Hch 5,27b-32.40b-41: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.
Sal 29: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Ap 5,11-14: Los ancianos se postraron y adoraron.
Jn 21,1-19: “Otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras”.
Prefería Pedro obedecer a Dios antes que a los hombres, aun siendo estos hombres de religión. No siempre los caminos de Señor son los mismos que los de los humanos, aunque estos sean autoridades religiosas. Se había elevado una nueva autoridad en lo divino, la que estaba fundada en la Palabra encarnada. Jesucristo era el criterio para la obediencia a Dios.
Como Palabra, la obediencia empieza por la escucha, tras la que viene nuestra respuesta. Un reclamo, una solicitud que puede venir de fuera o de dentro, nos está pidiendo contestación. De fuera: personas o colectivos; de dentro: nuestros deseos, apetitos, ilusiones, conciencia… En la decisión desvelamos qué posición tomamos y cuáles son nuestros intereses; nos construimos. Entre esos mimbres podemos encontrarnos con mandatos de Dios, pero hay que saber distinguir lo que viene de Él y lo que no, para responder obedientemente a Dios antes que a los hombres. Esto requiere un trato habitual con la Palabra, con Jesucristo.
La obediencia a Dios puede traer complicaciones, primero, porque puede suponer oposición a nuestros propios gustos o intereses; segundo, porque puede despertar oposición, rechazo o indiferencia por parte de otros. A los apóstoles les agradó recibir ultrajes por el nombre de Cristo. Él había dado su vida por ellos, qué menos que defender su Evangelio entre los hombres.
En la tercera aparición de Jesús resucitado entre sus apóstoles pidió tres cosas: que echasen las redes a la derecha de la barca, que le llevasen lo pescado, que comieran. Es Dios quien hace fecundos nuestros esfuerzos cuando Él quiere, cuando se escucha su voz y se cumple; es Dios quien prepara una mesa con el cuerpo y la sangre de su hijo para alimentarnos. Ya a solas con Simón Pedro le manda tres veces, tras tres preguntas, que apaciente y pastoree a sus ovejas y corderos. La obediencia a estas órdenes lo llevará finalmente al martirio, a morir por su Señor, como su Señor.
La consecuencia última de la obediencia a Dios puede llevar a lugares amargos. Estos nos acercan a la expresión de la obediencia máxima de Jesús con su Padre: dar la vida por amor.
¡Dios nos libre de las desobediencias a Dios y las obediencias a las cosas que no vienen de Él!
Hch 5,12-16: Todos se reunían con un mismo Espíritu.
Sal 117: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Ap 1, 9-11a. 12-13. 17-19: “Tengo las llaves de la muerte y del abismo”.
Jn 20,19-31: “Recibid el Espíritu Santo”.
Pasó una mañana, pasó una tarde, el día primero; luego el día segundo… y así hasta completar una semana entera, el último de cuyos días, el Sabbath o sábado, Dios descansó. La semana aparece ya en el libro del Génesis como el esquema temporal básico, con el que se forman los meses y los años o que se desmenuza en días y horas. Cuanto nos acontece queda abrazado por esta forma de medir el tiempo, de integrar nuestro trabajo y descanso. La gestación del inicio de la vida en el embarazo y el primer tramo de la vida del niño se mide en semanas, para pasar luego a meses y años.
Lo que nos sucede no es ajeno al tiempo: tendrá su aparición en un momento, pero podrá dejar una huella longeva en nosotros o pasar sin casi rozarnos. El tiempo va deteriorando tanto lo bueno como lo malo, hacia el olvido.
Los acontecimientos de los últimos días de la vida de Jesús apuraron la semana con un clamoroso imprevisto: la muerte del Maestro. Esta sucedió un viernes y el sábado siguiente certificó su definitud. La resurrección y las apariciones del Resucitado se producen el domingo, el primer día de la semana. Con ello se inaugura un nuevo tiempo, el momento de la Pascua perpetua, de la victoria del Señor sobre las horas y los días y los años para la eternidad.
