto de ser tronchada. Él la cura para salvarla. Venía el Maestro del monte, donde había pasado la noche de retiro. Hablaron Padre e Hijo todo lo que dio de sí el tiempo hasta el amanecer y luego el Hijo, de madrugada, fue al templo a enseñar. Temprano escucharon la Palabra de Dios los judíos que ya visitaban el templo. Los vio el Nazareno y se puso a enseñarles. Más tarde vinieron otros judíos, escribas y fariseos, que habían madrugado también para cazar a una adúltera con la piedra de la ley. Hablaban de aplastarla con la roca como exigía la ley que manejaban. No concordaba el legislador de aquella ley con el que prometía hacer nuevas todas las cosas. ¿Dónde ofrecer la novedad a un pecador si se le ejecutaba a causa de su propio delito? Se segaba toda posibilidad de esperanza. Pretendían enseñar de leyes al que era la misma Ley de Dios. Y Dios volvió a legislar en su Hijo con la novedad que nadie se esperaba: novedad para los escribas y fariseos, al poner en evidencia su propio pecado (condición necesaria para que cualquier pueda ejercer la misericordia); novedad para la mujer, que quedaba toda renovada con un perdón imprevisto (tan inmerecido quizás desde su perspectiva, como querido desde la de Dios); novedad para los presentes, que aprendieron tanto de la misericordia divina y de la miseria humana. El Dios creador recreó; el Dios liberador liberó; el Dios sorprendente sorprendió al amanecer con el nuevo día de aquella mujer de la que no sabemos su nombre, sino solo algo de su pecado y más de la misericordia recibida y acogida.
Jos 5,9a.10-12: Y desde ese día en que comenzaron a comer de los productos de la tierra, cesó el maná.
Sal 33: Gustad y ved qué bueno es el Señor.
2Co 5,17-21: Ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación.
Lc 15, 1-3.11-32: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”.
¿Invitarías a comer a un condenado por corrupción, a un toxicómano, a un borracho, a un pederasta…? Ciertamente yo no sé qué haría si se diera la ocasión, pero sí que sé lo que hizo Jesús por los que dijeron aquellos que no invitarían jamás a ninguna de las anteriores personas: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”. Es probable que el Nazareno no solo se dejase invitar por ellos, sino que también fuese Él mismo el anfitrión. Y comer era un auténtico momento religioso para los judíos, uno de los lugares menos oportunos para acercarse a la gente menos oportuna. Las manchas hay que evitarlas mejor que limpiarlas. Jesucristo se dejó manchar por acercarse a la pringue de quienes incumplían la ley mosaica ofreciéndonos otra realidad de pureza diferente a la ritual judía.
La parábola del padre misericordioso tiene una enjundia inagotable. Parece no resultar extraña una nítida distinción entre lo precioso de la historia y su práctica imposibilidad de realización. Cierto tipo de equidad o justicia ofrece unos reparos casi naturales a la resolución de la situación. Sorprende la falta de equilibrio y proporción hasta aparecer una especie de agravio entre los hijos, y, aún peor, una omisión de justicia con respecto al padre. No son pocos los elementos que cabrían esperar y son obviados: un arrepentimiento suficiente del hijo, una penitencia proporcional a la falta cometida, algún tipo de retribución hacia el padre y una compensación al hijo mayor como reconocimiento de su fidelidad. Todo ello queda olvidado, porque el absoluto protagonismo lo tiene la alegría paterna por el hijo recuperado. No minimiza la importancia del mal cometido: el padre habla de pérdida y de muerte, sino que supone tanta tristeza y tanto daño por observar cómo el hijo malogrado quiere recuperar su dignidad, que el perdón es una consecuencia de esa gozosa recuperación. Sin duda el padre antepone el bien del hijo a todos los supuestos resarcimientos en nombre de la justicia. La justicia para él es la vida de sus hijos que, en clave filial, no puede realizarse sin el vínculo con el padre y con los hermanos. Varias veces le recuerda al mayor de sus hijos la palabra “hermano” a la que conscientemente renuncia cuando nombra al menor como “ese hijo tuyo”.
El ejercicio del contenido parabólico queda para quienes han sufrido el desagarro de vidas muy amadas voluntariamente destrozadas por decisiones terriblemente dañinas. El bien del hijo se supedita al deseo de resarcimiento de la afrenta y el dolor. Hace falta acercarse mucho a la paternidad de Dios, hace falta amar mucho, para una sana alegría sobre lo que sucede aquí y su práctica o, al menos, el intento.
