Todos los JUEVES de 19.30 a 20.30
Todos los DOMINGOS de 19.00 a 19.30
Todas las MAÑANAS de 9.30 a 13.00
«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en tentación”»
Si quieres orar y estar junto a Jesús lo puedes hacer...
Todos los VIERNES a las 20:00 horas.
En la Parroquia de SANTA MARÍA la Mayor.
Am 6,1a.4-7: Se acabó la orgía de los disolutos.
Sal 145 7.8-9-10: Alaba, alma mía, al Señor.
1Tm 6,11-16: Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado.
Lc 16,19-31: Por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces.
Ya poco tienen que decirnos Moisés y los profetas. A mejor decir, poco nos queda por escucharles. Hubo un día en que sus palabras hacían estremecer, pero, como uno no puede vivir perpetuamente encogido, nos habituamos tanto a su mensaje que lo mullimos y nos acurrucamos sobre él, sin que alterase para nada nuestros sueños. Por eso, seguramente ni nos alteraremos, aunque veamos a un muerto resucitado.
Lo que dijeron Moisés y los profetas lo hicieron por cuenta de Dios, que los convirtió en sus voceros para pellizcar en las conciencias adormecidas. El abuso, la desigualdad, la injusticia de aquellos tiempos, perseveraron en los de Jesús y se han incrementado aún más en los nuestros. Estos atentados están sostenidos por haber olvidado a Dios en nuestras vidas.
Érase una vez un rico de nombre desconocido con cuantiosos recursos y un pobre llamado Lázaro ansioso de escarbar entre la basura del rico. El Maestro es continuador de la tradición de Moisés y los profetas para recordar el olvido de los pobres. La descripción de los personajes del relato no se excede en exageraciones, porque no faltan ejemplos de desigualdades tan flagrantes. Baste con decir que casi dos tercios de los alimentos producidos se desperdician, mientras varios cientos de millones de personas no tienen para comer. Las cifras resumen en números realidades muy concretas y vivas, pero dejan sin rostro a las víctimas, que interesan solo en la medida que hacen montón. Hoy día los pobres, como los inmigrantes, refugiados, víctimas de la violencia, fallecidos por la guerra y atentados terroristas… importan al peso. Si andan ligeros de números apenas tendrán sitio en la noticia y, si llega a ella, tendrá un paso somero sobre la conciencia. Como no se puede hacer nada con tantos, no se hará nada con ninguno.
Pero la parábola de este evangelio no se detiene en la tragedia el hambre. Es decir, no pretende, al menos principalmente, que afrontemos un problema de dimensiones mundiales o nacionales, sino de aquello que me atañe a mí más directamente y que deja desequilibrada mi mesa con relación a la de otro. La raíz de toda esta desproporción, está en el olvido de Dios, donde se asienta el principio para considerar al otro como hermano. Resulta entrañable la preocupación del rico por sus hermanos: en aquel abismo de sufrimiento se acordaba de su familia y pedía ayuda para que no corriesen su misma suerte; esperaba que un muerto revivido los hiciese revivir a ellos en su conciencia muerta. Pero el rico no se acordó de otro hermanito echado en su portal cuando él vivía espléndidamente. Nadie quedará en el olvido, porque quien tenía que acordarse de él no lo hizo, sino que Dios lo guarda en su memoria. Se podría decir que el olvidadizo ante Dios, se olvida, como consecuencia, de la persona a la que tendría que tener muy presente, y esto conlleva a su vez, el que uno se olvida de sí mismo cuya identidad tiene mucho que ver con esa responsabilidad puesta por Dios como un deber vital.
De otro modo, hemos de mirar a Dios para que nos recuerde quién somos y qué quiere de nosotros, si no, ¿qué será de nuestro nombre, de nuestra vida? ¿Banquete y vestido de moda? No estará de más escuchar a Moisés y a los profetas y, mejor aún, al Muerto que ha resucitado para nuestra salvación, y, tocados por su palabra, no solo hagamos revisión de vida, sino que también nos veamos movidos a ser profetas para el recuerdo de Dios y, desde Dios, de aquellas personas de las que nos pide que nos acordemos.
Am 8,4-7: Jura el Señor, por la gloria de Jacob, que no olvidará jamás vuestras acciones.
Sal 112,1-2.4-6.7-8: Alabad al Señor, que alza al pobre.
Timoteo 2,1-8: Te ruego, lo primero de todo, que hagáis oraciones, plegarias, súplicas, acciones de gracias por todos los hombres.
Lucas 16,1-13: Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas.
