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En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo C

DOMINGO XXIV T. ORDINARIO (ciclo C). 15 de septiembre de 2019

 

Ex 32,7-11.13-14: Acuérdate de tus siervos.

Sal 50: Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre.

1Tim 1,12-17: Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio.

Lc 15,1-32: “Ese acoge a pecadores y come con ellos”.

Muchos problemas se ahorraría Dios si pusiese fin al pecado extirpando al propio pecador con él. Cuando el perro muere, termina la rabia, nos recuerda el refrán. También facilitaría la vida a los justos y solucionaría, en gran medida, las reticencias para creer en Dios en un mundo profundamente herido por la injusticia. Donde todo son ganancias, ¿a qué viene esa condescendencia con los pecadores hasta el punto de parecer Dios mismo legitimador de sus pecados?

                La apelación al perdón y a la misericordia es continua en el ministerio de Jesús. Es más, su trabajo tuvo especial atención hacia los pecadores y esto fue objeto de censura por parte de fariseos y escribas: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”. Parece, según esta expresión, que el Maestro nazareno no solo se dejaba invitar por gente reprobable, sino que Él mismo fue anfitrión para ellos y preparó para ellos banquetes. Y preparó también palabras para justificar su postura. El evangelista Lucas nos ha dejado un ramillete de tres: dos más escuetas, la de la oveja extraviada y la moneda perdida en casa, y otra con más relato y color: el hijo perdido y el padre misericordioso. En las dos primeras lo que se pierde es pasivo a la búsqueda. Sencillamente es encontrado. En el tercer caso hay una actividad previa que posibilita el hallazgo: el hijo se pone en camino (aunque sea por una motivación bastante interesada).

                Si se mezcla lo sagrado con lo corrupto hay riesgo de contaminar lo primero y devaluarlo. Así pensarían quienes criticaban a Jesús por su vecindad con los pecadores. Aunque también cabe el peligro de lo deteriorado sufra restablecimiento y reintegración. Esto le gusta más a Dios. Sabía de la fragilidad de la tierra con que modeló al hombre y a la mujer, y se arriesgó. Sabía del peligro a los que se abre la libertad, y se arriesgó. Sabía de la temeridad de concederle a su débil criatura humana la capacidad de llegar a ser como Dios, y se arriesgó. El que ama se arriesga; amando al hombre, su criatura, lo habilitó para amar a su Creador, aunque con posibilidad de que lo rechazara. El mundo, marcado por el signo de la Cruz desde su misma plasmación, está signado por el amor divino y por el riesgo del desamor en su criatura.

                La exclusión de los pecadores de la proximidad con el Padre les parecería justa a fariseos y letrados. Cuánto más si barruntasen que Dios mismo haría hogar con ellos. Un Señor que se mancha con sus criaturas delata un corazón limpio. La acogida a los pecadores, con censura siempre del pecado, es llevar el amor a sus últimas consecuencias: amar en las heridas, en la fealdad, en lo más turbio… de cada persona proporciona la mirada más sanante y purificadora, porque se compromete en el amor con la persona misma, más allá de las expectativas que se tienen o tuviesen con ella. Es una declaración de que su vida siempre seguirá mereciendo la pena y siempre tendrá oportunidad de aportar.

                El Creador no pretendió las fisuras del mundo, pero las conocía de antemano. No quería el sufrimiento de nadie, pero se arriesgó a ello, así como al fracaso de su Hijo, traicionado, abandonado, crucificado. Todo ello por amor. El perdón nace del amor y, aunque sea un regalo de la víctima, viene requerido por el mismo compromiso de amar. Esta es una de las mayores alegrías del cielo, que nunca dejará de mirar con esperanza al corazón de todo hombre y nunca dejará de alegrarse por cada pecador convertido.

La paciencia de Dios para con el pecador es nuestra esperanza.

DOMINGO XXIII DEL T. ORDINARIO (ciclo C). 8 de septiembre de 2019

 

Sb 9,13-18: ¿Qué hombre conocerá el designio de Dios?

Sal 89: Señor, Tú has sido nuestro refugio de generación en generación.

Fm 9b-10.12-17: Yo, Pablo, anciano, y ahora prisionero por Cristo Jesús, te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien engendré en la prisión Te lo envío como a hijo.

