Jos 5,9-12: Cuando comenzaron a comer del fruto de la tierra.
Sal 33,2-7: Gustad y ved qué bueno es el Señor.
2Co 5,17-21: Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación.
Lc 15, 1-3.11-31: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido.
Dos hijos tenían un mismo padre. Nos situamos a mitad de la historia en el camino de regreso de ambos hijos a casa. El camino fue testigo de los pasos de cada uno de los protagonistas del relato.
Cuando el hijo menor se fue con la parte de fortuna que le pidió a su padre a tierras lejanas y cuando luego volvió sin fortuna y con vergüenza y todavía con más hambre. ¡Qué diferentes las pisadas que hollaban la ida a las de la vuelta! Y allí estaba el padre: para verlo irse (podemos imaginar su tristeza) y para esperarlo y para verlo a lo lejos regresar. Otro camino, el del hijo mayor. Del campo a la casa, a la que no entra cuando vuelve su hermano y le preparan la fiesta. Ambos caminos van de la casa a algún lugar: a la rebeldía con fiesta y olvido de las obligaciones y de las otras personas, a la labor cotidiana con el ritmo repetido de cada jornada y las obligaciones realizadas. El primero se aleja de la casa y, por otra parte, el segundo, no llega a ella. La casa es la morada del padre con sus hijos, pero los hijos no quieren este hogar: prefiere buscarse otra casa entre extraños con placeres de moneda y ocio; prefiere una casa restrictiva, de los que se la merezcan, con padre pero sin hermano.
Dos caminos y un solo padre. ¿Tendrá que dividirse o elegir entre uno y otro? Se asoma a ambos caminos, porque se vuelca hacia sus hijos recelosos de regresar a casa. Sale a un camino con la esperanza de encontrar a uno que se había perdido en un extravío terrible, y sale al otro camino para encontrarse con la severidad del trabajador responsable que no tolera las irresponsabilidades de los demás y no quiere entrar. Una vez que se conoce la casa y al señor que la habita, ¿se puede querer vivir en otro lugar? O, ¿qué conocieron realmente aquellos dos hijitos de la casa que les vio nacer para irse, para no querer entrar?
Con el primero no hay palabras, solo gestos: comienza con un abrazo y luego con los honores del invitado más ilustre. Con el segundo hay conversación y justifica con razones los motivos de fiesta. Lo del uno no le habría valido al otro, cada cual necesita que el Padre salga a su encuentro, que abandone la casa para vencer en el terreno del hijo necesitado. Él tiene para ambos, pero a cada uno lo más conveniente. Esto solo puede ser conociendo mucho a cada hijo.
Un día Israel necesitó pan dadivoso del cielo, y le llovió maná. Otro día, cuando pudo, el auxilio divino le llovió por otros derroteros y produjo sus propias cosechas. Habría sido inútilmente dañino seguir pidiendo maná cuando ellos mismos podrían conseguir sus alimentos. El Padre Dios satisfizo el hambre de su Pueblo contando con ellos hasta donde pudo, Él intervino donde no pudieron sus hijos y, en la nueva situación, pedía a sus hijos que hiciesen, porque podían; que se procurasen el alimento, porque podían y porque debían.
¿Qué hacer con el perdón? Es el alimento de la misericordia. El Padre bueno del cielo lo da a quien lo necesita, saliendo al camino, tantos como hijos; pero pide que, recibiendo y experimentando esta misericordia, también cada hijo lo lleve a su hermano. Él pondrá maná de perdón donde no se pueda cosechar, pero exigirá cosecha de misericordia en la nueva tierra, el campo de nuestro corazón que fue rejuvenecido con su perdón. Así, con misericordia sanadora por ademanes de hijo menor o mayor o de ambos a la vez, no querremos otra cosa que hacer camino para llegar a casa y vivir con este Padre, del que nos ha hablado su Hijo, el que se alegra de sus hermanos y quiere vivir junto con ellos en el mismo hogar. Para ello nos quiere “ministros de reconciliación”, aprendices de padre misericordioso que no desdeña ningún camino para que todo caminante llegue y goce en su casa. Con alegría de perdón extendida, una de las mayores, ¡cuánta será la alegría!
Ex 3,18a13-15: Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel.
Sal 102,1-2.3-4.6-7.8.11: El Señor es compasivo y misericordioso.
1Co 10,1-6.10-12: El que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga.
Lc 13,1-9: Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.