El esfuerzo por retener datos y mantenerlos de forma permanente en ese armario que llamamos “memoria” hoy no despierta el interés de antes; ha decaído su utilidad. Podemos acudir a toda clase de información en cualquier momento con una conexión a internet, o un almacén de datos en un dispositivo electrónico. El sacrificio de la memorización viene a ser suplido por las comodidades tecnológicas.
Por otra parte, sin embargo, una de las enfermedades más dolorosas asociadas a la ancianidad implica una progresiva pérdida de los caminos que llevan hacia los recuerdos, hasta llegar al olvido de las tareas más cotidianas. El dolor de los que rodean al enfermo de Alzhéimer crece cuando no se acuerda de quiénes son estos seres queridos y quién es él. Luego, tal vez, la memoria no sea tan prescindible.
El profeta Amós proclama que el Señor “no olvidará jamás vuestras acciones”. La divina es una memoria prodigiosa, se acuerda de todo lo de todos. El hombre de Dios hablaba de los atropellos de sus paisanos contra los débiles y reprochaba para que recordasen lo que habían olvidado: que Dios es justo y hace justicia.
La parábola que nos propone Jesús tiene que ver también con la memoria, aunque contiene algunos elementos que desconciertan. ¿Qué es eso de elogiar la sinvergüencería del sinvergüenza? ¿Qué quiere decir con “ganaos amigos con el dinero injusto”? Unas palabras de contextualización: el administrador de unos bienes, en la antigüedad, tenía permiso para gravar una deuda con una cantidad añadida, que sería su beneficio. El administrador que es despedido por su inadecuada gestión revela lo abultado de su abuso cuando saca los recibos para modificarlos. Poner en la cuenta cincuenta barriles de aceite u ochenta fanegas de trigo donde aparecían cien, no es porque le esté estafando a su señor, sino porque él había incrementado la deuda con el doble sobre el aceite y más de un veinte por ciento sobre el trigo que se le debía a su amo para su propio beneficio. Al disminuir la deuda está renunciando a su lucro, sin alterar lo que deben al señor. Renuncia a ser injusto para ganarse el favor de los deudores. Precisamente desde recuerdo de su despido, por decirlo así, se plantea posibilidades para su supervivencia futura: pedir o trabajar. Ninguna de ellas le convence. Una tercera será utilizar su astucia, que empleó para enriquecerse con injusticia, para favorecerse ahora volviendo a la justicia. Es esto a lo que puede referirse Jesús cuando dice: “Ganaos amigos con el dinero injusto”. Por lo tanto, el restablecimiento de la justicia tras unos abusos exagerados, le facilitará un futuro honroso hasta en lo económico.
Es el futuro lo que le hace cambiar, el miedo a su próxima situación. Y ese mismo futuro, que para nosotros, cristianos, es promesa de vida eterna, es el que debería provocarnos hacia una vida más cristiana. Recordar el futuro para no olvidarnos del presente, donde tenemos que ejercer la justicia, la caridad, el perdón. En lo poco de lo cotidiano vamos haciendo montón de riquezas para la salvación o para la pérdida. La fidelidad en lo poco se va convirtiendo en fidelidad para lo mucho. Las tareas del presente, del día a día, labran un futuro u otro. O Dios o el dinero, cada uno invita a un futuro y a un presente; son dos planteamientos de vida contrapuestos que conllevan dos finales muy distanciados. La memoria orientada hacia Dios recordará sus preceptos y la que se dedique al dinero se preocupará de lo propio: tener, acumular. Es imposible hacer coincidir ambos a la vez. Y, si no hay dinero material de por medio, cualquier otra pertenencia, aunque sea afectiva, hará las veces de Dios si nos olvidamos de Él, aunque, quizás el dinero, por todo lo que arrastra, por las expectativas que suscita, por la ambición tan generalizada es uno de los rivales de mayor envergadura contra Dios en la memoria humana.
La invitación de san Pablo a la oración por todos es muy oportuna. A la inercia tan común a la posesión desmedida y a la acumulación de dinero sin una finalidad, le oponemos la fuerza que viene de lo Alto que nos hace conscientes de un tesoro mayor. No debe faltar la oración por los demás, por nosotros mismos. El apóstol san Pablo comienza haciéndolo aquí especificando a los reyes y las autoridades, quienes tienen posibilidad de emplear mucho dinero acordándose de Dios para el bien común o para un auto-beneficio dañino. Cada cual, que asuma sus responsabilidades y reciba, en la memoria de Dios, conforme a lo que recordó en su día a día.
Ex 32,7-11.13-14: “¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo…?”
