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Acercate a la Oración

jesus 7502413 1280«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en tentación”»  

Si quieres orar y estar junto a Jesús lo puedes hacer... 

 Todos los VIERNES a las 20:00 horas.

 En la Parroquia de SANTA MARÍA la Mayor.

Ciclo C

DOMINGO XVI DEL T. ORDINARIO (ciclo C). 20 de julio de 2025

Gn 18,1-10a: Señor, no pases de largo junto a tu siervo.

Sa 14: Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? 

Col 1, 24-28: Nosotros anunciamos a ese Cristo.

Lc 10,38-42: María, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra.

 

El asiento nos ofrece una perspectiva singular para observar el mundo. No es solo el lugar de los que están cansados, sino del de los que quieren recuperar fuerzas sabiendo que se van a volver a cansar.

            Abrahán estaba sentado a la puerta de la tienda. Como en el umbral, con la posición de quien puede mirar hacia lo interno, lo doméstico, y hacia lo exterior, las nuevas oportunidades y también los peligros. Humanamente ya no cabían expectativas sobre lo de dentro. Todo estaba hecho. Los hijos son quienes prolongan la casa más allá de los padres. Pero Abrahán y Sara no tenían descendencia. Si existe alguna novedad tendrá que venir de fuera. Y así fue. Tres personajes misteriosos, que la tradición cristiana identifica con la Santísima Trinidad, se acercaron hasta el hogar de Abrahán y Sara. Sucedió en lo más caluroso del día, cuando más fácilmente surge el desaliento y la desesperanza. Allí se encontraba Abrahán, sentado para escuchar, para esperar a Dios, para no dejar que el ajetreo de las ocupaciones no devoren la vida. Tiempo para la sorpresa, lo imprevisto, la meditación… para la visita de Dios. Y Este le trajo la noticia inesperada de la concepción de un hijo. El Señor actuaba ampliando el espacio de aquella casa, mientras Abrahán aguardaba contra toda esperanza, no haciendo, no llenando su tiempo con quehaceres, sino aguardando a Aquel que puede hacer lo humanamente imposible.

            Mucho tiempo después en otra casa de una población cercana a donde se desarrolló el episodio de Abrahán, Marta invita a Jesús a su hogar. María pospone el bullicio de la actividad para sentarse a los pies del Señor. Había muchas cosas por hacer, ella escoge la de no hacer, la de recibir y asomarse, sentada, a las entrañas de Dios escuchando a su Hijo hablar. ¿No era Marta persona de sentarse? Sí, seguramente, y tanto o más que María. Tendría que eso mucho que ver con haber invitado al Maestro a su casa. Si contamos con que, junto con Jesús, también habrían sido recibidos discípulos suyos, la casa se habría llenado de gente y la invitación requería atenciones difíciles de abordar por una sola persona. Marta hace bien, pero Jesús orienta la queja esta sobre su hermana: María ha hecho mejor. La escucha de la Palabra, el tiempo sentados junto a nuestro Señor es la inversión más fructífera. El resto ha de manar de ahí. Antes de ponernos en pie para hacer, tenemos que haber estado mucho tiempo sentados escuchándolo. Desgraciadamente no es prioridad en la vida cristiana, absorbidos por ese afán por rellenar el tiempo y no dejar que se escape un minuto sin algo que hacer, aunque no sea más que asomarse con pasividad a lo que ofrecen la pantallas, del ramal que sea. De fondo parece subyacer la sensación de que sentarse a los pies del Señor es como perder el tiempo, no invertirlo bien, desaprovecharlo, y esto contrasta con la conciencia más o menos culpable de dedicar poco tiempo a Dios.

            El verano da mucho de sí. Puede ser una oportunidad para “malgastar” el tiempo sentándonos a los pies de Jesús y dejar que Él haga en nosotros, mientras nosotros nos dejamos hacer. Veríamos, sin duda, cuánto fruto y cuánto obra el Espíritu de Dios a través de nosotros. ¿Y si viviésemos el asiento como el lugar desde donde ahondar en la esencia de nuestra historia, donde nos interrogamos, dejamos reposar, descansamos en el Señor y descansamos de nosotros mismos? Solo desde aquí pueden entenderse las palabras de Pablo, alegre por sus sufrimientos por los fieles encomendados. El sufrimiento en Cristo nos convierte en pacientes, actores que obran asidos a la Cruz del Señor, mientras dejamos que el Espíritu y no nuestros proyectos, haga y transforme la humanidad.

