Is 66,18-21: Anunciarán mi gloria a las naciones.
Sal 116,1-2: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.
Hb 12,5-7.11-13: Aceptad la corrección, porque Dios os trata como a hijos.
Lc 13,22-30: Esforzaos por entrar por la puerta estrecha.
El alimento da dos saltos hasta que el cuerpo lo aprovecha: uno desde donde se tomó hasta la mesa y otro de esta mesa a la boca del comensal. En el primero presentamos ante nuestros ojos lo que se encontraba lejano y desconocido y se nos ofrece en el plato ante nosotros para familiarizarnos con ello, sabiendo que va a formar parte de nosotros. En el segundo se experimenta su contenido en el paladar (en sabores, texturas, temperatura…) y comienza a formar parte nosotros mismos. Difícilmente nos comeremos algo que no hemos visto previamente, como a ciegas. También confiamos en el arte de quien tomó los alimentos y preparó los platos.
Con la Palabra de Dios sucede algo similar. El Maestro nos la dispone sobre la mesa del banquete y la podemos observar cercana, pero todavía a cierta distancia, hasta que nos proponemos tomarla y hacerla de nuestra misma vida, saboreándola, disfrutándola y finalmente tragándola y digiriéndola. Sus sabores pueden no corresponderse a nuestras expectativas, pero nos fiamos del que lo cocinó y lo dispuso a la mesa, nuestro Señor Jesucristo. Lo que tomamos entrará a formar parte de nuestro organismo y nos hará sostenernos con fuerzas y crecer. Aunque el alimento no sea siempre apetitoso, lo tomamos con gusto, por la confianza que tenemos en este Maestro.
Uno de los platos que se nos sirve en las lecturas de hoy es un menú de buena presencia, pero con sabor amarguísimo. Sabemos, porque lo hemos probado otras veces, que no nos agrada al paladar. Dos motivos tenemos para tomarlo: porque nos lo ha servido el Señor, porque sabemos el resultado de su ingestión. Hilvanando la temática de la Segunda lectura y el Evangelio, invito a considerar la importancia de la corrección para el crecimiento personal y comunitario. Ya no solo se trata de aceptar aquello que de forma directa o indirecta los demás puedan observar sobre mí como “mejorable” o, más aún, como “censurable”, sino que tenemos una seria responsabilidad en percibir en nuestro día a día todos los signos a través de los cuales Dios nos va guiando, alentando, enseñando… muchas veces a través de correcciones, que nos permiten un cambio a mejor. Pero cuesta hasta resultarnos agrio, amargo o rancio, poco apetitoso al paladar, aunque muy provechoso para nuestro espíritu.
Ésta es una de las estrecheces a la que nos exhorta el Evangelio de hoy, que capacita para una mayor amistad con Cristo. Dos formas de despreciar el manjar: creer (con ingenuidad maliciosa o ignorante), que ya tomamos suficiente de ello y no necesitamos más; y considerar que eso es el alimento común que necesitan todos, menos nosotros. Podrá no gustar demasiado, pero no hay comida mejor que la sustituya. Es uno de las mejores recetas de la misericordia divina. ¿Seguiremos prefiriendo las chucherías que tanto alegran el paladar, pero alimentan tan poco?
Jer 38,4-6.8-10: “Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia”.
Sal 39,2.3.4.18: Señor, date prisa en socorrerme.
Hb 12,1-4: Recordad al que soportó tal oposición de pecadores.
Lc 12,49-53: “He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!
Para el fuego no hay excusas: no justifica ni a lo pequeño ni a lo grande, ni a lo elevado ni a lo rasero, a lo menudo o a lo espeso. Basta con una pequeña llamita, algo en lo que ya haya prendido para incendiar el mundo entero con solo arrimar la tea. Lo que se desprende es una energía soberana, de luz y de calor. Lleva consigo el signo de la destrucción y de la muerte, pero también de la vida: desde que el sol prendió en llamas vivifica con su calor y su luz; el mismo cuerpo humano se sostiene a base de pequeños incendios internos para que las células puedan hacer su trabajo.
