Ml 3, 19-20a: Pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia.
Sal 97, 5-6.7-8.9: El Señor llega para regir los pueblos con rectitud.
2Ts 3,7-12: Trabajé y me cansé día y noche, a fin de no ser carga para nadie.
Lc 21, 5-19: Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.
No deja la semilla de recibir ánimos de vida en la tierra que la acoge, el agua que le da alimento, el sol que la hace prosperar y madurar. En todo ello no deja de recibir motivos para progresar y culminar su proceso. Tampoco faltan amenazas de muerte que merodean para interrumpir su camino y agostarla. El sol tiene un especial protagonismo en su existencia. Vital para el tallo que se yerga fresco y valiente; de muerte para el que no llegue a encontrar el agua necesaria. Ese sol representa a Jesucristo, con ofrenda de vida para toda persona, agraciando con luz y calor que toda planta podrá aprovechar para su fortaleza interior. La que no aproveche, seguirá recibiendo sol, pero, resistente a la fuerza de vida que viene de Él, dejará que se sequen sus entrañas y el rigor del astro le resultará como el fuego de un horno. ¿Qué quedará de la hierba que descuidó sus responsabilidades y no trabajó para la vida? Será paja expuesta irremediablemente a la llama. En tiempos de prosperidad se asegura el sustento a todos; cuando las condiciones se vuelven en contra, sólo aquel que se hizo fuerte prevalecerá, como la planta que se esmeró en sus raíces y la robustez de su tronco, y se preparó para la batalla con las inclemencias previsibles de una tierra empobrecida, agua escasa o sol acentuado.
A estas circunstancias rigurosas se refiere Jesús en este pasaje evangélico tan cercano al relato de su pasión, muerte y resurrección. Parece que tras estas palabras se encuentran algunos acontecimientos de la época en que fue redactado, varias décadas después de la resurrección del Señor, cuando el Imperio sufrió importantes conflictos internos, hasta el borde de la guerra civil, hubo terribles batallas contra pueblos enemigos, la peste devastó algunas grandes ciudades y sobrevino algún cataclismo natural completamente inesperado. Los cristianos, aparte de sufrir todo lo anterior, como cualquier ciudadano, pudieron padecer agresiones por parte del pueblo y de las autoridades, como la persecución en Roma ordenada por Nerón.
A pesar de tanta desolación, aún quedaría refugio: el lugar más sagrado de la tierra, el templo, que había sido reconstruido tras la vuelta del destierro, hacia el año 515 a. C., y que el rey Herodes había mandado ampliar en su perímetro y embellecer maravillosamente. Se empleó una piedra blanquísima en bloques de enormes dimensiones; el edificio estaba rodeado de finas planchas de oro que reflejaban los rayos del sol y deslumbraba la vista. Las obras duraron hasta el año 63 d.C., siete años antes de su completa destrucción. El acontecimiento se refleja en las palabras del Maestro. Arrasado el bastión más bello y poderoso, este templo, ¿qué otro lugar podrá aportar seguridad?
Para el momento en que fue destruido este templo, los cristianos ya habían perdido su interés por él. Ellos sabían que eran templos del Espíritu, y ahora estos templos humanos estaban siendo hostigados y atacados en muchos lugares del Imperio, por el solo hecho de ser cristianos. El evangelista retrotrae a tiempos del Maestro los rigores de la Iglesia que va creciendo en un mundo hostil que no comprende el mensaje de Cristo. El mismo Señor anunciaba ya una segunda venida, que inicialmente parecía inminente. Con ella llegaría también el final de estos tiempos. La certeza del próximo encuentro con el Hijo de Dios glorioso movía a los cristianos a una esperanza viva con interés por una vida más esforzada en el camino del Señor. Para otros era escusa de su pereza y dejaron de trabajar, creyendo que estarían justificados por esta inminencia del Reino. San Pablo no se resiste a increparlos y exigirles responsabilidad; el trabajo esmerado es ya anticipo del Reino de Dios, es manifestación de la esperanza en el Dios que trabajó con la creación del mundo y sigue trabajando para sostenernos y conducirnos a su gloria. Carecer de trabajo, trabajar en condiciones injustas, despreciar el trabajo son atentados contra el mismo Reino celeste y la obra de Dios entre nosotros.
