Todos los JUEVES de 19.30 a 20.30
Todos los DOMINGOS de 19.00 a 19.30
Todas las MAÑANAS de 9.30 a 13.00
«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en tentación”»
Si quieres orar y estar junto a Jesús lo puedes hacer...
Todos los VIERNES a las 20:00 horas.
En la Parroquia de SANTA MARÍA la Mayor.
Hch 15,1-2.22-29: Hemos decidido, Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables.
Sal 66,2-8: Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
Ap 21,10-14.22-23: Me enseñó la ciudad santa, que bajaba del cielo.
Jn 14,23-29: El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho.
Había casa nueva recién estrenada y su propia estructura pedía más anchura, para que creciera el espacio para aumentar familia. Tenía la impronta del Maestro constructor que la había erigido y el movimiento del Espíritu, que la mantenía viva y capaz de crecer. A ellos tendrían que dirigirse sus moradores si querían ser fieles a la construcción. Creció entre las grandes ciudades del Imperio. Se les comenzó mostrando a los de la casa antigua, la del Pueblo de Israel, que conocían la historia del amor de Dios por este hogar. No aceptaron a Cristo como Señor y renunciaron a formar parte de la familia. Sin embargo asombró a muchos paganos, que no sabían de casas previas ni del Dios de los judíos, pero quisieron pertenecer a la fraternidad. Les sedujo el Evangelio de Jesucristo predicado por sus discípulos.
La casa cumplía con su diseño. Pero algunos de dentro quisieron imponer sus propios criterios a estos nuevos hermanos: “No habrá casa nueva para quien no cumpla con las prescripciones de la antigua”. Exigían costumbres de judíos para los cristianos que se habían incorporado desde la gentilidad. Obraban al margen de los apóstoles, al margen del Señor, al margen del Espíritu. Sus criterios eran particulares y pretendían una carga innecesaria. ¿En qué beneficiaba la circuncisión, el cumplimiento del sábado, los ritos de purificación ante la Nueva Alianza establecida por Cristo? Demasiada importancia concedían estos cristianos judaizantes a los preceptos rituales antiguos. No habían asimilado la novedad del Crucificado.
Se reunieron los apóstoles para discernir y decidir. Tenían que escuchar al constructor y dueño y esposo de la casa y al Espíritu Santo. Una decisión acertada pasaba necesariamente por la búsqueda de la voluntad de Dios. Y Dios no impone cargas sin necesidad. Esta primera crisis en la Iglesia iniciaría una historia de divergencias donde no siempre se le ha prestado oído a Jesucristo y su Espíritu. La escucha atenta al Espíritu de Dios sería el criterio para el gobierno del hogar y su crecimiento y su movimiento. Abandonarlo ocasionaría heridas en la unidad de la Iglesia y graves pecados que lastimarían la comunión de los hermanos. También la dificultad para que los de fuera descubriesen el encanto de este hogar y la belleza de su Cristo.
¡Qué preciosa la Iglesia amada por Dios respondiendo radiante a ese amor! Lo que ya está en camino culminará un día. El redactor del Apocalipsis contemplaba en prefiguración aquella Iglesia definitiva y lo describía sin escatimar en recursos para ofrecer la visión de una ciudad espléndida, construida con los materiales más valiosos y hermosos. A Dios le tiene que sonar a prevaricación lo que los cristianos estamos haciendo con su Iglesia, pero Él sigue confiando en nosotros y no dejará de intentar una y otra vez, para que resplandezca en medio del mundo como lucero y sea manifestación de la belleza de nuestro Dios y Señor.
Cuando hizo la promesa de su Espíritu, hacía la promesa de la unidad, de la comunión, de la verdad. La Iglesia no está para imponer cargas de las que Dios quiere, sino para evangelizar y acoger y facilitar el perdón y el crecimiento de cada persona en Cristo y para que reina la Verdad la Justicia. Nada de esto sin el Espíritu de Jesucristo; nada sin que lo busquemos a Él para que nos diga y nosotros hagamos.
Hch 14,21b-27: Les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos.
Sal 144,8-13: Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey.
Ap 21, 1-5a: Esta es la morada de Dios con los hombres
Jn 13,31-33a.34-35: La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.
