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Acercate a la Oración

jesus 7502413 1280«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en tentación”»  

Si quieres orar y estar junto a Jesús lo puedes hacer... 

 Todos los VIERNES a las 20:00 horas.

 En la Parroquia de SANTA MARÍA la Mayor.

Ciclo C

DOMINGO XXIII DEL T. ORDINARIO (ciclo C). 8 de septiembre de 2019

 

Sb 9,13-18: ¿Qué hombre conocerá el designio de Dios?

Sal 89: Señor, Tú has sido nuestro refugio de generación en generación.

Fm 9b-10.12-17: Yo, Pablo, anciano, y ahora prisionero por Cristo Jesús, te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien engendré en la prisión Te lo envío como a hijo.

Lc 14, 25-33: Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí no puede ser discípulo mío.

En aquel tiempo mucha gente seguía a Jesús. Los pocos del principio se convirtieron en muchedumbre en cuanto lo fueron conociendo, lo seguían hacia Jerusalén, sin saber las consecuencias de ese seguimiento, desconociendo la suerte final de Aquel a quien seguían. El Maestro quiso evitar toda confusión, así es que fue aclarando las cosas enseñando que el que quisiese ser realmente discípulo suyo habría de estar dispuesto a una exigencias considerables. No es malo que queden esclarecidas también para nosotros, al menos para fabricarnos falsas expectativas sobre lo que Dios pide y lo que estamos dispuestos a ofrecer.

            El Evangelio de Jesucristo no es incompatible, por supuesto, con el cuidado de los vínculos afectivos familiares. Sin embargo, estos han de estar subordinados a aquel. Los lazos más inmediatos y más fuertes, los generados por el parentesco y por la elección libre para hacer nuevo parentesco en el matrimonio, no han de superar en rigor y contundencia al que se establece entre el discípulo y el Maestro. En su forma originaria y radical, el verbo empleado no significa “posponer” sino “odiar”, lo que causa perplejidad. Puede entenderse en el contexto de que el amor a Dios ha de tender hacia una incondicionalidad y una entrega tan decisiva, que todo otro vínculo, aun de la transcendencia del familiar, queda relegado a un puesto de antípodas. Es un recurso dialéctico del lenguaje para resaltar el contraste. También puede hacer alusión al rechazo de los familiares a aquel miembro del núcleo familiar que se ha hecho cristiano. El creyente ha de tener cautela de “odio”, entendido como relativización de esos lazos, para no ceder a las amenazas y a una previsible pérdida de contacto con ellos, por lo tanto siendo abocado a una posición de soledad, aislamiento y vulnerabilidad. Lucas se detiene en un enumerando una a una las relaciones familiares de más fuerza. Todas han de ser superadas por la relación con el Señor.

            La aparición de la cruz en esta interpelación de Jesús suscita la pregunta sobre lo que el Maestro quería expresar con ella. Parece ser una expresión acuñada tras la muerte y resurrección de Cristo. Pero es cierto que tenemos otra parecida: “cargar con mi yugo”, de significado similar, que pudo ser utilizada por el mismo Jesús. En ambos casos puede aludir a la misión, la vocación particular y universal con la que Dios nos ha configurado y nos vamos dejando modelar, y al sacrificio, a la entrega de la propia vida. Ponerse detrás de Jesús con la marca abierta de la búsqueda de aquello que Dios pide y la actitud de darlo todo, la vida, por Él, como la disposición para que se haga realmente su voluntad, armonizando la propia voluntad con la suya. Con lo cual no han de prevalecer los proyectos personales, por muy entusiasmante que sean, sino la rigurosa búsqueda de lo que el Señor pide.

            Un seguimiento con tanta exigencia, ¿merece la pena? Es necesario sentarse y echar cuentas, como las debería echar un hombre que quiere construir una torre (para protegerse, para ver con mayor perspectiva…). En ello le va el prestigio ante los demás. O como el rey que tiene que entrar en combate con otro. En ello le va la supervivencia de su pueblo y la suya propia. El Maestro pide sentarse a discernir, pues advierte la exigencia de su discipulado. Queda ofrecido a todos, pero cada cual ha de ser consciente de lo que esto conlleva.

            Aquel viaje último a Jerusalén remató en la Cruz. La muchedumbre que lo seguía menguó considerablemente conforme fue siendo consciente de lo que ser discípulo suyo reclamaba. Finalmente en el Calvario se vio prácticamente abandonado por todos. Hoy no son menos las exigencias.

