Hch 5,27b-32.40b-41: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.
Sal 29,2.4.5.6.11.12a.13b: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Apocalipsis (5,11-14): Los ancianos se postraron rindiendo homenaje.
Jn 21,1-19: “¿Me amas?”.
No todo en la noche ha de ser descanso. Hay que buscar el momento más oportuno para el oficio, y, si éste pide lo nocturno, habrá que faenar mientras otros duermen. El trabajo en la oscuridad se esclarece a la mañana, la que desvela lo que se hizo trayendo a la luz el fruto. Donde se trabajó con barco buscando pesca, las capturas acreditan los esfuerzos de los marineros; si la nave regresa a la orilla como partió de ella, entonces crecerá la sospecha de si los pescadores hicieron lo debido. Esa sospecha tendría que tener su inicio en los mismos trabajadores: ¿No hubo suerte? ¿No hubo suficiente esfuerzo? ¿Hubo trabajo, pero no habilidad? La respuesta sincera a estas preguntas traerá más luz que la mañana y facilitará el esmero para la próxima faena. Pero en el caso del evangelio de hoy la respuesta la trajo otro.
La pesca nocturna de aquellos seis discípulos, capitaneados por Pedro, se veía abocada a un sueldo nulo; el trabajo de la noche no había producido nada. Además, en este oficio, el trabajo sin resultado de hoy no deja trabajo anticipado para mañana; cada jornada con lo suyo, y ésta terminaba vacía. El tiempo para la pesca es limitado: entre la última claridad de la tarde y la primera de la mañana; fuera de ese tramo se roza la imposibilidad, y, en aquel tiempo, ya estaban a punto de extinguirse los momentos. En el retorno, cuando ya prácticamente ha expirado el plazo, aparece Jesús, aún desconocido, con una petición, como fuera de hora, para un último esfuerzo. Ese instante ultimísimo, con las fuerzas prácticamente consumidas y el ánimo tibio, va a producir lo que se frustró durante tantas horas de trabajo. El barco vacío se llena de peces. Ese esfuerzo casi agónico resolvió una jornada laboral decepcionante. Precisamente al amanecer, el momento escaso en que se hilvana la noche y el día, el único instante temprano que comparten.
¿No fue también al amanecer la Resurrección del Señor? Hubo que contar dos noches sin fruto para hallarlo al alba del tercer día. ¿Hasta cuándo esperar la intervención de Dios antes de concluir con un fracaso definitivo? Descubrirlo en la orilla es ya alegría suficiente. La orilla es como un amanecer, también límite, despedida y bienvenida, se acerca al agua, pero sobre tierra firme. Cuanto más en las fronteras de nuestras propias fuerzas, más nos haremos capaces de una entrega incondicional y de una confianza cierta en Dios. Unas cuantas pescas milagrosas serán suficientes para esperar que el Señor, que aguarda en ese borde, saque de nuestro trabajo lo que Él disponga. Sin olvidarlo: “de nuestro trabajo”, que si no hay labor, de día o de noche o ambas, será ponérselo difícil al Señor. A nosotros nos toca trabajar, que Dios, en el tiempo oportuno, provocará el éxito.
Pedro, el apasionado, es más lento que el discípulo que se sabe amado por el Señor para descubrir quién es el anónimo que les auguró la pesca, pero se arroja al encuentro con Jesucristo de forma precipitada. El almuerzo dispuesto por el Resucitado evoca la Eucaristía. El alimento reparador es don de Dios, pero también sueldo del trabajo humano.
Por último tres preguntas sobre al amor a Jesús que parecen subsanan las tres respuestas que ocultaron la amistad con Jesús por miedo en el patio de la casa del sumo sacerdote. La condición para el trabajo con las ovejas (para pastorearlas y apacentarlas) es otra cosa que el amor a Cristo y a Cristo solo se le puede amar si se le reconoce en la orilla de nuestra vida haciendo fructíferos nuestros esfuerzos, dándonos motivos para la esperanza, prometiéndonos resurrección.
Hch 5,12-2: Los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo.
Sal 117,2-4.22-24.25-27a: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Ap 1,9-11a.12-13.17-19: “No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive”.
Jn 20,19-31: “Dichosos los que crean sin haber visto”.