Ese doble oficio del fuego causa temor y esperanza, arrebata y aporta novedad. Las llamas asustan en la medida en que pueden acabar con lo que tenemos, y al mismo tiempo abren la expectativa para conocer qué de lo nuestro quedará, qué haya podido soportar tanta energía sin perecer.
El fuego del que nos habla el Maestro es una purificación. Precisamente “purificar” es pasar por la “pira” por el fuego (pir para los griegos). Tras el paso de la llama tomaremos cuenta de la realidad más consistente, la que permanece en el rigor, la penuria, la prueba. El deseo de evitar cualquier cambio en nuestra vida, se opone a un movimiento de tanto vigor, porque tememos que acabe con aquello en lo que nos encontramos seguros. El profeta es portador del fuego de Dios para arrimarlo a las vidas de los creyentes y que comiencen a arder. Todo lo insustancial será pasto de las llamas. Una vida sin profundidad, sin sustancia, teme al fuego de Dios y lo pretende evitar, porque parece que quitará seguridad y podrá descubrir la inconsistencia de una vida sin aprovechamiento, como mucha paja combustible.
El Señor arde en el fuego de su amor, que le llevó a la muerte de cruz, el bautismo al que se refiere en este pasaje evangélico. El incendio del amor pondrá en evidencia nuestros amores y consumirá todo lo que no se halla consolidado en misericordia, justicia, verdad, paciencia, alegría… Todo se lo llevará y pondrá al descubierto nuestras vergüenzas, si invertimos nuestros talentos en baratijas. La llama, por tanto, despierta de un sueño de anestesia que tolera, cada vez más, la banalidad y el conformismo. La división que anuncia Jesucristo es la consecuencia de una lucha por la fidelidad al Señor, que conlleva no pocas incomprensiones incluso en el núcleo de los íntimos, familia y amigos.
Que el amor de Cristo arda en nosotros para despertar nuestro sueño, consumir las superficialidades y acrisolar, fortalecer todo aquello que hizo brotar el Espíritu Santo. Que no deje de enviarnos profetas amigos de la llama del ardor divino para que susciten en nosotros un deseo más vivo de Dios y de justicia.
Sb 18,6-9: Los hijos piadosos de un pueblo justo… se imponían esta ley sagrada: que todos los santos serían solidarios en los peligros y en los bienes.
Sal 32,1.12.18-19.20.22: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
Hb 11,1-2.8-19: La fe es la garantía de las cosas que se esperan, la prueba de aquellas que no se ven.
Lc 12,32-48: En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino.
Benditas las palabras que traen sustancia, aunque se tarden en digerir. La Palabra de Jesucristo era pronunciada siempre alimentando. Anuncian ganancia, la del Reino de los cielos. Con la promesa de ganarlo todo, desaparece el miedo de perder algo. El miedo acongoja, entristece, encoge, incapacita… La propuesta que hace el Maestro a abandonar todo temor tendrá eficacia si se le da crédito a su palabra y se van gustando ya ahora las consecuencias de la búsqueda del Reino. La confianza debe estar acompañada por una actitud vigilante; mejor aún, la confianza se corrobora en la paciencia de la espera. Esto conlleva una vigilancia activa, que se preocupa por tener todo dispuesto y procurar que cada uno cumpla con su cometido, como el empleado al frente de una casa. En casa guardamos lo más precioso y tomamos cuidado de que todo se mantenga íntegro, de que no haya deterioro, de que entre sus moradores reine la paz y la alegría. La casa de la que habla el Señor en su parábola es la suya que encomienda al cuidado de unos trabajadores, que somos nosotros. La eficiencia en el trabajo se recompensará enormemente.
