Todos los JUEVES de 19.30 a 20.30
Todos los DOMINGOS de 19.00 a 19.30
Todas las MAÑANAS de 9.30 a 13.00
«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en tentación”»
Si quieres orar y estar junto a Jesús lo puedes hacer...
Todos los VIERNES a las 20:00 horas.
En la Parroquia de SANTA MARÍA la Mayor.
Hch 5,12-2: Los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo.
Sal 117,2-4.22-24.25-27a: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Ap 1,9-11a.12-13.17-19: “No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive”.
Jn 20,19-31: “Dichosos los que crean sin haber visto”.
La imagen del Maestro en el Calvario, sus manos y pies taladrados, su costado ajado, su cuerpo yerto en el sepulcro impactaron en el corazón hasta proporcionar una conclusión definitiva. La muerte tiene poder para cautivar el ánimo y anidar allí, ovando motivos para la sola muerte y desalojando cualquier otra posibilidad, como el cuco en el nido ajeno. El Cristo muerto remachó el itinerario de los discípulos a golpe de clavo, y ya no les cupo más, ya quedaba todo decidido. La aparición del resucitado sobrepasó la imagen de la cruz con una escena viva de vida gloriosa en la carne herida y traspasada. Hasta que no hubo encuentro con su Señor no hubo tampoco superación de la estampa de muerte. Se encontraron el primer día de la semana, un domingo.
La ausencia de Tomás puede despertarnos preguntas: ¿Por qué no estaría con los otros? ¿Dónde habría ido? Su separación de la comunidad, de aquella Iglesia a gatas, lo priva de la aparición del Señor, pero también lo hace más vulnerable a la fe en la resurrección. No solo no creyó a los testimonios de algunos compañeros que aseguraban haber visto al Señor resucitado, sino que no creyó a la comunidad, a la Iglesia. El sello de la muerte impreso en su memoria resistía a las palabras de los suyos. Cuando el ánimo de muerte te ha atrapado, es más fácil encontrar razones para la muerte. Solo una nueva aparición con interpelación directa hacia el incrédulo provocará el derrumbe de la escena del Calvario adherida al corazón. Este encuentro toca más hondo el corazón y le permite despegarse de la certeza de sepulcro. Cara a cara con un Cristo en el que se reconocen las señales de su pasión, pero ya glorioso, invicto.
La imagen nos proporciona una idea global de la realidad. El sorbo de los ojos asume hacia dentro lo que ve. La palabra ofrece interpretación para cada escena. Si no hay otra palabra que la nuestra, puesto que tenemos ese movimiento tan marcado hacia la muerte, empujará a la desesperanza. Tomás, como antes los otros apóstoles, había aprendido lo visto desde sus palabras y había concluido en el sepulcro. La Palabra de Dios, sin embargo, tiene un movimiento de vida y, desde ella, nos asomamos a las escenas de nuestra historia viendo un itinerario que arranca de la muerte, del pecado y toda maldad, y conduce hacia la vida eterna. Es decir: los sentidos nos acercan a la realidad, pero solo la Palabra nos lleva a la verdad a la interpretación profunda de los hechos. Y esto ya es un encuentro con Cristo resucitado, que atraviesa el hecho de la muerte para llegar a la realidad de la resurrección. El pasaje recuerda a las palabras de Abrahán en la parábola del pobre Lázaro y el rico: “Si no escuchan a Moisés y los Profetas, no creerán ni aunque resucite un muerto”. ¿No puede ser que nos hayamos tenido encuentros con Cristo resucitado, pero haya pasado inadvertido, porque no estuvimos atentos a su Palabra?
Reflexión en torno a las lecturas de la Vigilia Pascual.
Lc 24,1-12: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”.
Tres segundos, sólo tres segundos para anunciar el gran acontecimiento: “Jesucristo ha resucitado de entre los muertos”.
Acabaron los tres segundos, pero, como la muerte nos ha obligado a tanto silencio, aún sigue apeteciendo el anuncio. Pido ahora diez, no, quince, mejor quince segundos para decir que “Aquél que había engullido el Calvario y había sido arrojado a un sepulcro para el olvido; aquella Vida que suscitaba vida y fue asesinada, aquel Amor que brincaba las barreras del odio para amar, que fue apagado a ráfagas de envidia... ha sido devuelto a la Vida por el Padre”...
