Gn 14,18-20: En aquellos días, Melquisedec, rey de Salén, sacerdote del Dios altísimo, sacó pan y vino y bendijo a Abrán.
Sal 109,1.2.3.4: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.
1Co 11,23-26: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido.
Lc 9,11b-17: “Dadles vosotros de comer”.
Una vez se despegan las manos de las de los padres, ellas tienen el deber de procurarse los cuidados para la vida. Ellas y no otras. Ni las manos ociosas ni las que hacen sin dejar hacer cumplen con su tarea de ayudar a que las de los pequeños aprendan. Cuando las de los mayores fueron manos maestras, las pequeñas aprendieron a buscar y conseguir o a conseguir mientras se buscaba. Aquí tuvieron su primera responsabilidad: velar por la vida regalada por Dios e implicarse humildemente en facilitarle la tarea también a los otros. ¿No recibieron vida? Pues que trabajen por la protección y la promoción de la vida con los recursos con que cuenten, aunque sean pocos.
Y Jesús preparó un banquete improvisado en medio de la naturaleza. Si Dios se preocupara de llevar el pan a cada mesa diariamente: extinguiría el atentado contra la vida, hambre, acabaría con la esquilmación de los recursos naturales, privaría de cantidad de gravosos trabajos… Pero no lo hace. Él preparó un banquete, pero, para ello, pidió primero la asistencia de los que ya habían aprendido un poco de Él. Tuvo que instigarles para que obraran. En ese momento dieron lo poco que tenían (poco, pero lo dieron), y Jesús hizo lo mucho que podía (pero partiendo de lo poco). Entonces el Padre obró el milagro múltiple: multiplicó el pan, multiplicó la generosidad, multiplicó la confianza en su acción providente.
Dios invita a las manos humanas a que den hasta donde puedan y luego interviene con las suyas hacia donde sus hijos no pueden, pero donde necesitan llegar. Queremos un Dios que nos ayude a lograr el pan, pero que no nos exima de la responsabilidad de trabajarlo; que nos enseñe a compartirlo, pero que no nos niegue el distribuirlo nosotros; que nos sostenga con sus manos sin invalidar las nuestras.
Queremos un Dios de Pan y no de panes. El Pan que es su Hijo, donde las manos humanas aprendieron tan bien de las divinas y ya quedaron estrechadas para la fraternidad, para la eternidad. El alimento que nos procura Dios en este Pan faculta nuestras manos para obrar con bríos de resurrección, que es trabajo por la Vida. ¿Podremos acercarnos a este pan con unas manos agresivas o perezosas para la tarea o indóciles a la enseñanza de las Manos del Maestro?
Mira este Pan y verás el corazón del Señor, míralo y entenderás sus manos y sus palabras y su cruz. En este Santo Sacramento ha quedado grabado todo, como a cuño de fuego, porque es Él mismo, alimento resucitado. Se nos da para que nuestro corazón, manos, palabras y cruz sepan a gloria, si aprovechamos a comerlo con fe y trabajo en este mundo trabajado desde el principio por las manos de Dios.
Pr 8, 22-31: Yo estaba junto a Él, como aprendiz, yo era su encanto cotidiano.
Sal 8: Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Rm 5,1-5: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
Jn 16,12-15: Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la Verdad plena.
¿Quién entiende a la familia sino los de dentro? Sus propios miembros comparten lo que conocen en su historia común y personal, las particularidades, las limitaciones… todo abrazado por un amor incondicional que mira a cada uno con lo suyo y en relación a los otros. ¿Entenderán los de fuera? Habrá que comunicarles para que sepan y gusten, si es familia de gustar.
El gusto de Dios nunca desagrada. Tuvo el gusto de la creación y el gusto de la misericordia hacia lo creado y el gusto de la salvación. Lo que partió del Padre encantó también al Hijo y al Espíritu que amaron al unísono a su criatura humana, y quisieron hacerla partícipe de la familia divina. No quiso el Altísimo compartir lo suyo sin que el humano compartiera también lo propio, y prefirió afiliar a la familia divina habiéndose hecho primero Él de la humana. De esta humanidad de Dios, cuando más humano estaba a punto de revelarse por la pasión y la cruz, brotaron las palabras del Maestro a sus discípulos. El que ya había hablado de las entrañas divinas, volvía a hablar, pero ahora con deje de despedida y como con el propósito de dejar una herencia.
