Inicio

Cautivados por la PALABRA

cautivados

Carta de Nuestro Obispo

Melgar Viciosa

Vaticano en DIRECTO

Homilias del Domingo

homilia web

Órgano Santa María

organo

Exposición del Santísimo Y Oración

 

Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo C

DOMINGO XIV T.ORDINARIO (ciclo C). 3 de julio de 2016

 

Is 66,10-14c: Porque así dice el Señor: «Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones.

Sal 65: Aclamad al Señor, tierra entera.

Gal 6,14-18: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo.

Lc 10,1-12.17-20: "Está cerca de vosotros el Reino de Dios".

               

Un poco por delante del Señor, solo un poco y adonde Él diga. No como quien avanza para enseñar sus verdades y sus razones, sus preferencias y sus censuras. No como quien se queda rezagado para andar solo por los pasos que otros anduvieron, con seguridad, sin riesgo. Allá donde pida el Señor, con valentía, también con sensatez; sin que me supere el genio, pero sin que tampoco me falte esa chispa de firmeza. Porque no iré por mi cuenta, sino porque me lo manda el Señor y como me lo manda el Señor. Tomando Él la iniciativa para nosotros, no excusas para sentirnos incapaces ni creernos que somos nosotros los que lo podemos todo. Es su misión, es su lucha. Nosotros colaboramos… o nos resistimos.

           Más o menos así envió a setenta y dos de sus discípulos, treinta y seis parejas que anunciasen la venida del Reino de Dios. No solo hablaban, sino que también hacían prodigios. A ellos mismos les sorprendía que los demonios se les sometiesen en el nombre de Jesús. ¡Cuánto poder en el enviado de Cristo, mientras venga en nombre de Cristo! Luego pasaría el Maestro por aquellos mismos lugares para certificar que Él inauguraba el Reino, que era posible y cierto. No desconfió de sus enviados, y no era pequeña la tarea que les encomendaba. Todos llevaban la misma predicación del Reino, y cada uno sus modos particulares. Las instrucciones que recibieron eran generales, el resto quedaba a merced de la creatividad personal, sus capacidades y limitaciones. El Señor no exige uniformidad, sino obediencia y honestidad a su mensaje.

 

            Partieron de Cristo y volvieron a Cristo. La alegría superaría con creces los miedos de la salida. Les sorprendían las maravillas que habían hecho en nombre del Señor, como quien actúa con unos poderes increíbles y no acaba de creérselo, pero no llegaban a la mayor alegría, la de saberse inscritos en el libro de la vida, con sus nombres en el cielo. Porque no hay mayor alegría que compartir la alegría de Dios y no hay mayor tristeza que la del que no conoce la sonrisa divina. No hay motivos para entristecerse porque alguien no piense de la misma manera, tenga otras afinidades, sea completamente distinto en su forma de ser o actuar a la tuya… sino porque no conoce la alegría de Dios. Esa dicha solo se puede disfrutar en la medida en que se conoce la cruz de Cristo y nos gloriamos en ella, porque allí es donde la alegría de Dios ha manado a raudales sobre la tristeza del mundo y nos ha dado esperanza sin término. Hasta que toda la tierra no aclame al Señor, tenemos motivos para seguir siendo enviados por Cristo adelantándonos un poco adonde Él vaya después. Es más, en cuanto que lo anunciamos, ya lo estamos trayendo. Los demonios tienen miedo al nombre de Jesús; si lo pronunciamos en el camino, los espantaremos y nuestro corazón terminará por creer en la fuerza salvadora de Jesucristo. 

DOMINGO XIII T.ORDINARIO (ciclo C). 26 de junio de 2016

 

1Re 19,16b.19-21: Eliseo… se levantó, marchó tras Elías y se puso a su servicio.

Sal 15,1-2a.5.7-8.9-10.11: Tú, Señor, eres el lote de mi heredad.

Gal 5,1.13-18: Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado

Lc 9,51-62: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios”.