Se ha dicho todo y no ha sido dicho nada. Aumentemos en medio minuto, treinta segundos más para exclamar que “el Hijo del Padre eterno, por el que existe todo lo creado, por el que fue llamado Abrahán a ser padre del Pueblo de Israel, por el que los israelitas fueron liberados de la esclavitud de Egipto por medio de Moisés; el Hijo de la Nueva Alianza anunciada por los profetas, luz que alumbra a los pueblos y Fuente que limpia los pecados, habiéndose hecho un hombre como nosotros, salvo en el pecado; habiendo aprendido, en el sufrimiento, a obedecer, dio la prueba de amor más grande entregando su vida a la muerte y una muerte de cruz, y el Padre lo resucitó al tercer día”.
Se han terminado los segundos, y todavía apenas hemos rozado el misterio. Tregua, tregua al tiempo. Paso a la Palabra, la que existía desde el principio en comunicación de amor con el Padre, la que enmudeció en la Cruz sin dejar de decir. Ya no sufrirá interrupción, no tendrá dominio por la muerte.
No podrán agotarse los segundos ni las horas ni los siglos para proclamar el acontecimiento, y poder hablar del encanto sencillo de una araña tejiendo su tela entre la hierba, y el relente cubriendo de gotas como perlas cada uno de sus hilos, o el afán de las golondrinas en sus nidos de adobe para darle de comer a sus crías, o la pureza del agua que cae de las nubes que estruja el cielo en gotas finísimas... Será todavía más deficiente el tiempo para la admiración ante el labrador que abre la tierra con el arado para que surja vida de cereal, o el albañil que coloca ladrillo sobre ladrillo y eleva casas llamadas a ser hogares y acoger la vida, o la costurera que, a puntadas de hilo, embellece el paño vacío con su arte...
Porque Cristo ha resucitado, ¿no vamos a encontrar encanto en cada una de las realidades que nos rodean? En la madre que pare y aprende el lenguaje del hijo, en el padre que acumula paciencia y quiere hacerse niño con los niños; en el amigo que dice “te quiero”, en el compañero que dice “te ayudo”; en la familia que canta a la vida en sus quehaceres cotidianos; en la rutina del convento tras la reja que se desenvuelve en amores al Resucitado; en el sacerdote que intenta a su modo, ser pregonero de la gran noticia.
Porque Cristo dijo a las mujeres: “No tengáis miedo”, (y el ángel: “no temáis”), ¿no habrá momento para decirle al enfermo: “habrá consuelo”; a los que ya ceden: “sed valientes”; a los que desesperan: “ánimo”; a los que sufren injusticia: “recibiréis justicia”; a los que piden venganza: “no añadáis mal”; a los que pecan: “convertíos y recibid el perdón de Dios”; a los que mueren: “Resucitaréis”?
Si Cristo ha resucitado, ¿no faltará tiempo para alegrarse con tanta alegría? ¿No pide esta noticia, tan necesitada de tiempo, eternidad...? Mientras esperamos el cielo eterno, el momento de nuestra resurrección, acojamos la gracia del Resucitado para vivir cada momento con expectativas de infinito, dejando que Dios comience ya a resucitarnos, aquello que inició en nuestro bautismo.
Reflexión en torno a las lecturas del VIERNES SANTO.
Is 52, 13-53,12:
Sal 30: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
Hb 4,14-16; 5,7-9:
Jn 18,1-19,42: Salió al sitio llamado de la Calavera, donde lo crucificaron.
El agua que cae del cielo no reposa, sino que sigue en movimiento pendiente abajo. No buscará pendiente de subida por su natural, lo hará si recibe ayuda de otras fuerzas, aunque no sean propias. El paso hacia la altura necesita energías añadidas. Cristo, como una corriente de agua viva, era empujado a hacer escalada hacia el Calvario. La carne humana no busca lo escarpado, sino lo llano y la bajada. El sacrificio desagrada espontáneamente. Fueron los impulsos del Espíritu los que arrimaron al Señor a la cruz; impulsos de misericordia, de perdón, de redención, de salvación... nombres diversos del amor de Dios. El Padre se lo mandó, Él aceptó, pero recibió el Espíritu para hacer posible lo inimaginable.
