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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA MADRE DE DIOS. JORNADA MUNDIAL POR LA PAZ. 1 de enero de 2025

Num 6,22-27: Yo los bendeciré.

Sal 66: Que Dios tenga piedad y nos bendiga.

Gal 4,4-7: Si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.

Lc 2,16-21: Los pastores fueron corriendo hacia Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre.

 

Los ángeles que cantaban la gloria de Dios no les pidieron las prisas, las pusieron ellos solos, los pastores, y llegaron corriendo al portal de Belén donde encontraron lo que se le había anunciado: a María y a José y al Niño recostado en un pesebre. Nadie había estado tan acostumbrado como ellos a los pesebres, aunque los conocían desde fuera. Ahora el Hijo de Dios hecho carne los aventajaba en el conocimiento de un pesebre desde dentro. El Señor conoce la pobreza desde las entrañas.

Ese afán por llegar pronto a Belén, ¿sería por regresar cuanto antes a sus rebaños, que habían abandonado tras el anuncio del ángel? Parece más bien que el evangelista Lucas plasma la alegría por el encuentro con el objeto del mensaje divino, como sucede en otros episodios evangélicos. Los pastores viven en un trabajo perpetuo, acompañando a sus rebaños, con momentos de actividad más intensa, como cuando el ordeño diario o la asistencia en el parto, y con largas horas de estancia sin otro quehacer que su presencia, evitando los depredadores y ofreciendo seguridad al ganado. Esta situación los ata mucho a la tierra y a la naturaleza creada con sus ciclos, y les abre ventanas para la contemplación. Pueden, en instantes, dirigir los ojos del pasto a las estrellas y dejarlos prendidos en uno y otras durante horas, sin desatender en nada sus tareas. Las mejores literaturas nos hablan de pastores contemplativos y poetas. Algunas de estas bellas obras de arte fueron compuestas por ellos. Si bien es cierto que, buena parte de las veces, si hay producción de belleza queda solo en sus adentros, todo eso, no puede brotar si no existe un tiempo extenso de detenimiento para admirar y dejarse sorprender; decir, es imprescindible la contemplación.

La preciosa bendición del libro de los Números busca, ante todo, ser iluminado con el rostro de Dios. Esto implica dejarse mirar por Él cara a cara, recibir claridad para ver en lo profundo de su ser y, desde allí, aprender a interpretar el mundo, la historia, la propia vida. El reflejo de la luz de Dios queda prendido el en el rostro de quien lo contempla y lleva su bendición, su claridad en su camino, despertando interés en quienes se encuentra.

Eso sucedió con los pastores, acostumbrados espacios prolongados de admiración, llegaron deprisa a Belén y contemplaron lo que les había dicho el ángel. No sabemos cuánto tiempo duró su estancia contemplativa; pero regresaron serenos, causando paz, deteniéndose en expresar a los que viesen en su camino de vuelta lo que habían contemplado. No sería un acto informativo meramente, sino que transmitirían la experiencia propia, su elaboración personal de aquel hecho admirable; lo que solo pueden hacer con esa densidad los que, al modo de María, emplean su tiempo en escuchar, contemplar y guardar las cosas en su corazón. 

FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA. 29 de diciembre de 2024

Eclo 3,2-6.12-14: El Señor honra más al padre que a los hijos.

Sal 127: Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.

Col 3, 12-21: El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo.

Lc 2, 41-52: Hijo, ¿Por qué nos has tratado así?

 

Un viaje premeditado y metódico, que hacían cada primavera a Jerusalén con motivo de la fiesta de la Pascua, les llevó hacia otra travesía inesperada y amarga, con pérdida, búsqueda y encuentro.

El contexto de este pasaje de Lucas, el único evangelista que lo refiere, es el de una celebración religiosa, la gran fiesta de la Alianza y la liberación. Todo se desarrollaría como cada año, pero este marcó la diferencia la desaparición de Jesús del entorno de sus padres. María y José buscaban a Jesús niño y tuvieron que hacer un camino de tres días para encontrarlo. Sin embargo, ya no era adulto, sino un hombre.