 

¿Qué tiene que ver Jerusalén con el cielo? En aquella ciudad se encontraba el único templo; según las tradiciones judías era el lugar donde Dios tenía el escabel de sus pies, donde se tocaban cielo y tierra. Acercarse a Jerusalén era allegarse a los pies de Dios. Por había frecuentes peregrinaciones hasta allí. El evangelio de Lucas no nos habla más que de una peregrinación de Jesús a Jerusalén de adulto (nos relata otra cuando tenía doce años y se quedó en el templo sin saberlo sus padres). El Señor emprendió este camino para aproximarse al cielo. Así lo dice el inicio del relato: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén”.

 

La vida de Jesucristo consiste fundamentalmente en un camino. De hecho Él habla de sí como “el Camino”. Éste es su último tramo. Desde Galilea, en la parte norte de Israel, donde había predicado con signos y prodigios, hasta la parte sur, en Judea, cuya capital era Jerusalén. Tenía que atravesar el país para llegar a su meta, que no era la casa de Dios en la tierra, el templo, sino la del cielo. Sin embargo, esta andadura final sigue los pasos de un trayecto más extenso, del cielo a la tierra y de la tierra al cielo, el camino de la salvación de Dios. Él que quiere que todos los de la tierra, los hombres, llegan al cielo, la casa de Dios. El camino de la misericordia.

 

            Jesús marcha con sus discípulos. Deben aprender del Maestro cómo se anda este camino. En contra de las leyes de la hospitalidad, los samaritanos no quieren recibirlos. Desde antiguo judíos y samaritanos guardaban una fuerte enemistad. Creían en el mismo Dios, pero cada uno miraba al otro con recelo, como un hereje. La respuesta al agravio por parte de Santiago y Juan fue visceral. Pedían fuego para acabar con ellos. Ese no es camino de misericordia. Jesús corrigió con regañina; era ampliar la mirada para que no se quedasen en la herida a su amor propio, sino en el propio amor de Dios que perdona. ¿Hacia dónde pensaban que caminaban? Jesús tenía muy presente el final de la cruz, donde murió perdonando.

 

            Y seguimos en camino… Uno pide seguir al Señor y Él advierte de que su vida consiste en caminar, renunciando a las seguridades del momento. Uno tiene siempre una casa donde regresar para descansar, resguardarse, ocultarse. El Hijo del hombre no tiene más casa que el mismo camino hacia Dios Padre; su seguridad es el corazón misericordioso de Dios. A otro le pide que le siga. La condición de esperar a enterrar a su padre es respondido por Jesús de forma muy severa: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”. Puede interpretarse como: los muertos espiritualmente, lo que han perdido la esperanza se quedan en la muerte, renunciar a caminar. Otro más quiere seguir a Jesús, pero le pide que le deje despedirse de su familia. Tampoco transige el Señor, quiere aclarar que ni siquiera los compromisos familiares pueden ser superiores a su seguimiento. 

 

No es cualquier camino, sino el de la libertad. Para ello nos ha liberado Cristo. Cuando escuchemos a nuestras entrañas pedir misericordia y no venganza; cuando sepamos que estos pasitos que estamos dando ahora en este momento de nuestra vida, no corresponde sino al gran Camino de la salvación trazado por Dios, donde se nos ofrece ir más allá de lo que nos apetece, lo que nos asusta, lo que vemos… entonces podremos ir ya saboreando el cielo, porque estaremos en camino hacia él. 

DOMINGO XII T.ORDINARIO (ciclo C). 19 de junio de 2016

 

Za 12,10-11;13,1: Derramaré sobre la dinastía de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia.

Sal 62: Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.

Gálatas (3,26-29): . Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo.
Lucas (9,18-24): “El que pierda su vida por mi causa la salvará”.

 

El que quiera saber, que pregunte. Es mejor resolver las dudas a las claras. Así se desenvuelven los niños en la infancia primera, cuando la pregunta es la puerta descubierta para conocer muchas de las cosas que les inquietan; repiten el “¿por qué?” hasta la extenuación. A cada edad le vienen unas preguntas, unas preocupaciones, si bien podría decirse que en todas las etapas de la vida, e incluso detrás de la mayor parte de las cuestiones, palpita un mismo interés: saber quién soy.

