Todos los JUEVES de 19.30 a 20.30
Todos los DOMINGOS de 19.00 a 19.30
Todas las MAÑANAS de 9.30 a 13.00
«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en tentación”»
Si quieres orar y estar junto a Jesús lo puedes hacer...
Todos los VIERNES a las 20:00 horas.
En la Parroquia de SANTA MARÍA la Mayor.
Sof 3,14-18a: Alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén.
Is 12,2-3.4bed.5-6: Gritad jubilosos: “Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel”.
Fp 4,4-7: Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios.
Lc 3,3-18: “¿Entonces qué hacemos?”.
Otras cuestiones pueden dirimirse arriesgándose a la improvisación, para ir viendo resultados que tampoco serán decisivos, pero esta pregunta merece abordarla despacio y con determinación, porque en ella nos va no solo esta vida, sino también la eterna: ¿Entonces qué hacemos? La gente se lo preguntaba a Juan Bautista. El principio es algo suficientemente aclarado para todos: queremos el bien, la felicidad, pero no la labor más compleja es trazar el itinerario concreto para llegar allí, qué hacer. Una ayuda inestimable es una referencia que nos aporte seguridad sobre lo que buscamos. ¿Qué hacer? Podemos hacer sencillamente “lo que hacen los demás”, y así mi vida será una entre tantas, al albur de la moda del momento o de la postura mayoritaria, inadvertida y sin desentone. ¿Será esto suficiente? Tal vez falta referencias, personas a las que dirigirse, no para resolvernos la cuestión, sino para aclarar para indicarnos. ¿A quién me podría acercar hoy yo para recibir pautas para decidir concretamente?
Los que recurrieron a Juan Bautista consideraban en él a un hombre de Dios de palabra y obra. Seguramente Juan no era una persona de muchas palabras; le bastaba con su vida para manifestar hacia fuera lo que vivía por dentro. La pellica de camello con la que se vestía enseñaba muchas más cosas que las que escondía: alguien sin doblez, transparente, defensor de la justicia y la verdad, servidor del Señor. Quien quiera conocer las cosas de Dios es bueno que se acerque a los hombres de Dios. Pero, ¿todavía los hay? ¿Aquí los tenemos? No hay dificultad para dar con una persona buena, alguien generoso, servicial, honrado, pero los hombres de Dios no solo son eso.
El Bautista daba receta genérica para las situaciones generales: “El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo”. La respuesta afecta a la generosidad con lo material, en concreto con el vestido y con el alimento, dos elementos de primera necesidad. Parece ir más allá de una distribución económica, sino de buscar el bienestar del otro tanto como el mío propio; que me preocupe tanto su frío y su hambre como mi frío y mi hambre. Una situación de necesidad común que afecta de forma diferente se solventa con una respuesta para el bien común. Luego vienen preguntas de oficios específicos. Los publicanos, agentes de los impuestos, tenían el derecho de poder aumentar el importe a pagar para su beneficio. Juan pide moderar sus exigencias y no reclamar más que lo justo. El provecho de uno no puede significar el perjuicio de otro, hay que buscar la equidad y la justicia. Unos soldados acuden también con la pregunta sobre qué hacer, y Juan les responde con un empleo de la autoridad y la fuerza que respete a los demás y con que estén contentos con su salario. Detrás de todas las repuestas se agita el tema económico unido al cuidado de las demás personas, para servir con ello, para evitar los abusos que son una excusa injustificable de que alguien tiene más derecho que los demás y puede aprovecharse de lo ajeno para apropiárselo y hacerlo como suyo. A cada uno que le interroga le da consejos sencillos de vida, que pueden entenderse como prácticas de sentido común, pero que es necesario escuchar de cuando en cuando por parte de alguien para recordárnoslo y para que reparemos que hay actitudes muy generalizadas que, aunque sean habituales, no tienen por qué ser normales. Pronto seduce el comportamiento del compañero cuando observamos que le reporta un beneficio que a nosotros no.
Hoy ya no está el Bautista entre nosotros para preguntarle y recordarnos. El anunció al alguien que vendría tras él con más poder, a Jesucristo. Le aplica, como comparación, la actividad de quien, cuando concluía la siega, echaba al viento el grano con la paja para separar el trigo de lo demás. Esta imagen recoge el final de un proceso donde somos nosotros esa planta de la cual se podrá sacar mucho o poco fruto, poca o mucha paja. Aquel trance llegará en su momento; ahora es el tiempo de sacarle el máximo partido a la tierra, el agua y el sol para provecho del grano. No es un esfuerzo espartano y severo, sino el sacrificio alegre de disfrutar de la vida con profundidad. La alegría ligera, la que se ve a poco que sople el viento que se lleva la paja del bieldo, se consigue sin esfuerzo, hasta con dinero. La alegría que persevera se logra a precio de trabajo y de ir confirmando con respuestas diarias la pregunta de sobre lo que debemos hacer. El “Gaudete” de este tercer domingo de Adviento se origina en la alegría eterna y nos llega aquí; viene como del futuro para hacer vibrar nuestra vida y que la vivamos con satisfacción, disfrutando, promoviendo la alegría alrededor. Para ello habrá que preguntarle con frecuencia a Jesucristo lo que debemos hacer y contrastar nuestras alegrías someras con la alegría de su resurrección, y nuestras aspiraciones limitadas con la ambición de la vida eterna. La alegría de verdad no se improvisa, se prepara con trabajo, anticipando la definitiva, cuando Él vuelva.
Bar 5,1-9: Dios guiará a Israel con alegría a la luz de su gloria, con la misericordia y la justicia que vienen de él.