Queramos o no habrá pendientes de ascenso irremediable, aunque el agua, nuestra carne, pida descender. Podremos hacerlo con resignación y repudio de la vida por habernos tocado lo que nos ha tocado, o con certeza en la presencia de Dios, en el vigor del Espíritu que apoya y consuela y hace las cargas ligeras en Cristo. Mis problemas, mi dolor, mi sufrimiento, mi cruz... son expresiones de las asperezas vividas en solitario y con riesgo de asfixia, como una rumia individual. Mis problemas, mi dolor, mi sufrimiento, mi cruz en Cristo, en el Crucificado abren mi peso a lo universal, porque Él asumió el dolor de todo el universo, y lo suaviza, porque recibe el sello precioso de la esperanza a la vida. Entonces las aguas podrán sobreponerse a su destino de mar, de muerte, y saltar hacia la vida eterna.
Reflexión en torno a las lecturas del JUEVES SANTO.
Ex 12, 1-8. 11-14: Este mes será para vosotros el principal de los meses.
Sal 115: El cáliz de bendición es comunión con la sangre de Cristo.
1Cor 11, 23-26: Haced esto en memoria mía.
Jn 13,1-15: “Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo”.
El deseo se parte en dos cuando nuestro querer anda dividido entre dos bienes que no pueden darse al mismo tiempo: queremos que llueva, queremos que no llueva. Ambos bienes no son de capricho, sino que están sostenidos por razones: la escasez de agua del año está causando un daño severo; los esfuerzos de tantas personas en tanto tiempo y energías están amenazados por la lluvia en estos días. El cielo se llena o se vacía de nubes y nuestra cabeza de deseos y razones (a veces en conflicto).
La mesa de aquella Cena de despedida también estaba sembrada de razones, de razones de discípulo. A la medida del deseo, así las razones. El deseo de Judas barruntaba un Mesías de triunfo, Señor de espada y victoria; un Jesucristo poderoso a mazazo de milagro, de juicio, de castigo con los malvados. Pero la actitud de Jesús tuvo que desconcertarle, y entonces, con ayuda del diablo, brotaron las razones para la traición. A Pedro el deseo le venía con la rigidez de una jerarquía: primero Cristo, luego nosotros y después los que viniesen, y a cada grado una autoridad, unas competencias, unos privilegios... y esto atraía las razones de honor, dignidad y corrección.
Con todas sus razones, ninguno de los dos entendió, porque sus deseos ya marchaban desordenados. No se pueden conciliar la preferencia por la fuerza y el dominio con el acompañamiento de Cristo; tampoco cabe aprender del Maestro, si se apartan los pies cuando quiere lavártelos. Las razones del Amor no confraternizan fácilmente con nuestras razones. Y la razón primera del amor es dejarse amar por Cristo y, dejándose amar, entrar en el aprendizaje del amor al modo del Dios hecho hombre.
Cuadro de texto: Muchas veces os lo digo, hermanas, y ahora lo quisiera dejar escrito aquí que no se os olvide, que esta casa y aún toda persona que quiera ser perfecta, huya mil leguas de “razón tuve”, “me hicieron sin razón”, “no tuvo razón quien hizo eso conmigo”. De malas razones nos libre Dios. ¿Parece que había razón para que Jesús sufriera tantas injurias? La que no quiera llevar la cruz, no sé para qué está aquí. (Santa Teresa de Jesús, Camino de Perfección 13,1)
Razones podía tener Cristo: para la reprensión a sus discípulos por su torpeza; para huir en el momento del peligro; para la maldición y la condena del pueblo; pero sólo le movió la razón de Dios: el amor. Y las razones de amor admiten locuras. Hasta tres locuras cometió Cristo aquella noche, tres locuras que quedarían unidas para siempre:
Locura de pan: para hacerse Él pan como alimento y que el pan se haga Él. El pan que se comparte merma y disminuye la ración; Cristo hecho pan aumenta la generosidad, la fraternidad y la comunión, nos hace más de Dios y más capaces de amar como Dios.
Locura de torpes: para tratar el pan santo y custodiar su mensaje santo habría que habilitar a los más diestros y capaces. ¡No!, misterios del amor divino: Cristo eligió a sus sacerdotes, llenos de torpezas, para que sirvieran no por sus habilidades, sino por el don de Dios puesto en ellos.
Locura de pies: la mesa pide reposo y conversación, no trajinar por el suelo. Después de llenarse Jesús las manos de pan, se le llenaron de afán por hacer servicio de esclavo, lavando los pies a los demás.
