1Sam 26,2.7-9.12-13.22-23: “Dios te pone el enemigo en la mano”.
Sal 102: El Señor es compasivo y misericordioso.
1Co 15,45-49: Seremos también imagen del hombre celestial
Lc 6,27-38: La medida que uséis, la usarán con vosotros.
Llama Jesús golpeando el oído: “A los que me escucháis, os digo”. Comienza con una prevención: su mensaje no está dirigido a los de las autorreferencias, a quienes tienen todo sabido, a los que se conforman con lo común a lo que llaman “normal”, a todo el que se cierra a la novedad y escuchan solo lo que les agrada, a quienes solo aceptan lo que pueden medir. Mira, en cambio, a los que dejan a Dios la iniciativa, están dispuestos a dejarse sorprender, no se conforman con ser simplemente “buenos”, aspiran a ser fieles, son conscientes de sus límites, pero también de la inmensidad de Dios. Para estos últimos, las palabras de Jesús pueden ser realmente eficaces.
Superar la media nacional no es complicado: basta con ser honrado, trabajador, respetuoso con los demás e intentar hacer bien las cosas. Para esto no hace falta escuchar al Maestro. Lo que él pide excede con mucho las capacidades humanas, porque es acercarse al mismo corazón de Dios, cuyo Espíritu es el único que puede hacer que nosotros lleguemos a una altura tan elevada, altura divina. Por eso, así como en una familia se aprenden unos valores, fundamentalmente por el ejemplo de los padres, en nuestra familia en la fe miramos al Padre y Él nos enseña lo que practica: el amor sin medida, que nos ha mostrado en su Hijo Jesucristo. De este se nos reconocerá como hijos de tal Padre, hermanos del tal Hijo. Luego, como ayuda entre hermanos, el que haya más personas que buscan amar sin medida, motiva a seguir el ejemplo. Es único poder auténticamente constructivo y renovador para el bien y la belleza.
El amor nos hace libres; no busca ser complaciente sin más, ni ganarse favores para cuando haga falta, ni mendigar un afecto, sino compartir el bien que se vive con libertad y generosidad. Atiende al bien de cada persona, procurando dar a cada uno adaptándose a lo que pueda necesitar. A veces con caricia, otras con corrección, siempre mirando al bien. Por ello no se ata a sentimientos y se puede amar, aunque no se tenga un especial afecto, incluso cuando las entrañas te pongan muchos reparos. Esta es una de sus grandezas, que parte de la voluntad, por tanto, de la libertad y, aunque se tengan cantidad de razones para no hacerlo, decides lo contrario, apuestas por el bien de la otra persona, considerando a quien tienes delante mayor que el mal que practique o que te haya hecho. Humanamente no es posible sin el Espíritu Santo. Somos criaturas materiales, pero también, por este Espíritu, espirituales, recibimos la gracia divina.
Tampoco es iluso o bobalicón, no renuncia a la crítica, la exigencia, el sacrificio, la protesta, la lucha, la huida, el silencio o el grito. En cada caso el amor debe concretarse de un modo. Al joven David Dios le puso la vida de su enemigo, el rey Saúl, en su mano y lo respetó, porque “era un ungido de Dios”, aunque su muerte le había evitado problemas.
La calidad humana puede medirse desde la desmedida de la capacidad de amar. Aguzando el oído, nos encontraremos con innumerables mensajes de parte de Dios que nos mueven al amor, desde el perdón, la renuncia al rencor, la acogida, el empleo de nuestro tiempo y prioridades. Pero, como iniciaba esta reflexión, esto es tan solo para los que quieran escuchar.
Jer 17,5-8: Bendito quien confía en el Señor.
Sal 1: Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.
1Co 15,12.16-20: Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados.
Lc 6,17.20-26: Vuestra recompensa será grande en el cielo.
En los bolsillos de nuestras prendas depositamos las cosas menudas a las que echar mano de modo inmediato en nuestro trajín cotidiano, porque nos pueden hacer falta en cualquier momento (las llaves de casa, dinero suelto, un bolígrafo…). Basta con introducir la mano en el pequeño saco cosido al pantalón o a la chaqueta, tantear con el tacto y localizar lo que necesitamos. Los llenamos nosotros para facilitarnos nuestro día a día.