Sal 125,1-6: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres
Fp 1,4-6.8-11: Lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento.
Lc 3,1-6: “Y todos verán la salvación de Dios”.
Saltando de emperador a gobernador y de gobernador a virrey, de virrey a otros virreyes y del último de ellos al sumo sacerdote, el evangelista Lucas recorre la cúspide de la jerarquía política del momento. Comienza en el imperio universal de los romanos y, siguiendo con los gobernantes de Palestina y pueblos cercanos, concluye en la máxima autoridad religiosa de Israel. Recorre de un salto palacios, fortalezas, corte, ejércitos, territorios, súbditos… y templo. Pasa a través de los nombres de poderosos que quedan grabados en monumentos de piedra y documentos de lectura para el relato de la historia, donde nos asomamos a vida de sus pueblos. El propósito de rigor de Lucas en sus datos, que anuncia al principio de su evangelio, tiene a bien contar con aquellos que marcan el destino de las naciones para hablar de una historia real, un hecho en un tiempo determinado y en un lugar concreto. Todo ello para desembocar y hablarnos de una historia más determinante y ambiciosa, que fluye sosteniendo cualquier otra historia, porque es su sentido más profundo: la historia de la Salvación de Dios. Dios se ha hecho historia con los hombres.
Tras el alcázar y el ejército y el poder y el territorio que se intuye en cada uno de esos nombres (Tiberio, Pilato, Herodes...), este pasaje evangélico arriba hasta un personaje inquieto y andariego. Se desliza entre las tierras regadas por el río Jordán, de acá para allá, sin un refugio fijo, en la aridez del desierto, contrastando con el poder y los recursos de aquellos gobernantes. El bautista se mueve libre, como el mismo río en torno al cual profetiza. Lo mueve la Palabra de Dios con un poder que no alzará ningún ejército en armas para defender o atacar, sino con la capacidad para desentumecer el oído y facilitar que la Palabra del Señor llegue al corazón de los oyentes y produzca la gran victoria, la conversión para el perdón de los pecados. Mientras los reyes miran hacia una calma política y social, que procure una paz suficiente, aunque sea a fuerza de guerra, el profeta Juan contempla la acción de Dios en cada hombre que se vuelve a Él y compromete a la preparación del camino para el encuentro con el Señor. ¿Hacia dónde miraremos nosotros?
Los ojos que miran a Oriente no verán si se asoman en las primeras horas de la mañana o las últimas de la jornada. Ni en unas ni en otras podrán: en las tempranas por exceso de luz del sol que se levanta, en las últimas porque escaseará la claridad. La luz necesaria es la justa, que esclarece, pero no deslumbra. Con esa luz muestra el profeta Baruc las miradas de Jerusalén hacia el Este, donde su pueblo había sido deportado. La oscuridad puede traer pena sin redención, el resplandor excesivo alegrías engañosas y olvido de la propia historia. Israel había pecado gravemente, fue la causa de su desgracia y de su luto, pero no había culpa suficiente, y nunca la habría, como para que Dios se olvidase de su pueblo. Jerusalén, la capital, el lugar del templo, morada de Dios entre los hombres, se levanta con ánimos de esperanza, con traje de fiesta. Se lo recuerda el profeta Baruc. Para mirar hacia el lugar del destierro, Oriente, y ver ya en esperanza cómo llegan sus hijos, con la gloria del perdón de Dios y las energías rejuvenecidas de quien se entusiasma con la renovación de su país, de sus raíces y, lo fundamental, de su relación con Dios. Este Dios que manda a la creación que allane el camino a su pueblo que regresa y toda ella se implique en este servicio de alegría, para facilitar el regreso de sus hijos y que toda criatura goce con ellos. Y Dios parece un caminante más que llega del destierro, guiando de Oriente a Occidente, recorriendo toda la tierra para que se anuncie la alegre noticia de la salvación. Desterrados de su tierra, de su templo, no habían sido desterrados de Dios. En Él se fundamentaba la nueva esperanza. Pero el Dios caminante que guía a su pueblo no se detendrá en la Tierra de Israel, porque ha agrandado la esperanza de sus hijos hacia una gloria inaudita e inabarcable. Ya no se trata de restaurar países con sus instituciones, regresar al culto antiguo reconstruyendo el templo derruido, sino de recorrer el mundo entero para preparar la acogida al que tenía que venir y ya ha llegado. Al que anunciaron los profetas desde antiguo y al que anunció y vio el profeta Juan Bautista frente a sí. Ha pasado el Señor y nada puede quedarse ya quieto.
Anduvo también Pablo con la inquietud de Juan Bautista por preparar el camino del Señor anunciando su salvación y buscando discípulos para extender su mensaje. Da gracias por cuantos lo han acompañado en este servicio y apela a la convicción de que si Dios ha inaugurado en ellos una empresa buena, Él mismo la llevará adelante. Él mismo avanza delante para abrir las puertas. Todo colaborador se hace pregonero del nuevo orden, donde el valle se eleva y la montaña se abaja para nivelar y allanar el camino del pueblo que avanza. También de los que aún no forman parte del pueblo, pero se acercan de uno u otro modo a Dios. Lo primero es sencillo: allanar montañas y elevar hondonadas, lo difícil es que el corazón y la mente se nivelen, que se enderece toda torcedura de afecto para recibir al Señor. Y así, ir saltando por gobiernos y poderes y naciones, sin detenernos en ellos para contemplar la acción misericordiosa de Dios que guía la historia de la Salvación.