Ex 3,1-8a.13-15: El sitio que pisas es terreno sagrado.
Sal 102,1-2.3-4.6-7.8.11: El Señor es compasivo y misericordioso.
1Co 10,1-6.10-12: El que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga.
Lc 13,1-9: Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.
Llegará un día en que los pies no puedan corresponder a las órdenes del corazón. Habrán ido, paulatinamente, perdiendo agilidad y seguridad, hasta que los pasos se hayan hecho inciertos y costosos. La ancianidad comienza no pocas veces en las piernas. El camino se limita y se busca el terreno sin desniveles ni obstáculos. Hasta entonces a los pies tampoco les importó mucho el piso donde se plantaban.
Caminaba Moisés como diariamente en su oficio de pastor desde que salió de Egipto huyendo del faraón. Desde niño había tenido costumbre de pisar en terreno de palacios, mientras que ahora había de pisar el suelo árido de la estepa desértica, la misma tierra sobre la que ponían sus pezuñas sus rebaños. Pero un día se encontró, sin darse cuenta, pisando terreno sagrado. Ante él sucedió el prodigio de una zarza ardiendo sin que esta se consumiera. Dios se le manifestaba para mostrarle quién era y enviarlo a realizar una misión importante para su pueblo. Tuvo que descalzarse, poniendo piel con tierra, como signo de reverencia. Allí donde se hace presente Dios convierte el terreno en sagrado y hay que quitarse el calzado entrando en contacto directo nuestra sensibilidad con el lugar habitado por Dios. En aquellos días Dios habitaba entre su pueblo oprimido y esclavizado por los egipcios. Clamaron a Él y Él les asistió. Aquella tierra, lugar de visita del Altísimo, pueblo de Israel, era más sagrado que los mármoles de las moradas de los faraones. Dios estaba con ellos. De este modo, Moisés aprendió y enseñó a caminar en terreno sagrado. Durante cuarenta años anduvo con su pueblo intentando hacer entender a los israelitas que el camino hacia la Tierra Prometida había que realizarlo descalzo, es decir, con profunda reverencia y agradecimiento a Dios, con humildad y acogida, porque este mismo Dios, “yo soy”, lo había convertido en terreno sagrado. Por eso podía escuchar el nombre de su Creador y Señor, de su Compañero en el nuevo camino. Camino de tierra sagrada.
La higuera, árbol especialmente generoso, da en dos ocasiones cada año, convierte la tierra en fecunda por medio de su fruto. Es posible que la imagen de la higuera nos remita al templo de Jerusalén en esta parábola, pues en tiempos de Jesús simbolizaba esta institución. Con ello se estaría refiriendo al Pueblo de Israel y su relación con Dios. Sin el injerto en Cristo dejaría de dar fruto a su tiempo. Era buena su tierra, pero agotada, el abono y la frescura que traía el Maestro de Nazaret aportaba consigo también la fecundidad, hacía aún más sagrada la tierra. No otra tierra, sino su propia carne, la condición humana. Ante ella hay que descalzarse, porque es terreno consagrado por Dios y donde se hace presente por medio de su Espíritu. La visualización más resuelta a constatar el provecho de esta tierra es el fruto. Dos frutos se le pedía al pueblo israelita, el cuádruplo se le puede exigir a la Iglesia que conoce a Jesucristo crucificado y resucitado. El cuádruplo a cada cristiano, terreno sagrado para trabajar por la consagración de toda tierra. El trabajo es condición indispensable para ser de Dios, para mejorar.
La tranquilidad religiosa de un grupo de galileos fue perturbada por la espada de Pilatos; el derrumbe de una torre alteró la cotidianidad de dieciocho jerosolimitanos. Los discípulos de Jesús, como seguramente muchos judíos, vieron en ello el castigo debido a frutos malos. Jesucristo, en cambio, advierte de que ese final abrupto y violento puede esperarle a cualquiera. Lo realmente importante es una conversión profunda que se esmere por los mejores frutos en el Señor. ¡Qué menos se le puede pedir a esta tierra sagrada!
Gn 15-18: “A tus descendientes les daré esta tierra”.
Sal 26,1.7-8a.8b-9abc.13-14: El Señor es mi luz y mi salvación.
Fp 3,17–4,1: Nosotros somos ciudadanos del cielo.
Lc 9,28b-36: Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.
