Todos los JUEVES de 19.30 a 20.30
Todos los DOMINGOS de 19.00 a 19.30
Todas las MAÑANAS de 9.30 a 13.00
«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en tentación”»
Si quieres orar y estar junto a Jesús lo puedes hacer...
Todos los VIERNES a las 20:00 horas.
En la Parroquia de SANTA MARÍA la Mayor.
Is 62,1-5: El Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá marido.
Sal 95,1-10: Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.
1Co 12,4-11: El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a Él le parece.
Jn 2,1-11: Tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora.
El fasto de la boda está justificado: es una fiesta con un carácter tan peculiar que la hace aún más fiesta. El momento es una convergencia de caminos dispares: novia y novio, de sangre diversa y, en ella, de raíces, tradiciones, costumbres… para formar una institución nueva: la familia. Es principio de nuevas vidas, compromiso sin propósito de interrupción, prolongación de la historia familiar, responsabilidad con la sociedad. Las invitaciones se abren más que para otros acontecimientos; los novios quieren compartir en extenso, para festejar juntos la alegría. Nadie cercano debería faltar.
En aquella boda de Caná de Galilea María, Jesús y sus discípulos estaban entre los invitados. Estos comensales salvarán el banquete del deslucimiento gracias a la precaución de María y a la acción de su hijo. El novio, del cual no se dice más que al final, parece desconocedor del problema de la falta de vino e inoperante. A la novia ni se la menciona. Esto hace suponer que no se trata de un milagro ocasional para evitar el bochorno a unos recién casados, sino de algo de mayor envergadura. Para el evangelista Juan éste es el primer signo de Jesús, donde “manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en Él”. El signo es una señal portentosa, que serán abundantes en la vida de Jesús, donde acredita que su misión viene de Dios y advierte de la capacidad divina para renovar las cosas.
El novio anfitrión, responsable del buen desarrollo del banquete, habría tener un especial interés en que no faltase el vino, que es el elemento más significativo de la fiesta. El agua no se echa en falta en la celebración, hay en abundancia y es algo tan cotidiano, tan diario, que no se demanda en los acontecimientos singulares. El vino, aunque sustancialmente es agua, aporta una gracia, un toque, un color que eleva lo que sería sencillamente una comida al rango de fiesta. Si es Jesús el que proporciona el vino, y vino bueno, en esta boda, ¿no querrá, tal vez, mostrarse como el nuevo esposo? La esposa sería la humanidad o, más en concreto, la Iglesia, pero esta no aparecería hasta que se produjese la boda en su “hora”, en su momento: la cruz y la resurrección, cuando tendría lugar el matrimonio con un vínculo indisoluble hasta la eternidad. Los discípulos de Jesús son invitados y testigos del prodigio, que podrán dar testimonio de lo que ha sucedido y de la identidad del nuevo Esposo. Los sirvientes serían los trabajadores necesarios para disponer todo y que el Señor realice el milagro, y el mayordomo el que, desconociendo la procedencia del vino, sin embargo da prueba de su calidad. Por último, María, la mediadora, vigilante y solícita para que no carezca de lo necesario y pedir la intervención de Jesucristo, su hijo.
Dicho esto, habría que concluir que este primer milagro de Jesús al inicio de su vida pública viene a ser el anuncio y la manifestación de las bodas preparadas por Dios Padre para su Hijo y la humanidad. El nuevo vino será su sangre derramada, signo de la entrega total por amor en su muerte de Cruz. El agua, elemento normal y abundante, es convertida por Jesucristo en vino, producto de un proceso cuidado y largo de elaboración, cuyo resultado es la bebida de la fiesta. Parece que Cristo transforma lo humano para elevarlo a una categoría superior: las realidades humanas se alzan a una nueva condición divina.