Sal 50,3-4.12-13.17.19: Me pondré en camino adonde está mi padre.
Timoteo (1,12-17): Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio.
Lc 15,1-32: Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
¡Alegría! La sola palabra causa simpatía. Está asociada a la felicidad y a una vida deseable. También viene asociada a veces a un estado de efervescencia o agitación que seguramente no tiene mucho que ver con una verdadera alegría. En las lecturas de este domingo se nos habla hasta tres veces de ella de forma explícita, otras más de modo sutil. Y se nos propone una de las mayores causas de alegría, aquella que provoca el mayor alborozo y contento entre los ángeles del cielo: el perdón.
Este perdón cuenta con una situación inicial de perjuicio; alguien ha producido un daño individual o colectivo. El evangelio lo llama también “pérdida” o incluso (en la parábola del padre misericordioso) “muerte”. Para que el perdón se produzca tiene que existir, indudablemente, una voluntad por parte de la persona herida de querer restablecer el vínculo roto con la otra persona, superando el dolor provocado mediante la consideración de la persona ofensora por encima de la ofensa causada. Es decir, valorar más la persona que el mal cometido por ella, porque cuando no hay perdón se subraya el mal y el daño hechos y se devalúa al ofensor. Pero, para que sea efectivo, tiene que existir también arrepentimiento, el reconocimiento del mal causado y la tristeza consecuente al tomar conciencia del daño producido. Así como en la ofensa hay existen dos partes, también en el perdón. No solo debe existir un perdón ofrecido, sino un perdón recibido y acogido. Esto provoca una alegría abundante en los habitantes del cielo.
¿Y en el caso de que haya arrepentimiento del que obró mal, para no perdón del ofendido? La parábola del padre misericordioso nos ilumina: aunque no existe misericordia por parte del hermano mayor, es el padre el que, en todo caso, perdona. Aunque alguien quiera retener el dolor causado y no perdonar, si la otra persona que obró mal se arrepiente, contará siempre con el perdón del Padre que es la fuente de la misericordia y que hace posible todo perdón. Entonces, curiosamente, el ofendido que no quiere perdonar se convierte en ofensor por la dureza de su corazón.
Volviendo a la alegría del perdón, las reconciliaciones son entrañables, suscitan ternura entre los espectadores y, cómo no, también alegría. La dificultad se encuentra en acercar para uno mismo esa alegría y ese deseo de perdón. ¿No estamos más bien dispuestos en aferramos a nuestras razones para no perdonar apelando al daño que se nos hizo o se les hizo a seres queridos? Sepamos que esto es preferir la tristeza a la alegría, algo insensato. Pero, además, nos convierte en pecadores y en amargados, porque renunciamos a la sonrisa de Dios en el perdón. Cuanto más difícil sea perdonar, más alegría. Cuanta mayor sea la ofensa perdonada, más regocijo. La alegría de quien encuentra “algo” perdido aumenta cuando se trata de “alguien” perdido y encontrado.
San Pablo comparte esa alegría, desde la parte del perdonado y nos describe que el perdón recibido de Dios aporta también la capacidad para un nuevo trabajo y deposita una sorprendente confianza en él. No solo lo habilita, sino que, además, le confiere una gran misión. Tan la fuerza renovadora y regeneradora del perdón. ¿Cómo no va a causar alegría?
Sb 9,13-18: ¿Qué hombre conoce el designio de Dios?
Sal 89,3-4.5-6.12-13.14.17: Señor, Tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Fl 9b-10.12-17: Te envío a Onésimo como algo de mis entrañas.
Lc 14,25-33: El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.
A Jesús le seguía una multitud de sueños. Cada discípulo ponía su pie donde antes lo había puesto el Maestro, aunque esto no es suficiente para un verdadero seguimiento en pos de Cristo, porque su mente (ilusiones y expectativas) con facilidad se adelantarían a lo que Jesús les ofrecía. En este caso Jesucristo podría ser para ellos un medio para conseguir sus metas, un instrumento para estimularles sus sueños particulares… al margen del mismo Dios. De repente Jesús se volvió, se dirigió a ellos con el propósito de despertarlos.
Un verdadero seguidor de Jesucristo ha de tener presente que su camino se dirige inexorablemente hacia el Calvario y de ahí a la Resurrección. Lo crucial de este destino implica un compromiso muy exigente. El Evangelio de hoy concluye: “El que no renuncia a todos su bienes, no puede ser discípulo mío”.
La renuncia a todos los bienes puede entenderse de tantas formas que uno termine creyendo que lo está haciendo sin renunciar a nada en realidad o que esté sacrificando algo que para nada le pide el Señor.