La comunidad eclesial de Antioquía no solo daba, también recibía. Dio a Pablo y Bernabé para que llevasen el mensaje del evangelio. Ellos recorrieron muchos pueblos y regresaron allá donde habían empezado, a Antioquía. Volvían a casa, a su comunidad, y allí les llevaron los frutos de su envío: la alegría de “lo que Dios había hecho por medio de ellos”. Traían a su Iglesia de partida la noticia de un Evangelio que se iba difundiendo e iba siendo acogido por otras personas que formaban nuevas comunidades. En ello todo eran motivos para bendecir a Dios y darle gracias. Compartían el gozo de haber encontrado a Jesucristo y seguirlo. Cuantos más, más alegrías. No dice Lucas que les narrasen las penalidades pasadas, las carencias o abundancias y el éxito personal… sino que lo que comunicaban era que mucha gente de diferentes lugares se había dejado tocar por Dios y había reconocido a Jesús como el Señor. Gloria, siempre, a Dios.
Mediante ellos, Dios iba renovando corazones. El que había creado la creación lo hacía todo nuevo. La renovación definitiva la anuncia en profecía el libro del Apocalipsis. El Evangelio llegaría a penetrar todo corazón y los fecundaría por la acción del Espíritu. Anticipa la erradicación de cualquier amenaza contra la vida humana y su felicidad. No era precisamente el momento de relatar alegrías cuando escribió el autor del Apocalipsis, y sin embargo, en un ámbito hostil, barrunta esperanza. Más allá de las amenazas de aquellos tiempos, confiaba en la victoria de Dios, Él único que puede vencer, porque es el único que puede hacer todas las cosas nuevas.
Esto nos lo había enseñado Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. En la cena de despedida dejó tanto… se dejó a sí mismo. En la sobremesa, cuando ya el amigo arrepentido de ser amigo, el que iba a traicionar, se marchó, el Maestro habló de su glorificación. Alcanzaría la gloria en el puesto de un maleante y visto por muchos como tal. A ellos y a una muchedumbre inmensa los salvaría gracias a su Cruz. Daría gloria a Dios siendo Hijo hasta las últimas consecuencias, hasta entregar todo lo suyo por amor al Padre, que en su Hijo amaba a todas las criaturas. Y habló también del amor necesario entre unos y otros. Todo aquello les dio el maestro y aún más que recoge el relato extenso del Evangelio. Porque nadie puede dar sin haber antes recibido. Pero nadie puede recibir más, si antes no ha dado lo que tiene. Tan lleno y tan dispuesto a llenar, cuando estaba a punto de vaciarse por completo. Dios Padre le daría a rebosar por completo en su resurrección. Antes tuvo que decir: “Soy Hijo”, hasta expirar entregando el espíritu.
Qué maltrecha queda la vida, no cuando impone dificultades, sino cuando no se aprende a amar conforme al mandato del Maestro. Porque la cruz no es impedimento para el amor y la entrega, sino su crisol, su prueba. Porque la gloria de Dios no se puede proclamar con claridad sino desde la cercanía con Jesucristo crucificado. Esa será la señal identificativa del cristiano: llevar a los otros lo recibido de Dios, el amor incondicional, amando con esmero a los menos amados a los que menos aman a los que desperdician el amor de Dios.
Hch 13,14.43-52: Los discípulos quedaron llenos de alegría y de Espíritu Santo.
Sal 99,2.3.5: Somos su pueblo y ovejas de su rebaño.
Ap 7,9.14b-17: Dios enjugará las lágrimas de sus ojos.
Jn 10,27-30: Nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre.
¿Siguen haciendo falta hoy los pastores? La misma imagen que nos ofrecen las Escrituras y subraya en este día Liturgia corre el riesgo de ineficaz por nos parecernos lo bastante sugerente. Incluso hasta con la sospecha de que tal vez los pastores no sean necesarios hoy día.
Considerando el objeto de la actividad del pastor, podríamos encontrar datos interesantes sobre su utilidad. El animal salvaje vive en continuo estado de emergencia. Ha de dejar resuelto cada día el asunto de la comida, y de la seguridad propia y de sus crías (si las hay), en una actividad en la que ha de valerse por sí mismo y depender solo de sí. Los peligros pueden ser variados y rigurosos. En cambio, el animal doméstico tiene solventada su supervivencia, pues hay quien le dispensa todo lo necesario y lo protege. Este protector generoso al que llamamos pastor asume la mayor parte de los esfuerzos de cada animal y los atiende en lo que precisan en cada momento. De este modo modera las preocupaciones de las ovejas del rebaño, consolidando su tranquilidad. Cuanta más indefensión hay en una oveja más se encuentra necesaria la intervención del pastor.