Lc 14, 25-33: Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí no puede ser discípulo mío.

En aquel tiempo mucha gente seguía a Jesús. Los pocos del principio se convirtieron en muchedumbre en cuanto lo fueron conociendo, lo seguían hacia Jerusalén, sin saber las consecuencias de ese seguimiento, desconociendo la suerte final de Aquel a quien seguían. El Maestro quiso evitar toda confusión, así es que fue aclarando las cosas enseñando que el que quisiese ser realmente discípulo suyo habría de estar dispuesto a una exigencias considerables. No es malo que queden esclarecidas también para nosotros, al menos para fabricarnos falsas expectativas sobre lo que Dios pide y lo que estamos dispuestos a ofrecer.

            El Evangelio de Jesucristo no es incompatible, por supuesto, con el cuidado de los vínculos afectivos familiares. Sin embargo, estos han de estar subordinados a aquel. Los lazos más inmediatos y más fuertes, los generados por el parentesco y por la elección libre para hacer nuevo parentesco en el matrimonio, no han de superar en rigor y contundencia al que se establece entre el discípulo y el Maestro. En su forma originaria y radical, el verbo empleado no significa “posponer” sino “odiar”, lo que causa perplejidad. Puede entenderse en el contexto de que el amor a Dios ha de tender hacia una incondicionalidad y una entrega tan decisiva, que todo otro vínculo, aun de la transcendencia del familiar, queda relegado a un puesto de antípodas. Es un recurso dialéctico del lenguaje para resaltar el contraste. También puede hacer alusión al rechazo de los familiares a aquel miembro del núcleo familiar que se ha hecho cristiano. El creyente ha de tener cautela de “odio”, entendido como relativización de esos lazos, para no ceder a las amenazas y a una previsible pérdida de contacto con ellos, por lo tanto siendo abocado a una posición de soledad, aislamiento y vulnerabilidad. Lucas se detiene en un enumerando una a una las relaciones familiares de más fuerza. Todas han de ser superadas por la relación con el Señor.

            La aparición de la cruz en esta interpelación de Jesús suscita la pregunta sobre lo que el Maestro quería expresar con ella. Parece ser una expresión acuñada tras la muerte y resurrección de Cristo. Pero es cierto que tenemos otra parecida: “cargar con mi yugo”, de significado similar, que pudo ser utilizada por el mismo Jesús. En ambos casos puede aludir a la misión, la vocación particular y universal con la que Dios nos ha configurado y nos vamos dejando modelar, y al sacrificio, a la entrega de la propia vida. Ponerse detrás de Jesús con la marca abierta de la búsqueda de aquello que Dios pide y la actitud de darlo todo, la vida, por Él, como la disposición para que se haga realmente su voluntad, armonizando la propia voluntad con la suya. Con lo cual no han de prevalecer los proyectos personales, por muy entusiasmante que sean, sino la rigurosa búsqueda de lo que el Señor pide.

            Un seguimiento con tanta exigencia, ¿merece la pena? Es necesario sentarse y echar cuentas, como las debería echar un hombre que quiere construir una torre (para protegerse, para ver con mayor perspectiva…). En ello le va el prestigio ante los demás. O como el rey que tiene que entrar en combate con otro. En ello le va la supervivencia de su pueblo y la suya propia. El Maestro pide sentarse a discernir, pues advierte la exigencia de su discipulado. Queda ofrecido a todos, pero cada cual ha de ser consciente de lo que esto conlleva.

            Aquel viaje último a Jerusalén remató en la Cruz. La muchedumbre que lo seguía menguó considerablemente conforme fue siendo consciente de lo que ser discípulo suyo reclamaba. Finalmente en el Calvario se vio prácticamente abandonado por todos. Hoy no son menos las exigencias.

DOMINGO XXII DEL T. ORDINARIO (ciclo C). 1 de septiembre de 2019

 

El suelo nivela a todos desde un mismo rasero, el de la tierra. Desde ahí arranca todo lo humano, desde ahí al principio de su medida. Aunque haya cabezas que sobresalgan sobre otras, igualmente se nivelan en su distancia hacia el cielo. Frente a tales dimensiones, qué más dan unos centímetros más unos centímetros menos. En una palabra, participamos, sin exclusión de nadie, de un común coincidir en la base sobre la tierra y la enorme distancia, abismal, hasta el cielo.