Las dificultades de aquellos tiempos de agitación y animadversión contra los cristianos, de esperanza para uno y pereza para otros, reciben la promesa de la luz de Jesucristo, que dará sabiduría para conducir cada momento y para la defensa de los cristianos acusados por su fe. De nuevo el Sol que nace de lo alto, perenne y trabajador, seguirá con afán preocupado en dar vida y, precisamente en la adversidad del creyente será cuando su trabajo más se distinga luciendo radiante para iluminar, al modo como hizo en su propia Pasión, a todo hombre por medio de los cristianos. Ninguna semilla del Verbo dejará de recibir ánimos de luz y calor de su Señor, y en la prueba darán frutos de justicia, fe, esperanza y caridad… hasta que Él vuelva.
2Mc 7,1-2.9-14: Estamos dispuestos a morir antes de quebrantar la ley de nuestros padres.
Sal 16,1.5-6.8.15: Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.
1Ts (2,16–3,5): Que la Palabra de Dios siga el avance glorioso que comenzó entre vosotros.
Lc 20,27-38: No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.
Cada mañana encuentra unos ojos con apetito de luz. No habrá mucha variación entre lo que vean un día y otro: un mismo rostro, las mismas personas, las mismas casas y escenario. Siendo esto así, no faltarán momentos en que se pida renovación en todo ello y cambiar de aspecto, compañía, domicilio, trabajo. Aunque también con la necesidad de encontrar la seguridad y confianza de lo ya conocido. Un cambio absoluto puede ser tan peligroso como cerrarse a cualquier tipo de cambio.
Llegaron los griegos a Palestina con innovaciones y llenaron los ojos de los judíos de universalismo, cultura, ciudadanía… Y ofrecieron progreso al pueblo judío. En ello no había nada despreciable y constituía un motivo para un enriquecimiento humano y social. Pero la novedad pretendió también suplantar el alma del judío. La adoración del único Dios de los hebreos y su único templo, habría de parecerles algo bárbaro y obsoleto a aquellos invasores cultos. La propuesta para abandonar el culto al Señor y adoptar la nueva moda politeísta fue aceptada por muchos. Novedad hasta el tuétano y, si no, perecer en las tradiciones rancias de Israel en nada acordes con los nuevos tiempos. Pero hubo quien prefirió la fidelidad al Dios de sus padres y desentonó en la armonía griega. El relato de estos siete hermanos que prefirieron la muerte a renunciar a lo más sagrado para ellos no es una obstinación en defender la tradición meramente por ser antigua ni está motivada por el pánico a un mundo globalizado, sino porque para ellos no había mayor riqueza ni prosperidad que su Dios y renunciar a Él sería despreciar la misma vida. El martirio que sufren, que sería también inspiración para el martirio cristiano, se fundamenta en una paradoja: es más vida la de quien muere por Dios, que la de quien vive al margen de Él. Esa inquietud por el cambio, que viene ofrecido en ocasiones en forma de moda (bien sujeta a lo efímero) hará daño en cuanto exija una renuncia a la propia alma, cuando trastoque la relación con Dios.
Salieron los saduceos al encuentro de Jesús con ojos hechos a lo de siempre y sin planteamiento de novedad. Aferrados a “su siempre” que disfrutaba de una posición de privilegio en la sociedad por su dinero y poder. No les cabía esperar más allá de los bienes de este mundo, que gozaban frente a los otros, lo que les hacía renunciar a la resurrección. No creían en la vida resucitada tras la muerte. Se inventan un caso artificioso y hasta ridículo para justificar su postura ante Jesús, como declarando lo absurdo de la misma resurrección. Jesús responde con el Dios de la Vida, que quiere que los suyos vivan para siempre: “Dios de vivos y no de muertos”.
Ni tan sujetos al cambio que dependamos de una novedad insustancial, ni tan amarrados al presente que desesperemos de una acción renovadora de Dios en nuestras vidas. Contamos con lo que somos y tenemos, y es ahí donde se obra el milagro renovador, que es también purificador.
Cada día es una oportunidad renovada… ¿De qué? De vida, ante todo de vivir habiendo aprendido del día precedente en sus aciertos y errores. Vivir sencillamente otro día más es el agradecimiento más amable por el regalo de la vida, y hacerlo porque detrás de cada una de esas realidades que se pueden repetir podemos contemplar algo absolutamente de estreno, que nos hace estrenar fuerzas, alegría, entusiasmo: el rostro de Dios. Así lo entendía el salmista: “Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor”. ¿Cabe ilusión más exquisita para volver a abrir los ojos y vivir expectante el día que comienza, preparando el encuentro con el rostro de Dios?