El pastor modera las preocupaciones de las ovejas del rebaño y consolida su tranquilidad. Él asume los esfuerzos de cada animal y los atiende a todos en lo que a cada momento precisan. En esta grey globalizada donde los recursos pueden encontrarse de modo inmediato con pulsar sobre determinadas pestañas de las pantallas de nuestros dispositivos, ¿nos vemos más amparados, más cuidados, más confortados?
La labor misionera de Pablo y Bernabé se topó con la oposición de los judíos que pretendieron interrumpir su predicación. Este contratiempo propició, por el contrario, una nueva dirección en la evangelización. Ahora serían los gentiles, los no judíos, quienes recibirían el mansaje de Jesucristo Salvador. El desconcierto ante un proyecto inesperadamente frustrado, fue superado por una ampliación en las expectativas propuestas. Termina este relato del Libro de los Hechos de los Apóstoles apuntando: “Los discípulos quedaron llenos de alegría y de Espíritu Santo”. El Pastor desempeña su trabajo sobre su rebaño con el Espíritu Santo. Sin duda que la alegría está causada por la presencia del Espíritu en estos apóstoles y también la reestructuración de la misión tras adversidades que parecen desmantelarla. ¿Habrá posibilidad de superación de dificultades sin Pastor y su Espíritu? ¿Se podrá reponer del fracaso cualquiera si no es de la mano de Cristo? En Él las derrotas decepcionan menos y aportan nuevas fuerzas para las siguientes batallas.
La visión de Juan en el libro del Apocalipsis nos conduce a la contemplación de una gran muchedumbre que ha pasado por grandes sufrimientos. Sus vestiduras son lavadas en la sangre del Cordero. Esta sangre, la vida libremente derramada por Jesucristo para nuestra salvación, es signo de la lucha contra el mal. Lava y blanquea, lo que puede identificarse con el perdón de los pecados y la participación en la santidad de Cristo (que es participación, también, en su pasión). Y dice el pasaje: “El Cordero que está delante del trono será su pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugara las lágrimas de sus ojos”.
Creo que estos dos pequeños análisis resuelven la pregunta inicial: ¿Tenemos necesidad de Pastor hoy? Y la respuesta podría ser: si creemos que nuestra existencia está satisfecha y realizada con el plato de comida diario, el hogar, el vestido y una economía suficiente…; si pensamos que la vida cristiana queda cubierta con la oración diaria y la celebración eucarística dominical… tal vez el Pastor nos servirá de auxilio en momentos de apuro, pero, en lo demás, podremos apañárnoslas solos.
Ahora bien, si consideramos que la categoría básica del cristiano es el martirio y procuramos vivir desde este eje; es decir: convencidos de la elección de Cristo para una misión, de nuestras responsabilidad en el Reino de los cielos (en la alabanza de Dios, en la justicia, en la promoción de la comunión fraterna, en la visibilización de los que no cuentan), si no queremos desertar en las estrecheces y el sufrimiento, sino abrazarnos con esperanza a la Cruz de Cristo… entonces, sí que estamos necesitados de Pastor como de pan, como de vida eterna. Porque Él es el que llena de sentido nuestra vida y nos capacita, con su Espíritu, para la plenitud en una lucha en la que lo escogemos a Él y unirnos a su causa, la del crucificado por amor y resucitado para la Salvación.
Este domingo del Buen Pastor nos recuerda y motiva a ser ovejas merecedoras de tal Pastor.
Hch 5,27b-32.40b-41: ¿No os habíamos prohibido formalmente enseñar en nombre de ese?
Sal 29: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Ap 5,11-14: “Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”.
Jn 21,1-19: Sabían bien que era el Señor.
Las autoridades judías mandando y los apóstoles de Jesús desobedeciendo. Era de esperar: su Maestro ya se les había antojado a los mandamases del pueblo especialmente divergente y díscolo. Con su muerte no terminó la rebeldía, más bien se multiplicó. Lo alarmante no era la confrontación con una doctrina nueva y diferente, sino que aquel hombre, cuyo nombre evitaba pronunciar el sumo sacerdote, se hacía garante auténtico de la vieja doctrina; aquella misma que pretendían proteger los responsables judíos con sus prohibiciones. Pedro se encargó de recordarles no solo el nombre de su Maestro, Jesús, sino también su identidad. Lo hacía mediante una antigua confesión de fe. En Él y por Él quedaba avalada la disidencia con respecto a algunas materias concernientes a la relación con Dios, porque Él garantizaba la verdadera fe conforme a la voluntad del Padre. Los apóstoles tenían clara la jerarquía de obediencias: primero a Dios, luego a los hombres, por muy hombres de Dios que se tuviesen.