Una descendencia y una tierra: Dios promete doble a Abrahán. ¿Quién le podría dar más? En la tierra quedaba también implicada la descendencia, que dispondrá de un espacio propio… ¿Para qué? Para vivir. ¿Quiénes? La estirpe de Abrahán. Con el anciano de Caldea comenzaba una nueva dinastía, la de los creyentes en el único Dios escogidos para la doble promesa. El Dios de Abrahán jamás se olvidaría de su pueblo, aunque el pueblo sí de Él. Tampoco el Altísimo se descuidaría de lo prometido. El pueblo lo llegó a malentender. Dios se endeudó con ellos y no decepcionó; si bien ellos reclamaron lo que nunca llegó a prometerles.
¿Por qué habría de importarle a Abrahán tener descendientes? La descendencia prolonga la vida personal: en cierto modo uno sigue viviendo en la medida en que la sangre propia (lo que hoy llamamos genética) se transmite una generación tras otra. Pero hay un inconveniente no pequeño: la persona particular ciertamente no supera la muerte y, tras ella, se pierde definitivamente. La posesión de una tierra para uno mismo y los suyos permite la libertad para la convivencia y el culto, aunque tampoco asegura la pervivencia, ni el bienestar, ni la felicidad.
Aún esperan los hijos de Abrahán de nuestros días aquella Tierra; aún no la poseen sin conflicto. Sus leyes pretender proteger el territorio y la estirpe, lo que les lleva a medidas severas y en cierto modo excluyentes. Tal vez han conservado el eco de aquella promesa, pero no tanto el del Dios que les prometía. La tierra más hermosa, más próspera, más prometedora sin Dios, se vuelve huera.
Lo que se le prometió a Abrahán se cumplió más allá de Abrahán y los de su raza. Lo proclamaba un hijo de Abrahán, Pablo de Tarso, que conoció a otro hijo de Abrahán, Jesús de Nazaret. Este era, todavía mucho más que de Abrahán, hijo de Dios. En Jesucristo se cumplió la promesa: nuevos hijos con amplitud planetaria, para la nueva Tierra, el Reino de los Cielos. Decía así su discípulo Pablo: “Somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo”. La herencia de Abrahán se recibió en Cristo y en Cristo todos podrán ser herederos de nueva descendencia, como hijos de Dios y de nueva tierra gloriosa, con gloria de cielo. Pero para ello habremos de vivir como hijos y protectores del lugar ofrecido por Dios. Para ello no debemos olvidarnos del que prometió y sigue prometiendo.
Si los hebreos no entendieron, tampoco hemos entendido mejor los cristianos. Los límites del espacio que se concibe como propio ha sido motivo de contiendas innumerables e interminables. Sigue siéndolo hoy: el territorio se ha convertido en un espacio excluyente para el de fuera (el de otro terreno); en un lugar para el que se busca prosperidad sin que importe la suerte de las otras tierras, a las que muchas veces esquilmamos. En la propia tierra prosperan los sobresalientes mientras otros permanecen ocultos u ocultados, desfavorecidos, como si tuvieran menos derecho a decidir sobre el territorio. Los descendientes de Abrahán nos hemos olvidado de nuestra estirpe, que ante todo es la de los hijos de Dios, y a duras penas escuchamos a Dios, cayendo en la infidelidad repetida de los israelitas. Se reanuda, actualizada, la idolatría; nos hacemos hijos de otros dioses como para prolongar la existencia con una vida más satisfactoria, porque se llena de más cosas, de nuevos placeres, donde se promete alargar la juventud con esperanzas de inmortalidad.
La transfiguración de Jesús nos invita al cielo; a tocar el cielo ya ahora, conversando con la Palabra de Dios (Moisés y Elías, la Ley y los profetas), conversando con la Palabra hecha carne, Jesucristo. De nuevo, como en el bautismo, escuchamos a Dios Padre señalándonos a su Hijo y pidiéndonos que lo escuchemos:“Este es mi Hijo, el escogido, escuchadlo”. En Él comienza la tierra nueva, el cumplimiento de la promesa de Dios. Tierra donde habita la justicia y la paz, la alegría y la esperanza, donde mana leche y miel… para todos. Ya tocamos el cielo, aunque no a manos llenas, sino con esperanza de plenitud. Este cielo viene con anuncio de pasión y muerte, como en la conversación de Jesús con Moisés y Elías, porque el acceso a la promesa de la tierra está en la Cruz de Cristo, en su entrega completa a Dios para nosotros. Esa cruz es como el arado para adecuar la tierra al riego y la buena semilla. Siendo buenos hijos de Dios disfrutamos ya de la tierra nueva, no sin privaciones, insultos, incomprensiones, aislamiento… Cruz. Cuanto más obedientes, más hijos y más libres para poseer esta tierra regalada por Dios. Y no lo que esclaviza, aquello que llamamos “terreno” y nos convierte en dependientes y esclavos, en hijos auto-desheredados de Dios o hijos de lo que no es Dios.