La imagen del Maestro en el Calvario, sus manos y pies taladrados, su costado ajado, su cuerpo yerto en el sepulcro impactaron en el corazón hasta proporcionar una conclusión definitiva. La muerte tiene poder para cautivar el ánimo y anidar allí, ovando motivos para la sola muerte y desalojando cualquier otra posibilidad, como el cuco en el nido ajeno. El Cristo muerto remachó el itinerario de los discípulos a golpe de clavo, y ya no les cupo más, ya quedaba todo decidido. La aparición del resucitado sobrepasó la imagen de la cruz con una escena viva de vida gloriosa en la carne herida y traspasada. Hasta que no hubo encuentro con su Señor no hubo tampoco superación de la estampa de muerte. Se encontraron el primer día de la semana, un domingo.
La ausencia de Tomás puede despertarnos preguntas: ¿Por qué no estaría con los otros? ¿Dónde habría ido? Su separación de la comunidad, de aquella Iglesia a gatas, lo priva de la aparición del Señor, pero también lo hace más vulnerable a la fe en la resurrección. No solo no creyó a los testimonios de algunos compañeros que aseguraban haber visto al Señor resucitado, sino que no creyó a la comunidad, a la Iglesia. El sello de la muerte impreso en su memoria resistía a las palabras de los suyos. Cuando el ánimo de muerte te ha atrapado, es más fácil encontrar razones para la muerte. Solo una nueva aparición con interpelación directa hacia el incrédulo provocará el derrumbe de la escena del Calvario adherida al corazón. Este encuentro toca más hondo el corazón y le permite despegarse de la certeza de sepulcro. Cara a cara con un Cristo en el que se reconocen las señales de su pasión, pero ya glorioso, invicto.
La imagen nos proporciona una idea global de la realidad. El sorbo de los ojos asume hacia dentro lo que ve. La palabra ofrece interpretación para cada escena. Si no hay otra palabra que la nuestra, puesto que tenemos ese movimiento tan marcado hacia la muerte, empujará a la desesperanza. Tomás, como antes los otros apóstoles, había aprendido lo visto desde sus palabras y había concluido en el sepulcro. La Palabra de Dios, sin embargo, tiene un movimiento de vida y, desde ella, nos asomamos a las escenas de nuestra historia viendo un itinerario que arranca de la muerte, del pecado y toda maldad, y conduce hacia la vida eterna. Es decir: los sentidos nos acercan a la realidad, pero solo la Palabra nos lleva a la verdad a la interpretación profunda de los hechos. Y esto ya es un encuentro con Cristo resucitado, que atraviesa el hecho de la muerte para llegar a la realidad de la resurrección. El pasaje recuerda a las palabras de Abrahán en la parábola del pobre Lázaro y el rico: “Si no escuchan a Moisés y los Profetas, no creerán ni aunque resucite un muerto”. ¿No puede ser que nos hayamos tenido encuentros con Cristo resucitado, pero haya pasado inadvertido, porque no estuvimos atentos a su Palabra?
Reflexión en torno a las lecturas de la Vigilia Pascual.
Lc 24,1-12: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”.
Tres segundos, sólo tres segundos para anunciar el gran acontecimiento: “Jesucristo ha resucitado de entre los muertos”.
Acabaron los tres segundos, pero, como la muerte nos ha obligado a tanto silencio, aún sigue apeteciendo el anuncio. Pido ahora diez, no, quince, mejor quince segundos para decir que “Aquél que había engullido el Calvario y había sido arrojado a un sepulcro para el olvido; aquella Vida que suscitaba vida y fue asesinada, aquel Amor que brincaba las barreras del odio para amar, que fue apagado a ráfagas de envidia... ha sido devuelto a la Vida por el Padre”...
Se ha dicho todo y no ha sido dicho nada. Aumentemos en medio minuto, treinta segundos más para exclamar que “el Hijo del Padre eterno, por el que existe todo lo creado, por el que fue llamado Abrahán a ser padre del Pueblo de Israel, por el que los israelitas fueron liberados de la esclavitud de Egipto por medio de Moisés; el Hijo de la Nueva Alianza anunciada por los profetas, luz que alumbra a los pueblos y Fuente que limpia los pecados, habiéndose hecho un hombre como nosotros, salvo en el pecado; habiendo aprendido, en el sufrimiento, a obedecer, dio la prueba de amor más grande entregando su vida a la muerte y una muerte de cruz, y el Padre lo resucitó al tercer día”.