El corazón tiene también sus bolsillos y, a veces, hasta alforjas, para afrontar los retos cotidianos. Las Lecturas de este domingo nos llevan a mirar las herramientas con que contamos en nuestra vida y, extrañamente, considera una oportunidad enorme tener todos los bolsillos vacíos. La pobreza, el hambre, el llanto, la tristeza, la marginación… muestran una situación de carencia que podría entenderse como desgracia, y que, sin embargo, el evangelio considera como bendición. Lo expresa con esa retahíla de bienaventuranzas que tanto han cautivado a cristianos y a no cristianos por su fuerza y su carácter profético, pero que, a la hora de mirarlas en su concreción, no deja de resultar inquietante. ¿Quiere Dios la pobreza, el hambre, la tristeza…?
Las palabras de Jesús resultan provocadoras, también desconcertantes si no se las entiende en el contexto global del Evangelio. La saciedad de bienes, de bienestar, de logros, tapia el acceso al Espíritu Santo en nuestras vidas, cuando se cree tener resuelto el camino. La precariedad, en cambio, nos pone en una situación de necesidad que, guiados por este mismo Espíritu, ha de llevar a una mayor confianza en Dios, la esperanza en Él y en su Palabra, la búsqueda de su voluntad. El miedo a perder lo que se tiene como lo más valioso, impide la aventura de dejarse enriquecer con Dios con lo que realmente enriquece y llena el corazón. Las imágenes que ofrece el profeta Jeremías en la primera lectura poseen una fuerza descriptiva potente: un cardo en medio de la estepa, se yergue con altura sobre los demás matorrales, como dominando el paisaje, pero en un entorno árido, estéril y estando él mismo seco, improductivo. En cambio, el árbol plantado junto a la corriente de agua podrá dar mucho fruto y estará frondoso sin límites.
Para llenar los bolsillos de lo de Dios hay que vaciarlos primero. En ocasiones te los vacía la vida, otras uno mismo debe esforzarse para ello y dejar que el Señor los colme de resurrección, de aquello que nos hacer ir participando ya de la vida futura y definitiva. Los ayes de Jesús como contrapartida de las bienaventuranzas, representan el dolor por las vidas cuyas elecciones han desechado lo de Dios de sus bolsillos, de tu cotidianidad, para ocupar su puesto con otras cosas, que no apuntan hacia la resurrección, sino otros fines diferentes. Es un lamento por la desgracia de quien cree vivir mejor, sin haber conocido la vida verdadera y la vida de gracia en el Señor. Es su Espíritu el que tiene que llenar los bolsillos de nuestro corazón; Él provoca la bienaventuranza en la carencia, en la debilidad, en la precariedad, y convierte este vacío en un lugar agradable para que Dios habite y colme.
Mal 3,1-4: “Yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí”.
Sal 23: El Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria.
Heb 2,14-18: Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella.
Lc 2,22-40: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz”.
El Evangelio de este domingo se abre con una referencia temporal: “Cuando llegó el tiempo de la purificación”. Según la Ley judía, la mujer que daba a luz quedaba “impura” a consecuencia de la sangre del parto y tenían que pasar 40 días hasta volver a la pureza. Incomprensible para nosotros, con otra luz dentro del contexto religioso y cultural judío, procuraba un tiempo de protección a la mujer, preservándola de la vida pública, para recuperarse del parto, desplegar una relación especial con el recién nacido y recibir mayores cuidados del esposo. El marco temporal está regido por el biorritmo femenino: la madre es quien señala los tiempos y la Ley de Dios custodia esta referencia.
Precisamente la Ley de Moisés o Ley de Dios aparece de forma insistente en el pasaje. El Niño es el centro en torno al cual giran los demás personajes. Sus padres, María y José con los garantes de la piedad y el vínculo con Dios a través del cumplimiento de su Ley. Van al templo, según una costumbre piadosa sugerida por la Ley (aunque no obligaba a ello) para la presentación del Niño. Frente a los cálculos ideológicos que postulan que los hijos pertenecen al Estado o el arrebato genético que reivindica que los hijos son una especie de propiedad de los padres o de la familia, esta presentación manifiesta que el hijo es de Dios, cuya protección, cuidado y educación encomienda a los padres, cuya primera obligación es la piedad, hacer presente a Dios en la vida familiar.