 

La solución a la pregunta sobre mí me la responden en primer lugar los otros: tú eres mi hijo, mi hermano, mi compañero de trabajo, mi esposa, mi profesor… Y todo eso, junto con la forma de interactuar con nosotros, nos da una idea de lo que somos. Aun así, puede ser mucho lo que se desconoce de una persona, y mucho lo que aparenta ser sin serlo. Puede haber detalles que repelen cuando se conocen y otros que enternecen. En el amor prevalece siempre la persona sobre lo oscuro y lo claro, el pecado y la dicha. Quien mejor puede pronunciar nuestro nombre es la persona que realmente nos quiere.

 

            La oración de Jesús era una práctica de primera necesidad. Su diálogo con el Padre lo alimentaba inmediatamente. De Él escuchaba: “Tú eres mi Hijo amado” y el Padre, a su vez, oía el amor de su Hijo, como nunca dejaron de hacerlo desde la eternidad. Con una diferencia: la voz del Padre parecía más misteriosa, la de Hijo delataba un acento humano. No le hacía falta otra cosa para saber quién era que mirar a su Padre. De muchos modos se le puede emular a Jesucristo; lo mejor es comenzar por aquí, buscando momentos para hablar con el Padre y escucharlo, diga lo que diga.

 

Aunque ya conociera el Maestro, era necesario que también los demás hombres supieran de ambos, Padre e Hijo. Conociendo al Hijo, conocerían también al Padre. ¿Qué había entendido la gente de este Maestro? Sus respuestas tuvieron un tino mediano, porque habían apuntado bien hacia la casa, pero dieron con los siervos (Juan el Bautista, Elías, uno de los profetas) y no con el Señor. A fin de cuentas, resulta más fácil señalar hacia los extremos de la diana que encontrar la precisión del centro. Para esto hacer falta mucho ejercicio y observación detenida. Tanto como para escuchar a Dios padre pronunciando mi nombre.

 

Esto se esperaría en los que tenían un trato con el Señor más acostumbrado. Jesús puso la pregunta y apenas tuvo que esperar, porque se adelantó Pedro y contestó con destreza: “El Mesías de Dios”. Habló lo que le dijo el Padre, que nadie puede conocer a su Hijo si Él no se lo revela. Sin embargo ni Pedro ni los otros apóstoles llegaban a entender suficientemente a su Maestro. No bastaba con apuntar hacia el blanco, había que hacerse uno mismo blanco de Dios poniéndose a tiro, en la diana de la Cruz. Aquí es cuando se empieza a entender al Maestro y su relación con el Padre. También se inicia una valoración de la vida más ponderada, donde se aprecia más el don de Dios y se devalúa el interés por las alegrías que parecían traer otras cosas.

 

A más búsqueda de Dios, más encuentro y más gusto por la plenitud de la vida. También más renuncia, más pasión, más cruz, que no es otra cosa que hacer sitio para que nada estorbe a aquello que se nos regala como lo más precioso. Habrá que afinar puntería para dejar a un lado lo bueno y quedarnos solo con lo mejor. Queda el movimiento horizontal. A veces el servicio se hace contestando preguntas, otras veces suscitándolas. Los hijitos de Dios tienen que cuestionar por su vida. El revestido de Cristo provoca muchas cosas, pero no indiferencia. Y esto está vinculado a la preocupación porque otros se planteen sobre su relación con Dios. Es lo mejor que podemos ofrecer quienes llevamos la huella de su elección por el bautismo, poder testimoniar quién decimos nosotros que es Él.

DOMINGO XI T. ORDINARIO (ciclo C). DÍA DEL MISIONERO DIOCESANO. 12 de junio de 2016

 

2Sm 12,7-10.13: “El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás”.

Sal 31,1-2.5.7.11: Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado.

Gal 2,16.19-21: Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la Ley, sino por creer en Cristo Jesús.

Lucas (7,36–8,3): “Al que poco se le perdona, poco ama”.