El Hijo pudo haber callado y haber vivido lo de su familia para sí, pero no podía contener las ansias de hablar de su relación con el Padre en el Espíritu Santo. Ofrecía lo mejor, para que conocieran y participaran de su alegría. Sus palabras evocan como un cuchicheo de absoluta complicidad entre Padre e Hijo del cual es testigo el Espíritu, quien luego cuenta a los hijitos humanos; todas palabras de amor. Pero asumía la limitación de sus discípulos y no lo decía todo, para evitar un peso excesivo, prometiendo al Espíritu para que enseñara y guiara poco a poco a la plenitud, al extremo de la alegría, hasta el corazón de la familia del Dios Trinidad, donde nos acoge para hacernos familia suya y gozar de su propio gozo para la eternidad.
Y mientras Él nos eterniza, la lucha continúa en lo temporal. En el combate no nos quedamos sin familia, porque es precisamente la familia la primera que sale en defensa de los suyos cuando el sufrimiento. La Trinidad tampoco desampara y tiene el poder para convertir la tribulación en un momento de progreso en la constancia, virtud y esperanza. La consciencia familiar se aviva en el apuro, porque se reconoce más su necesidad, porque se pide más su compañía. Y así, la estrechez se convierte en holgura de gloria.
De esto pueden decirnos mucho tantos hermanos invitados a la contemplación del misterio de la familia divina, la vanguardia de la Iglesia cuyas vidas con una alabanza a la Trinidad y vínculo precioso de unión entre Dios y los hombres donde se facilita que el don de Dios se derrame sobre nuestra Iglesia y nuestro mundo. Ellos nos hablan de lo que oyen en tantas conversaciones familiares con Dios y contagian su alegría, para que nos alegremos inmensamente (con la mayor alegría posible) de pertenecer a tan dichosa familia.
Hch 1,1-11: El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse.
Sal 46,2-3.6-7.8-9: Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas
Ef 1,17-23: Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo.
Lc 24,46-53: Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.
El ojo se adapta a lo de cerca y a lo de lejos, puede fijarse en lo gigante y en lo minúsculo, en lo solitario y en lo agrupado, y en todo caso, para ver cualquier cosa que sea, necesitará luz, que es su alimento. La vista no trabaja sin que le manden, por eso buscará aquello que le pidan el corazón y la mente, a veces a la par, otras ocasiones por separado. Contando, por supuesto, con que haya luz, porque, si no, bregará con desatino y desacierto, vamos, en balde. Otra dificultad añadida surge cuando lo que se pretende ver tiene movimiento. Exige una atención más esforzada y varias búsquedas una vez que se haya marchado de donde lo encontró. A base de buscarlo y encontrarlo, se acabará aprendiendo su trayectoria.
Jesucristo se nos ha manifestado escurridizo. La búsqueda de Jesús comenzó en el seno del Padre, dialogando desde la eternidad en el Espíritu Santo. Después fue mediador y prototipo para que el regalo de la creación que le hizo Dios Padre. Luego lo encontramos humano, en un movimiento de absoluta sorpresa y viviendo como uno de tantos. Más tarde, inesperadamente, lo hallamos sufriendo y muerto en la Cruz. Aunque se le buscó, tras esto, en el sepulcro, hubo que encontrarlo resucitado y apareciéndose a sus discípulos. Por último, hay que mirar hacia el cielo para verlo sentado a la derecha de Dios Padre. Tanto movimiento agota al ojo que se interesó en ir tras Él, no será así si fue precisamente esa persecución la que trajo luz, porque se persigue la Luz verdadera y, como es el alimento del ojo, quedará bien nutrido. A más luz, más claridad y más alegría.
El Resucitado asciende al cielo. Allí que van nuestros ojos. El ritmo litúrgico va pautándonos el lugar hacia el cual dedicar particular atención. ¿Se quedará ya detenido el Señor? Aún celebraremos Pentecostés, y la fiesta de su Cuerpo y de su Sangre, y aún aguardamos a su venida gloriosa para juzgar a vivos y muertos. El porvenir no es de sosiego. En tanto movimiento se describe una trayectoria que parte del Amor de Dios y vuelve al amor de Dios, sino haberse separado nunca de Él. La novedad es que, en el viaje, ese amor fue tocando y atravesando los corazones de los humanos para hacerlos hogar de Dios y para que un día fuera Dios el que los acogiese en su Casa, el Reino de los Cielos.