Se inaugura un nuevo tiempo superior a cualquier otro que nos hace vivir la vida desde una clave, un eje que no sufre el deterioro, todo suena, sabe, huele… a Resurrección, a señorío de Dios sobre nuestras frustraciones y fracasos para llevarnos al éxito de la vida plena y feliz.
Qué contraste de vivencia de tiempos entre los apóstoles, antes y después del encuentro con el Resucitado. Lo que nos narra el libro de los Hechos muestra una prolongación de la actividad de Jesús en sus discípulos, cuya presencia es sanadora y hostil a los demonios y fuerzas del mal. Su presencia entre el pueblo es señal de un cambio esperanzador.
Este contraste se evidencia entre los apóstoles, una vez que se habían encontrado con el Resucitado, y Tomás ausente en la primera aparición del Señor. Estuvieron una semana viviendo en tiempos diferentes, como en dos dimensiones inconciliables. La entrada de Jesús en la estancia cerrada en medio de los discípulos visibiliza la inauguración de algo completamente nuevo, que llevará a penetrar en la estancia íntima de cada uno, su corazón, cerrado a la esperanza por la muerte del Maestro. Inaugura un tiempo diferente, un modo luminoso de vivir los acontecimientos. Primero saluda con el saludo cotidiano entre los judíos, manifestando su presencia real y dirigiéndose a los discípulos. Luego hace visibles los signos de la historia de pecado humano y de divina misericordia en las señales de la crucifixión. Después insufla el Espíritu Santo para una misión de reconciliación y misericordia, con poder para perdonar pecados o retenerlos. Se inicia una época donde la vida trinitaria fecunda con su Espíritu a la Esposa de Cristo, su Iglesia.
En aquella primera aparición no estaba Tomás, que no se va a fiar de sus compañeros al hablarle de la aparición del Resucitado. Estaba sujeto al tiempo abocado a la muerte y al fracaso, no quería creer, vivía en el tiempo viejo al que todo hombre está sometido. La nueva aparición de Cristo a los apóstoles, el domingo siguiente, de nuevo el primer día de la semana, provocará el encuentro definitivo para Tomás, que entonces sí creerá. Comienza a participar del nuevo tiempo, con las claves que aporta Jesucristo Resucitado. Y el episodio queda como interpelación para nosotros, los que no hemos visto al Señor resucitado, pero tenemos las Escrituras, celebramos la Eucaristía, tenemos experiencia de la reconciliación sacramental, oramos a Dios y lo escuchamos, experimentamos en nuestra vida el amor de Dios y la fraternidad con un compromiso de justicia y de paz. Tantos regalos para creer de verdad, para vivir en el tiempo de esta pascua sin límites.
El tiempo que vivimos, el tiempo abierto a la victoria de Cristo sobre la muerte, es superior a ideologías, a filosofías, a proyectos humanos. Nos interesamos por los asuntos de este mundo y nos importan y queremos que nos conduzcan hacia esa eternidad que tenemos que preparar, pero no nos retienen, no acaparan nuestras fuerzas ni pueden tener más protagonismo que la certeza de Jesucristo resucitado. Se ha abierto una semana nueva y toda nuestra vida ha de integrarse en ella, porque es eterna su misericordia.
Hch 10, 34a. 37-43: Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse.
Sal 117: Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Col 3, 1-4: Buscad los bienes de allá arriba.
Jn 20, 1-9: Hasta entonces no habían entendido las Escrituras.
Habían visto muchas cosas. Sus ojos habían atrapado lo que el Maestro les había mostrado claramente. Pero no habían comprendido tanto: una cosa era el viaje de la luz al cerebro a través de los ojos y otro el que lleva de la cabeza al corazón. En este último trayecto, tan importante, pueden perderse muchas cosas, tantas como para haber visto mucho y no haber entendido nada.