Además, en el episodio hay otros personajes, siempre en función del Niño, con peso protagonista. Se trata de dos abuelos: Simeón y Ana. Simeón es un anciano que ya ha cumplido su misión en la vida, pero aún aguarda a ver realizado el consuelo de su pueblo: la venida del Mesías. El peso de los años, las experiencias vividas, las decepciones y derrotas sufridas no han extirpado en él la esperanza. No espera de los hombres, sino de Dios, y Él le había revelado que, antes de su muerte, vería el motivo de la esperanza de Israel. Frente a ideales políticos o belicistas, en contraste con la desilusión y el desánimo del que ha sufrido un fracaso y no encuentra motivos para más lucha, Simeón irradia la esperanza en Aquel que no defrauda. Su esperanza ilumina la realidad y descubre en el Niño al Salvador, y no omite la aspereza de la vida, profetizando lo que será ese pequeño y la pasión por la que tendrá que pasar su madre. En Ana encontramos la persona que ha consagrado su vida a Dios y se ha ofrecido para orar constantemente y hacer ayunos durante años. Manifiesta una entrega por los demás a través de esa poderosa actividad, que es la oración, el diálogo continuo con Dios. Esto viene destacado también por sus ayunos, un modo de penitencia. En su ancianidad ofrece lo que ha ido configurando su vida y que es riqueza por aquellos por los que intercede, uniéndolos más a Dios por su intercesión. Se ha quedado con lo esencial de la vida y no tiene reservas en hablar del Niño. Los mayores sabios tienen la libertad para hablar de lo que quieren, que suele ser la esencia destilada tras su experiencia vital de años.
El episodio termina regresando a casa. En el templo, casa de Dios, el Señor ha reunido a hijo y padres y abuelos, tres generaciones con su cometido cada una. Regresan a su hogar, convertido en templo de Dios por el Niño que vive allí, pero sujeto a la obediencia a sus padres, de los que seguirá recibiendo y aprendiendo, sobre todo, se puede intuir, de la relación entrañable con Dios. Será el lugar del aprendizaje para la entrega, para ser uno de tantos a confiar en el Padre en todo momento y, como dice la Carta a los hebreos, cuando tenga que sufrir lo más recio, tras pasar la prueba del dolor auxiliar a los que ahora pasan por ella.
Neh 8,2-4a. 5‑6. 8‑10: Todo el pueblo escuchaba con atención la lectura del libro de la ley.
Sal 18: Tus palabras, Señor, son Espíritu y vida.
1Co 12,12‑14.27:
Lc 1,1-4; 4,14-21: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”.
Jamás habíamos contando con tantas letras ni con tantas posibilidades para entenderlas y, a pesar de todo estas posibilidades, nunca hemos tenido tanta dificultad para su comprensión. Es una queja habitual de los docentes, ante una realidad cada vez más frustrante: las deficiencias en la comprensión lectora; se pronuncian palabras, pero no se entiende su significado. Esto nos hace tremendamente frágiles, porque en la intelección de la palabra se encuentra la fuerza del pensamiento y del afecto; cuando falla, nos deja a merced de ideas simplonas y lejanas a la razón, expuestos a la manipulación y el engaño.
El papa Francisco instituyó este día de la Palabra de Dios queriendo destacar la importancia de lo que en la vida del creyente debería ser algo cotidiano: el acercamiento a la Palabra de Dios para escucharla, leerla, acogerla, meditarla, contemplarla y que se haga vida propia, viviéndola, celebrándola. Como el alimento se transforma en parte de nuestro organismo cuando se ingiere, así también debe suceder con la Palabra divina cuando se escucha o lee, porque ella también en manjar que nutre nuestro corazón y nuestra mente y nos hace más fuertes amigos de Dios.
El creyente no solo debe estar preparado para no dejarse seducir y arrastrar por ideologías y posturas maniqueas o mantener una actitud pasiva ante los acontecimientos, sino que también ha de ir aprendiendo a interpretar lo que sucede desde la luz de Dios, desde la claridad de su Palabra, superando criterios meramente humanos. Esta claridad no oculta una dimensión de oscuridad en cuanto al misterio de Dios en su Palabra, que incita a profundizar en ella dejando que el Espíritu nos lleve a su significado en lo que Dios quiere decirnos hoy personalmente, comunitariamente.
Une la liturgia el comienzo del Evangelio de Lucas y el comienzo de la vida pública de Jesús en su primera aparición en público en su pueblo tras el bautismo en el Jordán. Es ahora la misma Palabra hecha carne la que se nos ha hecho tan cercana, hasta hacerse visible y escuchable. El contexto en el que se manifiesta es litúrgico: la asamblea sabatina en la sinagoga, donde se lee la Palabra y se comenta. Él es Palabra viva y encarnada y la misma interpretación de ella, en cuanto que dice y hace, abriendo la historia a la esperanza. En Él cobra sentido toda letra y la realidad se esclarece en el contraste de la Cruz y la Resurrección. Acercarnos a los testigos de su vida, que dejaron constancia en las Escrituras, es allegarnos a la Palabra viva que nos habla y nos ayuda a interpretar lo que somos, lo que el mundo es, quién es Dios para nosotros y nosotros para Él.