El salario no agota la recompensa del trabajo; el trabajo mismo es recompensa, porque con él se desarrolla el espíritu humano, con una labor de construcción de ese mismo Reino que se promete como sueldo y herencia. Si el trabajo no entusiasma, puede ponerse el estímulo en el salario; pero si aquí tampoco se encuentra ilusión o se pierde, porque es larga la espera, entonces se puede comenzar a ceder en las obligaciones y dejar de hacer lo requerido, e incluso hacer lo contrario. Un sueldo de meta lejana sin más ganancia fácilmente lleve al desánimo y la decepción. Pero en las labores de la casa de Dios, encontramos remedio a este posible desencanto, porque obtenemos ya ganancia en cuanto hacemos, disfrutamos con ello, sentimos alegría interna, observamos un beneficio para las otras personas y esto sostiene con vitalidad el trabajo.
El que haya recibido mucho, tendrá también mucho gozo en la ejecución de lo que se le pida y tendrá que responder también a lo grande en los frutos de sus acciones.
Gn 18,1-10a: “Señor, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo”.
Sal 14,2-3ab.3cd-4ab.5: Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
Colosenses (1,24-28): Cristo es para nosotros la esperanza de la gloria.
Lucas (10, 38-42): María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
La relación con Jesús abarcaba distintos niveles. Unas veces se dirigía a la muchedumbre, un grupo numeroso de personas ante las que hablaba y obraba signos. Otras veces se remitía a sus discípulos, los que habían unido a su causa y lo seguían regularmente con fidelidad. En otras ocasiones miraba a los apóstoles, ese núcleo particular de allegados con los que compartía mayor cercanía y a quienes había encomendado una misión particular vinculada a la suya propia sobre los cuales fundaría su Iglesia. Por último estaba el grupo de los íntimos, a los que le unían unos vínculos afectivos muy fuertes y entrañables. Eran sus amigos más queridos. Entre ellos los de aquella casa del pueblo de Betania, próximo a Jerusalén, donde parece que Jesús solía retirarse. Allí vivían Marta y María y Lázaro. Allí nos dirige el evangelio de este domingo.
Jesús entra en la aldea y pasa a una casa, la de sus amigos. El ámbito en el que nos sitúa este pasaje es, por tanto, el de la amistad. Los amigos son la familia que uno escoge y con los que comparte lo que tiene. La presencia del Maestro amigo en este hogar provoca el quehacer de cada uno de los miembros de la casa: Marta con las tareas domésticas, María a los pies de Jesús escuchándolo. Dos formas diferentes de practicar la hospitalidad, cada una atendiendo al huésped amigo de diversa forma. Marta hace bien, María hace mejor. Ambas se dedican al Señor, pero, una vez que Él ha venido a tu casa y lo has recibido, hay que emplear el tiempo, ya no en lo bueno, sino en lo mejor. En ese momento el invitado prefería que le prestasen escucha serena a una mesa bien preparada. Habrá veces en que el Señor pida esmero en las tareas cotidianas o trabajos lejos de casa, pero allí privilegiaba los oídos atentos. No parece haber aquí dilema entre hacer y orar, vida activa y contemplativa, sino más bien una invitación en emplear el tiempo en lo mejor, en aquello que Dios pide en cada momento. Esto requiere una amistad intensa con Él, para conocerlo y saber qué ofrece, qué solicita.
Los tres huéspedes de Abrahán y Sara se quedaron a la puerta de la tienda, y fueron recibidos con lo mejor de aquella casa. Jesús pasó al interior de la casa de Marta y María. San Pablo habla de una hospitalidad aún mayor, aquella donde se le abren las entrañas hasta sufrir los dolores de Cristo por los hermanos, por la Iglesia. Donde llega Cristo con su pasión y su cruz y se le abre gustoso, se produce el encuentro más íntimo donde el huésped se convierte en el amigo íntimo del que nunca te separarás. Es el grado más alto de relación con el Maestro; todo el tiempo queda centrado en Él y ya solo te conformas con lo mejor. Tu casa se abre entonces sin reservas a la fraternidad, hasta el punto de sufrir por el sufrimiento de los demás y tu hogar, convertido en casa de Dios, es lugar de descanso para todo peregrino que quiera amistad con Cristo.