Al cerebro le llega una información de colores y luces a granel. En una parte llamada lóbulo occipital todo esto es procesado e interpretado colocándolo de forma coherente e inteligible. Lo mismo sucede con lo que viene del oído hasta la corteza auditiva. Allí dentro se cuenta con unas claves que permiten separar, unir, colocar, distinguir, distribuir… para que lo que hay fuera tenga también sentido dentro. Pero lo recorrido de lo que se vio o escuchó no ha terminado aún su trabajo: el camino culmina en el corazón. Es crucial que este disponga de los elementos apropiados para interpretar lo que recibe y entender de un modo u otro, o, más aún, comprender realmente o no hacerlo. Dependiendo de las experiencias anteriores y de cómo las hayamos vivido, así tendremos material para abrazar lo que viene ahora. Si esto implica un mecanismo complejo, esta complejidad aumenta cuando los datos que tomamos son palabras. ¿Qué significan? ¿Qué ha querido decir con esto?
En Israel, eran las palabras antiguas de las Escrituras las que volvían una y otra vez para hacer entender lo que sucedía en la actualidad. Avivaban la memoria de lo ya ocurrido para iluminar el momento presente. Dios había cuidado, acompañado y salvado a su Pueblo tantas veces… Sin embargo, la aparición de una nueva dificultad parecía diluir aquellos momentos luminosos para sumir en la desesperanza. La Palabra de Dios recordaba insistentemente que el Señor es Salvador y, así como antes liberó, seguirá haciéndolo, porque ama a su Pueblo, porque es eterna su misericordia.
Mucho vieron y oyeron los discípulos de Jesús y, sin embargo, no se habían hecho con las claves que permitía dar sentido completo a todo ello. Lo que habían vivido con el Maestro esta formado por retales fragmentados que, ante su muerte en la cruz, perdían consistencia y coherencia. Fue primero María Magdalena, vio el sepulcro vacío y no creyó, pero informó, comunicó. Fueron luego Pedro y el discípulo amado: Pedro vio, pero no acababa de entender, el otro discípulo entró, vio y creyó. Tal vez para ver y escuchar y entender hace falta saberse muy amado. La confianza en el amor de Cristo nos faculta para no desconfiar, sostener la esperanza, crecer en la verdad.
Del hecho del sepulcro vacío se entendieron varias cosas, dependiendo de lo que hubiera en el corazón del que miraba: el robo del cuerpo de Jesús, el ocultamiento por parte de sus discípulos, el despertar de ese crucificado que no estaba realmente muerto. Unos mismos datos a los ojos y tantas formas de comprenderlo. ¿Quiénes entendieron que realmente había resucitado? ¿Quiénes de nosotros lo creemos realmente hoy que ha resucitado y nos va a resucitar? Quizás, quizás, quienes se sabe muy amado por Dios y, por eso, también quiere amar mucho y, lo que ven, lo ven desde el amor del Señor manifestado en Cristo Jesús en su muerte y resurrección.
Is 52,13-53,12: Mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho.
Sal 30: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
Heb 4, 14-16; 5, 7-9: Aprendió, sufriendo, a obedecer.
Jn 18-19: Echaron a su suerte su túnica.
Una antigua tradición cuenta que la cruz en la que crucificamos a Jesucristo fue encontrada de modo milagroso por la tenacidad de santa Elena, madre del emperador Constantino. Se convertiría en una de las reliquias más veneradas del mundo cristiano, hasta el punto de trocearla y repartirla, a lo largo de los siglos, llegando, más allá de Jerusalén, a lugares muy remotos. Dado el aprecio a esta reliquia, aparecieron también pedazos de otros maderos de los que se pretendía hacer creer que eran la cruz de Cristo, buscando un beneficio económico con su venta. Con los fragmentos que actualmente se exponen como de la auténtica cruz del Señor se podría formar un pequeño bosquecito. Tanto ha abundado la falsificación.