El viaje es un elemento literario clásico antiguo y nuevo que nos habla de la misma vida y sus dificultades: épicos como Ulises y su regreso a Ítaca, infantiles como el camino de Caperucita a casa de su abuelita, o bíblicos como el itinerario de Abrahán hasta la tierra de la Promesa por una indicación divina. Señalan un proceso que llega a resolverse con una transformación o cambio cualitativo hacia algo mejor, aunque el trayecto no está exento de drama, de sufrimiento e incluso angustia. Esos tres días de María y José en su búsqueda parecen un guiño que anticipa los tres días en el sepulcro tras la muerte y su resurrección. De algún modo María y José mueren a algo y nacen a otra cosa; han de crecer como padres y como creyentes para seguir acompañando a su hijo, que es también el Hijo de Dios.

El lugar del encuentro es el templo. Si hay un acontecimiento o una experiencia que marque el final de la infancia y el inicio de la adultez (en una época en la que no había adolescencia al modo actual), en Jesús pudo ser la conciencia de la dimensión de la Alianza, la promesa de Salvación. Un niño hace preguntas aisladas sobre lo que le suscita curiosidad; en el adulto las preguntas más profundas tienen un carácter integral, tienden hacia el sentido de la propia vida y del mundo. El diálogo de Jesús con los maestros puede referirse a esta búsqueda de un niño que acaba de iniciar la vida adulta, que toma conciencia de la hondura del amor de Dios, del pecado humano, de la necesidad de salvación. Sus padres tienen que iniciar un camino para una paternidad que ha de atender a un hijo crecido; Él comienza otra etapa en su entrega al Padre para la salvación de los hombres.

La decisión de formar una familia y abrirse a la vida engendrando hijos lleva a un camino arduo y lleno de incomodidades. La vida comienza a girar en torno a los hijos y los padres han de ir creciendo personal y matrimonialmente para cumplir sus responsabilidades. El miedo, el desencanto, la renuncia a este oficio, que es una vocación ejercida de por vida, lleva a buscar sustitutos más agradables y ligeros. Sufrimos globalmente dos amenazas contra la vida: la baja natalidad y la pérdida del sentido de la existencia. Una lleva a la otra. La familia cristiana es la mayor defensa ante estas hostilidades; en ella se cultiva el amor, que se concreta en el servicio y el cuidado de unos por otros. La honra de los padres de la que habla el libro del Eclesiástico tiene que ver con la autoridad que Dios les concede y que, con su experiencia y sabiduría les da las herramientas para el cuidado y el crecimiento de los pequeños. La honra se recibe de Dios para atender a los más débiles. Por extensión, se ejerce también la paternidad sobre toda persona que requiere atenciones cercanas por su situación de vulnerabilidad.

El viaje de la paternidad nos atañe a todos, sabiendo que un día fuimos cuidados en nuestra infancia y otro día volveremos a serlo en nuestra ancianidad, pero ahora nos toca cuidar, hacer prosperar, servir amando. Si esto la vida deja de tener sentido; renunciando a la natalidad en lo expresión más amplia (no solo engendrando hijos, sino implicando el tiempo con ellos para acompañarlos en su crecimiento), renunciamos a una vida que realmente merezca la pena. Las lesiones provocada en la vida familiar se curan desde el perdón, que tiene también forma de viaje: de pérdida, búsqueda y encuentro gozoso.

           Feliz viaje para los valientes; que con ánimo, fuerza, perseverancia, alegría..., sean amparados y protegidos por la Sagrada Familia de Nazareth.

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO. 24 de noviembre de 2024

Dn 7,13-14: Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.

Sal 92: El Señor reina, vestido de majestad.  

Ap 1,5-8: Jesucristo es el testigo fiel.

Jn 18,33b-37: Mi reino no es de este mundo.