Si detenemos ahora los ojos en esta fiesta de la Ascensión contemplamos al Hijo en su lugar natural, sentado a la derecha de Dios Padre. Y lo vemos con el eterno compromiso que ha hecho con la carne humana, porque ya es suya para siempre. Lo hacemos para no descuidar que todo don viene de Dios y que nuestra meta es de altura divina; no sea que nos quedemos sólo en el Hijo visible y olvidemos del Padre invisible, y que el Hijo lleva al Padre; no sea que el Resucitado es más humano que divino y lo retengamos con nosotros sin dejarle que Él nos conduzca hacia la divinidad. La Promesa del Espíritu es también una responsabilidad sobre el quehacer humano: Dios ayuda, asiste, acompaña, guía siempre contando con el trabajo esforzado de sus hijos. Jesucristo no ha venido a eximir de tareas, sino a centrarlas hacia Dios y hacerlas prosperar para la eternidad.
La luz de Cristo resucitado regala luz a los ojos para que vean; iluminado el cuerpo, podrá hacer en camino de claridad, que es el camino de la Pascua. Somos la niña de los ojos de Dios, vela por nosotros para que se encuentren ojos con ojos y nos veamos reflejados en esa mirada de misericordia, perfectamente amados y deseosos de amar todo cuanto Dios ama.
Hch 15,1-2.22-29: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables.
Sal 66,2-3.5.6.8: Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben
Ap 21,10-14.21-23: La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero
Jn 14,23-29: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.
A unos pasos de distancia de su pasión Jesús aquilataba sus últimas palabras para sus discípulos como el testamento que hacía síntesis de toda su enseñanza. Antes de la separación de sus discípulos, unas cuantas palabras clave apuntalaban todo su ministerio público entre sus discípulos: el amor, la relación Hijo - Padre, la relación de ambos con el discípulo, su palabra, el Espíritu Santo, la paz. Cada vez que el Maestro se adelantaba un poco intensificando el ritmo, generaba confusión entre los suyos, pero una confusión necesaria para el crecimiento. Ahora tenía que arrimarse al Calvario y, tras, él, sus discípulos habrían de reaccionar para acostumbrarse a mirarlo en la derrota. Luego subiría al Padre, y de nuevo los suyos tendríamos que aprender a mirar con el anhelo de cielo y de encuentro definitivo. Cristo se nos adelante y nos toca buscarlo en otro lugar al acostumbrado.
Tras aquel tiempo de relación con sus discípulos (unos evangelistas hablan de un año, otro de casi tres), ¿se ha hecho Jesús merecedor de su amor? Lo han seguido hasta Jerusalén, han renunciado a cosas importantes, cuando su mensaje se hizo más exigente, y a pesar de la deserción de otros, ellos se han mantenido a su lado. Queda el último trance decisivo. La incondicionalidad, requisito necesario del amor, está a punto de ponerse a prueba a los pies del Calvario. Todo aquel trayecto hasta el sepulcro trajo confusión hasta encoger su corazón y no encontrar en él palabras de consuelo. Tampoco lo encontraron en las palabras del Maestro, porque no supieron interpretar. El amor a Dios busca, por tanto, una palabra sabia que supera la ya aprendida, la Palabra de Dios, que es Palabra del Padre misericordioso que nos llega a través del Hijo y que es el Hijo. Encontrarse con esa Palabra es encontrarse con Jesucristo muerto y resucitado. No solo muerto, sino también resucitado; si resucitado, porque antes murió. El corazón del discípulo puede convertirse en un baúl donde se contienen palabras de Dios a granel, con las que no sabemos qué hacer exactamente con ellas o que nos proporcionan una ayuda de forma aislada. Amar y guardar su Palabra es el propósito de sentido íntegro y global de todo lo que Jesucristo es para nosotros como hombre crucificado y salvador. Para guardar su Palabra hace falta hacerla vida en la propia carne y experimentarla en lo cotidiano. ¿En qué de mi vida se esclarece que el Padre es misericordioso? ¿Dónde que el Hijo ha dado su vida por mí? ¿Hacia dónde mirar en mí que pueda reflejar que el Señor ha resucitado? Es el Espíritu, dador de vida, el que hace carne la Palabra de Dios en mi propia vida. Y es entonces cuando aparece el discípulo.