Las parabolillas de la construcción de la torre y el ejército del rey nos traen claridad. Por una parte, hay que echar cuentas para ver en qué voy a invertir mi vida, qué puedo hacer en ella, qué me cabe esperar. Un proyecto tan ambicioso como la edificación de una torre alta es hermoso, pero puede ser absolutamente inútil si no tiene un fin determinado para mi propia vida o, como nos dice el relato, si no hay recursos para construirla entera. El resultado frustrante de quien quiso edificar y se quedó a medias parece cómico y mueve a risa.
Por otra parte nos ofrece un ejemplo dramático: una batalla entre ejércitos. Aquí la responsabilidad del rey atañe a un número grande de personas. Su despropósito puede hacer mucho daño y su acierto salvar muchas vidas. Nuestras decisiones influyen también a los demás. Hace falta echar cuentas y ser sensatos. Esa sensatez nos la ofrece Dios, que nos invita continuamente a reorientar nuestra vida con relación a los pasos de su Hijo, al que dejamos atrás o, simplemente, hemos dejado de seguir. No hace falta mucho para que, casi sin darnos cuenta, hayamos olvidado al Maestro que seguíamos.
En conclusión: ¿En qué estoy invirtiendo mi vida? ¿Hacia dónde quiero ir? ¿Con qué me estoy encontrando? Las preguntas de los inicios, que nos hemos de cuestionar a lo largo de toda la vida, pues no dejamos de ser principiantes, son el cimiento para poder dar bien, antes de darlo todo, y aprender a entregarle al Señor lo que pide y no lo que nos apetece. Verificar nuestro proyecto con el suyo para con nosotros es certificar la calidad de nuestras obras.
Eclo 3,17-18.20.28-29: Procede con humildad y te querrán más que el hombre generoso.
Sal 67,4-5ac.6-7ab.10-11: Preparaste, oh Dios, casa para los pobres
Hb 12,18-19.22-24a: Vosotros os habéis acercado… al Mediador de la nueva Alianza, Jesús.
Lc 14,1.7-14: Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
Parece que en aquel banquete al que fue invitado Jesús había muchos ojos pendientes de lo que hacían los demás. Los fariseos espiaban a Jesús para ver qué hacía, Jesús observaba a los convidados. No hay por qué negarle al ojo su oficio, porque para eso está. Pero, puestos a mirar, y a mirar conforme lo hacía el Maestro, nos puede resultar muy provechoso delimitar la trayectoria de nuestras miradas y su causa. Dicho de otro modo: ¿Hacia dónde dirigimos nuestros ojos? ¿Por qué? Al no poder atrapar toda la información que nos llega de fuera en modo de imágenes, seleccionamos las que más nos interesan. ¿Dónde ponemos nuestro interés? Nuestros ojos nos lo indican.
Por una parte tenemos a los fariseos que observan a Jesús - es una actitud repetida en otros pasajes - para ver lo que hace y tener de qué acusarlo (el Evangelio utiliza el término “espiar”). La actitud de Jesús desconcertaba en sus palabras, gestos, acciones y, en general, en la nueva manera de relación con Dios como Padre misericordioso. Esto inquietaba a los que vivían de un modo determinado su religión, es decir, su comunicación con Dios. La forma con la que nos relacionamos con Dios da la pauta de la idea que tenemos de Dios. Si esperas con insistencia de los demás cierto tipo de aprobación por lo que haces, seguramente también crees que Dios te va a tasar por lo que hagas.
El Maestro nazareno vivía y enseñaba otra mirada muy diferente de Dios. Esto desconcertaba. Encontrar algo en su conducta que fuera reprobable era fundamental para demostrar que se equivocaba y deslegitimar esa nueva forma de mirar a Dios. Tenemos, por tanto, aquí unos cuantos ojos que miran a otros para el juicio y la condena. Esto los condiciona para ver en un sentido crítico severo y los incapacita para observar la persona en su conjunto y sus bondades.