Jesús no solo había sido un buen judío, sino el mejor de los judíos; más que un buen maestro: el Hijo de Dios y salvador del ser humano. Aprovechó la ocasión Pedro para referírselo al sumo sacerdote. El obediente a Dios busca el momento oportuno para hablar de su Señor. A veces sucede que cuanta más obediencia a Dios, más desobediencia a los hombres y a lo que estos provocan para que se les obedezca: miedo, violencia, dinero, reconocimiento…
También es cierto que hubo ocasiones en las que Pedro fue más obediente a otros y menos a Dios. Al negar conocerlo tres veces afirmaba la sumisión al miedo, a la derrota, en definitiva: a la cruz. Al contrario que su Maestro, el Crucificado, que había pasado por ese trance en la noche de Getsemaní. La situación le llevó a una gran angustia y a una terrible tentación. Sin embargo escogió la obediencia al Padre, lo que le llevó a la pasión y a la cruz. Obedeció a Dios hasta la desobediencia a la carne. Esta decisión fue, con mucho, la mejor. La atención a Dios procura siempre lo mejor, aunque parezca inicialmente otra cosa. Porque la obediencia causa más unión a Él, y no solo, también más presencia de Dios en nuestro mundo. Más reconocimiento del poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza al Cordero; con ello más bienaventuranza y dicha divina. No es un asunto con repercusión particular; implica al género humano al completo. Es mucho lo que se juega en cada decisión importante, cuando asentimos o negamos a la voluntad de Dios.
Y siendo tanto lo que arriesgamos en nuestro asentimiento o negación a Dios, ¿no tomará medidas para atajar cualquier disidencia? De nuevo Pedro nos ofrece una respuesta. En ningún momento tras la muerte del Maestro recibió recriminación por su cobardía. Un gallo se encargó de rubricar la profecía y las lágrimas del apóstol de buscar la misericordia divina. Esta es una de las primeras obediencias: aceptar la misericordia de Dios, pedir su perdón desde la humildad y el arrepentimiento. En cambio, Jesucristo causó la eficacia en la pesca infructuosa. El resucitado capacita para el éxito cuando quiere, aunque parezca un tiempo desfavorable. Solo pide obediencia, aun contra el sentido “profesional” de quien no ve conveniente el momento (como la pesca al amanecer). Luego conversa con Pedro con esa pregunta triplicada sobre su amor. El querer de Pedro le basta y le sigue confiando una responsabilidad excepcional: pastorear a su rebaño. Esto deja claro que el único pastor es Cristo (habla de mis ovejas y mis corderos), pero busca seguidores en el pastoreo que se unan a su misión, haciéndose cargo de sus ovejas.
El Maestro no cesa a los desobedientes, solo les pide amor y entrega. Por eso, a más consciencia y, sobre todo, experiencia del amor de Cristo, más obediencia. Más obediencia a Dios y relativa a los hombres, en la medida en que en ella se cumpla la voluntad de Dios.
Hch 2,42-47: Celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos.
Sal 117: Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
1Pe 1,3-9: La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación.
Jn 20,19-31: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
¿Puede ser que el lugar donde se reunieron los discípulos de Jesús tras su muerte fuera el mismo de la Cena de despedida? Es probable. La misma sala que había sido empleada para un banquete de transcendencia universal y aun cósmica, con capacidad expansiva hacia la eternidad, quedaba, con el Maestro muerto, para la reclusión de los suyos. El centro del universo puede convertirse en una especie de agujero negro si se impide cualquier apertura al exterior.
El resucitado entra en un lugar hermético convertido en coraza por el miedo de sus discípulos. La clausura interna endurece los espacios y los hace impenetrables. La efusión del Espíritu Santo por Jesucristo resucitado cautiva de nuevos los corazones con el encuentro con su Señor: los sentidos absorben la evidencia de su presencia y desmantelan los reparos de la mente y el corazón. De este modo abre Jesucristo, desde dentro y con la entrega del Espíritu vivificante para que dilate las fronteras
Con el Espíritu no solo hay apertura, también misión. Su origen está en el Padre, que se la ha encomendado al Hijo para que, a su vez, implique a sus discípulos. Lo que llegó del Padre, al Hijo y a los discípulos no pudo hacerse sin el Espíritu, el coprotagonista de la misión. El reconocimiento de Jesucristo Resucitado hace posible recibir el Espíritu.