El lenguaje nupcial es ampliamente utilizado por el Antiguo Testamento para hablar de la relación de Dios con el Pueblo de Israel, como aparece en el pasaje de Isaías (62,1-5) de la primera lectura de este domingo. Ahora no se trata de Dios Padre, sino de su Hijo, Jesucristo, el que se desposa con el hombre, con toda la humanidad. Esto va a posibilitar que esta humanidad participe de la misma condición del Esposo: felicidad y eternidad y comparta familia con la misma Trinidad. A través de esa alianza nupcial en Cristo nos convertimos en herederos del Padre y gozamos de la gracia del Espíritu, que viene a derramarse proporcionando diversos carismas, servicios, funciones en la única Iglesia formada por muchos miembros. Las familias se han unido formando una nueva.
Habrá entonces que vivir lo cotidiano como si de una boda, como si de esta boda se tratase. Si Dios, el absolutamente distinto a nosotros por ser el Creador y nosotros sus criaturas, ha querido vincularse así, ¿cómo no vamos a promover entre nosotros la unidad y la comunión?
Is 40,1-5.9-11: Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos.
Sal 103,1-4.24-30: Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío qué grande eres!
Tito 2,11-14;3,4-7: Nos ha salvado, con el baño del segundo nacimiento y con la renovación por el Espíritu.
Lc 3,15-16.21-22: Mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu santo sobre Él en forma de paloma.
El adulto no abandonó los principios del niño; construyó sobre ellos con la adaptación debida a las nuevas circunstancias. Los nuevos desafíos en su crecimiento le han ayudado a dar nuevas repuestas desde los fundamentos adquiridos, donde ya no es la fuerza protectora de los mayores la que consigue para ti, sino las tuyas propias. El proceso de aprendizaje tuvo éxito si ayudó a forjar a una persona autónoma, capaz de llevar a cabo su responsabilidad con el ejercicio de sus capacidades. Esta nueva actividad adulta verifica su madurez básicamente en dos elementos: que dispone de sus posibilidades, pero no en solitario ni prescindiendo de la ayuda de los demás y que dispone no para su exclusivo beneficio, sino que ha de tener una importante repercusión social. Se trata en el fondo de reconocer y vivir permanentemente como hijo y, desde ahí, como hermano. Aquí está la clave del ser cristiano. El peligro acecha en dos frentes: eludir las responsabilidades personales o querer asumirlas todas incluso las de los demás.
Este proceso no le fue ajeno al Hijo de Dios. Mientras estuvo en Belén, en Nazaret, en el entorno familiar se dejó hacer e hizo en la medida que pudo. Todo ello no deja de sonar a la vida familiar trinitaria, donde el Padre desde siempre ofrece amor al Hijo y el Hijo recibe con gozo y devuelve al Padre a su modo, al modo de Hijo. La novedad está en hacerlo al modo de Hijo humanado. No puede recibir lo mismo el lactante que el jovencito, pues sus capacidades para recibir son diferentes, acordes con su edad. El Niño de Nazaret recibió todo lo que pudo conforme a su niñez y dio todo también cuanto pudo. La carne humana se abre al Espíritu de Dios paulatinamente y no por obstinación, sino porque está sujeta al ritmo del proceso, al tiempo. Hoy se aprenden las vocales, luego las consonantes, más tarde llegarán las sílabas, después las palabras y se culminará con la frase. Las vocales de ayer son la posibilidad de los discursos de hoy. Ayer fue lo del Niño nacido en Belén y adorado por pastores y magos de Oriente; hoy es recibir en el agua del Jordán aquel Espíritu, en el que vivía el Verbo de Dios desde siempre, pero que recibió de modo especial cuando se hizo Niño. Ahora adulto lo recibe de una manera singular capacitándolo para la misión. La Epifanía, la manifestación del Hijo de Dios nacido para todos los pueblos, llega hoy, como elemento de un mismo misterio, con el envío del Espíritu sobre él. Y culminará cuando el mismo Espíritu lo resucite y descienda sobre la comunidad cristiana reunida en Pentecostés.