 

Una casa en desorden dificulta la vida de los de dentro y espanta a los de fuera. Los de dentro acaban acostumbrándose, justificando la descolocación, quitándole importancia e incluso negándola. Los de fuera pondrán resistencias para entrar y buscarán esquivar cualquier invitación con excusas. El desorden no invita mucho a la convivencia. Produce malestar e intranquilidad,  y hasta puede llegar a incordiar el desorden… ajeno, porque el de la casa propia uno lo tolera con tranquilidad y hasta lo niega.

 

            Había una vez dos casas. Nos las presenta el evangelio de este domingo: la de un fariseo (donde se desarrolla la escena) y la de una pecadora (de la que desconocemos si tenía siquiera casa propia). El espacio físico que entendemos por casa pasa a ser el corazón de cada uno de estos dos: un corazón de cumplimiento religioso, respetable y ordenado, y un corazón trastabillado, desorganizado, desordenado; casa de fariseo y casa de pecadora. El primero invitó a Dios a compartir su mesa y lo recibió con los honores de un igual, sin especial bienvenida (pues, cuando se acogía a un personaje ilustre, el saludo y los preparativos se sofisticaban). La segunda, tal vez viéndose indigna de ofrecer a Dios su propia casa, salió a buscarlo y lo agasajó en una casa ajena con todo lo mejor que tenía, con lo mejor que podía, con lo mejor que sabía. Algunos de sus gestos, como enjugar los pies con sus cabellos y cubrirlos de besos, tenían el deje de su desorden, porque recordaban a los gestos de una prostituta.

 

            El suceso fue entendido de modo diferente por los personajes protagonistas. Para el fariseo anfitrión, Jesús era un farsante, que no era capaz de identificar siquiera a una pecadora y rechazarla por sus provocaciones. Para la mujer, allí había un hombre que aceptaba lo que ella era, una hija de Dios, que prevalecía sobre el desorden de su casa, y, no sólo, sino que acogía también sus gestos, como lo único que le podía ofrecer en clave de amor y no de juicio. Para Jesús, el fariseo no supo acoger lo que le traía Dios, y la mujer abrió por completo sus puertas para recibir la misericordia de su amor.

 

El paso de Jesús por la casa del fariseo no alteró en nada aquella casa, es más, fue motivo de escándalo para subrayar la diferencia de la casa farisea bien ordenada, con otras casas desordenadas. El paso de Jesús por el corazón de la mujer transformó su desorden en gestos de amor a Dios, y su misericordia puso en su sitio todo lo descolocado. Cuando nos damos cuenta de la grandeza de la visita de Jesucristo en nuestras vidas, sabiendo verdaderamente que es Él quien vive en mí (Gal 2,20), entonces descubrimos en nuestro corazón mucho desorden del que éramos inconscientes. También nos revela los juicios severos que hacemos contra los desórdenes de los demás. Y aún más: nos hace ver de otro modo las injusticias sociales y mundiales, a los que nos habíamos acostumbrado, como auténticos desórdenes que necesitan de la labor de los corazones donde habita Cristo para censurar, denunciar, y mover al cambio desde la misericordia. Un corazón que se sabe habitado por Cristo, quiere que todo corazón y todo rincón del mundo sea también su casa.

 

Esto mueve el espíritu misionero, que recordamos este “Día del misionero diocesano”. Su lema lo señala: “Rostros de la misericordia”, para allanar el camino para que el Señor llegue a nuevos hogares en lugares donde aún no se ha escuchado hablar suficientemente de Él, donde no se le invita a casa, porque se desconoce quién es.

 

Cuanto más casa de Dios sea nuestra diócesis, más también podrán acercarse estos hijos diocesanos a casas lejanas para llamar y presentarles a Dios para que entre… y se quede y nos haga descubrir tanto nuestro desorden como la belleza del orden de las otras casas. 

DOMINGO X DEL T. ORDINARIO (ciclo C). 5 de junio de 2016

 

1Re 17,17-24: “Mira, tu hijo está vivo”.

Sal 29: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

Ga 1,11-19: El Evangelio anunciado por mí no es de origen humano.

Lc 7,11-17: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”.