El mensaje de la Resurrección no alcanzó a enternecer al ausente Tomás, que no se encontraba en el lugar apropiado, junto con los compañeros, la Iglesia naciente. Y tampoco lo “ya enternecidos”, los que habían sido convencidos por el Resucitado consiguieron ni individualmente ni en comunidad como Iglesia, una vez que Tomás ha regresado, perforar su clausura. Tomás pide una evidencia de la muerte revertida, de lo definitivo postergado, de un recurso más convincente que la sentencia final. Pide, aunque parece que poco convencido, un encuentro con el Resucitado desde los signos de su muerte. Se parece a los judíos que piden signos para acreditar la presencia divina. Los supera en su petición: quiere la evidencia más contundente y paradójica, que Dios le demuestre por los signos de la Cruz (absolutamente convincentes), la nueva realidad (de la que desconfía categóricamente). Llevaba consigo su propia clausura, la de unas razones ante las que resbalan las razones de otros que le aseguran lo contrario.
Su comunidad se lo había ofrecido con su testimonio, ¿no le pareció suficiente o bueno o legitimado? Le dio el Señor a Tomás lo que había pedido y a las demás generaciones de cristianos la enseñanza de la fe sin evidencias, el poder de convicción del Espíritu sobre los razonamientos propios, parciales y estrechísimos. La declaración del apóstol Tomás llenó la sala con el mayor reconocimiento del Maestro en lo que es: “Señor mío y Dios mío”.
Apostilla luego el evangelista que los signos que aparecen en el Evangelio están escritos para creer y, creyendo, tener vida. La Palabra es un fuerte testimonio para creer y tener vida, pero también la Iglesia que custodia y transmite esta Palabra. Si no resulta convincente puede deberse a que los receptores del mensaje están distantes como Tomás de las evidencias que les cabe esperar o, puede ser también, que la Iglesia esté cerrada en sus miedos y preocupaciones y limite drásticamente su acción, la del Espíritu, interrumpiendo a mucha gente en el encuentro con Cristo. El desarrollo de lo opuesto lo distinguimos en la actividad de la primera comunidad cristiana que describe la primera lectura. El creyente, llevado por el Espíritu, encuentra dilatada al máximo la vida y cuánto fruto da.
Gn 1: El Espíritu se cernía sobre las aguas. Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.
Gn 22,1-18: “Aquí estoy, hijo mío… Dios proveerá el cordero para el sacrificio, hijo mío”.
Ex 14,15-15,1: Di a los israelitas que se pongan en marcha.
Is 54,5-14: “Con misericordia eterna te quiero”, dice el Señor, tu redentor.
Is 55,1-11: Escuchadme y viviréis.
Ba 3,9-15. 32-4,4: Si hubieras seguido el camino de Dios, habitarías en paz para siempre.
Ez 36,16-28: Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará.
Rm 6,3-11: Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él.
Mt 28,1-10: “No está aquí. Ha resucitado, como había dicho”.
“En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro”. Hasta aquí el relato en el que todos coincidimos, el que concluye en el sepulcro. Los vítores cuando la entrada de Jesús son verosímiles, la Cena de despedida y el trance en Getsemaní parecen también verídicos, lo del rapto nocturno y los juicios, el escarmiento de flagelos y la corona de espinas, el diálogo con Pilatos, la demanda del pueblo para que lo crucificasen y la misma crucifixión y muerte… no tienen visos de ficción (el relato, escuchado dos veces en la liturgia de estos días del puño de dos evangelistas, es escueto, rápido, apenas descriptivo). Todo ello había rematado en una tumba sellada con una gran piedra y, parece ser (según el evangelista), unos soldados encargados de custodiarla.