Por defender a uno de los suyos de la tiranía de un egipcio, el príncipe de Egipto se vio obligado a huir y convertirse en pastor de los rebaños de un hombre extranjero, que luego sería su suegro, en una tierra desértica y solitaria. Allí se produjo el encuentro con un Dios desconocido. Moisés se sabía miembro de un pueblo, con el que, sin embargo, no se había criado, pero ¿sabría también que compartían un mismo Dios? Ninguno de los dioses de Egipto se había acercado tanto a Moisés como este Dios de sus padres. Una zarza ardiendo puede ser signo de mucho: el fuego divino que respeta la fragilidad humana, la pasión de un Dios por su pueblo, la fuerza del Altísimo manifestada en la debilidad… La presentación de este dios como “el Dios de sus padres”, evoca como a un amigo de la casa que no ha dejado de acompañar la historia familiar desde el nacimiento de aquella estirpe. Tampoco ahora. Este Dios revela su nombre como “Yahvé”, el que estuvo y está, el que camina con su pueblo. Lo va a corroborar con la liberación de la opresión de los egipcios y su paso por el desierto hasta la tierra prometida.
El acontecimiento quedará para el Pueblo de Israel como paradigma de la cercanía de Dios y su auxilio en el momento del peligro. También de la dureza humana, que no reconoce la soberanía de Dios y se ofrece con facilidad a otros dioses. Para los cristianos será además símbolo de la liberación del pecado y la guía divina hacia la nueva Tierra Prometida, el Reino de los cielos. También de la rebeldía de quien se opone a Dios negándose a cumplir su voluntad. Dos realidades antiguas se repiten en la actualidad del creyente: Dios que es bueno y busca la salvación de su pueblo, y el ser humano, frágil y débil, que rechaza a su Señor. La memoria de los acontecimientos del éxodo de Egipto, expresa san Pablo a los corintios, ha de servir para andar con cautela y no repetir la desobediencia de muchos del pueblo, que les llevó a su perdición.
Un final trágico en masa es un desenlace impresionante para suscitar el interés colectivo e intentar buscarle causa e interpretación. A Jesús y sus discípulos les llegó la noticia de la muerte violenta de unos galileos por una represión brutal de las tropas de Pilatos en el mismo templo. El Maestro recuerda también la terrible muerte de los que fueron aplastados por el derrumbe de una torre. Desgracias así hacían pensar, en el sentir popular, que un término de esta clase correspondía a un castigo merecido por una mala conducta. Sin detenerse a justificar la causa de ello, Jesús utiliza los dos acontecimientos como imagen para remitirse a la conclusión desastrosa en la que cualquiera puede desembocar, para que sus discípulos sean conscientes de que la resolución de sus vidas está sujeta a su propia decisión. La conversión, tomarse en serio el modo de vida conforme a la voluntad de Dios, es el requisito indispensable para un final feliz, de salvación. La escena visual de la muerte de los asesinados en el templo y los sepultados por la torre de Siloé ejerce una fuerte impresión que puede acercarse a algo menos material, pero aún más triste, que es la muerte existencial o del alma del que no se ha preocupado de su vida.
Adentrándonos más en la Cuaresma, esclarecemos fundamentos que no son nuevos, sino muy antiguos, y ya dados en la historia del Pueblo de Israel, pero que necesitamos repetirnos para creerlos y tenerlos muy en cuenta: la misericordia de Dios, incondicional y universal, y la tendencia humana hacia el pecado. Y, con ellos, el esfuerzo divino por nuestra salvación que pide también nuestra colaboración, una conversión nunca suficientemente definitiva, sino en camino, como el Pueblo en su marcha hacia la Tierra Prometida. La memoria de Dios y su misericordia, el recuerdo del ser humano y su fragilidad ha de refrescarse con frecuencia en nuestra mente y corazón, para no olvidar de quién nos viene todo bien, para no desesperar en nuestra debilidad, para trabajar con esfuerzo para no ceder ante la tentación, para no juzgar y condenar a nadie. Todo somos de la misma masa: pobre tierra humedecida, pero alentada por el soplo vivo de Dios y amada hasta ofrecer a su Hijo para salvarla. No olvidemos tanta misericordia acariciando tanta pobreza.
Gn 15,5-12.17-18: Abrán creyó al Señor, y se le contó en su haber.
Sal 26,1.7-8a.8b-9abc.13-14: El Señor es mi luz y mi salvación.
Fp 3,17–4,1: Somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador.