Así quiere engendrar también el Seminario para la libertad. Los jóvenes que allí se preparan pretender anunciar, enseñar y celebrar para la posesión de la verdadera tierra. Han de hacerse muy amigos de Jesucristo, sentir el tacto del cielo tanto como el de su Pasión, y así suscitar y motivar hijos de Dios responsables ante los requerimientos del Señor, con una doble promesa mucho más abundante y exigente que la de Abrahán: descendientes del Señor, herederos del Reino de los cielos. Trabajadores, por tanto, para la nueva humanidad. Pidamos por ellos, que sean fieles; pidamos a Dios que no falten; pidamos por nuestro Seminario y la fidelidad de los presbíteros y los obispos y de todos los hijos del Padre, legítimos herederos de la promesa de Abrahán.
Dt 26,4-10: Clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia.
Sal 90,1-2.10-15: Estás conmigo, Señor, en la tribulación.
Rm 18,8-13: Nadie que cree en Él quedará defraudado.
Lc 4,1-13: Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto.
El mismo Espíritu que llevó a Jesús a las aguas del Jordán y se derramó sobre Él lo lleva ahora al desierto. Este Espíritu mueve a paradojas o, más bien, a complementarios: el río y el desierto se necesitan en la vida del creyente. La eficacia del agua se pone a prueba en el yermo, y en la sequedad se aprecia y anhela mucho más lo que sacia la sed. Esto sucede en la vida del seguidor de Cristo, aún con mayor claridad: lo que recibe la presencia del Espíritu y se deja empapar por Él ha de recibir el fuego de la prueba para asimilarlo como propio y ensanchar los veneros para hacer más sitio a Dios. Un día el Espíritu unge a Jesús en el río fértil y otro día lo lleva a la soledad desértica para afrontar la tentación.
El tentador se encontró con el oponente más firme, y no porque estuviera hecho de otra masa diferente al resto de humanos, sino porque la fuerza del Maestro residía en el poder del Espíritu de Dios que obraba en Él. Los resquicios por los que la tentación pretende horadar para provocar el daño están en la parte más tierna y frágil, en esta condición humana tan dependiente y limitada. Nos pesa vernos sujetos a un proceso tan gradual y renunciar al éxito repentino por otro al que se llega solo tras esfuerzo y tiempo. Cada una de las tres tentaciones parecen querer atentar contra la esperanza en el ser humano, en que el Dios espera una y otra vez.
Convertir las piedras en pan consiste en renunciar en el trabajo necesario para ganar el jornal y adquirir aquella sustancia que alimenta nuestras vidas de un modo inmediato, “divino” podríamos decir, que excluye lo humano (sacrificio, constancia, paciencia) y, por tanto, devalúa al hombre relegándolo a un papel marginal. El poder y la gloria ofrecidos por el tentador son la ficción de considerar que lo máximo a lo que se puede aspirar es al sometimiento de los demás del modo que sea y su reconocimiento (que acepten y acaten mis proyectos, que asientan a mis palabras…), cuando, en verdad, lo que nos hace poderosos es el ejercicio de la libertad para elegir el bien y desechar el mal. La pretensión de dominio sobre otros es un signo fuerte de debilidad interior. La última tentación de Jesús lo ubica junto al lugar santo, el templo, pretendiendo que haga un milagro innecesario con la intervención de los ángeles. El milagro es un signo de la acción providente y misericordiosa entre nosotros, no es un cauce ni para que eludamos nuestras responsabilidades, ni para una intervención de Dios que nos deje a nosotros ociosos. La mayor fuerza de Dios entre nosotros ha querido que llegue a través del Espíritu Santo en nuestras propias vidas para hacer fuerte lo débil, valiente lo cobarde, sabio lo necio… y hacerlo en esto tan humilde como es la persona humana. Si no llega el milagro de pan para todos, uno de los más añorados, es porque no hemos llegado aún a la maravilla de la distribución justa de los bienes producidos. La pretensión de que Dios haga lo que deberíamos hacer nosotros es una irresponsabilidad y un signo de desconfianza en las posibilidades humanas.