Lo que ha sucedido con las reliquias de la cruz, lo observamos en la Cruz como centro de nuestra identidad cristiana. Podemos ver rastros de la cruz en la ornamentación, en la moda, en el diseño, en el folclore, en la predicación, también engarzados en devociones particulares, tradiciones, leyendas y supersticiones. ¿Cómo descubrir la verdadera Cruz de Cristo? Para saberlo hay que acercase mucho, tanto como para palparla y que su rudeza incomode al tacto. Y esa proximidad solo puede conseguirse cuando una experiencia vital nos allega a una aspereza, un desgarro, un desconcierto que solo encuentra consolación y esperanza en la Cruz de nuestro Señor.
Cuidado con equiparar la suya, la única, la irrepetible, con lo que nosotros podríamos llamar “nuestras cruces”; la distancia es abismal. Sin embargo, en cada uno de esos momentos en que la madera de un peso ingrato se astilla sobre nuestra carne rasgándola, tenemos la oportunidad de descubrirnos tan débiles y vulnerables, tan necesitados de un Salvador que no sea ajeno a nuestros sufrimientos.
En la Cruz de Cristo está la vida y la razón de nuestra obediencia al Padre, de nuestra confianza en Él y nuestra esperanza, donde, milagrosamente, en vez de desesperar de nuestra condición, podemos contemplar su belleza y su esplendor. En ella se derrama la caridad de Dios y, bebiendo de ella con humildad, el Espíritu nos hace misericordiosos. El resto de cruces, las que no llevan a esto: burda imitación, engaño, basura.
Ex 12,1-8.11-14: Este será un día memorable para vosotros; en él celebraréis fiesta en honor del Señor.
Sal 115: El cáliz de la bendición es comunión de la sangre de Cristo.
1Co 11,23-26: Haced esto en memoria mía.
Jn 13,1-15: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?”.
A la mesa hay que llegar con las manos limpias; también con el corazón vacío y la lengua y el oído dispuestos para la conversación. Allí se servirán dos clases de manjar: el que se escucha y el que se ingiere; ambos para alimentar el cuerpo, mente y corazón.
En el banquete se estira la mesa con mayores preparativos y con algún motivo singular para el encuentro: alguna alegría de la vida. Más alimentos, más comensales, el ajuar reservado, más tiempo… más razones para la celebración. Cuidado con quedarse solo en el alimento o solo en la tertulia, se disfrutará a medias o menos incluso. Cuidado con no estirar la mesa más allá de la mesa, más allá del presente, porque cada banquete es un encuentro de historias y de tiempos.
En la mesa familiar confluyen distintas generaciones y se advierten tradiciones familiares y comunitarias distintas, que suelen proceder de antiguo. El alimento es la respuesta al trabajo y sus sacrificios, expresión del servicio de quienes produjeron, elaboraron, cocinaron y llevaron hasta la mesa. Más todavía, el cuidado de un Dios Padre que nos ha dado la vida y quiere nuestra prosperidad.
La palabra es la expresión de lo que guarda el corazón y que se comparte en la conversación. Se expone la vida ante el interlocutor donde pueden aparecer triunfos, preocupaciones, dudas, inconformismos. Una vez concluido, saldremos del banquete bien alimentados y dispuestos a seguir luchando, convencidos de que merece la pena vivir.
Los judíos se sabían comensales de un Dios anfitrión una vez al año. Reunidos por familias, preparaban y celebraban la Pesaj, la Pascua, donde conmemoraban la liberación de Egipto, con la esperanza de una liberación definitiva y la llegada del Mesías.