Lc 9,28b-36: Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.
El pastor vive en dependencia de la tierra y le preocupa todo aquello que afecte de una u otra manera al suelo que pisa. Donde está el interés más inmediato para su rebaño lo está también para él; habiendo pasto y agua y un clima propicio y seguridad para los animales hay prácticamente de todo. Pero de los pastores no sólo han salido realistas de lo cotidiano y luchadores persistentes contra las adversidades, también nos han proporcionado héroes y muchos poetas. A fuerza de tener que contender un día a día severo e implacable, en la incertidumbre de la intemperie y con una labor sin tregua, el pastor puede hacerse un hombre encallecido por fuera y por dentro, o de callo exterior pero mucha ternura interna. Entonces habría nacido el soñador. Esto no tiene por qué significar el parto de un iluso, aunque hay riesgo de ello, sino del converso a la esperanza.
Tuvo que sacar Dios afuera a Abrán para que mirase las estrellas de otro modo. Por mucho que eleven hacia lo alto los ojos buscando un pronóstico de lluvia o de viento o de nieve o helada con ello sigue uno preocupándose, no del cielo, sino de la tierra. Pero llegará el momento, si no llegó antes, en que el pan deje de ser la preocupación exclusiva y aparezcan otras cuestiones que, sin soltar el pan, indaguen sobre su origen o su finalidad. Entonces las estrellas comenzarán a observarse de otro modo, y, con las estrellas, también el pan y la tierra y los rebaños y uno mismo.
Un día y otro iba cerrándose la puerta de la esperanza del hijo para Abrán, hasta que la puerta, sencillamente, se disipó cuando ya no hubo motivos para esperar. No obstante, los mayores anhelos persisten en lo latente con aquello de lo que pudo ser y no fue, que no apaga por completo cierto sueño del “y si fuese…” Las estrellas ponen algo de luz animosa en la oscuridad nocturna, pero su logro fundamental es provocar esa luz en el interior humano. Esta “provocación” prenderá si sigue manteniéndose un resquicio de expectativa hacia lo inesperado. Las estrellas tienen capacidad para evocar solo lo que no se durmió perpetuamente, porque invitan a la luz y a la altura.
Era bueno alzarse a un lugar elevado para separarse un tanto de lo cotidiano. Dios es amigo de las alturas en la medida en que le ayuden al hombre a elevarse. Es como un último estirón voluntario, que pide el recuerdo del camino ascendente, para renunciar al asentamiento acomodado. Unos pasos hacia arriba obligan al esfuerzo de buscar cierto crecimiento. Un día se parece a otro casi con exactitud de gemelos, es así, lo que no obliga a tener que vivir cada jornada con repetición absoluta, ajeno a la novedad que supone todo estreno, y cada mañana se estrena día.
El día en que Jesús se llevó consigo a los tres discípulos, Pedro, Juan y Santiago, a una montaña elevada y se transfiguró, fue ciertamente un día distinto y en algo tuvo que alterar el resto de los días. Interesa recordar que el acontecimiento sucede mientras Jesús oraba, pues la oración es el momento privilegiado donde se alcanza a contemplar la realidad de otro modo, aproximándonos al modo de Dios. No solo subir, sino hacerlo con un cometido: el acercamiento a la realidad con mayor profundidad. Moisés y Elías, representando la tradición bíblica: la Ley y los Profetas, dialogan con Jesús. La Palabra hecha carne conversa con dos portadores acreditados de sí mismo por sus palabras y sus hechos. Este último profeta, el hijo de María de Nazaret, llevaría a la cumbre toda palabra anterior. A fin de cuentas la palabra es comunicación de la realidad; la Palabra hecha carne comunica la mayor realidad, la única de la cual procede todo, el amor misericordioso de Dios Padre.
Los discípulos necesitan despertarse del sopor para ver la gloria de Dios en su Hijo. No volverán a encontrarla hasta la Resurrección y, desde aquel momento, ya siempre. La transfiguración de Jesús anticipa la gloria del resucitado. El camino, entonces, se vive de otra manera, con certeza en la esperanza de la Resurrección. El descenso devolvió a los discípulos al sopor con la realidad, y la pasión de Jesús los aletargó soberanamente. Solo el encuentro con Cristo resucitado les hizo ver con claridad contemplativa: la realidad no está abocada al fracaso ni a la muerte, ni a una rutina cerrada, sino a la victoria de la vida eterna, a la resurrección, a la novedad que imprime cada nueva oportunidad abierta con el amanecer diario.