Se han terminado los segundos, y todavía apenas hemos rozado el misterio. Tregua, tregua al tiempo. Paso a la Palabra, la que existía desde el principio en comunicación de amor con el Padre, la que enmudeció en la Cruz sin dejar de decir. Ya no sufrirá interrupción, no tendrá dominio por la muerte.
No podrán agotarse los segundos ni las horas ni los siglos para proclamar el acontecimiento, y poder hablar del encanto sencillo de una araña tejiendo su tela entre la hierba, y el relente cubriendo de gotas como perlas cada uno de sus hilos, o el afán de las golondrinas en sus nidos de adobe para darle de comer a sus crías, o la pureza del agua que cae de las nubes que estruja el cielo en gotas finísimas... Será todavía más deficiente el tiempo para la admiración ante el labrador que abre la tierra con el arado para que surja vida de cereal, o el albañil que coloca ladrillo sobre ladrillo y eleva casas llamadas a ser hogares y acoger la vida, o la costurera que, a puntadas de hilo, embellece el paño vacío con su arte...
Porque Cristo ha resucitado, ¿no vamos a encontrar encanto en cada una de las realidades que nos rodean? En la madre que pare y aprende el lenguaje del hijo, en el padre que acumula paciencia y quiere hacerse niño con los niños; en el amigo que dice “te quiero”, en el compañero que dice “te ayudo”; en la familia que canta a la vida en sus quehaceres cotidianos; en la rutina del convento tras la reja que se desenvuelve en amores al Resucitado; en el sacerdote que intenta a su modo, ser pregonero de la gran noticia.
Porque Cristo dijo a las mujeres: “No tengáis miedo”, (y el ángel: “no temáis”), ¿no habrá momento para decirle al enfermo: “habrá consuelo”; a los que ya ceden: “sed valientes”; a los que desesperan: “ánimo”; a los que sufren injusticia: “recibiréis justicia”; a los que piden venganza: “no añadáis mal”; a los que pecan: “convertíos y recibid el perdón de Dios”; a los que mueren: “Resucitaréis”?
Si Cristo ha resucitado, ¿no faltará tiempo para alegrarse con tanta alegría? ¿No pide esta noticia, tan necesitada de tiempo, eternidad...? Mientras esperamos el cielo eterno, el momento de nuestra resurrección, acojamos la gracia del Resucitado para vivir cada momento con expectativas de infinito, dejando que Dios comience ya a resucitarnos, aquello que inició en nuestro bautismo.
Reflexión en torno a las lecturas del VIERNES SANTO.
Is 52, 13-53,12:
Sal 30: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
Hb 4,14-16; 5,7-9:
Jn 18,1-19,42: Salió al sitio llamado de la Calavera, donde lo crucificaron.
El agua que cae del cielo no reposa, sino que sigue en movimiento pendiente abajo. No buscará pendiente de subida por su natural, lo hará si recibe ayuda de otras fuerzas, aunque no sean propias. El paso hacia la altura necesita energías añadidas. Cristo, como una corriente de agua viva, era empujado a hacer escalada hacia el Calvario. La carne humana no busca lo escarpado, sino lo llano y la bajada. El sacrificio desagrada espontáneamente. Fueron los impulsos del Espíritu los que arrimaron al Señor a la cruz; impulsos de misericordia, de perdón, de redención, de salvación... nombres diversos del amor de Dios. El Padre se lo mandó, Él aceptó, pero recibió el Espíritu para hacer posible lo inimaginable.
Queramos o no habrá pendientes de ascenso irremediable, aunque el agua, nuestra carne, pida descender. Podremos hacerlo con resignación y repudio de la vida por habernos tocado lo que nos ha tocado, o con certeza en la presencia de Dios, en el vigor del Espíritu que apoya y consuela y hace las cargas ligeras en Cristo. Mis problemas, mi dolor, mi sufrimiento, mi cruz... son expresiones de las asperezas vividas en solitario y con riesgo de asfixia, como una rumia individual. Mis problemas, mi dolor, mi sufrimiento, mi cruz en Cristo, en el Crucificado abren mi peso a lo universal, porque Él asumió el dolor de todo el universo, y lo suaviza, porque recibe el sello precioso de la esperanza a la vida. Entonces las aguas podrán sobreponerse a su destino de mar, de muerte, y saltar hacia la vida eterna.