Por otra parte aparecen los ojos que quieren ser mirados. Son siervos de un corazón con deseo de apariencia frente a los demás. Esto suele suceder porque hay inseguridad interna e inmadurez y se ven necesitado de la aprobación y la admiración de los otros para sentirse bien. Lo observa Jesús en los convidados al banquete que buscaban los mejores puestos. Se exponían así a las miradas de los demás para ser juzgados como importantes. Para aquella sociedad el banquete tenía una relevancia bastante mayor incluso que la actual; la ubicación de los invitados era muy significativa. Pero, si el valor de una persona depende de cómo lo miren los otros, estamos concediéndole excesivo peso a las miradas ajenas, y muy poco a la de Dios, que nos mira como hijos muy queridos y da la medida de nuestro valor: la sangre de su Hijo derramada por amor. Por eso, tengamos el puesto que tengamos, reconocidos o no en la familia, el trabajo, entre los amigos, incluso de forma injusta e inmerecida, siempre estaremos en el centro de la mirada de nuestro Señor, que nos invita a acercarnos cada vez más a Él. La humildad nos libera de la necesidad de tener que estar pendientes de cómo los otros nos miran y nos hace descubrir la dulzura de la mirada de Dios, que nos ama incondicionalmente.
Así observaba Jesús, no con el fin de reprochar unas actitudes que Él desaprobaba para avergonzar a quienes las tenían, sino para liberar de ataduras que hacen daño e impiden que el corazón se refresque en la bondad de Dios. Cristo mira para invitar a una mayor amplitud de miras por las que se contempla la acción de Dios nuestra vida, para abrir los ojos más allá de la pequeña realidad con la que nos conformamos, tan dependiente de la valoración que hacen otras personas de lo que soy. Pobres los ojos que miran severos para descalificar y pretenden ser mirados para suscitar admiración, porque han olvidado la entrañable mirada de nuestro Dios.
Is 66,18-21: Anunciarán mi gloria a las naciones.
Sal 116,1-2: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.
Hb 12,5-7.11-13: Aceptad la corrección, porque Dios os trata como a hijos.
Lc 13,22-30: Esforzaos por entrar por la puerta estrecha.
El alimento da dos saltos hasta que el cuerpo lo aprovecha: uno desde donde se tomó hasta la mesa y otro de esta mesa a la boca del comensal. En el primero presentamos ante nuestros ojos lo que se encontraba lejano y desconocido y se nos ofrece en el plato ante nosotros para familiarizarnos con ello, sabiendo que va a formar parte de nosotros. En el segundo se experimenta su contenido en el paladar (en sabores, texturas, temperatura…) y comienza a formar parte nosotros mismos. Difícilmente nos comeremos algo que no hemos visto previamente, como a ciegas. También confiamos en el arte de quien tomó los alimentos y preparó los platos.
Con la Palabra de Dios sucede algo similar. El Maestro nos la dispone sobre la mesa del banquete y la podemos observar cercana, pero todavía a cierta distancia, hasta que nos proponemos tomarla y hacerla de nuestra misma vida, saboreándola, disfrutándola y finalmente tragándola y digiriéndola. Sus sabores pueden no corresponderse a nuestras expectativas, pero nos fiamos del que lo cocinó y lo dispuso a la mesa, nuestro Señor Jesucristo. Lo que tomamos entrará a formar parte de nuestro organismo y nos hará sostenernos con fuerzas y crecer. Aunque el alimento no sea siempre apetitoso, lo tomamos con gusto, por la confianza que tenemos en este Maestro.
Uno de los platos que se nos sirve en las lecturas de hoy es un menú de buena presencia, pero con sabor amarguísimo. Sabemos, porque lo hemos probado otras veces, que no nos agrada al paladar. Dos motivos tenemos para tomarlo: porque nos lo ha servido el Señor, porque sabemos el resultado de su ingestión. Hilvanando la temática de la Segunda lectura y el Evangelio, invito a considerar la importancia de la corrección para el crecimiento personal y comunitario. Ya no solo se trata de aceptar aquello que de forma directa o indirecta los demás puedan observar sobre mí como “mejorable” o, más aún, como “censurable”, sino que tenemos una seria responsabilidad en percibir en nuestro día a día todos los signos a través de los cuales Dios nos va guiando, alentando, enseñando… muchas veces a través de correcciones, que nos permiten un cambio a mejor. Pero cuesta hasta resultarnos agrio, amargo o rancio, poco apetitoso al paladar, aunque muy provechoso para nuestro espíritu.
Ésta es una de las estrecheces a la que nos exhorta el Evangelio de hoy, que capacita para una mayor amistad con Cristo. Dos formas de despreciar el manjar: creer (con ingenuidad maliciosa o ignorante), que ya tomamos suficiente de ello y no necesitamos más; y considerar que eso es el alimento común que necesitan todos, menos nosotros. Podrá no gustar demasiado, pero no hay comida mejor que la sustituya. Es uno de las mejores recetas de la misericordia divina. ¿Seguiremos prefiriendo las chucherías que tanto alegran el paladar, pero alimentan tan poco?