Tras todo aquello que forma parte de nuestra vida y, de modo aún más patente, en nosotros mismos, asoma Dios con su sonrisa, su capacidad regeneradora, su alegría, su exigencia, su precepto, su misericordia, su justicia… con palabra nueva para que seamos renovados. Todo puede vivirse de modo nuevo, dejando que sea Dios el que traiga el aire refrescante y vivificador, con respuestas ante nuestros deseos, a veces incontenibles, de modificar (domicilio, aficiones, trabajo, estado de vida, comunidad, marido, mujer…) que probablemente responda a un bloqueo para solventar una situación conflictiva con la novedad del perdón, de la ruptura del egoísmo o la profundización. En realidad no es otra cosa que gestionar adecuadamente algo tan antiguo y rancio como mirarnos a nosotros mismos de modo raquítico y narcisista. O bien, aunque desde la misma herida egoísta, no querer nada nuevo, desacertadamente satisfechos con lo que ya tenemos.
Que sea el rostro de Dios el que lleve luz a nuestros ojos y nos haga progresar hacia el encuentro en el que lo veamos cara a cara en la mayor de las novedades, siendo ya hijos suyos resucitados para siempre.
Sb 11,22-12,2: A todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida.
Sal 144,1-2.8-9.10-11.13cd-14: Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.
2Ts 1,11-2,2: Que Cristo sea glorificado en vosotros, y vosotros en Él.
Lc 19,1-10: También este es hijo de Abrahán.
El que en la parábola del domingo pasado (un fariseo y un publicano subían al templo a orar…) aparecía como un publicano cualquier, hoy lo tenemos con nombre propio: Zaqueo. Y con el nombre, un lugar, una historia, unos anhelos. No era poca cosa ejercer de jefe de publicanos en Jericó. Una ciudad con tanta prosperidad económica (era una importante ruta comercial y un lugar destacado de producción) tenía que reportar buenos ingresos a la hacienda estatal; los encargados de los impuestos, los publicanos, no descuidaban su parte y se enriquecían, porque así se lo permitía la leí, grabando aún más las cargas oficiales del fisco.
Por tanto, el protagonista de este episodio, jefe de los publicanos, sería visto por sus paisanos como una persona sin escrúpulos, inmisericorde, aprovechado, traidor que colaboraba con los romanos, déspota, ruin, avaricioso, un caso perdido… todo un sinvergüenza. Tal vez no les faltasen motivos para pensar así de él, aunque a Dios le sobraban razones para considerarlo de otra manera, porque también éste es hijo de Abrahán.
No cabe duda de que habría oído hablar de Jesús y por eso sale a su encuentro. Quizás esperaba encontrarse con alguien sin un prejuicio tan rotundo sobre él que le aportase algo de novedad sobre sí mismo. Ante un juicio severo y repetido uno puede creerse lo que se le dice y endurecerse tanto internamente que piense que no hay cambio posible y acentuar aún más la situación. Zaqueo busca una bocanada de aire fresco otra mirada hacia él. De modo simbólico podemos interpretar esas espaldas de la muchedumbre con las que se encuentra al ir a Jesús, el rechazo social y religioso. Encanta su interés por ver a Jesús buscando algún recurso para evitar las espaldas de los otros y lo encuentra en un árbol en el que se sube. Como era bajo de estatura, pero aún menor, presuntamente, en la consideración que tiene de sí, encuentra una altura “artificial” para suplir lo que falta. Él en lo alto y Jesús el Galileo en lo bajo, como en una posición invertida, compartirán nivel cuando sea acogido en una casa de publicano, con otros publicanos, pero el sitio personal y de la intimidad de Zaqueo, su lugar.
El hombre grande de Nazaret, el que pasa derramando gracias para quien las quiera tomar, pasará por la vida de Zaqueo para engrandecerlo y estirarlo hasta alcanzar la altura que le corresponde, la de un amigo de Dios, el Amigo de la vida, que ama a todos los seres y, con predilección, a su criatura humana. El nombre de Dios fue honrado en aquella casa, que no era otra cosa que el corazón de Zaqueo, porque le dejó a Jesucristo hacer de Dios, acogiendo, curando, engrandeciendo, y él cumplió correspondió dando hospitalidad al Señor para que su Palabra quedase siempre con Él. El monedero de Zaqueo se vació para llenarse de Dios; no cabía final más feliz.