Reflexión en torno a las lecturas del JUEVES SANTO.
Ex 12, 1-8. 11-14: Este mes será para vosotros el principal de los meses.
Sal 115: El cáliz de bendición es comunión con la sangre de Cristo.
1Cor 11, 23-26: Haced esto en memoria mía.
Jn 13,1-15: “Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo”.
El deseo se parte en dos cuando nuestro querer anda dividido entre dos bienes que no pueden darse al mismo tiempo: queremos que llueva, queremos que no llueva. Ambos bienes no son de capricho, sino que están sostenidos por razones: la escasez de agua del año está causando un daño severo; los esfuerzos de tantas personas en tanto tiempo y energías están amenazados por la lluvia en estos días. El cielo se llena o se vacía de nubes y nuestra cabeza de deseos y razones (a veces en conflicto).
La mesa de aquella Cena de despedida también estaba sembrada de razones, de razones de discípulo. A la medida del deseo, así las razones. El deseo de Judas barruntaba un Mesías de triunfo, Señor de espada y victoria; un Jesucristo poderoso a mazazo de milagro, de juicio, de castigo con los malvados. Pero la actitud de Jesús tuvo que desconcertarle, y entonces, con ayuda del diablo, brotaron las razones para la traición. A Pedro el deseo le venía con la rigidez de una jerarquía: primero Cristo, luego nosotros y después los que viniesen, y a cada grado una autoridad, unas competencias, unos privilegios... y esto atraía las razones de honor, dignidad y corrección.
Con todas sus razones, ninguno de los dos entendió, porque sus deseos ya marchaban desordenados. No se pueden conciliar la preferencia por la fuerza y el dominio con el acompañamiento de Cristo; tampoco cabe aprender del Maestro, si se apartan los pies cuando quiere lavártelos. Las razones del Amor no confraternizan fácilmente con nuestras razones. Y la razón primera del amor es dejarse amar por Cristo y, dejándose amar, entrar en el aprendizaje del amor al modo del Dios hecho hombre.
Cuadro de texto: Muchas veces os lo digo, hermanas, y ahora lo quisiera dejar escrito aquí que no se os olvide, que esta casa y aún toda persona que quiera ser perfecta, huya mil leguas de “razón tuve”, “me hicieron sin razón”, “no tuvo razón quien hizo eso conmigo”. De malas razones nos libre Dios. ¿Parece que había razón para que Jesús sufriera tantas injurias? La que no quiera llevar la cruz, no sé para qué está aquí. (Santa Teresa de Jesús, Camino de Perfección 13,1)
Razones podía tener Cristo: para la reprensión a sus discípulos por su torpeza; para huir en el momento del peligro; para la maldición y la condena del pueblo; pero sólo le movió la razón de Dios: el amor. Y las razones de amor admiten locuras. Hasta tres locuras cometió Cristo aquella noche, tres locuras que quedarían unidas para siempre:
Locura de pan: para hacerse Él pan como alimento y que el pan se haga Él. El pan que se comparte merma y disminuye la ración; Cristo hecho pan aumenta la generosidad, la fraternidad y la comunión, nos hace más de Dios y más capaces de amar como Dios.
Locura de torpes: para tratar el pan santo y custodiar su mensaje santo habría que habilitar a los más diestros y capaces. ¡No!, misterios del amor divino: Cristo eligió a sus sacerdotes, llenos de torpezas, para que sirvieran no por sus habilidades, sino por el don de Dios puesto en ellos.
Locura de pies: la mesa pide reposo y conversación, no trajinar por el suelo. Después de llenarse Jesús las manos de pan, se le llenaron de afán por hacer servicio de esclavo, lavando los pies a los demás.
¿Qué tendrá ese pan de Dios que sirven los curas con sus torpezas? Muchas razones para poner reparos al amor de Dios: ¿por qué pan, cosa simple?, ¿por qué con curas? Pero si no se ensancha el corazón al escuchar la Palabra de Cristo y comer este pan, vibran las manos para lanzarlas al ejercicio del amor con especial delicadeza entre los sufrientes y débiles, podremos llenar de razones nuestra vida y faltará la principal, la mejor, la única: el amor de Dios que nos ama primero, para que nosotros amemos. “Haced esto en memoria mía”.