DOMINGO XV DEL T. ORDINARIO (ciclo C). 13 de julio de 2025

Is 66,10-14: “Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz”.

Sal 65: Aclamad al Señor, tierra entera.

Gal 6, 14‑18: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

Lc 10, 1‑12. 17‑20: “¡Poneos en camino!”

            Cuatro vidas confluyen en una de las parábolas más conocidas de Jesús. La primera es la del hombre que es asaltado y apaleado por los bandidos, en torno al cual se va a construir la trama. La dos siguientes la de los hombres religiosos, sacerdote y levita, que se topan en su camino con el hombre moribundo, pero lo esquivan para continuar con lo suyo. La cuarta es la del samaritano que se compadece, se detiene, invierte tiempo y recursos y se lleva a la persona malherida para asistirlo y dejarlo en buenas manos.

            La vida del hombre medio muerto corre peligro y solo la intervención de otra persona podrá salvarlo. ¿Quién estará dispuesto a hacer lo posible para que su historia no se acabe? El sacerdote y el levita no tienen en cuenta esto, sino la historia propia, que se ve interrumpida por un sujeto que puede complicársela. Entre ellos y el hombre necesitado interponen una barrera elevada con criterios subjetivos: no me apetece, me da asco, me pone nervioso, me intranquiliza, me molesta, me perturba, me quita tiempo, me mancha… Cualquiera de ellos puede ser suficiente como justificación para no enfrentarse con la realidad que tienen delante, que relativizan para dar más importancia a otros asuntos. La subjetividad, que está ahí y delata nuestro mundo interior, puede sobreponerse ante la objetividad que viene de Dios y que se concreta en el amor: asumir la realidad sin evasivas, ser transparente en nuestras intenciones y buscar el bien.

Esa subjetividad provoca una valoración de los hechos y de las relaciones con las personas cuya reacción mueve a la huida, a la evitación del enfrentamiento y desistir de cualquier complicación. El sujeto que podría actuar, ha desistido de la realidad y su historia se desvanece, porque no se amarró como debía a la historia de otro, que, en este caso, lo necesitaba. Queriendo vivir mejor, acorta, sin embargo su vida, porque la vacía de sentido.

            El samaritano se mueve por algo objetivo. Aborda lo que hay, lo real, desde la bondad. No hace un pronóstico sobre lo que le puede suceder; deja atrás reparos, ideologías, prejuicios y acude adonde debe y como debe. Se produce algo maravilloso: alarga la vida del hombre que está a punto de morir, y alarga la suya propia, cuya historia adquiere una densidad, una riqueza, una altura al modo de Dios.

            El Señor dejó escrita en nuestro corazón su Ley, para tener acceso a ella libre, facilísimo, cotidiano. La dejó escrita en las Sagradas Escrituras, para que fuéramos conscientes de que está con nosotros, de su importancia, de su necesidad. Pero, al haber sido creados conforme a Cristo muerto y resucitado, todas las leyes naturales alcanzar su esplendor y sentido en la entrega por amor, el sacrificio por los otros. Solo aquí nuestra historia tiene peso y nuestro camino un rumbo seguro. El Padre, por amor a Jesucristo, al cual estamos absolutamente vinculados, alarga nuestras vidas hacia la eternidad, en la medida en que nos ama y nosotros nos dejamos amar amando a quien se encuentra en nuestro camino.

            Cuando el maestro de la Ley le pregunta a Jesús, parece no tener problemas en reconocer cómo amar a Dios; lo que le suscita dudas es saber quién es su prójimo. Qué peligro (de ahí el ejemplo del sacerdote y el levita), pensar que el amor a Dios puede estar desvinculado del amor al hermano.

DOMINGO XIV DEL T. ORDINARIO (ciclo C). Jornada de responsabilidad en el tráfico. 6 de julio de 2025

Is 66,10-14: “Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz”.

Sal 65: Aclamad al Señor, tierra entera.