El anuncio esperanzador en las palabras de Isaías (40,1-5.9-11) en la primera lectura recuerda al tiempo del adviento como con el propósito de que no olvidemos la perspectiva d fondo: la espera de Jesucristo en su segunda venida. Mientras somos nosotros los que anunciamos que ha de venir, pero que ya ha venido, Dios y humano: “Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para los hombres” en palabras de san Pablo (Ti 2,11) y testigos de esto somos nosotros con nuestras vidas. Como actuó el Espíritu Santo en Él, así también actúa en nosotros, recibiéndolo conforme a nuestra “edad”, condición y preparación. Es importante el detalle de san Lucas cuando dice: “mientras oraba”. Éste es el momento del descenso del Espíritu sobre Jesús, mientras oraba, mientras estaba en diálogo con el Padre.
Este día está muy unido al bautismo y al sacramento de la confirmación; es una introducción a la Pascua del Señor donde la acción del Espíritu es crucial para su misión que será encumbrada en la cruz y el sepulcro vacío. En el Niño de Belén latía el Cristo del bautismo y de la resurrección y en el bautizado en el Jordán están los otros dos. Nos detenemos en un punto de la vida del Señor para contemplarlo todo Él, no a saltos, sino como quien se detiene en cierto lugar de la plaza para observarla toda desde un ámbito concreto. Así miramos también nuestras vidas, sabiéndonos “hijos” del Padre, “hermanos” de Cristo, “templos” del Espíritu, y eso en este momento concreto de mi vida, donde reconozco en mí la acción vigorosa del mismo Espíritu que hizo crecer el Niño de Belén y descendió sobre Él en el Jordán.
Eclo 24,1-4.12-16: Eché raíces en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad.
Sal 147,12-15.19-20: El Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros.
Ef 1,3-6.15-18: Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo.
Jn 1,1-18: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
“Los pastores fueron corriendo a Belén” vieron, hablaron y se volvieron. El arte popular les añade presentes para el pequeño: requesón, leche, miel, una piel de cordero… o el sonido de un tambor; cada uno regalando de lo que tenía. Vieron y oyeron, tal como el ángel les había dicho el ángel que encontrarían al Mesías, al Salvador en la señal de un Niño envuelto en pañales. Y hablaron de lo que les había dicho el ángel. Fueron alegres por lo que iban a encontrar, con alegría de esperanza, de expectativa; y regresaron alegres por lo que habían encontrado, con alegría del que ya ha contemplado y ama lo visto. Volvieron a su casa, esa que apenas se detenía por andar de mudanza continuamente, esa de junto al rebaño. El jornal que ese día llevaron a su hogar traía una alegría especial, con sabor a eternidad, habían contemplado al Salvador hecho Niño en Belén.
Lo que guardan las casas pertenece a los de dentro; no se puede compartir la intimidad con los extraños si no hay invitación a traspasar el umbral de ese espacio de acogida al que solo tiene acceso la familia. También uno no puede dejar de llevar su hogar consigo y en las maneras se revela mucho del hogar. Los pastores, pobres hasta la pellica, pero preferidos por Dios para abrirles las puertas de su casa. De casa a casa hubo traspaso de hogares y los pastores se quedaron un poco con Dios y Dios se quedó todo con los pastores, hasta hacer morada con ellos. Volvieron a lo suyo, a sus madrugadas cotidianas, a su ordeño y su pastoreo y sus partos… pero con la alegría del nacimiento de ese Niño. ¿Qué entenderían en todo esto? Contemplaron y vivieron, primero en esperanza, luego en acto.