Is 43,16-21: ¿No lo notáis? Abriré un camino por el desierto, corrientes en el yermo.
Sal 125,1-6: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Fp 3,8-14: todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él.
Jn 8,1-11: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.
Mientras haya sendero por donde transitar hay todavía posibilidad de camino, es decir, de progreso, de iniciativa, de esperanza. Para ello es necesario un lugar donde el pie pueda pisar sin titubeos: no es posible en el mar, con exceso de agua; no es posible en el desierto, escaso de agua. El Señor abre brecha en ambos para que pase su Pueblo sin peligro. Lo hizo con nuestros Padres, cuando abrió las aguas del mar para liberar de la esclavitud de Egipto, lo volvió a hacer, conforme a la profecía de Isaías, cuando la deportación a Babilonia; otra vez más, de modo definitivo, para penetrar a través del pecado y de la muerte y conducirnos a la vida eterna. Ese surco entre peligros es el cauce novedoso que nos hace abandonar lo antiguo que paraliza y anula, para acceder al aire fresco del Espíritu de Dios.
Dos caminos abre Jesús en la explanada del templo que rasgan la ranciedad del pecado con un arañazo de misericordia. Es preciso recordar que el Maestro había pasado la noche en oración, conversando con el Padre misericordioso.
A los escribas y fariseos que van a buscarlo parece importarles poco aquella mujer delatada en pecado, urden una estratagema, sirviéndose de las circunstancias y de la mujer, para “comprometer y acusar” a Jesús. Los judíos no tenían la potestad para ejecutar a nadie, reservada a los romanos, luego, materialmente, no podían llevar a la práctica la misma ley de Moisés a la que aluden, que mandaba apedrear a las adúlteras. Su pregunta lanzada a Jesús limita las respuestas a una afirmación o una negación. De contestar un sí, el Maestro pone en cuestión todos los anteriores signos de acercamiento a los pecadores, si pronuncia el no, se atreve a arremeter, ya no contra Moisés, sino contra el mismo Dios que le entregó la ley. El silencio de Jesús podría significar el espacio que abre para que los acusadores recapaciten y se den cuenta de la maldad que encierra su pregunta y su actitud. La mudez se prolonga hasta que responde quebrando la misma pregunta de un modo absolutamente novedoso. El silencio anterior se convierte en palabra, aunque ambos para la reflexión. Calla misericordia, habla misericordia; no condena a ninguno, los invita, por un camino nuevo, a que entren en la misericordia divina y no juzguen con tanta severidad. Ha ajado el terrón de su sequedad para abrir un sendero de vida. Ellos pueden recapacitar, ellos deben hacerlo, es “su” camino en ese momento para la misericordia. El encuentro con la misericordia del Señor los ha sacudido, para que conozcan más a su Dios misericordioso.
El otro camino de misericordia lo abre con la mujer, asediada por las aguas de una ley utilizada con severidad hasta imposibilitar la esperanza. El perdón produjo de nuevo el milagro, resquebrajando un entendimiento pétreo de la justicia divina implacable con la persona pecadora hasta sepultarla entre losas. Los acusadores se habían convertido en intérpretes de la ley de Dios para sostener la culpa de ella hasta el final, Jesús los suplanta como verdadero conocedor del corazón de Dios y su ley (había estado toda la noche conversando con Él) para cumplir de verdad con el sentido de la ley divina, que es el perdón. El camino de la mujer que había pecado es el de la alegría del perdón y el compromiso para no pecar más. El encuentro con la misericordia del Señor la ha acariciado, para que conozca más a su Dios misericordioso.
¿Qué novedad mayor encontraremos? El conocimiento de la misericordia del Padre por medio de su Hijo causa renovación en nuestros caminos, abriendo o ensanchando la vía de la que estamos necesitados, acariciando o pellizcando. ¿Cómo no entender a san Pablo que experimentó esta misma misericordia provocando que todo lo demás lo considerase basura? Si no la hemos gustado aún, ¿a qué estamos esperando?