Todavía podemos avanzar un poco más en el itinerario histórico hasta hablar de un sepulcro vacío, una tumba sin muerto. Hasta aquí la Semana Santa a la que permitimos que nos conmueva en las entrañas, en la que reconocemos el sufrimiento aún no resuelto (primeramente el propio), los atropellos sin justicia, la herida lamida y relamida en lengüetazos que consuelan más o menos dependiendo de su profundidad. Hemos alcanzado el tope y parece suficiente con ello. La tumba nos recuerda lo de todos los días. Jesucristo, sea Dios o no lo sea, es tan paisano como cualquier otro. ¡Qué fiesta de la antropología! Hemos llegado al lugar donde nos igualamos todos, donde se ha nivelado con nosotros incluso un dios. Ahora a casa, cada uno a la suya, que allí nos esperan nuestros propios ramos de victoria y alguna vía dolorosa (o más, si vienen en racimo). Acaso alguien, altruista, tomará a pecho aliviar los calvarios de otros. Algo quedó del ejemplo del Cireneo (no hay mucha distancia entre la presión de los romanos y la de la conciencia); más tuvo que dejar la enseñanza del crucificado. Dios u hombre o ambos, es reconocido por la mayoría en un extremo acto de amor.
En un último gesto, para no dejar en total descrédito lo que nos ofrece esta fiesta, la Fiesta de las fiestas, invito a mirar de nuevo hacia la tumba, esa línea fronteriza hasta la cual hemos concurrido tantos pies… para luego dar media vuelta. Sin embargo, no propongo acudir al sepulcro del Nazareno, sino al propio, al de cada uno, a los límites a los que cotidianamente nos sitúa la vida y que agota nuestras fuerzas y expectativas bajo una situación, llamémosla así, de sepulcro.
Hermanas y madres (consagradas contemplativas): la comunidad resiste con fidelidad los envites de esta nueva época. Pero ¿hasta cuándo? Si Dios sigue llamando a la vida contemplativa no se le da crédito, parece una vocación de risa. Los años se van acumulando en la clausura y, con él, el deterioro físico o mental. Se unifican provincias religiosas, se cierran monasterios… mientras se espera con la puerta abierta del noviciado. La puerta abierta y la estancia vacía. Ni siquiera el consuelo de los de dentro; para algunos católicos lo estiman como prácticamente inútil. Esta situación se filtra incluso en los adentros de la comunidad provocando preocupaciones y enturbiando en ocasiones la misma vida fraterna. Resignación, santa resignación. Hasta aquí el sepulcro.
Hermanos (padres, familias, solteros, profesionales, amigos…): la estructura social ni apoya como antes ni facilita la vida creyente. La confesión pública como cristiano hace sonrojar. Al tiempo, martillean tantos “ismos” dañinos (individualismo, consumismo, hedonismo) alentando un apetito solitario e insaciable al margen de los demás (cuando no a costa de los demás). La misma maza golpea sobre el trabajo y las vidas más vulnerables. Cómo no archi-preocuparse por los hijos. Hasta aquí la tumba.
Reverendos, sacerdotes, curas: los templos se duermen y se vacían o se vacían y se duermen. La fe no prende, tal vez porque vosotros mismos no la vivís con suficiente entusiasmo y rigor. Disminuye el número de bautizados, pero el de cristianos es prácticamente irreconocible. Hasta aquí la sepultura.
Y con esto, ¿Dios lo habrá dejado dicho todo? ¿Solo nos quedará ya velar al cadáver y embadurnarlo con ungüentos fúnebres?
Hermanas y madres: ¿Quién nos va a enseñar la vida fraterna con propósito de cielo sino vosotras? ¿Dónde vamos a encontrar el reguero de agua que parte de Dios (como las fuentes de Siloé) para dar con su manantial? ¿A dónde se va a manifestar Cristo más Esposo y, por ende, capaz de hacer nuevas todas las cosas?
Hermanos: ¿Qué impide la profecía que invite a mirar más allá en un mundo harto predecible con rutina tecnológica? Nadie nos obligó a renunciar al potencial de nuestra fraternidad que se hace posible en Dios y busca hermanos entre los que no cuentan, que genera una fuerza inigualable capaz de transformación en lo personal y en las estructuras. En Cristo tenéis la soberanía sobre el cambio e incluso el triunfo.
Presbíteros: ¿Hasta dónde os duelen las heridas de las personas? Ejerced la habilidad para no despojaros del Señor crucificado tan pronto, sino apuntad desde Él hacia un Reino que tenéis que proclamar y creer y vivir. ¿Aún no os habéis dado cuenta de lo precioso de vuestro ministerio?
Todos, a uncirse con el arado de la Cruz que conmueve la tierra de labor disponiéndola para la resurrección. Basta ya de sepulcros, que sabemos mucho de tumbas y tal vez no hayamos aprendido apenas de la gloria del Crucificado. Crucificado y sepultado, sí, pero también glorioso con gloria de Resurrección prometida para todos. Ya tendríamos que estar en trance de resurrección, ¿no lo notáis?