Gn 18,1-10a: “Señor, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo”.
Sal 14,2-3ab.3cd-4ab.5: Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
Colosenses (1,24-28): Cristo es para nosotros la esperanza de la gloria.
Lucas (10, 38-42): María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
La relación con Jesús abarcaba distintos niveles. Unas veces se dirigía a la muchedumbre, un grupo numeroso de personas ante las que hablaba y obraba signos. Otras veces se remitía a sus discípulos, los que habían unido a su causa y lo seguían regularmente con fidelidad. En otras ocasiones miraba a los apóstoles, ese núcleo particular de allegados con los que compartía mayor cercanía y a quienes había encomendado una misión particular vinculada a la suya propia sobre los cuales fundaría su Iglesia. Por último estaba el grupo de los íntimos, a los que le unían unos vínculos afectivos muy fuertes y entrañables. Eran sus amigos más queridos. Entre ellos los de aquella casa del pueblo de Betania, próximo a Jerusalén, donde parece que Jesús solía retirarse. Allí vivían Marta y María y Lázaro. Allí nos dirige el evangelio de este domingo.
Jesús entra en la aldea y pasa a una casa, la de sus amigos. El ámbito en el que nos sitúa este pasaje es, por tanto, el de la amistad. Los amigos son la familia que uno escoge y con los que comparte lo que tiene. La presencia del Maestro amigo en este hogar provoca el quehacer de cada uno de los miembros de la casa: Marta con las tareas domésticas, María a los pies de Jesús escuchándolo. Dos formas diferentes de practicar la hospitalidad, cada una atendiendo al huésped amigo de diversa forma. Marta hace bien, María hace mejor. Ambas se dedican al Señor, pero, una vez que Él ha venido a tu casa y lo has recibido, hay que emplear el tiempo, ya no en lo bueno, sino en lo mejor. En ese momento el invitado prefería que le prestasen escucha serena a una mesa bien preparada. Habrá veces en que el Señor pida esmero en las tareas cotidianas o trabajos lejos de casa, pero allí privilegiaba los oídos atentos. No parece haber aquí dilema entre hacer y orar, vida activa y contemplativa, sino más bien una invitación en emplear el tiempo en lo mejor, en aquello que Dios pide en cada momento. Esto requiere una amistad intensa con Él, para conocerlo y saber qué ofrece, qué solicita.
Los tres huéspedes de Abrahán y Sara se quedaron a la puerta de la tienda, y fueron recibidos con lo mejor de aquella casa. Jesús pasó al interior de la casa de Marta y María. San Pablo habla de una hospitalidad aún mayor, aquella donde se le abren las entrañas hasta sufrir los dolores de Cristo por los hermanos, por la Iglesia. Donde llega Cristo con su pasión y su cruz y se le abre gustoso, se produce el encuentro más íntimo donde el huésped se convierte en el amigo íntimo del que nunca te separarás. Es el grado más alto de relación con el Maestro; todo el tiempo queda centrado en Él y ya solo te conformas con lo mejor. Tu casa se abre entonces sin reservas a la fraternidad, hasta el punto de sufrir por el sufrimiento de los demás y tu hogar, convertido en casa de Dios, es lugar de descanso para todo peregrino que quiera amistad con Cristo.
Dt 3,10-14: El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.
Sal 68,14.17.30-31.33-34.36ab.37: Humildes, buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón.
Col 1,15-20: Por Él quiso reconciliar todos los seres, haciendo la paz por la sangre de su cruz.
Lucas 10,25-37: “¿Y quién es mi prójimo? ".
Añadiendo más ojos, sumaremos vista, pero no siempre la adición nos traerá un más, porque donde hubo miradas que no vieron, no pudieron aportar más que ceguera. Y así sucedió con los tres pares de ojos que se encontraron con un moribundo en el camino.