                Esta plática sobre la tierra no tiene otra finalidad que poner en sintonía con el tema fundamental de las lecturas de este domingo: la virtud de la humildad. La etimología delata lo que esconde: sabor a tierra, al humus del que todos partimos. Ya no solo por sostener nuestra planta en él, sino por estar hechos de esta tierra que no puede elevarse sino modestamente más allá del lugar de arranque. Tierra de la cabeza a los pies, sin que de los pies a la cabeza pueda destacarse especialmente su altura, por muy enhiestos que nos pongamos. De esta tierra nuestra puede decirse que da la medida de lo que somos, y también de lo que podemos llegar a ser (que no se queda solo en tierra).

                Una particularidad de cualquier pedazo de terreno es su ubicación. Tan sujeto al espacio, no puede prescindir de un lugar. A esto estamos sujetos también nosotros, terruños animados. Pero como un realidad viva, con un movimiento de búsqueda que anhela esa posición en el mundo. Encontrarla trae paz y felicidad.

                Para los judíos fariseos y otros fieles piadosos la comida se había convertido en un lugar de importancia capital para la expresión de su fe. En muchos sustituía en cierta medida al culto del templo, en manos de los saduceos. Representaba un pequeño universo, un microcosmos, donde lo que se comía, cómo se comía y con quién se comía había de ser cuidado delicadamente. Era la anticipación más expresiva del banquete definitivo del destino último feliz y perpetuo. La posición en la mesa del banquete simbolizaba asimismo la que uno tenía en la sociedad y la que habría de tener en el Reino. A veces las vinculaciones desajustadas entre tierra y cielo ofrecían extrañas expectativas. El motivo de su desajuste radicaba, fundamentalmente, en el desprecio de la tierra. Cuando más a tierra parece la condición de una persona, menos apetece sentarla a tu lado. Saben demasiado a tierra la pobreza, la tara física, la discapacidad en cualquiera de sus formas, la enfermedad, la fragilidad, la ancianidad… Puesto que estamos constantemente dispuestos en actitud de despegue, cuesta acercarse o dejar que se acerque aquello tan quebradizo y endeble. No estamos dejos de la actitud de los fariseos y sus seguidores, cuyo criterio se regía por las normas de pureza.

                Amar la tierra de la que estoy y están hechos todos los humanos es el principio de la virtud de la humildad. Es más, aprender a amarla en lo desconcertante de ella, donde descubrimos lo menos bello y apetecible y esperable. Porque de ello está especialmente enamorado Dios, y quien ama lo que Dios ama adquiere acceso a lo celeste. La tierra se convierte en terreno irrigado por el Espíritu de Dios para una fecundidad insospechada por lo abundante, por lo prolijo, por lo multiforme, por lo fraterno. Cuánta belleza divina imperceptible, por centrar la mirada en lo que Dios no pretendía. El amor a la tierra que somos: la mía, la tuya, la de todos, nos facultará para encontrar nuestro lugar en la mesa compartida con el Señor para toda la humanidad. Y gozaremos con ello.

DOMINGO XIX T. ORDINARIO (ciclo C). 11 de agosto de 2019

 

Sb 18,6-9: Tu pueblo esperaba la salvación de los justos.

Sal 32: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

Hb 11,1-2.8-19: La fe es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve.
Lc 12,32-48: Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas.

 

Lo que fue hecho por Dios para culminar en Dios, apetecerá siempre a Dios. Este apetito no se puede resolver con nada más que Él, lo que exige soltar la mano de los asideros humanos para agarrarse a los de Dios que son la esperanza y la fe. La esperanza: la aspiración hacia la plenitud personal y global; el camino que alienta y motiva la superación del estado actual. La fe: la confianza y la certeza de que ciertamente hay una meta gloriosa, porque existe un Dios misericordioso y justo que cumple lo que promete y lo hace posible.

                Conviene recordarnos a menudo a los cristianos que somos caminantes. La interpelación a no poner la confianza en los bienes con que nos exhortaba el Maestro el domingo pasado encuentra aquí su secuela. No aspiramos a lo bueno, sino a lo mejor; porque no hemos sido creados para lo bueno, sino para lo mejor que será exclusivamente la plenitud de lo que estamos llamados a ser, la consecución de la condición humana gloriosa en Cristo glorioso.