Moisés invitaba al pueblo a hacer memoria de las acciones maravillosas de Dios en su historia para darle gracias y ofrecer las primicias de los frutos de su esfuerzo. Son producto de la colaboración de Dios y el hombre. Y san Pablo exhortaba a la comunidad de Roma a profesar y creer que Jesús es el Señor. Es el reconocimiento de que Dios mismo hecho hombre nos ha dado el mayor ejemplo del poder humano que se ha dejado llenar y mover por el Espíritu.
El pasaje de las tentaciones de Jesucristo en esta Cuaresma recién estrenada es una palabra fenomenal para tomar conciencia de aquellos aspectos personales que más nos inquietan, pero que forman parte irrenunciable de nosotros y que tenemos que asumir, valorar y fortalecer desde el don de Dios. Consiste en valorar y amar la condición humana, más aún, yo hombre, mi humanidad concreta por la que Dios envió a su Hijo y murió y resucitó. Precisamente aquello contra lo que lucha el tentador, envidioso de que en algo tan sencillo y humilde como lo humano pueda brillar tanto la gloria de Dios. ¿No estaremos nosotros aliándonos con el mal cuando desesperamos de nosotros mismos o miramos con resentimiento y envidia a otras personas? En lo que fue tentado Él lo somos también nosotros. ¿Será el desenlace similar?
Eclo 27,4-7: La palabra revela el corazón de la persona.
Sal 91: Es bueno darte gracias, Señor.
1 Cor 15, 54-58: Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Lc 6, 39-45: De la abundancia del corazón habla la boca.
Entre la llanura del terreno se abren hoyos que ponen en aprietos el paso del transeúnte. Lo mejor, esquivarlos, pero no es infrecuente que, de cuando en cuando, caigamos en alguno de ellos. Los más peligrosos son los más oscuros, aquellos que la vista, aun con esfuerzo encomiable, no alcanza a penetrar en su penumbra. Los ojos se revelan incapaces para decir el contenido que oculta aquella negritud, no para alertar sobre lo capital: aquellas hondonadas son peligrosas y hay que evitarlas.
Si los ojos nos enseñan en prevención, aprendemos las más de las veces a base de caernos en uno u otro agujero. La enseñanza se obtiene no exclusivamente al salir de nuevo al nivel de la superficie, sino a ser conscientes de que no es una buena idea ser engullidos por ellos y menos aún quedarse ahí. Además, muy importante, nos enseña que carecemos de inmunidad ante todo tipo de hoyo, es decir, que somos falibles o que estamos expuestos irremediablemente a precipitarnos por cualquier agujero. Somos incapaces de mantenernos en la superficie por nosotros mismos.
Los ciegos de los que nos habla el Maestro en esta pequeña parábola carecían de estos conocimientos, no eran conscientes de su incapacidad. Uno por guía otro por guiado incurrían en un error común y el desastre estaba pronosticado. La misma necedad la comparten quienes reparan fácilmente en los errores de los demás sin tener en cuenta los propios. La consciencia de que “me puedo caer en cualquier momento” provoca una atención continua para evitar la caída propia, y nos hace comprensivos ante las caídas de los demás, porque donde ha resbalado él podría, perfectamente, haberme precipitado yo. Es el sentido común ante la realidad de nuestra vulnerabilidad frente a los múltiples agujeros el que nos acerca a la virtud de la humildad, gema preciosa para la sabiduría. Ella permite el subsidio y la ayuda de otros para evitar tropiezos o derrumbes, para descubrir e incluso anticipar hondonadas en el camino.
Hablando de agujeros, de la boca, orificio espléndido en el rostro, brota la palabra. Abre las puertas a dejar entrada para la comida y abre las puertas también para que salga la expresión verbal. Otra vez podemos apelar a la sabiduría adquirida entre hoyos. Lo que mane de la boca está condenado a horadar el espacio con desacierto si no se deja ayudar por la Palabra, por Jesucristo hecho carne. Él es nombrado con el nombre de Sabiduría y enseña a hablar con autoridad, con propiedad, contribuyendo con sustancia a la conversación. El corazón tocado por Él vibrará con voz sabia; el necio revela su distancia de Dios.