El corazón que contiene palabras de Jesús puede temblar en cualquier momento, el que palpita su Palabra, no lo hace, porque late en Cristo y por Cristo, y el Espíritu es su guía. Jesucristo se ha ido al Padre, como celebraremos el próximo domingo en el día de la Ascensión, pero, a su vez, ellos están con nosotros. Se aleja y se acerca, toma distancia y no deja de encontrarse íntimo. Las medidas de Dios no son las nuestras. Él ofrece espacio para la implicación personal en su misión de hacer presente el Reino y concede toda su ayuda, el Espíritu, para amarlo mientras amamos a los prójimos, para buscarlo mientras se deja encontrar.
En esa búsqueda, la Iglesia emergente, sufrió la tentación de adherirse a una palabra de tradición antigua que frenaba la novedad de la Palabra de Dios. Algunos eran partidarios de la imposición de las leyes judías a los recién convertidos al Camino de Cristo. La ley que se fraguó con una finalidad, completa su servicio dando paso a otro sendero más eficaz. El cristiano primitivo no tenía que hacerse judío primero. Así lo determinó la Iglesia. El cristiano de ahora, no necesita tampoco asirse a tradiciones que no ayudan al encuentro con el Señor y, menos aún, imponérselas a otros. Es tiempo de crecer al ritmo de la Pascua de Jesucristo. Si aún no vemos a nuestra Iglesia resplandeciente, como la describe el libro del Apocalipsis, es porque no nos la esperamos así. Y, si no aguardamos a que esto suceda, es porque realmente pensamos que no va a suceder. La radiante Jerusalén, que no es otra cosa que la Iglesia amada y glorificada por Dios es esta misma comunidad que comparte galas con andrajos, valentía con ocultamiento. Aspirar a la belleza máxima para ella implica asumir que sus hijos debemos embellecerla para hacerla hermosa para su encuentro completo con su Esposo y Señor. Cuanto más guarde su Palabra y más se deje remozar por el Espíritu, más irradiará la luz del Sol, su Sol, que nace de lo Alto.
Hch 14,21b-27: Contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe.
Sal 144,8-9.10-11.12-13: Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey.
Ap 21,1-5a: Y el que estaba sentado en el trono dijo: «Todo lo hago nuevo».
Jn (13,31-33a.34-35): . La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.
Mientras Jesús les abría a sus discípulos las puertas de la gloria para mirar hacia ella, Judas se marchó por la puerta de atrás, dándole la espalda. Mientras la comunidad se acerca a participar de los misterios de Cristo muerto y resucitado, y el cumplimiento de su promesa de Vida eterna, uno de los que ya había compartido mucho con el Maestro se queda sin conocer el desenlace final, precipitado por no haber encontrado lo que buscaba. Solo conocerá el fracaso de la cruz y ahí se detendrá su vida. Judas participó en aquella Cena de despedida, fue testigo del gesto de servicio en el lavatorio de pies, pero, antes de escuchar el mandato sobre el amor fraterno, se marchó. Su final fue solitario y desgraciado.
Parece que, para los domingos de Pascua, vendrían más al caso los relatos de las apariciones del resucitado. Así lo tuvimos los tres primeros. El pasado, del Buen Pastor, dejó aquellos relatos para invitarnos a mirar hacia Jesucristo como el que cuida y vela por nuestra prosperidad para llevarnos al Reino destacando que no existe más que un pastor y que nosotros somos el rebaño, la comunidad de los creyentes a los que Él guía. Este domingo nos retrotrae de nuevo a la Última Cena. Jesús ha compartido la mesa con sus discípulos, ha lavado sus pies como signo del amor de Dios en el servicio y la exigencia para que los suyos hagan los mismo con los demás. Judas acaba de irse y el Maestro comienza a hablar de su glorificación y el amor necesario para ser discípulo suyo.
Jesús anuncia la hora de su glorificación. La gloria puede entenderse como el éxito, la cumbre de un proyecto. Él, que en todo, a lo largo de su vida, ha dado gloria a Dios, hacer que el proyecto del Padre prospere, será encumbrado con un final triunfal. Vislumbramos aquí su pasión y muerte, como la entrega definitiva de su vida para cumplir hasta el final con la voluntad del Padre, y su resurrección, que es la respuesta de Dios Padre a la fidelidad del Hijo. Habiendo dado su vida por hacer conocer al Padre de misericordia, la vida del Padre lo empapa completamente para que lo humano de Jesús participe también de la gloria divina. A esto también estamos llamados nosotros, hijos adoptivos de Dios. Como hijos de un Buen Padre, provocaremos su alegría y la daremos gloria en la medida en que cumplamos con lo que Él es y enseña: ·amarnos los unos a los otros”, que es reproducir en nuestras vidas aquello que Dios vive apasionadamente y de lo cual es fuente: el amor.