No se agota el empeño por encontrar en Jesús un maestro ético, un líder fundante, un vitalista con escuela. Mira y mira, pero si no esperas hallar más que a un buen hombre, una gran persona, un ejemplo a seguir, toparás pronto con el límite de lo que puede aportar el Nazareno. Mira de nuevo y espera algo más. Si no ha quedado trabado tu ánimo de sorpresa, escucharás en él un bullicio diferente que te hace vibrar en tu interior, como solo puede hacerlo un dios. Y mira ahora tu realidad, ¿no aparece con retazos de transfiguración? El calibre de nuestra esperanza, que solo puede tener un fundamento radical en la resurrección de Cristo, tiene su medida en el modo como vivimos este día a día tan de rutina y tan cargado de sorpresas, para quien aún se deja sorprender, porque por Él pasa Cristo invitándonos a ascender a cierta altura y transfigurando la realidad con Él. ¿No son estos momentos ya retoños de vida eterna?
Dt 26,4-10: Clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia.
Sal 90,1-2.10-15: Estás conmigo, Señor, en la tribulación.
Rm 18,8-13: Nadie que cree en Él quedará defraudado.
Lc 4,1-13: Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto.
El mismo Espíritu que llevó a Jesús a las aguas del Jordán y se derramó sobre Él lo lleva ahora al desierto. Este Espíritu mueve a paradojas o, más bien, a complementarios: el río y el desierto se necesitan en la vida del creyente. La eficacia del agua se pone a prueba en el yermo, y en la sequedad se aprecia y anhela mucho más lo que sacia la sed. Esto sucede en la vida del seguidor de Cristo, aún con mayor claridad: lo que recibe la presencia del Espíritu y se deja empapar por Él ha de recibir el fuego de la prueba para asimilarlo como propio y ensanchar los veneros para hacer más sitio a Dios. Un día el Espíritu unge a Jesús en el río fértil y otro día lo lleva a la soledad desértica para afrontar la tentación.
El tentador se encontró con el oponente más firme, y no porque estuviera hecho de otra masa diferente al resto de humanos, sino porque la fuerza del Maestro residía en el poder del Espíritu de Dios que obraba en Él. Los resquicios por los que la tentación pretende horadar para provocar el daño están en la parte más tierna y frágil, en esta condición humana tan dependiente y limitada. Nos pesa vernos sujetos a un proceso tan gradual y renunciar al éxito repentino por otro al que se llega solo tras esfuerzo y tiempo. Cada una de las tres tentaciones parecen querer atentar contra la esperanza en el ser humano, en que el Dios espera una y otra vez.
Convertir las piedras en pan consiste en renunciar en el trabajo necesario para ganar el jornal y adquirir aquella sustancia que alimenta nuestras vidas de un modo inmediato, “divino” podríamos decir, que excluye lo humano (sacrificio, constancia, paciencia) y, por tanto, devalúa al hombre relegándolo a un papel marginal. El poder y la gloria ofrecidos por el tentador son la ficción de considerar que lo máximo a lo que se puede aspirar es al sometimiento de los demás del modo que sea y su reconocimiento, cuando, en verdad, lo que nos hace poderosos es el ejercicio de la libertad para elegir el bien y desechar el mal. La pretensión de dominio sobre otros es un signo fuerte de debilidad interior. La última tentación de Jesús lo ubica junto al lugar santo, el templo, pretendiendo que haga un milagro innecesario con la intervención de los ángeles. El milagro es un signo de la acción providente y misericordiosa entre nosotros, no es un cauce ni para que eludamos nuestras responsabilidades, ni para una intervención de Dios que nos deje a nosotros ociosos. La mayor fuerza de Dios entre nosotros ha querido que llegue a través del Espíritu Santo en nuestras propias vidas para hacer fuerte lo débil, valiente lo cobarde, sabio lo necio… y hacerlo en esto tan humilde como es la persona humana. Si no llega el milagro de pan para todos, uno de los más añorados, es porque no hemos llegado aún a la maravilla de la distribución justa de los bienes producidos. La pretensión de que Dios haga lo que deberíamos hacer nosotros es una irresponsabilidad y un signo de desconfianza en las posibilidades humanas.