                Para ello es importante esclarecer los apetitos personales, es decir, llegar al conocimiento de fondo de lo que realmente se apetece. Tras el afán de bienes, de posesiones, de dominio, de autoridad, de reconocimiento… ¿no habrá, más bien, una necesidad de seguridad, de apuntalamiento de la propia valía, de convencimiento de que se está aprovechando la vida y tiene algún sentido? Cuando pretendemos conseguir algo, ¿detrás de qué vamos en realidad?

                La invitación de Jesús a no descuidarnos es un requerimiento para tomar en serio nuestra vida. Comienza confortando: “No temas pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino”, para luego exigir una atención cuidada y no desaprovechar la vida. La exhortación a la vigilancia es el modo en que rechaza el conformismo y el interés centrado en la comodidad del presente. Esta llamada de atención se hace más estricta con quienes tienen responsabilidad sobre otras personas.

                El ejemplo de los patriarcas como Abrahán y Sara que ofrece la Carta a los Hebreos visibiliza el itinerario y la meta de quienes confiaron en Dios y no se detuvieron en lo ya conseguido, porque apetecían al mismo Dios y se fiaron de Él y sus promesas.

DOMINGO XVII T. ORDINARIO (ciclo C). 4 de agosto de 2019

 

Ecl 1,2; 2,21-23: ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?

Sal 89: Señor, Tú has sido nuestro refugio de generación en generación.

Col 3,1-5.9-11: aspirad a los bienes de allá arriba, no a los de la tierra.

Lc 12,13-21: Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?

El producto del trabajo se convierte en dinero como material que facilita la adquisición de otros bienes para la vida. Otros medios de intercambio, como el trueque, entraña severos límites que solventa con facilidad la moneda (que ya en la mayor parte de los casos ha sido sustituida por números en la cuenta bancaria). El trabajo en sí es un bien, por lo que, aun teniendo en cuenta que “todo obrero merece su salario”, la labor realizada ha de ser humanizadora, dignificadora, de uno u otro modo ilusionante. Cuando esto falla, puede que el único o principal aliciente sea el dinero que proporciona la actividad laboral. Este arranque, ya viciado de arranque, llevará consigo el desajuste hasta otros ámbitos. A más grado de insatisfacción con el propio trabajo, más expectativas en ganar más dinero para resarcir la decepción. Si el trabajo o sus condiciones se devalúan, no es difícil que el dinero ocupe un lugar inapropiado para la persona.

            Una característica del dinero que lo hace tan apetecible es la posibilidad de cambiarlo por prácticamente cualquier bien, lo que lo convierte en un recurso capaz de alcanzar todos los demás bienes. Sociológicamente es reconocido como un elemento “ficha”. De esta potencialidad para proporcionarlo “todo” es consecuente que sea valorado como un “todo”, o, al menos, como un “mucho”, hasta la ingenua y dañina perversión de llegar a considerar que incluso aquellas realidades carentes de valor económico y propia de las relaciones humanas, como el amor, el ejercicio humano más elevado, pueden ser accesible mediante el dinero. Dicho de otro modo, puede parecer que el dinero proporcionará cualquier cosa necesaria en lo material y en lo espiritual, o, si no en lo espiritual, la convicción de que lo material será suficiente para la felicidad. El deseo de dinero es, de forma subrepticia, deseo de felicidad. Como naturalmente esto es frustrante al no proporcionar lo que parecía prometer, aumenta la avidez de dinero al tiempo que se acentúa el anhelo de felicidad. Sencillamente un desorden desastroso.

Esta concepción desordenada de la vida arrastra hacia otros: la avaricia, la codicia, el robo, la malversación. El desequilibrio afecta a los más desamparados acentuando su dificultad para conseguir bien trabajo, bien unas condiciones laborales y salariales dignas. El daño producido a nivel mundial por esta forma desajustada en la consideración es terrible. En primer lugar el dinero se encumbra como sustituto de Dios, se idolatra; en segundo, pervierte las relaciones humanas y causa o agrava las injusticias. No le faltaban razones a Jesús para decir “no podéis servir a Dios y al dinero”.