 

Un luto inesperado y severo se digiere con dificultad, pero, si le añadimos otro luto aún más amargo, podrá dejar en una penumbra impenetrable. ¿Qué otra cosa que la oscuridad interna que aboca a una tristeza indigesta, al menos por el momento?  El atuendo oscuro ni le quita ni le da, simplemente comenta hacia afuera lo que pasa por dentro.

 

 

¿Qué se llevan de nuestra vida para que perdamos mucho del gusto por la misma vida? La Palabra de Dios nos ofrece el ejemplo de dos lutos rigurosos. La primera lectura y el Evangelio se tocan hasta en la protagonista: una pobre viuda que acaba de perder a su único hijo. Hasta aquí llega uno de los límites de la pena: la muerte del compañero, el apoyo, la seguridad, la relevancia social, el sustento… (en la coyuntura de la sociedad antigua); la muerte del hijo, el afecto, la sensibilidad, la alegría espontánea, el amor más generoso. ¿Cuántas ganas quedarían para vivir cuando se perdieron los principales motivos para ello?

 

 

          Tomemos el luto de estas madres ya sin maternidad y pongámoselos a otras de actualidad donde la violencia, el hambre, la enfermedad, la droga arrastran el luto a sus casas. Por mucho que duela la pena ajena, nunca tanto como la nuestra, la propia. Y, aunque no pueda tener elección sobre mi luto, que llegará sin llamarlo, sí puedo tenerlo sobre el luto de los otros y retirarme discretamente para evitar el sufrimiento de ver sufrir.

 

 

            La viuda, y ya no madre, de Naín tuvo el amparo de un gran gentío. Por mucha palabra, por mucho abrazo y pésame nadie podía descargarla de su peso. Eran otros los que sostenían el cuerpo de su hijo muerto, ella retenía la gravedad del hijo muerto en su interior. Compartían peso con desigualdad: la compañía apenas un poquito y ella todo lo demás. Así también sucede hoy en el reparto de penas.

 

 

        Otra comitiva con número se acercaba hacia dentro de la ciudad, como una corriente inversa. Aquéllos hacia fuera y éstos hacia el interior; aquellos llenos de muerte y éstos de vida, tanto como que tenían consigo al que es la Vida. El Maestro no pudo contener su oficio, el de vivificar, y, compadecido de ella, le dio razones para cesar el llanto, porque en la muerte causó la vida. La orden que pedía levantarse tuvo obediencia. El verbo se repite en otros tantos pasajes de san Lucas: “levantarse”. Cuando Zaqueo, cuando el hijo pródigo, cuando el ciego Bartimeo… En cada uno de esos episodios el complejo y la soledad, el pecado, la falta de fe trajeron muerte, humanamente imposible de superar. Pero un precepto que solo puede mandar el Señor de la vida, hace poner en pie a todo caído o desahuciado. De esto tuvo experiencia san Pablo, cuando el que lo había elegido desde el seno materno le reveló su Nombre y lo vivificó. Lo de antes quedó como pérdida, lo nuevo como ganancia, porque se hizo seguidor del Señor de la vida.

 

 

¿Podrá el muerto que se cree vivo recibir de Dios lo que no sabe que necesita? Es imprescindible tomar conciencia de la tristeza a la que se aferra el corazón para preferir la promesa de vida, de alegría del Señor. Cada camino hollado hacia el sepulcro es punto de encuentro con el dador de vida. Si no se regresó vivificado de nuevo a la ciudad es que no se prestó atención a este Cristo que nos salió al encuentro diciendo: “No llores”, y prometiendo vida, porque prometió vestido de resurrección donde nos empeñamos con el luto. Entonces también se estará renunciando a ser ayudante en quitar lutos, siendo testigos abiertos y luminosos de la alegría obrada por Dios en mí. Se nos pedirá cuentas de la tristeza inútilmente vertida en este mundo, cuando evitamos la sonrisa que nos ofrecía Jesucristo. 

DOMINGO X DEL T.ORDINARIO (ciclo C). 5 de junio de 2016

 

1Re 17,17-24: “Mira, tu hijo está vivo”.