A la facilidad para sentirnos atenazados, como atrapados en una pequeñez moral, social, religiosa, espiritual y casi asfixiados en ello, Dios responde con su asiduidad a pasar por nuestro lado para mirarnos a los ojos y tratarnos como amigos muy queridos, deseoso de hospedarse en nuestra casa y de provocar conmoción interna para romper la tenaza y liberar de ese empequeñecimiento artificial. ¿Tendremos la audacia de Zaqueo para buscarlo esperando encontrar novedad de vida en Él y seguir buscándolo, aunque haya obstáculos de por medio?
Eclo 35,12-14.16-18: El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial.
Sal 33,2-3.17-18.19.23: Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha
Tm 4,6-8.16-18: el Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles.
Lc 18,9-14: Todo el que se enaltece será humillado y el que se humille será enaltecido.
La inquietud y la duda se comparten en forma de pregunta y ésta espera una respuesta más que satisfaga, a que cause agitación. Esto puede empeñar los esfuerzos de modo inapropiado y renunciar a la sinceridad, prefiriendo una respuesta artificial para contentarse. Si lo que nos va en ello es el valor de nuestra vida, entonces podremos ser capaces de poner dolosamente en la boca del mismo Dios aquella contestación que nos gustaría oír, pero con la que renunciamos a conocer la verdad y el sincero amor que tiene nuestro Señor por cada uno. Él no puede ser parcial, no desoye ninguna de las súplicas de los humanos, pero su palabra es palabra de misericordia y justicia, que no se ciñe a nuestras expectativas inmisericordes e injustas.
El Maestro nos propone un ejemplo a modo de parábola, recreando una situación inventada que, seguramente, no sería infrecuente en la época. “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano”. Dicho de otro modo: “dos seres de barro, de mismo barro pobre, frágil, asustadizo, pero moldeable, subieron al templo a buscar a su Creador para que confirmase la valía de aquella masa”. La respuesta sobre el valor de nuestra existencia es algo crucial para la felicidad: ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Estoy siendo de provecho? Las dos personas que acudieron a Dios llegaban con la misma necesidad: la aprobación de Dios; y no hay mayor aprobación que la expresión del amor.
En el caso del fariseo se respondió a sí mismo y no dejó intervenir a su Dios. Era tan inseguro, tenía tanto miedo a enfrentarse con la realidad de su pobreza, de su barro, que él mismo se contestaba intentando buscar encanto para sí con las cosas que había hecho. Taponó el canal para escuchar a Dios y, de algún modo, estaba negando que ese Dios al que acudía, realmente le hiciera falta, porque él se ponía en su lugar respondiéndose a sí y no dejando que lo hiciera el Señor. Cuando nos falta reconocimiento de la propia debilidad, no encontramos pecado en el corazón, pensamos internamente está todo bien y que apenas hay posibilidad de mejorar, vemos en los demás manojos de pecados y desatinos, entonces estamos cerrando las entrañas a Dios y le decimos que no nos hace falta.
El publicano, tan inseguro de sí al reconocer tanta fragilidad y pecado, tenía una terrible necesidad de acudir a Dios. Y se dejaba mirar con ternura por Él, porque le había abierto sus puertas de su pobreza. La humildad es la llave del corazón para que entre el Señor y obre modelando ese barro con cariño, misericordia y justicia. El reconocimiento sencillo de nuestra pobreza sin dramas hace posible que Dios responda a la pregunta sobre quién soy y me ayude a pedir perdón, mejorar, agradecer, alabar, compartir…
El resultado de aquellas dos oraciones revelaba el fracaso o el éxito de cada uno: el fariseo volvió igual, y aún más fortalecido en su dureza y su inseguridad, porque había sido sordo a Dios; el publicano regresó a casa alegre, porque tenía la experiencia de una misericordia superior a sus maldades y en ella encontraba motivos sobrados para el cambio.
Habiendo experimentado esta seguridad en Dios, esta respuesta de paz y justicia en el corazón cuando escuchamos al que nos habla continuamente con tanta ternura y firmeza, ¿cómo no comunicar a otros la alegría de sus misericordias? El Espíritu Santo agita desde aquí a tantas personas entusiasmadas en el Señor para que lo comuniquen donde aún no ha llegado el conocimiento de quién es este Dios compasivo y justo. “Salir de la tierra” se convierte en un movimiento del Espíritu de Dios a colaborar para el encuentro con Él en cada corazón que aún no lo conoce, escuchando la respuesta novedosa que tiene para cada persona, como Padre que lleva en su corazón el nombre de cada hijo. Salir de la tierra para encontrar nuevos hogares, donde Dios ha querido hacer casa nueva.