 

El filósofo no desbarraba cuando a principios del siglo XX expresaba que España era una monarquía absoluta con tantos millones de monarcas como habitantes. Nuestra realidad confirma que la sentencia puede seguir sosteniéndose. Nos gusta darnos una vida de reyes porque, más allá de lujos, caprichos y extravagancias, nos gusta mandar, aunque solo sea sobre quien tenemos al lado. Es el perfil más compartido de un rey o gobernante análogo, que mande y, claro está, que se le obedezca, bien sea por la buena disposición del súbdito o por el miedo al poder de coacción cuando se infringe algún precepto.

La liturgia de esta solemnidad no gira en torno a la realeza y quienes la ostentan, sino en torno al Rey, el único, el realmente poderoso. El pasaje del evangelio nos lleva a los preámbulos de la pasión donde un hombre con todo el poder imperial de Roma sobre la región dialoga con quien tiene el poder de crear el universo. La desproporción es abismal y, sin embargo, las apariencias confunden, pues el romano parece el fuerte y Jesús, en el trance de mayor fragilidad, un pobre hombre expuesto a lo que quieran hacer con él; ciertamente débil.

Jesucristo reivindica su realeza, que ejerce sobre un reino que no es de este mundo, pero que debería serlo, pues es soberano de todo y todos. Tan soberano de su vida, que tiene la libertad para entregarse y morir en la cruz, y, de este modo, salvarnos. Pilato puede condenar a cualquier paisano de Palestina a la pena capital, aun al mismo Dios hecho carne; pero este Dios puede ofrecer la salvación a el que quiera salvarse. Poder para matar y poder para dar la vida eterna. Los principios de su reino: justicia, verdad, servicio, amor… son irradiados desde la luz de la cruz, del ofrecimiento de la propia vida para que todos participen de la misma realeza divina. Y a sus seguidores nos quiere reyes, copartícipes de la construcción de su Reino, efectivo en la medida en que no rehusamos nuestra responsabilidad cristiana. Esta soberanía para el servicio, para el amor, nos acerca a la libertad que tiene Cristo; solo el libre puede llegar a reinar, comenzando por su propia vida y terminando por el servicio a los demás. El maltratado y condenado tiene la victoria más absoluta, porque ama; quien ama se hace también triunfador, aunque lo pierda todo, y sea ante los demás despreciable. Cuanto más servidores, más reyes; cuanto más de Cristo, más dispuestos a ofrecer lo que tenemos y somos para gloria de Nuestro Señor. 

DOMINGO XXXIII T. ORDINARIO (CICLO B). Jornada mundial de los pobres. 17 noviembre de 2024

Dn 12,1-3: Los que enseñaron a muchos la justicia brillarán por toda la eternidad.

Sal 15: Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

Heb 10, 11-14. 18: Con una sola ofrenda ha perfeccionado definitivamente a los que van siendo santificados.

               Marcos 13, 24-32: Mis palabra no pasarán.

El modo que tenemos de mirar el tiempo puede generarnos inquietud o causarnos calma. De ahí la importancia que le damos al futuro y el interés por anticipar lo que pueda suceder, que nos permitirá estar preparados para lo que venga, bien sea para sacar provecho bien para minimizar los daños. Mientras, experimentamos cómo va pasando el tiempo inevitablemente y condicionados por inercias y rutinas que, seguramente, no nos detenemos a revisar para discernir si realmente está siendo para nosotros tiempo de Dios, tiempo de gracia; es decir: un regalo.

Un modo bastante repetido que causa expectación e incluso adeptos es mostrarse como conocedor del futuro más o menos cercano. Las ideologías suelen apuntar hacia una deriva distópica, si no se llevan a cabo sus líneas de acción. El miedo se toma como aliado para ofrecer con más verosimilitud una garantía de mejora, incluso paradisíaca. Los programas políticos más exacerbados lo hacen. Como es común ese anhelo de seguridad y tranquilidad, resulta atractivo aferrarse a esa promesa de bienestar ofrecida y creer que realmente es el único modo de prosperidad o de evitar la catástrofe.