¿Qué tendrá ese pan de Dios que sirven los curas con sus torpezas? Muchas razones para poner reparos al amor de Dios: ¿por qué pan, cosa simple?, ¿por qué con curas? Pero si no se ensancha el corazón al escuchar la Palabra de Cristo y comer este pan, vibran las manos para lanzarlas al ejercicio del amor con especial delicadeza entre los sufrientes y débiles, podremos llenar de razones nuestra vida y faltará la principal, la mejor, la única: el amor de Dios que nos ama primero, para que nosotros amemos. “Haced esto en memoria mía”.
Is 43,16-21: ¿No lo notáis? Abriré un camino por el desierto, corrientes en el yermo.
Sal 125,1-6: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Fp 3,8-14: todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él.
Jn 8,1-11: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.
Mientras haya sendero por donde transitar hay todavía posibilidad de camino, es decir, de progreso, de iniciativa, de esperanza. Para ello es necesario un lugar donde el pie pueda pisar sin titubeos: no es posible en el mar, con exceso de agua; no es posible en el desierto, escaso de agua. El Señor abre brecha en ambos para que pase su Pueblo sin peligro. Lo hizo con nuestros Padres, cuando abrió las aguas del mar para liberar de la esclavitud de Egipto, lo volvió a hacer, conforme a la profecía de Isaías, cuando la deportación a Babilonia; otra vez más, de modo definitivo, para penetrar a través del pecado y de la muerte y conducirnos a la vida eterna. Ese surco entre peligros es el cauce novedoso que nos hace abandonar lo antiguo que paraliza y anula, para acceder al aire fresco del Espíritu de Dios.
Dos caminos abre Jesús en la explanada del templo que rasgan la ranciedad del pecado con un arañazo de misericordia. Es preciso recordar que el Maestro había pasado la noche en oración, conversando con el Padre misericordioso.
A los escribas y fariseos que van a buscarlo parece importarles poco aquella mujer delatada en pecado, urden una estratagema, sirviéndose de las circunstancias y de la mujer, para “comprometer y acusar” a Jesús. Los judíos no tenían la potestad para ejecutar a nadie, reservada a los romanos, luego, materialmente, no podían llevar a la práctica la misma ley de Moisés a la que aluden, que mandaba apedrear a las adúlteras. Su pregunta lanzada a Jesús limita las respuestas a una afirmación o una negación. De contestar un sí, el Maestro pone en cuestión todos los anteriores signos de acercamiento a los pecadores, si pronuncia el no, se atreve a arremeter, ya no contra Moisés, sino contra el mismo Dios que le entregó la ley. El silencio de Jesús podría significar el espacio que abre para que los acusadores recapaciten y se den cuenta de la maldad que encierra su pregunta y su actitud. La mudez se prolonga hasta que responde quebrando la misma pregunta de un modo absolutamente novedoso. El silencio anterior se convierte en palabra, aunque ambos para la reflexión. Calla misericordia, habla misericordia; no condena a ninguno, los invita, por un camino nuevo, a que entren en la misericordia divina y no juzguen con tanta severidad. Ha ajado el terrón de su sequedad para abrir un sendero de vida. Ellos pueden recapacitar, ellos deben hacerlo, es “su” camino en ese momento para la misericordia. El encuentro con la misericordia del Señor los ha sacudido, para que conozcan más a su Dios misericordioso.
El otro camino de misericordia lo abre con la mujer, asediada por las aguas de una ley utilizada con severidad hasta imposibilitar la esperanza. El perdón produjo de nuevo el milagro, resquebrajando un entendimiento pétreo de la justicia divina implacable con la persona pecadora hasta sepultarla entre losas. Los acusadores se habían convertido en intérpretes de la ley de Dios para sostener la culpa de ella hasta el final, Jesús los suplanta como verdadero conocedor del corazón de Dios y su ley (había estado toda la noche conversando con Él) para cumplir de verdad con el sentido de la ley divina, que es el perdón. El camino de la mujer que había pecado es el de la alegría del perdón y el compromiso para no pecar más. El encuentro con la misericordia del Señor la ha acariciado, para que conozca más a su Dios misericordioso.
¿Qué novedad mayor encontraremos? El conocimiento de la misericordia del Padre por medio de su Hijo causa renovación en nuestros caminos, abriendo o ensanchando la vía de la que estamos necesitados, acariciando o pellizcando. ¿Cómo no entender a san Pablo que experimentó esta misma misericordia provocando que todo lo demás lo considerase basura? Si no la hemos gustado aún, ¿a qué estamos esperando?