Sal 29: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

Ga 1,11-19: El Evangelio anunciado por mí no es de origen humano.

Lc 7,11-17: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”.

 

Un luto inesperado y severo se digiere con dificultad, pero, si le añadimos otro luto aún más amargo, podrá dejar en una penumbra impenetrable. ¿Qué otra cosa que la oscuridad interna que aboca a una tristeza indigesta, al menos por el momento?  El atuendo oscuro ni le quita ni le da, simplemente comenta hacia afuera lo que pasa por dentro.

 

¿Qué se llevan de nuestra vida para que perdamos mucho del gusto por la misma vida? La Palabra de Dios nos ofrece el ejemplo de dos lutos rigurosos. La primera lectura y el Evangelio se tocan hasta en la protagonista: una pobre viuda que acaba de perder a su único hijo. Hasta aquí llega uno de los límites de la pena: la muerte del compañero, el apoyo, la seguridad, la relevancia social, el sustento… (en la coyuntura de la sociedad antigua); la muerte del hijo, el afecto, la sensibilidad, la alegría espontánea, el amor más generoso. ¿Cuántas ganas quedarían para vivir cuando se perdieron los principales motivos para ello?

 

          Tomemos el luto de estas madres ya sin maternidad y pongámoselos a otras de actualidad donde la violencia, el hambre, la enfermedad, la droga arrastran el luto a sus casas. Por mucho que duela la pena ajena, nunca tanto como la nuestra, la propia. Y, aunque no pueda tener elección sobre mi luto, que llegará sin llamarlo, sí puedo tenerlo sobre el luto de los otros y retirarme discretamente para evitar el sufrimiento de ver sufrir.

 

            La viuda, y ya no madre, de Naín tuvo el amparo de un gran gentío. Por mucha palabra, por mucho abrazo y pésame nadie podía descargarla de su peso. Eran otros los que sostenían el cuerpo de su hijo muerto, ella retenía la gravedad del hijo muerto en su interior. Compartían peso con desigualdad: la compañía apenas un poquito y ella todo lo demás. Así también sucede hoy en el reparto de penas.

 

        Otra comitiva con número se acercaba hacia dentro de la ciudad, como una corriente inversa. Aquéllos hacia fuera y éstos hacia el interior; aquellos llenos de muerte y éstos de vida, tanto como que tenían consigo al que es la Vida. El Maestro no pudo contener su oficio, el de vivificar, y, compadecido de ella, le dio razones para cesar el llanto, porque en la muerte causó la vida. La orden que pedía levantarse tuvo obediencia. El verbo se repite en otros tantos pasajes de san Lucas: “levantarse”. Cuando Zaqueo, cuando el hijo pródigo, cuando el ciego Bartimeo… En cada uno de esos episodios el complejo y la soledad, el pecado, la falta de fe trajeron muerte, humanamente imposible de superar. Pero un precepto que solo puede mandar el Señor de la vida, hace poner en pie a todo caído o desahuciado. De esto tuvo experiencia san Pablo, cuando el que lo había elegido desde el seno materno le reveló su Nombre y lo vivificó. Lo de antes quedó como pérdida, lo nuevo como ganancia, porque se hizo seguidor del Señor de la vida.

 

¿Podrá el muerto que se cree vivo recibir de Dios lo que no sabe que necesita? Es imprescindible tomar conciencia de la tristeza a la que se aferra el corazón para preferir la promesa de vida, de alegría del Señor. Cada camino hollado hacia el sepulcro es punto de encuentro con el dador de vida. Si no se regresó vivificado de nuevo a la ciudad es que no se prestó atención a este Cristo que nos salió al encuentro diciendo: “No llores”, y prometiendo vida, porque prometió vestido de resurrección donde nos empeñamos con el luto. Entonces también se estará renunciando a ser ayudante en quitar lutos, siendo testigos abiertos y luminosos de la alegría obrada por Dios en mí. Se nos pedirá cuentas de la tristeza inútilmente vertida en este mundo, cuando evitamos la sonrisa que nos ofrecía Jesucristo.