Las puertas de la casa de Dios quedaron abiertas de par en par sin propósito de cierre. Por el Pequeño del pesebre se contempla el hogar divino donde el Verbo, la Palabra, el Hijo vivía junto al Padre desde el principio. Las palabras resbalan para hablar del Eterno, pero, al haber puesto el palabras en el evangelista, podemos acercarnos más a contemplar este Misterio que es su hogar, para llevarlo al nuestro, para abrirle nosotros las puertas de nuestra casa. Él es Vida y viene como Luz. No hay lugar ya donde vivir plenamente sino Él, de ver con claridad sino en Él. Él hizo este mundo, pero quiere conquistarlo con seducción para la Vida, extirpando de él cualquier semilla de muerte. Para ello ha sido plantado como un árbol, que ofrece leña y hoja y fruto en la superficie, y que se sostiene firme en lo invisible de sus raíces que se van extendiendo conquistando cada vez más tierra. Juan el Bautista profetizó que vendría a nuestra casa, Juan Evangelista nos describió su hogar, no seamos nosotros tan insensatos de tener cerradas las puertas de lo nuestro para impedir su Vida, su Luz, su alegría en nuestras vidas.
Que aquellos pastores sean para nosotros maestros de pasión por Dios, que dejan su sueño para acercarse al que hace dulce toda vigilia y llena de gozo toda vida. Que sea maestro Juan el Bautista, para ser testigos del Verbo y anunciar que ya ha venido el que es la Vida y trae Luz a todo hombre. Que sea maestro Juan el Evangelista, para hacernos amigos de la Palabra de Dios con su lectura y su meditación y su contemplación, que abramos nuestro entendimiento al Misterio del hogar de Dios con estudio y valoración de la Belleza. Que ninguna de las puertas de nuestra casa, ni la principal, ni ninguna de las habituaciones interiores, se resistan a recibir su Vida y su Luz. ¡Qué insensatez, qué desagradecimiento si así fuera para quien nos ha abierto su hogar con apertura de vida eterna!
Eclo 3,3-7.14-17a: La compasión hacia el padre no será olvidada.
Sal 127,1-5: Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.
Col 3,12-21: Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón.
Lc 2,42-52: Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón.
La encarnación del Hijo de Dios fue un acontecimiento sutil para el mundo, imperceptible más que para unos pocos, pero una tremenda agitación de cambio para María y José. Su presencia trajo el título de madre y padre a los dos nazarenos. De tanto escuchar a Dios mucho habían aprendido sobre cómo tratarlo, aunque así, Niño, complicaba el nuevo trato, pues no dejarían de arrimarse a Él con ternura infantil y con respeto divino. Pero más cambió el Niño, Hijo del Altísimo, al verse sujeto a la disciplina humana en todo, hasta en las órdenes de sus padres. El que se había encontrado eternamente libre para el amor, ahora se veía restringido en su omnipotencia para amar a lo niño, que es fundamentalmente “dejarse amar”. Los pequeños tienen que recibir mucho, muchísimo, antes de corresponder con un poco. Muchas sonrisas previas para verlo finalmente sonreír, cantidad de palabras precedentes a su balbuceo, cuidados y cuidados sin descanso antes de escuchar el nombre de mamá y papá. Toda la pequeñez del niño ha de llenarse de toda la misericordia posible derramada por Dios entre sus cuidadores para que se estire antes su corazón que su propio cuerpo. Así aprenderá a dar lo que otros le dieron antes. Sin cambiar el Niño Dios de familia, que nunca dejó de estar junto al Padre y en el Espíritu Santo, se le hizo regalo de otra. ¿Notaría mucha diferencia entre su Padre eterno y estos nuevos padres? ¿No desmerecerían las ternuras de María y de José, al fin y al cabo primerizas y dubitativas, humanas en una palabra, con el torrente de amor sin limitación del Padre? Si el Hijo de Dios asumió la encarnación sin condiciones, tuvo que adecuarse a seguir escuchando la misericordia del Creador en sus criaturas. Demasiado pequeños los corazones de María y de José para rivalizar con el latido del Padre Misericordioso y Todopoderoso, pero, puesto que eran todo de Dios, el Niño Jesús no escuchaba en ellos más que el pálpito de su Padre. Todo quedaba en casa, cambiaba de tamaño, de naturaleza, de poder, pero no cambiaba de Padre, de misericordia, de unión en el amor.