Esta es la alegría exquisita que nos ofrece este domingo que anticipa en la distancia, pequeña ya, la novedad purificadora de la Pascua. Lo que purifica es el amor sin límites de Cristo entregado para recuperarnos, para nuestra vida, hasta el punto de querernos consigo en la gloria de la Resurrección. ¿No es suficiente motivo para alegrarse? Habiendo sido hechos, lo explicitaba san Pablo en su Segunda Carta a los Corintios, mensajeros de la reconciliación, hemos de buscar esta alegría y alegrar a los demás con un perdón al modo del Padre celestial que realmente transforme nuestra realidad. Más motivos aún para la alegría y para hacer hueco a nuestra mesa a los predilectos de Dios para los que Él insiste continuamente ofreciéndoles (ofreciéndonos) vida.
Ex 3,1-8a.13-15: El sitio que pisas es terreno sagrado.
Sal 102,1-2.3-4.6-7.8.11: El Señor es compasivo y misericordioso.
1Co 10,1-6.10-12: El que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga.
Lc 13,1-9: Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.
Llegará un día en que los pies no puedan corresponder a las órdenes del corazón. Habrán ido, paulatinamente, perdiendo agilidad y seguridad, hasta que los pasos se hayan hecho inciertos y costosos. La ancianidad comienza no pocas veces en las piernas. El camino se limita y se busca el terreno sin desniveles ni obstáculos. Hasta entonces a los pies tampoco les importó mucho el piso donde se plantaban.
Caminaba Moisés como diariamente en su oficio de pastor desde que salió de Egipto huyendo del faraón. Desde niño había tenido costumbre de pisar en terreno de palacios, mientras que ahora había de pisar el suelo árido de la estepa desértica, la misma tierra sobre la que ponían sus pezuñas sus rebaños. Pero un día se encontró, sin darse cuenta, pisando terreno sagrado. Ante él sucedió el prodigio de una zarza ardiendo sin que esta se consumiera. Dios se le manifestaba para mostrarle quién era y enviarlo a realizar una misión importante para su pueblo. Tuvo que descalzarse, poniendo piel con tierra, como signo de reverencia. Allí donde se hace presente Dios convierte el terreno en sagrado y hay que quitarse el calzado entrando en contacto directo nuestra sensibilidad con el lugar habitado por Dios. En aquellos días Dios habitaba entre su pueblo oprimido y esclavizado por los egipcios. Clamaron a Él y Él les asistió. Aquella tierra, lugar de visita del Altísimo, pueblo de Israel, era más sagrado que los mármoles de las moradas de los faraones. Dios estaba con ellos. De este modo, Moisés aprendió y enseñó a caminar en terreno sagrado. Durante cuarenta años anduvo con su pueblo intentando hacer entender a los israelitas que el camino hacia la Tierra Prometida había que realizarlo descalzo, es decir, con profunda reverencia y agradecimiento a Dios, con humildad y acogida, porque este mismo Dios, “yo soy”, lo había convertido en terreno sagrado. Por eso podía escuchar el nombre de su Creador y Señor, de su Compañero en el nuevo camino. Camino de tierra sagrada.
La higuera, árbol especialmente generoso, da en dos ocasiones cada año, convierte la tierra en fecunda por medio de su fruto. Es posible que la imagen de la higuera nos remita al templo de Jerusalén en esta parábola, pues en tiempos de Jesús simbolizaba esta institución. Con ello se estaría refiriendo al Pueblo de Israel y su relación con Dios. Sin el injerto en Cristo dejaría de dar fruto a su tiempo. Era buena su tierra, pero agotada, el abono y la frescura que traía el Maestro de Nazaret aportaba consigo también la fecundidad, hacía aún más sagrada la tierra. No otra tierra, sino su propia carne, la condición humana. Ante ella hay que descalzarse, porque es terreno consagrado por Dios y donde se hace presente por medio de su Espíritu. La visualización más resuelta a constatar el provecho de esta tierra es el fruto. Dos frutos se le pedía al pueblo israelita, el cuádruplo se le puede exigir a la Iglesia que conoce a Jesucristo crucificado y resucitado. El cuádruplo a cada cristiano, terreno sagrado para trabajar por la consagración de toda tierra. El trabajo es condición indispensable para ser de Dios, para mejorar.
La tranquilidad religiosa de un grupo de galileos fue perturbada por la espada de Pilatos; el derrumbe de una torre alteró la cotidianidad de dieciocho jerosolimitanos. Los discípulos de Jesús, como seguramente muchos judíos, vieron en ello el castigo debido a frutos malos. Jesucristo, en cambio, advierte de que ese final abrupto y violento puede esperarle a cualquiera. Lo realmente importante es una conversión profunda que se esmere por los mejores frutos en el Señor. ¡Qué menos se le puede pedir a esta tierra sagrada!