Ex 17,8-13: Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel.
Sal 120,1-2.3-4.5-6.7-8: El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra
Tim 3,14–4,2: Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda paciencia y deseo de instruir.
Lc 18,1-8: Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?
No le faltaban motivos a la viuda de la parábola para desanimarse y renunciar a todo intento de justicia. Había perdido la protección más cercana y eficaz, la de su marido, lo que la dejaba en una considerable indefensión; ni siquiera contaba, aquí en la parábola, con el apoyo de otros próximos, familiares o amistades. Pero aún habría posibilidad de amparo en el juez, que es a quien hay que apelar oficialmente para conseguir esa justicia anhelada, si fuera un juez que asumiera sus responsabilidades… Pero al encargado de hacer justicia le daban igual dioses y hombres, ni creía en unos ni le importaban los otros.
Si buscó y no encontró ¿para qué molestarse más? Cuando no recibe ayuda de los suyos, ¿por qué acudir a un ajeno? Cuando el ajeno tampoco hace caso, ¿por qué insistir? Porque el juez tiene la obligación de trabajar para la justicia, aunque no quiera. Parece aferrarse a una confianza ilusa en que ese funcionario desaprensivo cumpla con su oficio, pero cree encontrar ahí una brecha por la cual insertarse y que no le hace retroceder a la primera tentativo: si ese hombre es juez, tiene una obligación con la justicia. Por eso le va a recordar sin tregua su trabajo. La desidia del juez es contrarrestada y superada por la insistencia de la mujer y por temor a que ésta pasase a mayores y llegara a las manos. El interés de la viuda finalmente acaba propiciando el interés del juez, aunque solo sea para evitar una agresión.
La parábola de Jesús está al servicio del tema fundamental de las lecturas de este domingo: el trato con Dios, la oración. La tenacidad que nos pide el Maestro no tiene el objeto de ablandar del corazón del Padre, sino el nuestro, para que no se acomode en la rigidez ni en la autosuficiencia. Cuando se tuercen nuestros proyectos… entonces nos vemos en la necesidad de pedir mirando al cielo. Pero, ¿sólo habrá que mirar hacia Dios cuando se nos hace irremediable? Como a la viuda no le acompañaban unas fuerzas normales (marido, familiares) es consciente de su desprotección, pero se arma de lo que tiene: perseverancia, insistencia, reiteración. Tan importante era para ella que el juez le hiciera justicia, que no cesó en su empeño. Podría haberse cansado, desistir tras varios intentos… pero así habría renunciado a su propósito. ¿Y si en ello le fuese la vida? Lo único de lo que disponía era su tesón; y éste resultó triunfador.
Siendo un juez justo y bueno, dispuesto siempre a la justicia y la misericordia, sin embargo a Dios no se le insiste con demasiado empeño. Sabemos que está con disponibilidad absoluta pero, mientras nos sentimos dominadores de la situación, con bastantes fuerzas, y un desarrollo de los acontecimientos suficientemente aceptable, tampoco lo consideramos demasiado necesario. Cuando la situación nos impone incomodidades es cuando vamos corriendo hacia Dios. Esta carrera suele estar acompañada por una impaciencia para un consuelo, una solución, una respuesta inmediatísima. Y así pretendemos digerir en unos instantes aquello para lo que necesitábamos un largo periodo de tiempo.
La oración constante diaria nos prepara a la conversación con Dios y a una panorámica pacífica, alegre y radiante de la vida. Orantes, conversadores con nuestro Señor y Amigo, tendremos por natural y vital el trato cercano y habitual con Él, siendo también a nuestro alrededor testimonio y mediadores para que otros también puedan vencer en sus luchas, para que aprendan a elevar sus brazos buscando a Dios, y no sólo en el instante de la batalla, como el pueblo de Israel con los amalecitas, sino en todo momento: con acción de gracias, alabanza, petición, intercesión… todo aquello que pronuncia nuestro corazón y que pide unos oídos para lo escuchen y que presta los suyos para escuchar. Ese corazón, cualquier corazón pide vida, todo lo que concierne a la vida, desde el pan de cada día hasta el pan de vida eterna. Y clama por cualquier atentado contra la vida por falta de justicia y caridad, haciéndonos más hermanos de los de aquí, de un modo más delicado con los que no reciben justicia, ejerciendo más de hijos con el Padre por medio de Jesucristo, nuestro Hermano.