Moisés invitaba al pueblo a hacer memoria de las acciones maravillosas de Dios en su historia para darle gracias y ofrecer las primicias de los frutos de su esfuerzo. Son producto de la colaboración de Dios y el hombre. Y san Pablo exhortaba a la comunidad de Roma a profesar y creer que Jesús es el Señor. Es el reconocimiento de que Dios mismo hecho hombre nos ha dado el mayor ejemplo del poder humano que se ha dejado llenar y mover por el Espíritu.
El pasaje de las tentaciones de Jesucristo en esta Cuaresma recién estrenada es una palabra fenomenal para tomar conciencia de aquellos aspectos personales que más nos inquietan, pero que forman parte irrenunciable de nosotros y que tenemos que asumir, valorar y fortalecer desde el don de Dios. Consiste en valorar y amar la condición humana, más aún, yo hombre, mi humanidad concreta por la que Dios envió a su Hijo y murió y resucitó. Precisamente aquello contra lo que lucha el tentador, envidioso de que en algo tan sencillo y humilde como lo humano pueda brillar tanto la gloria de Dios. ¿No estaremos nosotros aliándonos con el mal cuando desesperamos de nosotros mismos o miramos con resentimiento y envidia a otras personas? En lo que fue tentado Él lo somos también nosotros. ¿Será el desenlace similar?
Is 6,1-2a.3-8: Contesté: “Aquí estoy, mándame”.
Sal 137,1-8: Delante de los ángeles, tañeré para ti, Señor.
1Co 15,1-11: Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os proclamé.
Lc 5,1-11: La gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios.
La orilla pone el límite de la vivienda. No puede perseverar donde no le ofrecen seguridad y, por eso, prefiere la estabilidad de la tierra a la incertidumbre del mar. Al contrario que la barca que vive del agua, porque le da movimiento y trabajo. Tierra adentro se vuelve ociosa. Pero el agua podrá ser su sepultura, cuando deja de sostenerla para envolverla por debajo y por arriba: habrá de tener cuidado quien se interna allí y evitar el mar cuando se transforma en amenaza, cuando más bravío está. El pescador vive de la tierra al agua, del agua a la tierra. Tiene su trabajo en lo firme, su trabajo entre las olas; llevará su esfuerzo a la orilla y allá recibirá el salario. Para él esa frontera entre los espacios, tierra y agua, es el vínculo de sus dos hogares sea para el éxito, cuando la pesca es abundante, sea para la frustración cuando no hay nada que llevar a casa.
La pesca de aquella noche no fue de decepción, simplemente no hubo. Este oficio de pescador está sujeto a estas cosas. En esta profesión que haya mucho trabajo no garantiza el salario, pero, será absolutamente imposible el jornal si no se brega y con dureza. A los peces se les busca, a los peces se les busca en el tiempo oportuno para ello, por la noche; sin embargo el día era inútil para la búsqueda de pescado en aquel mar de Galilea. Hay que trabajar, pero con sensatez; hay también que descansar, una y otra cosa siguiendo el ritmo del pez.
Los galileos que no pescaron se iban a llevar a casa frustración, pero no sorpresa. Estas cosas pasan a veces, mucho en ocasiones. No se trata tanto de destreza, de esfuerzo, de interés… sino de lo que podríamos llamar “suerte”. Aquella noche no les acompañó. Se sorprendieron de otro modo: el Maestro que había predicado el día anterior en la sinagoga, que había curado y que se había alojado en casa de Simón les invitó a algo nuevo y se llevaron a casa otro contrato y otro oficio: pescador de hombres. La oferta vino precedida por un hecho prodigioso: una pesca espectacular cuando era altamente improbable. La palabra del Maestro resultó más eficaz que los horarios de los peces. Es el proceder de Dios: a tiempo y a destiempo. El momento para Dios no se rige siempre desde un supuesto sentido común. El elegido para pescador de hombres deberá tener sustancia de marinero, de trabajador infatigable, pero acostumbrarse a los tiempos de Dios aunque no apetezca, aunque suponga cambiar el oficio conocido por otro, aunque uno se sienta de labios impuros en un pueblo de labios impuros.
Que Él diga lo que hay que hacer y, alegres por su palabra y su elección, lo sigamos adonde Él nos pida, incluso con nueva oficio.
Jr 1,4-5.17-19: No les tengas miedo, que si no, te meteré yo miedo de ellos.
Sal 70,1-6.15.17: Mi boca contará tu salvación, Señor.
1Co 12,31-3,13: Si no tengo amor, no soy nada.
Lc 4,21-30: Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.