Si dirigimos la atención de nuestras miradas al relato del Evangelio, partimos, a través de la parábola que ofrece el Maestro, de una imagen fácilmente reconocible, evidente e innegable: un hombre malherido tirado en medio del camino que va de Jerusalén a Jericó. Los antecedentes los conocemos, nos los ha relatado el evangelista: unos bandidos asaltan al hombre, lo apalean y lo dejan medio muerto. Este preámbulo era desconocido por los tres viandantes que se encuentran con él en su trayectoria. Pero no importa, aunque carezcan de estos detalles el hecho con el que se encuentran es el mismo: una persona que necesita ayuda. Los dos primeros caminantes tenían una vinculación muy estrecha con la religión: un sacerdote y un levita. El primero tenía un oficio vinculado al templo, asociado especialmente a la ofrenda de sacrificios; el segundo, de la tribu de Leví, tenía el abolengo de los que Dios había destinado para el culto divino desde antiguo. Ambos tenían la prerrogativa ritual de declarar lo puro y lo impuro, y por eso, en ellos pesaba de un modo más severo que en el resto del pueblo judío la prohibición de tocar un cadáver o incluso acercarse a él (salvo si era de su propia familia). Podemos entender que, tras ver a aquel hombre necesitado en el camino, ellos pasan de largo para evitar entrar en impureza por el contacto con el moribundo. Su corazón interpreta los acontecimientos desde un determinado precepto religioso que, curiosamente preserva la cercanía con Dios, manteniendo la lejanía con una persona herida. De los samaritanos sabemos su enemistad con los judíos. El de la parábola, fuera de su tierra, ve al hombre tendido y siente una compasión que supera los prejuicios. Le separaba una hostilidad histórica, pero se aproximó a él por una fuerza mayor que renunció a cualquier prejuicio. Invirtió todo lo que tenía: su vino, su aceite, su cabalgadura, su dinero, su tiempo, sus preocupaciones… La historia del sacerdote y el levita se acabó con su rodeo al cuerpo lastimado, la del samaritano se prolongó unida a la del pobre hombre apaleado.
En el puesto del hombre malherido podemos entender cualquier persona necesitada de ayuda en nuestro camino. Resuena la pregunta del jurista: “¿Quién es mi prójimo?”, que puede interpretarse como: “¿Hasta dónde tengo que considerar a alguien como prójimo mío? Entonces la imagen anónima del hombre asaltado y con urgencia de auxilio puede convertirse para nosotros en el rostro conocido de alguien a quien debemos acercarnos para acompañarlo en sus carencias, en su aflicción, en su tristeza. ¿Qué bulle en nuestro corazón cuando lo vemos ahí tirado? Con los que reconocemos como próximos no habrá especiales dificultades para acercarnos, pero hay personas con las que no quiero un trato cercano. El verlas cerca de mí me pueden producir incomodidad interna, e incluso despertar sentimientos de rechazo. No importa excesivamente lo que hable el sentimiento, que a veces no es buen intérprete, sino lo que finalmente se haga. Para ello hay que acercarse al corazón de Cristo, misericordioso, que supera cualquier prejuicio de nuestro corazón y nos pide aproximarnos a quien lo necesita, aunque nuestras entrañas estén diciendo que demos un rodeo. El amor a Dios no tiene otro cauce que acercarse a la persona necesitada y darle lo que se tiene.
Este acercamiento hacia el otro, superando los criterios adversos de nuestro interior, nos proporciona la visión más real de la vida, porque es como mira Dios. En ese trato de cercanía se resuelve la preocupación por la vida eterna del maestro de la Ley que se acerca a Jesús. No solo ven los ojos con claridad, sino que también el corazón interpreta correctamente y las manos se tienden con acierto, porque se entendió desde el amor entrañable divino y no desde los criterios, tantas veces equivocados, con los que interpretamos la realidad y la deformamos a nuestro modo, a pesar de lo que vieron nuestros ojos.