La Palabra de Dios nos lleva a contemplar la historia de otro modo mostrando que, incluso las realidades más aparentemente seguras, como el sol, la luna, los astros, por los que regimos precisamente nuestro tiempo, dejarán de lucir (por lo tanto, de permitirnos medir el tiempo a través de ellos) o, incluso, caerán. El cielo y la tierra, a pesar de parecer imperturbables y permanecer inmutables, tienen una consistencia relativa, de criatura; en cambio, lo que permanece siempre va trabajando de modo constante, aunque no se perciba, es la Palabra de Dios, Jesucristo hecho carne, muerto y resucitado, que nos habla de la misericordia del Padre en el Espíritu. Él es nuestra victoria y en Él encontramos nuestra seguridad, aunque el final de los tiempos se pinte de modo catastrófico, porque el Señor tiene poder sobre los elementos y los acontecimientos.

Lo que podemos esperar de la historia no es el conocimiento de lo que vaya a suceder, sino de lo que ya está sucediendo y cómo Dios va guiando hacia la Verdad y la justicia, pero debemos aprender a reconocer los signos, que suelen ser discretos y sutiles (frente a lo aparatoso y ruidoso de lo que parece prevalecer). Y nuestra historia está atravesada por el acontecimiento de Cristo muerto y resucitado. La misericordia y la justicia de Dios son los elementos que nos han de llevar a mirar el tiempo que vivimos de otro modo. Estos prevalecerán siempre y nos permiten iluminar la historia, que sostiene y conduce hacia su plenitud.

Cercanos al final del año litúrgico, la Palabra de Dios nos invita a dejarnos renovar por el Espíritu, que es quien, en la historia, va haciendo efectiva la acción de Dios. ¿Podrá haber renovación sin una lectura de la historia desde la paternidad de Dios y la fraternidad humana? ¿Y habrá fraternidad si no hay atención esmerada hacia los más necesitados? Esta jornada mundial de los pobres nos lo recuerda y aviva nuestra compromiso con la transformación del mundo conforme al corazón de Jesucristo. 

DOMINGO XXXII T. ORDINARIO (ciclo B). DÍA DE LA IGLESIA DIOCESANA. 10 de noviembre de 2024

1Re 17,10-16: Comieron él, ella y su hijo.

Sal 145: Alaba, alma mía, al Señor.

Heb 9,24-28: La segunda vez se aparecerá a los que lo esperan, para salvarlos.

Mc 12,38-44: Esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.

 

El cielo se secó tras la profecía de Elías y la tierra sin lluvia se resignó a la esterilidad. Quienes más sufrirían las consecuencias de ello serían los más pobres. El huérfano, más huérfano, el indigente, más mísero, la viuda, más desprotegida, pero Dios tan Dios como siempre. No se digiere con facilidad esta dinámica en la que la rebelión de las fuerzas naturales, criaturas de Dios, incide con más agresividad contra los mismos colectivos expuestos a la precariedad. Dios mandó a su profeta, pero no para paliar el hambre de los hambrientos, sino para socorrer a una viuda extranjera del Líbano, habitante de Sarepta. De haber querido, el Señor habría creado al humano sin necesidad de alimento; de haberlo deseado, cada día le podría dejar preparado un banquete en el comedor del hogar. En torno a la comida nos desarrollamos, crecemos, prosperamos, fraguamos fraternidad, agradecemos a Dios… o todo lo contrario. Es una oportunidad para reconocer nuestra indigencia y envalentonarnos para desarrollar nuestras capacidades, incluida la de compartir y velar por los otros.

Lo poco que tenía la viuda de Sarepta lo compartió con el profeta, aun a sabiendas que sería lo último que podría echarse a la boca y la de su hijo. El profeta hizo de profeta, no de estadista, de gestor, de empresario, de voluntario de ONG: acercó la esperanza por medio de alimento compartido; la esperanza en un Dios que promete acompañar en la escasez para que esta no sea nunca completa y en ella se alabe al Señor. La mujer no dejó de ser viuda, ni pobre, pero sobrevivió al hambre. Aunque Elías no lo hizo más que con ella, y habría muchas viudas y pobres en la región, esto era ya signo para el descubrimiento de un Dios cercano, regalador de esperanza. ¿Encontraremos motivos para creer en el Señor cuando nos amenace la precariedad?