DOMINGO XXII DEL T. ORDINARIO (ciclo C). 1 de septiembre de 2019

 

El suelo nivela a todos desde un mismo rasero, el de la tierra. Desde ahí arranca todo lo humano, desde ahí al principio de su medida. Aunque haya cabezas que sobresalgan sobre otras, igualmente se nivelan en su distancia hacia el cielo. Frente a tales dimensiones, qué más dan unos centímetros más unos centímetros menos. En una palabra, participamos, sin exclusión de nadie, de un común coincidir en la base sobre la tierra y la enorme distancia, abismal, hasta el cielo.

                Esta plática sobre la tierra no tiene otra finalidad que poner en sintonía con el tema fundamental de las lecturas de este domingo: la virtud de la humildad. La etimología delata lo que esconde: sabor a tierra, al humus del que todos partimos. Ya no solo por sostener nuestra planta en él, sino por estar hechos de esta tierra que no puede elevarse sino modestamente más allá del lugar de arranque. Tierra de la cabeza a los pies, sin que de los pies a la cabeza pueda destacarse especialmente su altura, por muy enhiestos que nos pongamos. De esta tierra nuestra puede decirse que da la medida de lo que somos, y también de lo que podemos llegar a ser (que no se queda solo en tierra).

                Una particularidad de cualquier pedazo de terreno es su ubicación. Tan sujeto al espacio, no puede prescindir de un lugar. A esto estamos sujetos también nosotros, terruños animados. Pero como un realidad viva, con un movimiento de búsqueda que anhela esa posición en el mundo. Encontrarla trae paz y felicidad.

                Para los judíos fariseos y otros fieles piadosos la comida se había convertido en un lugar de importancia capital para la expresión de su fe. En muchos sustituía en cierta medida al culto del templo, en manos de los saduceos. Representaba un pequeño universo, un microcosmos, donde lo que se comía, cómo se comía y con quién se comía había de ser cuidado delicadamente. Era la anticipación más expresiva del banquete definitivo del destino último feliz y perpetuo. La posición en la mesa del banquete simbolizaba asimismo la que uno tenía en la sociedad y la que habría de tener en el Reino. A veces las vinculaciones desajustadas entre tierra y cielo ofrecían extrañas expectativas. El motivo de su desajuste radicaba, fundamentalmente, en el desprecio de la tierra. Cuando más a tierra parece la condición de una persona, menos apetece sentarla a tu lado. Saben demasiado a tierra la pobreza, la tara física, la discapacidad en cualquiera de sus formas, la enfermedad, la fragilidad, la ancianidad… Puesto que estamos constantemente dispuestos en actitud de despegue, cuesta acercarse o dejar que se acerque aquello tan quebradizo y endeble. No estamos dejos de la actitud de los fariseos y sus seguidores, cuyo criterio se regía por las normas de pureza.

                Amar la tierra de la que estoy y están hechos todos los humanos es el principio de la virtud de la humildad. Es más, aprender a amarla en lo desconcertante de ella, donde descubrimos lo menos bello y apetecible y esperable. Porque de ello está especialmente enamorado Dios, y quien ama lo que Dios ama adquiere acceso a lo celeste. La tierra se convierte en terreno irrigado por el Espíritu de Dios para una fecundidad insospechada por lo abundante, por lo prolijo, por lo multiforme, por lo fraterno. Cuánta belleza divina imperceptible, por centrar la mirada en lo que Dios no pretendía. El amor a la tierra que somos: la mía, la tuya, la de todos, nos facultará para encontrar nuestro lugar en la mesa compartida con el Señor para toda la humanidad. Y gozaremos con ello.

DOMINGO XIX T. ORDINARIO (ciclo C). 11 de agosto de 2019

 

Sb 18,6-9: Tu pueblo esperaba la salvación de los justos.

Sal 32: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

Hb 11,1-2.8-19: La fe es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve.
Lc 12,32-48: Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas.

 

Lo que fue hecho por Dios para culminar en Dios, apetecerá siempre a Dios. Este apetito no se puede resolver con nada más que Él, lo que exige soltar la mano de los asideros humanos para agarrarse a los de Dios que son la esperanza y la fe. La esperanza: la aspiración hacia la plenitud personal y global; el camino que alienta y motiva la superación del estado actual. La fe: la confianza y la certeza de que ciertamente hay una meta gloriosa, porque existe un Dios misericordioso y justo que cumple lo que promete y lo hace posible.