Is 62,1-5: Te llamarán “Mi favorita”.
Sal 95: Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.
1Co 12,4-11: Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común.
Jn 2, 1-11: “Haced lo que Él os diga”.
Entre las personas con las que podemos compartir mayor sintonía, existe a veces el regalo de alguien que te causa seguridad, te da confianza y tienes la intuición de que, a su lado, todo va a salir adelante. No tiene por qué ser familia o amigo, se trata de otro tipo de vínculo y, como es imaginable, particularmente cuando afrontas un acontecimiento significativo o arriesgado, quieres que esté ahí.
Hubo una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí. El evangelista no nos dice su nombre, que todos conocemos, sino que la identifica por un vínculo materno-filial con aquel cuyo nombre sí que aparece: Jesús, del que dice después que también estaba invitado con sus discípulos. Que inicie el relato con María en primer lugar hace sospechar que se trataba de una invitada destacada, quizás por cercanía con la familia o, podría intuirse, porque su presencia provocaba la sensación de la seguridad de que todo iba a ir bien, incluso lo que fuera mal, como sabemos que luego sucedería.
Ella va a percatarse del problema, pero no lo va a resolver, sino que lo va a derivar hacia el que, de invitado, va a pasar a ser protagonista de la escena.
Estamos en el contexto de una boda, un acontecimiento de primera relevancia en la vida de una persona y de una comunidad. Un hombre y una mujer, que hace un tiempo eran prácticamente desconocidos, deciden aventurarse a participar de una historia común en un proyecto tan arriesgado como entusiasmante. En el matrimonio se armonizan los contrastes, el amor genera una de las comuniones más bellas, se engendra la vida; es un argumento poderosísimo para la esperanza. Por todo ello y más, fue una imagen escogida para referir la relación de Dios con su Pueblo.
Aquí parece ser también así, pero con una novedad: el esposo ahora tiene carne humana, es Jesucristo, el Hijo de Dios. La esposa viene representada en María, madre de la nueva humanidad. Con lo que su aparición al principio parece una presentación de la esposa en este modo de entender el amor de Dios por su pueblo. Tras una boda entre las muchas de los judíos, el evangelista nos señala otra boda que ha de ayudar a interpretar la vida de Jesús y su relación con nosotros. Él es quien se ocupa, con la intercesión de María, de que no falte el vino de la fiesta, aquello que sostiene la celebración y eleva el ánimo, nos mantiene alegres y compartiendo el gozo. Dios se ha comprometido con nosotros con un amor que ha llevado al Hijo a dar su vida por nosotros en la Cruz y su Resurrección. La respuesta a este amor no puede ser otra que la de amarlo a Él y lo que Él ama. Y lo amamos no de modo aislado, sino en comunión con todos. Un modo de ser conscientes del amor de Dios hacia nosotros es descubrir los carismas que el Espíritu Santo nos ha dado, apreciarlos, potenciarlos y, de igual modo, hacerlo en los demás. El amor a Dios y al otro pasa por amar lo que Dios ama en mí y tener presente cómo me cuida. San Pablo nos lo recuerda en la primera Carta a los Corintios de la segunda lectura. Por ello, el gozo que la esposa encuentra en el esposo, lo encontramos nosotros en Cristo. En Él nuestra confianza, nuestra seguridad, nuestra esperanza. Queremos que esté ahí, no solo porque sabemos que en Él podemos descansar de nuestros esfuerzos y fatigas, que nos envía su Espíritu para iluminar situaciones turbias y oscuras, sino también porque Él da el sentido de nuestro amor, de nuestra vida.
En el matrimonio cristiano esto se refleja de un modo paradigmático. Las heridas o rupturas en los matrimonios causan mucho daño, porque interrumpen o dificultan mucho la dinámica de este amor tan generoso y no llega adonde debería. Tras cualquier gesto de amor está Cristo amando; detrás de cada matrimonio, está Cristo amando a su Iglesia, a nosotros y nosotros amándolo a Él.