“¡Habla, profeta!, que nos resulta oportuna tu palabra”. “¡Calla profeta!, que el momento no acompaña. Vengan profetas mientras nos dejen sostener a nosotros las riendas que los avivan o los retienen. ¿Quién va a querer ser profeta a tiempo parcial? Solo los asalariados, los que comen a precio de palabra grata y exquisita. El que se levantó, aun en litigio con sus propios intereses, para ir donde Dios le envió, el que dijo lo que Dios le inspiró, tantas veces sin ánimo para pronunciar, ese está acreditado como uno de verdad, como uno bueno, como un auténtico profeta. Uno de aquellos a los que Dios tenía elegidos, antes de haber nacido, para ser en un tiempo voceros de su Palabra.
En aquel sábado, en aquella sinagoga de Nazaret, Jesucristo habló agradando a la asamblea reunida… hasta que habló de más y el pueblo se le opuso con violencia. Podía haberse guardado el Maestro esas últimas palabras y haber continuado su camino, pero no evitó la provocación y los nazarenos se sintieron atacados. Por eso pasaron ellos a un rechazo virulento. Solo a una viuda se le dio alimento en tiempos de carestía, cuando Elías, solo a un leproso se le curó su enfermedad, cuando Eliseo; y, ambos, extranjeros. Milagro de pan y milagro de salud, ¿qué más se podía pedir a un profeta? Fue quizás lo que esperaban los nazarenos de su paisano Jesús, como habían oído que lo había hecho en otros lugares; pero no solo no se les dio lo que esperaban, sino que, además, les lanzó un aguijón que les escoció. Aquellas palabras de Jesús recuerdan la inoportunidad del profeta, que no se rige por lo conveniente del momento, sino por el mandato de Dios. Este episodio es un anticipo de lo que va a suceder en la misión del Mesías: acogida con agrado inicial, incomprensión y rechazo después, y, finalmente, arrebato criminal para acabar con Él. En realidad nunca han estado de moda los profetas y siempre los charlatanes; la palabra del profeta no deja indiferente, aunque entre ciento solo uno descubra allí a Dios, entre todas las palabras del charlatán, innumerables, ni una sola provocó nada de mérito.
Lo que dice Jesús molesta, hiere, chirría y hasta puede tomarse como provocación que revela, por una parte, que viene de parte de Dios, y por otra, que quiere desentumecer los corazones encogidos y con callo. Pero, de repente, le quitó al pueblo el posible milagro y, lo que es peor, la posibilidad de que algún día pudiese hacer alguno allí. Si llegase hoy cualquier profeta, paisano o no, anunciándonos el final de la telefonía móvil, la suspensión de los partidos de fútbol, la clausura de nuestra serie de televisión… no se iría sin muchos gritos y algún golpe. Nos rebelamos por aquello que nos duele, y no parece que la verdad, la autenticidad, la Palabra de Dios y su búsqueda nos duelan especialmente.
En ninguna de las palabras de Jesús dejaremos de encontrar amor; no dejaba de pronunciarlo, aunque no hablase de él expresamente. Habló así a sus paisanos porque los quería, y si no hubiera hablado cuando el Padre se lo pedía con estas palabras de provocación, incluso evitando el conflicto final en la sinagoga, es que no los habría querido completamente. El amor siempre busca el bien, a pesar de que signifique incomprensión y descrédito. La descripción que nos da san Pablo en la primera Carta a los Corintios del amor como paciente, afable, no envidioso, no engreído, sin cuentas del mal, gozoso con la verdad… superior al conocimiento, al plurilingüismo, a cualquier hazaña, incluso a la fe y la esperanza… alberga en su interior una estructura de sacrificio y búsqueda imprescindibles, que implica muchas renuncias y asume también el fracaso y la incomprensión de aquellos a quienes se ama.
En aquella ocasión el Profeta se fue indemne, aún no había llegado su hora. El precio del amor al Padre, y en el Padre a todos nosotros, lo condujo hasta la cruz en Jerusalén, y sin dejar de amar. Su Palabra sigue activa hoy, tan Profeta como siempre, y sigue incomodando y provocando. Si al escucharlo no sentimos como una especie de vértigo interno es que quizás tengamos un diagnóstico peor que el de violencia airada de los nazarenos con ese arranque asesino, y es que, perdido el entusiasmo por una vida de autenticidad, acomodados en la satisfacción de los sentidos, nos hemos dejado morir nosotros mismos, cedimos hace ya tiempo las riendas de nuestra misma vida.