Gal 6, 14‑18: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

Lc 10, 1‑12. 17‑20: “¡Poneos en camino!”

 

Llegaron los primeros, se unieron los de después y continuaron viniendo más. El Maestro había despertado mucha expectación por lo que decía y hacía, por su persona. De entre tantos unos quisieron aprender más de cerca y escucharlo con más asiduidad; estos eran sus discípulos. No sabemos cuántos en total, pero parece que fueron muchos. Al menos tenemos una cifra: setenta y dos, aquellos a los que mandó a los lugares adonde pensaba ir Él, por delante, para que anunciasen que el Reino estaba cerca.

Hasta llegar a Jesús, entendiendo caminos diferentes en cada caso, cada discípulo haría su esfuerzo, renunciaría a cosas, tendría que reprogramar su jornada. Una vez encontrada esa comunidad centrada en Dios Padre a través del Maestro, poco más quedaría por hacer, sino seguir las indicaciones del Nazareno sin separarse de Él ni del grupo que habían formado. La alegría por haber encontrado la comunidad donde compartir con otros y una figura de referencia como guía parece ser una meta que satisfaga la sed espiritual y de crecimiento personal.

Sin embargo, el Maestro impide que ser cierre el grupo enviándolo a una misión. El Reino para cuya predicación ha sido enviado, no se sostiene sobre grupos de fieles clausurados. Él llama a la salida, a la misión, como el mismo Padre lo ha llamado a Él a salir y hacerse carne y vivir entre pecadores para dar su vida por todos. El imperativo hace mover a un servicio hacia fuera: “¡Poneos en camino!”. Antes pide oración: “Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”. El discípulo de Cristo vive el discipulado para sí y para una misión que ha de transmitir el Reino, la soberanía de Dios sobre todo y todos. La aventura hacia el territorio desconocido, inseguro que puede resultar hostil pertenece al ser del cristiano, que ha de vivir y dar testimonio de su fe en sus ámbitos vitales como la familia, el trabajo, el tiempo libre, los espacios culturales, de vida pública, de política y proyección social. No puede quedarse para sí la alegría del Evangelio y ha de beber constantemente de la fuente que es Cristo. Como los setenta y dos fueron enviados del Señor y volvieron a Él, porque en Él está el descanso y el sentido de la misión, del mismo modo los cristianos han de ser hoy amigos del Verbo y trabajadores hacia donde él mande con su Espíritu.

Jerusalén se alegraba del anuncio de la prosperidad de su comunidad y san Pablo se gloriaba en la Cruz de Cristo como en nada más. El poder de Dios se manifestará allí donde se haga presente su amor manifestado en Cristo muerto y resucitado. La Cruz ha de ser llevada por cada cristiano como signo de la victoria del Señor sobre el pecado y la muerte, como señal de la esperanza para el ser humano, pecador y desorientado. Pero la misión solo la puede dirigir Cristo; si no, podremos emprender lo que no se nos ha pedido, y lanzarnos heroicamente hacia unas empresas donde podrá haber valentía, pero no mandato del Padre, no santidad.

“¡Poneos en camino!” es la proclamación de que la vida cristiana ha de moverse por el Espíritu y llevar el anuncio del Reino consigo, hasta donde el Padre diga.

SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO. Domingo 29 de junio de 2025

Hch 12,1-11: “Date prisa, levántate”.

Sal 33: El Señor me libró de todas mis ansias.

Tim 4, 6-8. 17-18: Yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente.

Mt 16, 13-19: “Te daré las llaves del Reino de los cielos”.

 

Quien manda encerrar tiene la certeza de que él se queda libre y el prisionero es el arrestado. El rey Agripa, también llamado Herodes, contaba con la potestad de encarcelar y liberar a su antojo, incluso de matar o dejar con vida. Mató al apóstol Santiago y, viendo que esto alegraba a los judíos, mandó a la prisión a Pedro. Cuando se libera algo, otra cosa queda presa. Liberando el gusto por agradar, quedó detenida la justicia; desatando la violencia, mantenemos en prisión la mansedumbre.

Y frente a estos soberanos con poder para atar y desatar, ¿qué es lo que hace Dios y dónde se encuentra? En principio nos muestra cuál es la verdadera libertad, que no consiste en la capacidad para hacer y moverse sin restricciones, sino en cumplir su voluntad, trabajar por el bien, la verdad, la justicia… en la vía pública sin mordazas o encadenado en una mazmorra recóndita.