Destacando la jornada de la Infancia misionera que celebramos hoy con el título: “Comparto lo que tengo”, podemos decir que una de las formas más necesarias para misionar es vivir las relaciones del matrimonio y la familia desde el amor más esmerado, y hacerlo en el Señor. Los niños, que tienen protagonismo en esta misión, han de vivir el amor de Jesucristo cuidando, en primer lugar, a su propia familia. Desde el principio una característica que sorprendía a los paganos y los hacía interesarse por el cristianismo era descubrir cómo se amaban. En realidad, es un de los grandes retos que tenemos los cristianos: trabajar para que prevalezca, en un ambiente de tantas heridas y resentimiento, el amor de Dios por nosotros. Y no tenemos otro modo mejor de hacerlo que cuidado el amor entre aquellos más cercanos, con los que tenemos el compromiso más recio de amar.
Is 42,1-4.6-7: Mirad a mi Siervo.
Sal 28: El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hch 10,34-38: Pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo.
Lc 3,15-16.21-22: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco»
El agua da mucho de sí; tanto como para beber, lavar, regar, disolver, refrigerar, generar energía… Y así se en tomará en cada una de sus facetas, si nos acercamos a ella como sediento, lavandero, agricultor, químico, ingeniero… Juan la utilizaba con un motivo espiritual: para exhortar a la conversión, asociando su capacidad para limpiar en lo exterior con la limpieza necesaria interior bajo el reconocimiento del pecado y la petición de perdón a Dios, el único que podía perdonar.
La tesitura en la que el pueblo judío se encontraba no era envidiable. Habían perdido buena parte de su autonomía y estaban sometidos bajo los romanos, que los cargaban con fuertes tributos. Por otro lado, de lejos se les anunciaba la promesa de un Mesías liberador, cuya venida en ese momento estaba esperándose con fuerza, generando expectativas. Las diferentes ideas de Mesías y su poder de liberación llevaban a unos a las armas, a otros al refugio en el culto, a otros en el amparo en la Ley de Dios… Los que se acercan a Juan parecen haber decidido una revisión de vida y un propósito de conversión profunda. A ello los anima Juan; pero su carisma y profunda religiosidad suscita la sospecha de que pueda tratarse del mismo Mesías. Juan no solo lo desmiente, sino que también anuncia la llegada de ese Mesías como el que más fuerte que él, el que bautiza con Espíritu Santo y fuego, lo que lleva a considerar que es capaz de provocar una vida nueva y una conversión radical.
Las expectativas de la gente no se apagan, sino que ahora han de dirigirse hacia Jesús. Hay que ponerse a buscarlo, pero resulta que se confunde como uno entre tantos en medio de la multitud de la gente que es bautizada por Juan. Por tanto, tendrán que acostumbrarse a encontrar al Maestro de Nazaret entre la muchedumbre, compartiendo las cosas del pueblo.
Sin embargo, ese momento no es para él una ocasión para convertirse, sino para recibir el Espíritu Santo, el reconocimiento del amor de Dios Padre y, desde entonces, su misión de anunciar el Reino y dar su vida por todos. Este acontecimiento tiene muchos puntos de contacto con nuestro bautismo: en el sacramento recibimos el Espíritu y, por Él, el reconocimiento de hijos por Dios Padre.
Lo que vemos que sucede en Él lo podemos observar también de algún modo en nosotros: hemos recibido el Espíritu Santo por el agua del bautismo y hemos sido hechos hijos de Dios. A partir de aquí, habremos tenido que dejar actuar al Espíritu en nuestra vida y a apreciar realmente nuestra filiación con Dios siendo obedientes a lo que Él nos pide. Lo primero hace posible lo segundo. Es lo que sucedió en la vida de Jesús: la atención a la voluntad de Dios y el cumplimento de ella. Él asocia el agua al sacramento del bautismo y por ella se recibe al Espíritu Santo, para perdonar pecados y hacer hijos de Dios. En esta tarea el agua alcanza su utilidad más elevada. Del mismo modo que el Espíritu llevó a Jesús a su misión, ese mismo Espíritu nos fortalece, pertrecha y empuja a testimoniar lo que vivimos en Cristo y su promesa de vida.
Este vivo recuerdo de nuestra condición de bautizados coincide con el inicio del tiempo ordinario. Los misterios celebrados del nacimiento de Nuestro Salvador y su manifestación a todas las naciones han de proseguir iluminándonos para el seguimiento del Señor y el trabajo en la misión que nos pide el Padre. ¿Cuánto dejaremos que dé de sí el agua del bautismo en nosotros?