Y ahí está la Palabra de Dios voz insustituible a tiempo y a destiempo, con la que le hablamos y nos habla. Sin embargo, impacientes de una solución rápida, desconocemos los lenguajes del juez bueno que resuelve lo que nuestro corazón clamaba, y no lo oímos, porque llegamos a Él exigiendo una respuesta unilateral y apresurada, distinta de la repuesta del amor real que considera otros tiempos y necesita una presencia serena y constante.
Estamos tan necesitados de Él y, al mismo tiempo, tan atendidos, que al menos tendríamos que exigirnos un tercio del interés de aquella viuda. Y ella estaba en clara desventaja con nosotros, pues contaba solo con un juez mezquino y encontró finalmente justicia ante su insistencia y perseverancia. ¿Qué no hará por nosotros nuestro Padre bueno autor de la vida y dador de vida eterna? Nos sobran motivos para no demorar más la conversación con el Señor.
2Re 5,14-17: “Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel”.
Sal 97,1.2-3ab.3cd-4: El Señor revela a las naciones su salvación.
2Tm 2,8-13: Haz memoria de Jesucristo.
Lc 17,11-19: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están?”.
Las aguas del río Jordán, sin una particularidad destacable con respecto a las aguas de otros ríos y mares, por la palabra del profeta, sirvió para curarle la lepra a un extranjero, el general Naamán, el sirio. El camino hacia el sacerdote para cumplir con el ritual prescrito para la declaración de la pureza o impureza, se convirtió en ocasión para la salud en diez leprosos, por la palabra de un Profeta. Los dos relatos contienen elementos repetidos: un lugar habitual: un río y un camino; la palabra de profeta: Eliseo y Jesús; un extranjero enfermo: sirio y samaritano; un milagro de curación final en el lugar habitual; agradecimiento por la intervención de Dios.
El arranque primero está en la existencia de algo que pone en peligro la vida y la relación con el mundo: la enfermedad de la lepra; y esto provoca el movimiento para buscar a un hombre de Dios capaz de sanar. El encuentro devuelve a realidades muy cotidianas y transitadas muchas veces, aunque con una clara diferencia: ahora es Dios el que, por medio del profeta, envía. Entonces esos lugares o momentos tan acostumbrados, por la Palabra de Dios, se convierten en espacios para algo nuevo que trae curación, salvación. De quien no cabía esperar, por ser ajeno a este “Dios con nosotros”, sorprende con un reconocimiento de su soberanía capaz de provocar una realidad nueva en ellos. El agradecimiento es la respuesta a la acción del Señor en sus vidas. En cambio, los propios, los de casa, no llegan a descubrir el milagro de Dios ni a valorarlo. ¿Por creerse con derecho a ello? ¿Por despiste? ¿Porque dejaron de sorprenderse y considerar maravillosas las intervenciones de Dios en sus vidas?
“Haz memoria de Jesucristo”. Timoteo se veía así exhortado por estas palabras de san Pablo que llegan a nosotros. La capacidad para sorprendernos y apreciar la salvación de Jesucristo en mí está pendiente de mi memoria. No se trata de saber que Dios está ahí, ni de conocer la vida del Maestro en sus palabras y gestos, sino de descubrirlo activo en mi día a día. Su Palabra causa milagro en las realidades habituales, donde puedo experimentar (si es que realmente creo en el poder de su Palabra) curación, consuelo, paz, valentía… Para lo cual también es preciso que me vea en necesidad de encontrarme con Él: no sólo porque tengan una dolencia, preocupación o problema, sino porque sostengo el deseo de una plenitud mayor, cada vez más acendrada. La memoria se distrae sin dificultad en superficialidades o en la queja o en proyectos sin sustancia. Ocupada en Jesucristo, lo buscará a Él en todo lo que forma parte de nuestra vida y su Palabra presente en aquellos lugares por los que tantas veces pasamos antes los hará maravillosos, porque nos descubrirá que Él estaba ahí y no nos habíamos dado cuenta.
La realidad, entonces, adquiere para nosotros una luminosidad excepcional, porque todo lo antiguo aparece renovado con Cristo y nuestras vidas más agraciadas y agradecidas; con más deseo de encuentro con Él que está esperándonos con Palabra viva.