¿Y cuando regresaron a casa de Jerusalén en aquella ocasión cuando el Niño se quedó en el templo? ¡Tres días de búsqueda! María cuña con unas pocas palabras la enorme preocupación de media semana: “Tú padre y yo te buscábamos angustiados”. ¿Se oyó alguna vez que Dios Padre se entretuviera en la búsqueda del Hijo? Por qué no pensarlo, en la eternidad búsqueda y encuentro se darían la mano en una misma realidad; tan perfecto conocimiento de su Hijo no le impide que este le ofrezca sorpresa; tal es una de las simpatías del Amor. La búsqueda de María y de José que no daban con Jesús atestigua el movimiento del amor, que ha de aprender a la par que el crecimiento del hijo supone novedad, sorpresa. El tránsito de niño a joven viene determinado por un acontecimiento siempre repetido en cualquier persona, aunque se desconozca su objeto: la búsqueda de Dios. El resultado no es el mismo: o se encuentra escuchando su latido en las criaturas que se descubren en la adolescencia con avidez de conocimiento o se ignora y se convierten las mismas criaturas, cuyo epicentro es el propio cuerpo y alma, en diosecillos. Si no se oye a Dios en la existencia del niño que ha crecido y deja de serlo, estará al desamparo de lo que venga con novedad deslumbrante y verbo fácil y engañoso.
Is 9,1-3.5-6: Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado.
Sal 95, 1-2a.2b-3.11-12.13: Hoy nos ha nacido el Salvador.
Ti 2, 11-14: El se entregó por nosotros para redimirnos de todo pecado y purificarnos.
Lc 2,1-14: Hoy en la ciudad de David os ha nacido un Salvador.
Aunque es parte de nuestra propia vida no lo alcanzamos a recordar por nosotros mismos. De nuestra infancia no tenemos recuerdos propios, sino los de otros que vivieron a nuestro lado y vieron y oyeron para contarnos. La memoria de esos primeros años de vida se guarda en el corazón de padres y abuelos y los mayores de la casa.
¿Qué les dirían a sus hijos los judíos sobre el edicto del César? ¿Qué le contarían sus padres al Niño de Belén?
Hubo un gobernante que mandó ir, y todos obedecieron, hasta tener que cambiar de casa; para algunos hasta incluso cambiar de casa a no casa. Todo ello por querer hacer cuentas con las personas o ciudadanos del imperio: a más cabezas más impuestos, más caudales para las arcas del estado. El interés principal por sus consecuencias: más infraestructuras, más campañas bélicas, más boato para la corte, más privilegios para los ya privilegiados, más servicios… El “más” no asegura el “mejor” mientras sea un más con cuentas humanas y no se mire por el beneficio de todos. El error comienza en el momento en que intereses más por tu dinero que por ti mismo y tu casa más por las cosas que tiene que por sus moradores. ¿No es para indignarse?
Los pastores, tal vez ni se indignaron. Con un oficio minusvalorado y tan al margen de la vida social, política y religiosa, estaban desposeídos prácticamente de todo y ni siquiera contarían para el censo tributario del César. Los más pobres no sirven ni para las estadísticas. Para ellos cada día traía su afán siempre con rumor de oveja y de cabra. En ellas se trabaja la obstinación y la docilidad (un poco como en los humanos), hay que emplearse con esmero para que acepten la novedad y acepten un camino a estrenar, e insistir una y otra vez. Los pastores cambiaban de casa constantemente, siempre en beneficio de su rebaño, siempre acompañándolo y protegiéndolo. ¿Qué tipo de pastor sería aquel que enviase sin necesidad a sus ovejas lejos y él se quedase tranquilo en su mansión? Por eso el emperador no era pastor, ni los reyes que había tenido Israel; por eso también esperaban con ansia los judíos piadosos un pastor bueno, dispuesto a perseverar junto a su rebaño y a no cansarse de su terquedad y rebeldía. Por eso el Señor cambió de casa e hizo morada entre nosotros.