                Conviene recordarnos a menudo a los cristianos que somos caminantes. La interpelación a no poner la confianza en los bienes con que nos exhortaba el Maestro el domingo pasado encuentra aquí su secuela. No aspiramos a lo bueno, sino a lo mejor; porque no hemos sido creados para lo bueno, sino para lo mejor que será exclusivamente la plenitud de lo que estamos llamados a ser, la consecución de la condición humana gloriosa en Cristo glorioso.

                Para ello es importante esclarecer los apetitos personales, es decir, llegar al conocimiento de fondo de lo que realmente se apetece. Tras el afán de bienes, de posesiones, de dominio, de autoridad, de reconocimiento… ¿no habrá, más bien, una necesidad de seguridad, de apuntalamiento de la propia valía, de convencimiento de que se está aprovechando la vida y tiene algún sentido? Cuando pretendemos conseguir algo, ¿detrás de qué vamos en realidad?

                La invitación de Jesús a no descuidarnos es un requerimiento para tomar en serio nuestra vida. Comienza confortando: “No temas pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino”, para luego exigir una atención cuidada y no desaprovechar la vida. La exhortación a la vigilancia es el modo en que rechaza el conformismo y el interés centrado en la comodidad del presente. Esta llamada de atención se hace más estricta con quienes tienen responsabilidad sobre otras personas.

                El ejemplo de los patriarcas como Abrahán y Sara que ofrece la Carta a los Hebreos visibiliza el itinerario y la meta de quienes confiaron en Dios y no se detuvieron en lo ya conseguido, porque apetecían al mismo Dios y se fiaron de Él y sus promesas.

DOMINGO XVII T. ORDINARIO (ciclo C). 4 de agosto de 2019

 

Ecl 1,2; 2,21-23: ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?

Sal 89: Señor, Tú has sido nuestro refugio de generación en generación.

Col 3,1-5.9-11: aspirad a los bienes de allá arriba, no a los de la tierra.

Lc 12,13-21: Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?

El producto del trabajo se convierte en dinero como material que facilita la adquisición de otros bienes para la vida. Otros medios de intercambio, como el trueque, entraña severos límites que solventa con facilidad la moneda (que ya en la mayor parte de los casos ha sido sustituida por números en la cuenta bancaria). El trabajo en sí es un bien, por lo que, aun teniendo en cuenta que “todo obrero merece su salario”, la labor realizada ha de ser humanizadora, dignificadora, de uno u otro modo ilusionante. Cuando esto falla, puede que el único o principal aliciente sea el dinero que proporciona la actividad laboral. Este arranque, ya viciado de arranque, llevará consigo el desajuste hasta otros ámbitos. A más grado de insatisfacción con el propio trabajo, más expectativas en ganar más dinero para resarcir la decepción. Si el trabajo o sus condiciones se devalúan, no es difícil que el dinero ocupe un lugar inapropiado para la persona.

            Una característica del dinero que lo hace tan apetecible es la posibilidad de cambiarlo por prácticamente cualquier bien, lo que lo convierte en un recurso capaz de alcanzar todos los demás bienes. Sociológicamente es reconocido como un elemento “ficha”. De esta potencialidad para proporcionarlo “todo” es consecuente que sea valorado como un “todo”, o, al menos, como un “mucho”, hasta la ingenua y dañina perversión de llegar a considerar que incluso aquellas realidades carentes de valor económico y propia de las relaciones humanas, como el amor, el ejercicio humano más elevado, pueden ser accesible mediante el dinero. Dicho de otro modo, puede parecer que el dinero proporcionará cualquier cosa necesaria en lo material y en lo espiritual, o, si no en lo espiritual, la convicción de que lo material será suficiente para la felicidad. El deseo de dinero es, de forma subrepticia, deseo de felicidad. Como naturalmente esto es frustrante al no proporcionar lo que parecía prometer, aumenta la avidez de dinero al tiempo que se acentúa el anhelo de felicidad. Sencillamente un desorden desastroso.