Jos 5,9-12: Cuando comenzaron a comer del fruto de la tierra.
Sal 33,2-7: Gustad y ved qué bueno es el Señor.
2Co 5,17-21: Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación.
Lc 15, 1-3.11-31: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido.
Dos hijos tenían un mismo padre. Nos situamos a mitad de la historia en el camino de regreso de ambos hijos a casa. El camino fue testigo de los pasos de cada uno de los protagonistas del relato.
Cuando el hijo menor se fue con la parte de fortuna que le pidió a su padre a tierras lejanas y cuando luego volvió sin fortuna y con vergüenza y todavía con más hambre. ¡Qué diferentes las pisadas que hollaban la ida a las de la vuelta! Y allí estaba el padre: para verlo irse (podemos imaginar su tristeza) y para esperarlo y para verlo a lo lejos regresar. Otro camino, el del hijo mayor. Del campo a la casa, a la que no entra cuando vuelve su hermano y le preparan la fiesta. Ambos caminos van de la casa a algún lugar: a la rebeldía con fiesta y olvido de las obligaciones y de las otras personas, a la labor cotidiana con el ritmo repetido de cada jornada y las obligaciones realizadas. El primero se aleja de la casa y, por otra parte, el segundo, no llega a ella. La casa es la morada del padre con sus hijos, pero los hijos no quieren este hogar: prefiere buscarse otra casa entre extraños con placeres de moneda y ocio; prefiere una casa restrictiva, de los que se la merezcan, con padre pero sin hermano.
Dos caminos y un solo padre. ¿Tendrá que dividirse o elegir entre uno y otro? Se asoma a ambos caminos, porque se vuelca hacia sus hijos recelosos de regresar a casa. Sale a un camino con la esperanza de encontrar a uno que se había perdido en un extravío terrible, y sale al otro camino para encontrarse con la severidad del trabajador responsable que no tolera las irresponsabilidades de los demás y no quiere entrar. Una vez que se conoce la casa y al señor que la habita, ¿se puede querer vivir en otro lugar? O, ¿qué conocieron realmente aquellos dos hijitos de la casa que les vio nacer para irse, para no querer entrar?
Con el primero no hay palabras, solo gestos: comienza con un abrazo y luego con los honores del invitado más ilustre. Con el segundo hay conversación y justifica con razones los motivos de fiesta. Lo del uno no le habría valido al otro, cada cual necesita que el Padre salga a su encuentro, que abandone la casa para vencer en el terreno del hijo necesitado. Él tiene para ambos, pero a cada uno lo más conveniente. Esto solo puede ser conociendo mucho a cada hijo.
Un día Israel necesitó pan dadivoso del cielo, y le llovió maná. Otro día, cuando pudo, el auxilio divino le llovió por otros derroteros y produjo sus propias cosechas. Habría sido inútilmente dañino seguir pidiendo maná cuando ellos mismos podrían conseguir sus alimentos. El Padre Dios satisfizo el hambre de su Pueblo contando con ellos hasta donde pudo, Él intervino donde no pudieron sus hijos y, en la nueva situación, pedía a sus hijos que hiciesen, porque podían; que se procurasen el alimento, porque podían y porque debían.
¿Qué hacer con el perdón? Es el alimento de la misericordia. El Padre bueno del cielo lo da a quien lo necesita, saliendo al camino, tantos como hijos; pero pide que, recibiendo y experimentando esta misericordia, también cada hijo lo lleve a su hermano. Él pondrá maná de perdón donde no se pueda cosechar, pero exigirá cosecha de misericordia en la nueva tierra, el campo de nuestro corazón que fue rejuvenecido con su perdón. Así, con misericordia sanadora por ademanes de hijo menor o mayor o de ambos a la vez, no querremos otra cosa que hacer camino para llegar a casa y vivir con este Padre, del que nos ha hablado su Hijo, el que se alegra de sus hermanos y quiere vivir junto con ellos en el mismo hogar. Para ello nos quiere “ministros de reconciliación”, aprendices de padre misericordioso que no desdeña ningún camino para que todo caminante llegue y goce en su casa. Con alegría de perdón extendida, una de las mayores, ¡cuánta será la alegría!