Ni siquiera el mayor de los hoyos, aquel hacia el cual abocan todos los demás, el ejercido por la muerte, podrá estremecer al que se ha convertido en sabio por su relación con el Señor. Él tiene palabra sabia también ante la muerte, porque Él es la Palabra crucificada y Resucitada para la gloria de Dios y del género humano. Quien quiera atravesar ese agujero con triunfo ha de aprender de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, dejando que Él vaya por delante y fiándose de su victoria sobre todo lo que conduce a la oscuridad, a la muerte. Descubriendo a Cristo, todo lo demás parecerá necedad y toda palabra que de una u otra forma no lo pronuncia a Él tendrá insipiencia.
1Sm 26,2-23: “No se puede atentar impunemente contra el ungido del Señor”.
Sal 102: El Señor es compasivo y misericordioso.
1Co 15,45-49: Nosotros que somos imagen del hombre terreno seremos también imagen del hombre celestial.
Lc 6,27-38: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”.
A la de una, a la de dos y a la de tres… Esa carrerilla, esa pequeña preparación previa a una acción que requiere cierto esfuerzo, ayuda a la concentración, a una adecuada disposición con el fin de afrontar lo mejor posible el reto. También se puede articular en el grupo y ayuda a una coordinación entre todos. Con este diminuto preámbulo pueden armonizarse multitudes; basta que haya alguien que dirija y ánimo de un buen hacer comunitario. Algunos han intentado causar esta reacción mediante imposición, por medio del miedo o la amenaza, puede hacerse también empleando el engaño, pero lo más efectivo es la persuasión: convencer o convencerse de que es algo que merece la pena, para mí, para los demás, para todos. Un grado más en el convencimiento creyente es considerar que el que lo quiere es Dios. Queriéndolo Él será siempre oportuno, siempre bueno. Y sabemos cuándo lo quiere Dios, aunque encontremos resistencias internas para llevarlo a cabo. Penetramos en las entrañas de las bienaventuranzas en sus consecuencias; nos las ofrece el pasaje evangélico de este domingo.
Un ejemplo: David, perseguido por el rey Saúl para darle muerte por envida, respeta la vida del monarca porque es “un ungido de Dios”. El rey había intentado acabar con su vida, ahora lo perseguía con tres mil soldados. Cuando tuvo oportunidad de vengarse el joven David no lo hizo, porque sabía que el rey había sido escogido por Dios. Si nos apropiásemos de este respeto de David hacia Saúl, para toda persona que Dios ha ungido, ¿tendríamos valor para quedarnos indiferentes ante cualquier vida humana?
Sabemos que nuestra condición humana nos lleva a desear y a despreocuparnos conforme a intereses sujetos a la carne humana. Pero hemos recibido el Espíritu de Dios (nos lo recordaba san Pablo). El Espíritu Santo esponjando nuestra carne nos permite contar hasta tres o más aún para buscar lo mejor y no solo lo que en cierto momento podemos desear; nos permite encontrar lo que Dios nos está pidiendo. A la de tres los humanos se pusieron de acuerdo para dar la vuelta al mundo navegando; a la de tres para llegar hasta la Luna; a la de tres ¿no podremos invertir esta rueda de injusticias que machaca a la humanidad? ¿No dejaremos que la fuerza divina nos haga crecer en integridad y plenitud? Aquí obra el Espíritu de Dios en quien se deja llevar por Él con impulso de bienaventuranzas para ofrecer la misericordia divina, aunque el corazón pueda demandar olvido, indiferencia, rencor, venganza… Lo que seduce el Espíritu Santo acepta docilidad para la voluntad de Dios
El Maestro, también a la de tres, resistió a lo que la condición humana pedía y el Espíritu hizo su carne obediente a Dios, hasta la cruz. Gracias a Él todos estamos capacitados para este mismo Espíritu y, a la de tres o cuatro o la cantidad de números que hagan falta, disponer nuestra vida para que el Señor trabaje modelándonos y ofrezcamos resistencia al mal y cauces para el bien y el perdón divinos. Puede cada uno, y cuánto podríamos todos si, a la de tres, buscásemos y promoviésemos la misericordia de Dios, su verdad y su justicia.