Cuanto más se llena una casa de trastos más cuesta mudarte a otra. Dios no tuvo pereza para el cambio, porque la suya estaba repleta de misericordia e invitaba a misericordia a otras casas que le abriesen sus puertas. La casa de María y de José, abierta de par en par, estaría vacía de todo, salvo de misericordia y, una vez que nos vino el pastorcillo de lo Alto, se llenó del Misericordioso. Esto no evitó que, como otros muchos, fueran obligados a dejar su casa para irse a empadronar a Belén.
No pocas veces hay que salir de casa sin iniciativa propia; a veces lo manda el emperador (y entendemos aquí la economía: el trabajo, la hipoteca, el desahucio); otras veces lo pedirá el mismo Dios, como a otro pastor, Abrahán: “Sal de tu tierra hacia la casa que yo te mostraré”. Precisamente aquella tierras del Patriarca son estas cuyas casas también tienen que abandonar hoy hijos de Abrahán y hermanos nuestros cristianos, acosados por la intransigencia política y religiosa (sin que haya diferencia entre una y otra) en Irak, en Siria, en otros muchos lugares donde se prefiere custodiar la fe en Jesucristo, el Niño Dios de Belén que conservar la propia casa. Dejan todo para quedarse con una sola cosa, su Dios. ¿Qué les contarán a sus hijos de la Navidad? Entenderán con devoción de lo María y José teniendo que salir de Nazaret, y el Hijo de Dios en un pesebre, sin sitio en la posada. Entenderán todo esto desde la misericordia de Dios que no olvida a sus hijos y que los acompaña y protege hasta dar su vida por ellos. ¿Cómo no se van a sentir tan afectivamente cercarnos a esa familia principiante y al Dios que nace de lo Alto? Así, la casa no importa tanto, ni la estabilidad, ni el estado del bienestar, ni la capacidad de consumo…, sino la comunidad de vida y amor con el Pastor divino.
Y nosotros, que por llenar de cosas nuestra casa la vaciamos de Dios, ¿qué les vamos a explicar a nuestros pequeños? ¿Qué les vamos a dejar? ¿Qué les vamos a contar de la Navidad? Venga, que la renuncia no es amarga cuando es mayor el beneficio. Aquí hay desproporción: es poco lo que se pierde y mucha la ganancia, porque nos ha nacido el Salvador para quedarse con nosotros y no dejarnos.
Miq 5,1-4a: Habitarán tranquilos, porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra, y esta será nuestra paz.
Sal 79,2-3.15-19: Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Hb 10,5-10: “Aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.
Lc 1,39-45: ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
Tuvo Dios que enviar un ángel experto, a Gabriel, arcángel mensajero. Otro habría podido perderse; no se encuentran igual las ciudades populosas que las aldeas rurales y se llega antes a las casas ostentosas que las viviendas modestas, apenas diferenciables unas de las otras. Hay más señales para llegar a la corte que hasta una joven nazarena. Hasta nos distraemos nosotros, que ya tendríamos que conocer el camino y, despreocupándonos del camino hasta Nazaret, nos preocupamos en habilitar a la Virgen como a una moradora de palacio.