Sin pretenderlo, aquella viuda hizo de maestra. También lo era el hombre de Dios, Elías. Una a través del ejemplo de sus acciones y otro de su palabra. El Evangelio muestra la maestría de quienes enseñan mal y su mal ejemplo causa daño entre el pueblo. Los escribas que critica Jesús testimonian una vida de apariencia, donde se cumplen exteriormente unas normas sociales y religiosas, pero sin un contenido real. Ensalza, en cambio, el gesto de una mujer viuda y pobre, que en lo oculto de su ofrenda a Dios le da todo, no se reserva nada. El uso de sus bienes lo hace en función de su amor al Señor, lo que contrasta con aquellos que, teniendo mucho dinero, entregan un poco de él. Esto último no está mal, pero nos invita a pensar cuál es el destino de nuestros recursos, materiales o personales y si, en todo lo que hacemos, amamos y servimos a Dios.

El maestro indiscutible es Jesucristo. Su entrega ha sido de la propia vida, sacrificándose a sí mismo por amor a Dios Padre y a nosotros. Se hizo todo pobre y así nos enriqueció a todos. Su enseñanza no es solo para seguir su ejemplo, sino para causar la salvación. Y todo el que se une a esa ofrenda generosa de la vida permanece unido a Él y participa de su salvación como cauce por el que transcurre el agua de la gracia divina. 

DOMINGO XXXI DEL T.ORDINARIO (ciclo B). 3 de noviembre de 2024

Dt 6,2-6: Teme al Señor, tu Dios, a fin de que se prolonguen tus días.

Sal 17: Yo te amor, Señor, Tú eres mi fortaleza.

Heb 7,23-28: Jesús permanece para siempre.

Mc 12, 28b-34: “No estás lejos del Reino”.

El oído está expuesto a todo lo que se le quiera decir, pero no pasará del solo oído al interior si no despierta el interés. Ni siquiera Dios se ha reservado la prerrogativa de llegar a las entrañas si no le damos permiso. Ahora bien, buscará el momento, la palabra, la persona… para penetrar hasta lo más hondo, pues somos de Él y caminamos hacia Él.

Moisés se dirigió al pueblo como el que tenía la misión de llevar su palabra al pueblo, pero también como el amigo que conoce de experiencia la amistad con el Señor. Abre su discurso con una contundencia que asusta: “Teme al Señor, tu Dios”. Dice el libro de los Proverbios que “El principio de la sabiduría es el temor del Señor” (Pr 1,7). Esto es una disposición reverencial hacia Dios, de agradecimiento y de estremecimiento por su grandeza, de expectación y confianza ante lo que Él haga y diga. Podría asemejarse a la admiración de los niños hacia sus padres. En esta actitud inicial es donde puede pedirse el cumplimiento de los mandamientos, cuya integración en la vida, dice el mismo Moisés, le dará longevidad, lo que debe entenderse hoy más que muchos años, una vida bien aprovechada, sea cual sea su duración.

El escriba se acerca a Jesús, como el pueblo se dirigía a Moisés. Reconoce en Él autoridad para una materia de tanta importancia. Es muy llamativo que pregunte sobre algo que parece obvio y que recoge, al menos en su primera parte, el primero de los diez mandamientos de la Ley de Dios. Tal vez este escriba, estudioso de la Ley, refleja la actitud de temo de Dios que requiere el acercamiento a la vida divina, como cierta ingenuidad de quien, aun habiendo estudiado y estudiado, sigue reconociendo que necesita maestro. Quien le enseñe no solo por dice, sino porque también vive. La aprobación a las palabras de Jesús es muestra de que su corazón está en sintonía con Dios.

Este es el fin de lo que llegó al oído para fecundar el corazón, una vida en Cristo, de reverencia, alabanza, admiración por el Señor, que ama primero y nos enseña a amar.