Ante esta valoración tan poco acertada de la vida que afecta a la consideración del dinero, y que no deja de ser una ficción, en cuanto que finge dar lo que no puede, la integridad humana, el Maestro propone un realismo obvio: el dinero asegura la protección de la vida, es evidente, y la muerte acecha en todo momento. La parábola del rico que obtuvo una gran cosecha indica inicialmente lo que pueden ser los sueños de muchos, es decir: disponer de bienes suficientes para una buena vida; para resolverlo con la realidad: la muerte puede llegar en cualquier momento y nada de lo acumulado será aprovechable por el difunto. Por lo tanto, ¿en qué invertimos los recursos de nuestra vida? Será mejor hacerse amigo de Dios, el Señor de la Vida, que preocuparse y afanarse por lo que ignora que hemos sido creados para la inmortalidad.

Una sana y esmerada relación con el Señor equilibra el valor del dinero en su medida y evita todo tipo de abuso idolátrico. 

DOMINGO XVII T. ORDINARIO (ciclo C). 28 de julio de 2019

 

Gn 18,1-10: El juez de toda la tierra, ¿no hará justicia?

Sal 137: Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor.

Col 2,12-14: A vosotros, que estabais muertos por vuestros pecados, os vivificó con Él.

Lc 11,1-13: ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?».

 

“Creo en la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados y la vida eterna. Amén”. Así termina el llamado “Credo de los apóstoles” de origen latino, del cual se cuenta que sus doce artículos fueron definidos cada uno por un apóstol antes de marchar a evangelizar por el mundo, para contar con una fórmula de fe idéntica y darla a conocer en su misión. Lo que tras esta historia encontramos, más allá de detalles con sabor legendario, es una fe de origen apostólico. Y aquí se profesa la “comunión de los santos”.

            Esta comunión alude a la corporeidad originaria con que está constituida la Iglesia y de la que forma parte todo cristiano como sociedad, como comunidad, como familia. Donde va uno, de algún modo, van todos los demás. Es decir, nada de lo que hace un bautizado es indiferente al resto de la Iglesia ni aun de la sociedad. Influimos, para bien, regular o mal en el Cuerpo de Cristo, porque somos parte de él. Y existe igualmente una solidaridad entre todos los hombres, de modo que unos a otros podemos facilitarnos no solo la vida, sino la vida eterna, o bien entorpecer el camino hacia ella.

            El único salvador es Cristo, sin duda. Su influencia, absolutamente decisiva, corresponde a Aquel por quien han sido creadas todas las cosas y hacia el cual van todas las cosas. Por eso con su vida y con el acontecimiento crucial de su muerte y resurrección ha podido ser causa de salvación para todos. Bien lo sabía san Pablo, como lo refleja la lectura de la Carta a los Colosenses de la liturgia de hoy.

            El bueno de Abrahán se atrevió a la mediación hasta el regateo con Dios. Este Dios deja que el anciano Abrahán aparezca como el misericordioso, el más interesado en la salvación de una ciudad tremendamente corrompida. El precioso diálogo con Dios indica la importancia de la intercesión de unos por otros. La historia de la humanidad revela el bien causado cuando una persona ha emprendido una iniciativa humanizadora y el mal provocado cuando ha sido lo contrario. En el caso de los amigos de Dios, como Abrahán, su poder creativo es grande, su capacidad mediadora para los demás es causa de muchos bienes.

            Aquí puede integrarse la insistencia de Jesús por la petición al Padre. Pedirle es reconocer su paternidad, por la consciencia de la necesidad que tienen de Él sus hijos, infecundos sin su ayuda. La misma oración que Jesús nos regaló para dirigirnos al Padre (aquí en la versión de Lucas) es una colección de peticiones. Cuanta más confianza en Dios, más petición, más capacidad de intercesión. Esta capacidad se encuentra también en los difuntos y en los santos, quienes, en amistad constante con el Señor, trabajan para nuestra llegada, como ellos, a la vida eterna junto a Dios y sus hijos. Porque Él quiere la salvación de todos y la implicación activa de todos (hay cantidad de formas y medios) para esta misma salvación del Cuerpo de Cristo.