A Pedro lo apresaron y allí se le presentó un ángel en la noche para liberarlo. Las cárceles son, por lo común, oscuras. La luz le llegó a Pedro por medio de un mensajero divino y lo liberó sin esfuerzo. Iluminaban también la luz de la luna y la de las antorchas de los pasillos, pero ninguna penetraba liberadora como la que acompañaba al ángel amigo, enviado del Amigo. A Pedro le pareció un sueño, pero él dejaba que lo guiase el mensajero, hasta que llegó al exterior y pudo comprobar que era verdad. Y es que, a veces, hasta no haber recorrido un camino de pasillos inciertos y encontrarnos al aire libre, no somos conscientes de que Dios nos ha guiado y liberado. En el trayecto ha tenido que prevalecer la confianza.

El rey Agripa lo hizo preso, Dios lo hizo libre, pero ya lo había liberado antes de su paso por la cárcel, porque lo había perdonado. No puede existir verdadera libertad sin perdón, que es una expresión del amor; no hay libertad real sin amor. Es el poder que nos ha dado Dios vinculado al atar y desatar y, de un modo singular a Pedro, como Piedra, fundamento de unidad y comunión en su Iglesia, cimentado sobre su confesión de fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. También nosotros participamos ese poder de atar y desatar: somos soberanos de nuestra propia vida para enviarnos a la cárcel del odio, la envidia, el olvido de Dios… o para liberarnos acogiendo al Espíritu Santo que nos hace reconocer a Dios como Padre y nos une en fraternidad.

San Pablo también fue libre para obedecer a Dios antes que a los hombres, antes que a ciertos sectores de la Iglesia que querían retener la fe solo entre los que eran judíos o cumplían sus tradiciones. El Espíritu Santo liberó de aquel peligro de cadenas. Y ambos apóstoles se dejaron encadenar para la mayor libertad, que es dar la vida por Cristo. Murieron mártires y Dios los hizo libres para la eternidad.

SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (CORPUS CHRISTI). DÍA DE LA CARIDAD. DOMINGO 22 DE JUNIO DE 2025

Gn 14,18-20: “Bendito sea Abrahán por el Dios Altísimo”.

Sal 109: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.

1Co 11, 23-26: “Yo os he transmitido una tradición que procede del Señor y a su vez os he transmitido”.

Lc 9, 11b-17: Comieron todos y se saciaron.

 

El pan pasó de las manos de los Doce a las de Jesús y volvió a las de los Doce, pero con una potencia inaudita. Lo que iba a satisfacer a apenas una decena, sirvió para alimentar a más de cinco mil. Fue un paso audaz e imprevisto, solo posible desde el poder de Dios que sobrepasa las fronteras de la lógica humana.

¿Cuánto pan habrá pasado por nuestras manos en nuestra vida? ¿Y dónde ha quedado? El rastro del pan se puede seguir en el corazón, donde queda marcado lo que se movió entre los dedos y lo que hicieron sirvió para ensanchar el corazón o estrecharlo.

Aquello que cayó sobre ellas, las manos, ¿de dónde vino? Abrahán sabía que era don de Dios y, por lo tanto, no era una pertenencia que debía retener para sí, sino que lo que poseía debía ayudar al sostenimiento suyo y de los suyos y para la alabanza divina. Cuando tuvo ocasión ofreció el diezmo de todo lo que tenía al sacerdote Melquisedec, rey de Salem. La tradición cristiana ha visto en este personaje misterioso al que entrega Abrahán tanto una profecía de Jesucristo, como Aquel que sale a nuestro encuentro y recibe de nosotros lo que, previamente, el Padre ha puesto en nuestras manos, para que no retengamos, sino que aprendamos a dar gracias y hacer que aquello recibido, dé frutos de justicia, de paz, de reconciliación.