Las prisas de Judas, su salida precipitada de la estancia, su no participación en el anuncio de la glorificación de Jesús y el mandamiento del amor… revelan un posicionamiento frecuente en nuestras vidas. El triunfo ha de discurrir a través de la cruz y lo proporciona Dios en el momento oportuno. Él es el que hace todas las cosas buenas, como nos recuerda el libro del Apocalipsis. Él provoca la apertura de una Iglesia con tentación de clausura hacia los ámbitos ya conocidos y de exclusión de nuevas posibilidades (como ya en los inicios de la misma Iglesia hubo pretensiones de censurar a los gentiles la entrada en ella). A pesar de que queramos envejecer sin saberlo, Dios hace nuevas todas las cosas y este domingo nos pone en la tesitura de que, conocida la resurrección de Jesucristo, hemos de participar en su amor viviéndolo en nuestra vida comunitaria, en la Iglesia, a la que alude el libro del Apocalipsis como la nueva Jerusalén resplandeciente, y abriéndolo hacia quienes aún no lo conocen a Él, o lo conocen a medias o se marcharon, sin llegarlo a conocer lo suficiente. La gloria viene y vendrá de lo Alto, no de nuestros esfuerzos, pero pidiendo nuestro esfuerzo, nuestro trabajo como Iglesia que pone sus fuerzas en buscar a Dios y hacerle morada para que sea glorificado, para que triunfe su misericordia.
Hch 13,14.43-52: “Yo te haré luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el extremo de la tierra”.
Sal 99,2.3.5: Somos su pueblo y ovejas de su rebaño.
Ap 7,9.14b-17: Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos.
Jn 10, 27-30: “Nadie las arrebatará de mi mano”.
La oveja bala con insistencia: pone balido en el hambre, en el cansancio, en el miedo, en el dolor… y lo lanza como a la deriva, con la expectativa de recibir una respuesta. ¿De dónde? A lo sumo, de otra oveja, que no le devolverá más que balido. Un rebaño de balidos es una madeja enmarañada de muchas quejas y pocas soluciones. Los adentros de un redil revelan la debilidad de unos animalillos gregarios expuestos a carencias y peligros, que suenan hacia fuera lo que sufren internamente.
Cuando no hay otra cosa que oveja y oveja y oveja… solo ovejas, tampoco podrá esperarse otro sonido que el desconcierto de balidos donde cada una bala lo que siente. Pero, llegando el pastor, el asunto cambia. No interrumpe el clamor del rebaño, tampoco lo censura; simplemente le da motivos para el orden. Con él cada oveja ha encontrado el lugar hacia donde dirigir su balido, y, ahora así, con certeza de escucha. ¿Dejará animal de sentir hambre, cansancio, miedo o dolor ovinos? Nada de eso, que el pastor no está para quitarle a la oveja lo suyo, sino para que lo pida a su tiempo y él mismo se lo pueda dar también a su hora. Tan ovejas como antes, el pastor ha puesto solución al caos y todas pueden marchar a la par y hacer rebaño no solo de bulto, sino también de grupo, donde se reconoce a un solo y mismo pastor que procura todo lo mejor para cada una, y a unas compañeras de trasiego diario.
Aunque sean tozudas para el aprendizaje de lo nuevo, retienen perenne lo que aprendieron bien. Si la memoria les guarda los cuidados y el cariño de su pastor, le mantendrán fidelidad sin condiciones. Teniendo nosotros mejor pastor, el Bueno, ¡qué desmemoriados, sin embargo, para recordar que siempre ofrece respuesta a nuestros clamores y busca nuestra salvación!¿A qué se dedicaría un pastor sin sus ovejas? ¿En qué quedaría el rebaño sin el pastor?
Momento prodigioso en el que es visto como un hombre cualquiera se convierte en “mi” pastor y unas ovejas entre tantas pasan a ser “mis” ovejas. El vínculo de pertenencia acerca tanto la relación que no se podrá entender el uno sin las otras y viceversa.