Esta concepción desordenada de la vida arrastra hacia otros: la avaricia, la codicia, el robo, la malversación. El desequilibrio afecta a los más desamparados acentuando su dificultad para conseguir bien trabajo, bien unas condiciones laborales y salariales dignas. El daño producido a nivel mundial por esta forma desajustada en la consideración es terrible. En primer lugar el dinero se encumbra como sustituto de Dios, se idolatra; en segundo, pervierte las relaciones humanas y causa o agrava las injusticias. No le faltaban razones a Jesús para decir “no podéis servir a Dios y al dinero”.

Ante esta valoración tan poco acertada de la vida que afecta a la consideración del dinero, y que no deja de ser una ficción, en cuanto que finge dar lo que no puede, la integridad humana, el Maestro propone un realismo obvio: el dinero asegura la protección de la vida, es evidente, y la muerte acecha en todo momento. La parábola del rico que obtuvo una gran cosecha indica inicialmente lo que pueden ser los sueños de muchos, es decir: disponer de bienes suficientes para una buena vida; para resolverlo con la realidad: la muerte puede llegar en cualquier momento y nada de lo acumulado será aprovechable por el difunto. Por lo tanto, ¿en qué invertimos los recursos de nuestra vida? Será mejor hacerse amigo de Dios, el Señor de la Vida, que preocuparse y afanarse por lo que ignora que hemos sido creados para la inmortalidad.

Una sana y esmerada relación con el Señor equilibra el valor del dinero en su medida y evita todo tipo de abuso idolátrico. 

DOMINGO XVII T. ORDINARIO (ciclo C). 28 de julio de 2019

 

Gn 18,1-10: El juez de toda la tierra, ¿no hará justicia?

Sal 137: Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor.

Col 2,12-14: A vosotros, que estabais muertos por vuestros pecados, os vivificó con Él.

Lc 11,1-13: ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?».

 

“Creo en la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados y la vida eterna. Amén”. Así termina el llamado “Credo de los apóstoles” de origen latino, del cual se cuenta que sus doce artículos fueron definidos cada uno por un apóstol antes de marchar a evangelizar por el mundo, para contar con una fórmula de fe idéntica y darla a conocer en su misión. Lo que tras esta historia encontramos, más allá de detalles con sabor legendario, es una fe de origen apostólico. Y aquí se profesa la “comunión de los santos”.

            Esta comunión alude a la corporeidad originaria con que está constituida la Iglesia y de la que forma parte todo cristiano como sociedad, como comunidad, como familia. Donde va uno, de algún modo, van todos los demás. Es decir, nada de lo que hace un bautizado es indiferente al resto de la Iglesia ni aun de la sociedad. Influimos, para bien, regular o mal en el Cuerpo de Cristo, porque somos parte de él. Y existe igualmente una solidaridad entre todos los hombres, de modo que unos a otros podemos facilitarnos no solo la vida, sino la vida eterna, o bien entorpecer el camino hacia ella.

            El único salvador es Cristo, sin duda. Su influencia, absolutamente decisiva, corresponde a Aquel por quien han sido creadas todas las cosas y hacia el cual van todas las cosas. Por eso con su vida y con el acontecimiento crucial de su muerte y resurrección ha podido ser causa de salvación para todos. Bien lo sabía san Pablo, como lo refleja la lectura de la Carta a los Colosenses de la liturgia de hoy.

            El bueno de Abrahán se atrevió a la mediación hasta el regateo con Dios. Este Dios deja que el anciano Abrahán aparezca como el misericordioso, el más interesado en la salvación de una ciudad tremendamente corrompida. El precioso diálogo con Dios indica la importancia de la intercesión de unos por otros. La historia de la humanidad revela el bien causado cuando una persona ha emprendido una iniciativa humanizadora y el mal provocado cuando ha sido lo contrario. En el caso de los amigos de Dios, como Abrahán, su poder creativo es grande, su capacidad mediadora para los demás es causa de muchos bienes.

            Aquí puede integrarse la insistencia de Jesús por la petición al Padre. Pedirle es reconocer su paternidad, por la consciencia de la necesidad que tienen de Él sus hijos, infecundos sin su ayuda. La misma oración que Jesús nos regaló para dirigirnos al Padre (aquí en la versión de Lucas) es una colección de peticiones. Cuanta más confianza en Dios, más petición, más capacidad de intercesión. Esta capacidad se encuentra también en los difuntos y en los santos, quienes, en amistad constante con el Señor, trabajan para nuestra llegada, como ellos, a la vida eterna junto a Dios y sus hijos. Porque Él quiere la salvación de todos y la implicación activa de todos (hay cantidad de formas y medios) para esta misma salvación del Cuerpo de Cristo. 