No basta solo con no retener el pan, sino tampoco el modo de recibirlo, de comerlo, de compartirlo. Pablo no retuvo para sí una tradición que a su vez había recibido. Se veía en la necesidad de transmitirla, porque en ella encontraba un pilar fundamental de la fe en Cristo. Este lo había realizado para que se transmitiera entre quienes recibieran el nombre de cristianos, de generación en generación. También lo hicieron hecho los evangelistas Marcos, Mateo y Lucas. En la Última Cena, Jesús, que tantas veces había dado gracias a Dios por el pan y había participado en numerosas comidas como anticipo del Reino de los cielos, recapituló su vida, su misión, su entrega en la cruz, su resurrección y dejó los cimientos de la mesa para que Dios nos entregara el pan de vida y nosotros lo recibiéramos sentados a esta mesa. En el pan, el principal de los alimentos de la cultura del Mediterráneo y tan importante para la cultura humana y judía, se anticipaban los manjares del Reino de los cielos. Partiendo del trigo, el trabajo humano había conseguido pan con esfuerzo y creatividad. Dios lo convierte, por la muerte y resurrección de su Hijo, en carne transustanciada de su propio Hijo para que, quien coma, reciba energía en su camino hacia la vida eterna. Pero no le aprovechará este pan, si no lo come al modo como nos lo dejó Jesús, como nos lo transmitió el apóstol Pablo.

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (CICLO C). JORNADA PRO ORANTIBUS. DOMINGO 15 DE JUNIO DE 2025

Pr 8,22-31: Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo.

Sal 8: Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

Rm 5,1-5: Nos gloriamos incluso en las tribulaciones.

Jn 16,12-15: Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena.

 

Una puerta cerrada de un edificio magnífico puede despertar el interés por conocer lo que se oculta tras ella. Pero si esta se queda entreabierta, sin duda que tendremos la inercia de acercarnos a ver si podemos observar algo desde fuera. ¿Y si recibiésemos la invitación por los de casa, unos importantes señores, para entrar y conocer? Entonces podremos satisfacer los ojos y la curiosidad. Pero, ¿hasta dónde llegaríamos a conocer de sus moradores con solo pasar a la casa y curiosear de sala en sala? ¿No tendríamos que pasar tiempo con ellos, acompañarlos en sus asuntos y hasta sentarnos a su mesa?

A esto mismo nos invitan los moradores de ese hogar llamado la Santísima Trinidad. Por una parte, su casa posee una fachada magnífica que suscita admiración, aunque también interrogantes e incertidumbres. No hay nadie que pueda abrir la puerta de ese excepcional palacio, si no lo hacen sus dueños desde dentro. Y el hecho de encontrarnos la puerta abierta aviva es un regalo de estos señores, que aviva el deseo de descubrir lo que sucede en su interior, porque solo allí podemos dar con la puerta de nuestra propia existencia, para saber quién somos realmente.

La fachada del edificio imponente tiene las trazas de la Creación, lo que hacía suponer con fuerza que dentro vivía alguien. Pero ha sido Jesucristo el que ha abierto de par en par las puertas para que el Espíritu nos anime a penetrar el zaguán y conozcamos los secretos de sus habitantes: la misericordia del Padre, la gracia de Jesucristo y la comunión del Espíritu Santo. Lo que sostiene la vida bulliciosa y fecunda de aquella construcción es el amor; y este amor hace que, aun siendo tres diferentes, vivan en absoluta comunión, como una sola cosa, sin que ninguno de ellos pierda su identidad personal y específica.

Son el fundamento de lo que somos y vivimos, la razón de nuestro existir y la fuente de nuestro amor. En amor hemos sido creados diferentes, diversos, plurales y en amor hemos de buscar la armonía, la comunión. Algunos de entre nosotros son elegidos por los moradore de esta casa para que pasen su tiempo contemplando la vida divina, en diálogo con los tres, y transmitan sus conversaciones a los hombres mediante su oración, su silencio, su vida apartada. Pero todos somos invitados a admirarnos por la belleza de la casa, entrar en ella y sentarnos a la mesa con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Por eso uno de los momentos más trinitarios en los que ambas casas coinciden, la suya y la nuestra, es la Eucaristía. Aquí quedan las puertas abiertas para admirarnos de la bondad y la justicia y las bellezas divinas del Padre, manifestadas en Cristo Jesús y operantes por el Espíritu. Gloria a Dios.

El bon samarit de Pelegri Clave i Roquer web