Precisamente lo rehuyó María, que pasó de largo junto a la corte de Jerusalén para ir a ver a su prima Isabel. No se detuvo donde no debía, sino que, caminando deprisa por la montaña (y cuando el evangelista se preocupa en decir que fue aprisa es porque lo fue), llegó hasta un pueblo de Judá. El ángel atravesó los cielos hasta María, María atraviesa la tierra de Palestina hasta Isabel. El caso es que no se detenga el mensaje, y el Verbo de Dios hecho hombre camine todavía oculto en lo que luego tendrá que caminar en lo público. También en esto se anticipó María como se anticipan las madres, en haber hollado el camino por el que luego discurrirá el hijo. Sin ser ángel también subió, a la montaña, pero para caminar más deprisa, pues allá en lo alto se restan obstáculos para el camino, aunque el sendero haya que encontrarlo con esfuerzo de empinada y su trazado sea más sinuoso y abrupto. No pocas veces un trabajo sacrificado en los inicios allana todo el resto del proceso.
Dios dijo a Gabriel, Gabriel a María y María a Isabel. Del comunicado del Altísimo a su mensajero no sabemos el modo, de Gabriel a María nos lo ofrece Lucas, de María a Isabel sabemos que ella supo ya solo con la presencia de la joven Virgen, antes de mediar palabra. Hay presencias que llenan una casa entera, incluso en quietud y silencio, y otras que pasan inadvertidas, aunque se desenvuelvan a fuerza de voces y golpes. La presencia del Hijo de Dios en María llegó hasta la morada del pequeño Juan aún no nacido. El Señor se hace presente con su Espíritu hasta en lo recóndito, lo invisible a la mirada humana. Para la gracia de Dios nunca se es precoz; la ayuda divina no repara en edades ni tiempos humanos. No pocas veces le decimos a Él: “Aquí, ahora, espérate un poco, todavía es muy pequeño, ya es demasiado mayor…”. En la historia de la prima Isabel y su hijo se pulveriza el “demasiado tarde” y el “demasiado temprano”. Este tipo de “demasías” son una gentileza habitual de Dios. Pero sobresale la de María y su Hijo, demasiado pequeña y demasiado grande, donde el Creador invirtió los tamaños e hizo a María gigante y a su Hijo chiquitín. Pero estos tamaños de Dios, tan caprichosos, se reparten a condición de unas palabras : “Hágase tu voluntad”, que no son fáciles de pronunciar en el trance en que Dios ofrece la nueva envergadura. Ni fue fácil en la joven Virgen donde ofreció maternidad divina, ni menos aún lo fue en el Nazareno de Getsemaní donde el Padre ofrecía Salvador a precio de pasión. Ni tampoco nos es fácil a nosotros cuando oímos: “Tú crece” o “Tú mengua”, cuando esperábamos precisamente lo contrario. La negativa a la voluntad del que pide nuestra colaboración es un paso de retroceso en historia de la Salvación y muchos más en los de nuestra propia historia personal. Ofrecieron su cuerpo para beneficio de todos, como refiere el autor de la Carta a los Hebreos: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas; pero me has preparado un cuerpo”. El que modeló este cuerpo del barro sabe bien para qué lo formó y le pide docilidad para poner en él sus manos.
Supo María con quién compartir su alegría, porque uno de los destellos más admirables de este relato es la alegría compartida entre María e Isabel. Tanto se alegran las primas de las maravillas de Dios hechas en ellas que en las otras. Si cabe, aun la alegría de Isabel para con María fue mayor, porque la Nazarena traía el mayor regalo. El que pronto celebraremos en el portal de Belén. En ocasiones hay dificultad para compartir las alegrías de Dios. ¿Quién entenderá? Y ni siquiera entre los que fuimos bautizados se comprenden estas cosas. Solo quien haya experimentado la presencia íntima del Misericordioso será apto para alegrarse y compartir con otros. Como los profetas que anunciaban que vendría el Salvador.
Ya está cerca la gran fiesta. El ángel y María e Isabel y el pequeño Juan nos han enseñado, pero cada cual ha de asimilar y manifestar desde lo suyo. ¿Tenemos la suficiente alegría para que Dios comparta con nosotros y gocemos? ¿Tenemos la alegría suficiente para ser mensajeros de la entrañable misericordia de nuestro Dios? ¿Tenemos la alegría para compartir con los demás?