DOMINGO XV DEL T.ORDINARIO (ciclo C). 14 de julio de 2019

 

Dt 30,10-14: Escucha la voz del Señor tu Dios.

Sal 68,14.17.30-37: Humildes, buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón.

Col 1,15-20: Todo fue creado por Él y para Él.

Lc 10,25-37: ¿Quién es mi prójimo?

 

A la letra se llega por el ojo o el oído. Un corazón interesado en saber dispondrá vista y oído para hacerse con muchas letras o, por lo menos, con las más importantes. Moisés exhortaba al pueblo pidiéndole que prestase atención a la letra del Señor, a la Ley, a su Palabra dada para la amistad con el pueblo. Indicaba que esta Palabra no era inalcanzable, sino que se encontraba en el propio corazón y debía emerger a los labios para ser compartida. No está bien quedarse para uno los regalos de todos, hay que hacer vida lo que dice el Señor que nos ha hecho regalo para los demás, y lo seremos en la medida en que escuchemos y cumplamos. Habrá que escuchar mucho para que el corazón se enternezca con la Palabra y asuma con esta sensibilidad divina cada acontecimiento al que hay que hacer frente.

                Jesús volvió a decir lo que ya estaba dicho facilitando el acercamiento a la Palabra de Dios. Y lo dijo con color de parábola. Un entendido de la Palabra de Dios, un letrado, le preguntaba al Maestro sobre lo más importante: llegar a la herencia de la vida eterna, es decir, cumplir con la misión encomendada personalmente por Dios y recibir de Él el premio de la felicidad para siempre. El Maestro le remitió a la Palabra, pero el letrado le hizo entender que no llegaba a descubrir la concreción de uno de los elementos esenciales para ser obediente (escuchante) de Dios: ¿Quién es el prójimo? Un caso concreto, al modo de un cuento inventado, facilitaba la respuesta: prójimo es todo aquel que necesita ayuda y a quien podemos, dentro de nuestras posibilidades, proporcionársela. Tres personajes vieron al hombre prójimo con necesidad y solo uno de ellos se conmovió. De los dos primeros se esperaba una reacción de compasión por el hombre malherido, porque eran personas que tendrían que estar acostumbradas a escuchar y leer la Palabra de Dios. Pero pareció que su corazón no había sido afectado realmente por ella. De quien menos cabría aguardar una reacción positiva, un samaritano, obtenemos, sin embargo, el desenlace más acorde a la Palabra de Dios.

                La causa para la impermeabilidad a la Palabra es el propio ego. Podríamos sospechar que los dos primeros que vieron ante sí al hombre consideraron más importante sus propias cosas que la asistencia del desgraciado: incurrirían en impureza al tocar la sangre o al entrar en contacto con un cuerpo del que no sabían si estaba vivo. Una lectura y escucha parcial de la Palabra es dañina. La puesta en práctica de lo que Dios dice, que exige una lectura de lo que va pasando en nuestro corazón, nos pone en situación de llevar a cabo lo escuchado en la vida real donde lo que prima no han de ser las molestias que me vayan a causar las atenciones a tal prójimo, sino lo que necesita y lo que le va a pasar a él si no lo atiendo. La actitud del samaritano podría entenderse como excesiva, pero corresponde a quien verdaderamente ha aprendido a leer en el corazón el mensaje de Dios, que pide exceso en amor para los más necesitados de ello.

El capítulo 25 del evangelista san Mateo exponer con elocuente claridad la identificación de Jesucristo con todo prójimo necesitado. Este vínculo puede colegirse también del himno de Colosenses de este domingo. Todo ha sido creado por Cristo y por su sangre han sido reconciliados todos los seres. Él aparece como hombre apaleado y buen samaritano, el que recibe el mal y que el implica su vida, dándola, para sanar. Las personas maltratadas visibilizan con actualidad la tragedia de la cruz y, al mismo tiempo, ofrecen la actualización en cada creyente del amor de Jesucristo en ellos, en sus heridas, en su precariedad. Antes y durante ha de acompañar la escucha atenta de la Palabra de Dios, que hemos de hacer nuestra para que sea Maestra de nuestro actuar, de nuestro compromiso como hijos de Dios y hermanos de todo hombre.

El bon samarit de Pelegri Clave i Roquer web