Pablo recibió una tradición vinculada a un banquete. Él dice que tenía su origen en la misma última cena del Señor y los partícipes de este acontecimiento lo habían transmitido. La tradición viva no es la que informa sobre contenidos, sino la que celebra, la que vive una realidad dinámica, transformadora. Aquel banquete tenía el poder de cambiar vidas. De una cena singular, el Señor hizo un banquete universal y eterno donde se destilaba su historia hacia atrás y hacia adelante: recogía su vida y anticipaba su muerte y su resurrección y el envío del Espíritu Santo. De este modo nos dejó una celebración hacia la eternidad donde conmemoramos que está vivo y da vida; que vive y quiere hacernos partícipes de su vida eterna.
Junto con la institución de ese acontecimiento también configuró a los servidores del banquete, para que lo preparasen y lo sirvieran, con manjar de palabra y de comida, el mismo Cristo Palabra de Dios, el mismo Cristo hecho pan transustanciado.
Y este banquete se estira y se estira… buscando alimentar a los hijos de Dios y crear fraternidad. No hay filiación sin amor; no hay fraternidad sin servicio, servicio de amor.
¡Feliz el apetito que hambrea este banquete de Dios y de servicio, que nos mueve estirarnos para hacer de nuestra vida lugar de encuentro con el Señor y los hermanos!
Lucas 19, 28-40: Jesús echó a andar delante, subiendo hacia Jerusalén.
Is 50,4-7: El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulos, para saber decir al abatido una palabra de aliento.
Sal 21: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Fp 2,6-11: Por eso Dios lo exaltó sobre todo.
Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 22, 14 – 23, 56
Tomó Jesús la iniciativa y se echó a andar delante. Todos alrededor conocerían bien que iban hacia Jerusalén, con la fiesta de la Pascua judía de fondo. No cabía dirigirse a otro lugar, pero el Maestro iba a la cabeza. El que va por delante no es solo el que llegará el primero, sino el que se arroja al combate como vanguardia, el que sufre el primer envite, el que se expone a los peligros, el que pisa terreno inexplorado y desconocido para el resto. Pero, por delante de Él, se encontraba el Padre, en quien pone su confianza para llegar al destino, para recibir el Espíritu Santo que lo guíe.
Los de detrás quedan protegidos por el que los anticipa y ponen en Él su confianza para ser guiados adonde no saben. Pero, ¡cuidado con despistarse! No basta con dejarse llevar por la masa, porque esta tiende a descuidarse, perdiendo la referencia del Maestro que les antecede, y dar bandazos hacia un lado y otro, querer atajar el camino, innovar por otras rutas, detenerse ante ciertas plazas, embelesarse con pasadizos, monumentos o titiriteros. Tampoco basta con que cada cual vaya a lo suyo. Si allí delante va el Maestro, sigámosle, que Él sabe. Y además es el portero que nos abrirá las puertas de lo que estos días viviremos en aquella Jerusalén a la que entró triunfalmente. La ciudad tenía siete puertas, los misterios que celebramos estos días tienen otras tantas y el único que puede ayudarnos a penetrar en su celebración es Jesucristo.
Primera puerta: su reconocimiento como el Mesías esperado. ¿Sabrían o no? ¿Se dejarían llevar por la euforia del momento? Al Mesías se le estaba esperando desde hacia mucho tiempo…
Segunda puerta: la institución de la Eucaristía y, en torno a ella, del sacerdocio. La centralidad del amor fraterno en torno a la Comunión eucarística. Se llenará de luz tras su muerte y resurrección y el envío del Espíritu Santo.
Tercera puerta: La entrega en Getsemaní, su pasión antes de la Pasión.
Cuarta puerta: El juicio y la condena, la crucifixión y la muerte.
Cuarta puerta: la espera en el silencio del sepulcro; la densidad de la muerte más allá de la Cruz y el descenso a los infiernos.
Todas estas puertas para llegar a la definitiva, la que da sentido a todo lo anterior, la que celebraremos en la Vigilia Pascual y cada día de la vida cristiana.
Dejemos que vaya Él delante, que sabe, que puede, que ama.