Jr 17,5-8: Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor.
Sal 1,1-4.6: Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.
1Co 15,12.16-20: ¿Cómo es que dicen algunos que los muertos no resucitan?
Lc 6,17.20-26: “Dichosos los pobres… Ay de vosotros, los ricos…”.
Gran parte de la normalidad con que asumimos las rutinas de cada día se debe a la confianza. No pasamos bajo un detenido análisis químico los alimentos que vamos a tomar (a lo sumo, nos conformamos con mirar la etiqueta de sus ingredientes y procedencia); tampoco le preguntamos a quien nos despacha el pan si se ha lavado bien las manos o al maquinista del tren si tiene la documentación en regla o ha pasado la última revisión óptica con éxito. Simplemente nos fiamos. Para cuestiones especialmente delicadas como, por ejemplo, una operación quirúrgica, intentamos hacernos con elementos que nos corroboren que el equipo que va a intervenir tiene garantías. No la podemos tener sin confianza, y en sus manos ponemos nuestras vidas. Donde más se arriesga el acto de fe ha de ser mayor.
Aunque pueda resultar insultante, la única persona ante la que tenemos que poner la mayor de las cautelas es uno mismo. No es que no seamos de fiar, pero es muy probable que uno haya sido para sí mismo quien más decepciones le haya causado en materia de confianza, porque es quien, por otra parte, más nos fiamos a la hora de tomar decisiones realmente cruciales. ¿Habrá otro lugar donde depositar nuestra confianza sin miedo al fracaso?
Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Jeremías, el profeta, profetizaba la maldición para quien, desconfiando en Dios, confiaba en las capacidades humanas ajenas o propias. La expresión parece excesiva. Pero el hombre de Dios no pronuncia una maldición así como así, por lo que se entiende que la cuestión en juego posee una importancia considerable. ¿En qué queda el ser humano sin Dios? ¿Hasta dónde llegará sin el auxilio divino? ¿Cómo sus fuerzas propias pueden alcanzar cualquier propósito? Mi experiencia, que creo que no difícilmente puede ser compartida por más, es que no somos mucho de fiar. La confianza en la propia carne, en el grupo, en las instituciones… y todo aquello que construye el humano individual o colectivamente es falible y, con frecuencia, altamente falible. Porque la carne humana sola, a secas, sin auxilio divino, no llega muy lejos; sus intereses distan de los que Dios nos proporciona.
¿Si no es en nuestras propias capacidades, en quién o en qué confiar? ¿Estamos abocados al fracaso? ¿Necesitaremos siempre una asistencia divina que salga en ayuda de nuestra incompetencia? La carne humana puede llegar a mucho, pero en el Señor. Es la carne gloriosa de Cristo resucitado la que nos enseña. La Resurrección de Jesús es maestra que nos muestra lo que puede y a lo que ha de llegar nuestra carne. El humano está hecho para resucitar, la carne está configurada para recibir la gloria divina. Ciertamente es triste que muchos bautizados no crean en la resurrección y se conformen con una respuesta sobre el más allá tras la muerte con un “algo habrá”, o estimen la pervivencia del alma sola o entiendan diversos modos de reencarnación. A la par en tristeza los que desisten de plantearse la cuestión. ¡Qué tesoro entre los cristianos tan poco aprovechado! Quizás, ¡qué belleza tan mal contagiada! No debemos ser vistos como con demasiado rostro de quien camina hacia la resurrección. Sin certeza de ella no pueden entenderse las bienaventuranzas que en el evangelio de este domingo nos regala san Lucas. Tampoco la dicha del sufrimiento, rechazo, insulto por causa de Cristo. Nos hacemos malditos de la verdad divina si no apreciamos y procuramos vivir conforme a Jesucristo resucitado. En Él contemplamos la gloria de la carne humana, en Él la misericordia, el perdón, el ultraje aceptado en esperanza, la generosidad hasta dar la vida por los otros, la confianza en el Padre que acompaña hasta la cruz y más allá de ella. En Él la belleza de la vida, mi vida y todas las vidas.
La desconfianza en nosotros mismos pienso que ha de ser inversamente proporcional a la confianza en la Resurrección de Cristo. En Él adquirimos las rutinas de la vida eterna sin miedo, ni siquiera, a la muerte.