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En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS. DÍA DEL APOSTOLADO SEGLAR Y LA ACCIÓN CATÓLICA. DOMINGO 23 DE MAYO DE 2021

Jn 20,19-23: “¡Recibid el Espíritu Santo!”.

 

¡Qué vacía se queda la casa cuando falta alguno de sus miembros! El Maestro hizo hogar con los que eligió y los que fueron elegidos para hacer comunidad con Él. Comenzaron siendo pocos, luego multitudes cuando se supo que el Galileo podía ofrecer pan gratis y curaciones prodigiosas, pero volvieron a ser pocos cuando habló de sí como Pan vivo bajado de cielo que se da para comer su carne y tener vida. En la pasión y la cruz ni siquiera los incondicionales. La casa se vació de Maestro cuando lo enterraron y de ella se ausentó la esperanza, la fe, la alegría… Donde hacía poco Él había convocado a un banquete dispuesto a atravesar la historia y anticipar la comida de todos los pueblos con el Señor, ahora servía de poco más de refugio de lágrimas y resistencia ante el miedo. Sin Jesús, el hogar por él creado se había llenado de muerte y lo que la muerte traslada consigo: desolación, división, violencia, rechazo hacia el otro e indiferencia ante su sufrimiento. 

Solo un Cristo vivo y más que vivo, vencedor de los límites humanos, superador de las derrotas superlativas pudo volver a llenar la casa. El Resucitado no solo hace presencia entre los suyos para devolver la esperanza, sino que convierte a cada uno de aquellos que lo han conocido en casa de Dios y casa de la comunidad de hermanos, los convierte en fraternidad, en comunión. Ensancha prodigiosamente las fronteras del antiguo hogar gracias al nuevo morador al que abre Él la puerta, el Espíritu Santo.

               Jesucristo prometió con insistencia el envío del Espíritu. Las Escrituras ofrecen dos tradiciones sobre el momento en que la promesa se cumplió: la de Lucas, el día de Pentecostés; la de Juan el mismo día de la Resurrección. En ambos casos hay casa y comunidad.

               En Lucas el Espíritu zarandea primero la casa, al modo del viento, como despabilando a sus habitantes, y luego inflama a sus habitantes de un fuego, de una pasión prendida de vitalidad nueva y renovador que lleva a predicar que el Maestro está vivo. En Juan Jesús resucitado comparte con los de la casa a Aquel que le ha devuelto la vida para que ellos mismos tengan vida. La casa, la Iglesia, se convierte en lugar de comunión para superar las divisiones y bloqueos que impiden llegar al otro, considerarlo hermano. El don de lenguas y el perdón, regalos del Espíritu, crean comunidad, generan fraternidad: todos pueden entenderse, ni siquiera el pecado deja a nadie en un absoluto desamparo.

               Allá fueron aquellos amigos del Maestro, los primeros habitantes de su casa y los primero a los que su Espíritu hizo casa de Dios y de la humanidad, proclamando las grandezas de Señor, enseñando a llamar a Dios “Padre”, Abba, y a Jesús, Cristo y Señor, al Espíritu vivificador y a todo hombre hermano.

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR. Domingo 16 de mayo de 2021

Hch 1,1-11: "Aguardad que se cumpla la promesa del Padre".
Sal 46: Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas.
Ef 4, 1-13: Que andéis como pide la vocación a la que habéis sido llamados.
Mc 16,15-10: "Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación".

 

El olor a tierra nos delata; no podemos despegarnos de ella. Cierto día inmemorial alguien en solitario o en comunidad, observó que lo que producía la tierra y les servía de alimento no emergía al azar o de forma mágica, sino a consecuencia del grano que había sido depositado previamente en ella. Descubrieron el secreto de la tierra y se aferraron a él. Les permitía domesticarla para el control del alimento; una tierra concreta se convirtió en su espacio vital para nacer, trabajar y morir, sepultados en el mismo terreno donde habían desarrollado su historia. Así, más o menos, podría decirse que comenzó nuestra civilización y así hasta nuestros días.
Un paradigma histórico fortalece este cimiento tan pegado a la tierra del que somos tan partícipes hoy día: el Imperio romano. Ellos nada innovaron en su protección de la tierra y la ampliación de su territorio con la conquista de nuevas parcelas. Ya lo habían hecho otros antes. Pero asociaron su supervivencia a la preservación de la tierra de un modo más recio que los otros pueblos: mediante las armas, con un ejército de propietarios que defenderían el interés común porque estaban defendiendo el suyo particular, y el derecho, que podríamos decir que comienza con una ley extremadamente severa para proteger la propiedad privada, el surco (para otros el cerco) hecho sobre la tierra para delimitar lo propio y castigar con la muerte a quien no lo respete. La prosperidad de este pueblo centenario se ató así a la tierra y nos lo dejó como legado en su derecho. Parece que nos va la vida en la defensa de nuestro territorio, nuestra propiedad, como nuestra posibilidad de supervivencia y desarrollo.
Otra alma perspicaz, el Maestro de Galilea, encontró poderosas analogías entre la tierra de labor y la condición humana. El hombre es como un campo donde se siembra y la semilla dará más o menos fruto o ninguno dependiendo de la calidad de la tierra. Abría una nueva perspectiva en el modo de acercarnos a lo nuestro, no tanto preocupado en el qué, la tierra, cuanto en el para qué. Invitaba a una vida sobria, no apegada a lo que se puede acumular en la tierra, sino abierta y confiada al agua del Espíritu Santo que fecunda el campo y, con trabajo esmerado, producirá fruto abundante. Es el modo que tiene la tierra de alcanzar altura, recibir con alegría y provecho todo lo que viene del cielo: agua, sol y viento.
El mandato de ir al mundo entero y proclamar el Evangelio a toda la creación parte del que quiso oler también a tierra, a la nuestra y enseña su capacidad para dar frutos de justicia, de paz, de esperanza, de fe y fraternidad. Propone un modo de vida peregrino, despegado de lo que pueda someter la tierra a ser solo tierra y no lecho para las cosas celestes, regazo para recibir lo que Dios quiera derramar y compartir. Cristo, el hecho tierra para la salvación humana, asciende a los cielos; sin descuidar su condición terrestre, todo ha sido entregado a Dios y todo ha sido recibido por Dios, convirtiendo su tierra en divina, en gloriosa, en fecunda sin límites. Así nos espera, mientras nos instruye para proclamar la belleza y la fuerza de esta condición humana tan amada por Dios y tan necesitada de mucho más que tierra y propiedad, del Espíritu de Dios que produce los mejores frutos y que no podemos producir por nosotros mismos. Sin dejar de oler a tierra, tenemos que destilar aroma a cielo.

DOMINGO VI DE PASCUA. 9 DE MAYO DE 2021

Hch 10,25-26.34-35.44-48:

Sal 97: El Señor revela a las naciones su salvación. 

1Jn 4,7-10: el amor es de Dios. 

Jn 15,9-17: “Os doy un mandamiento nuevo”. 

 

Muchos y diversos son los modos para decir “te quiero”; uno solo el ejercicio del amor, que no puede llevarse a cabo más que amando. ¿Qué cosa es el amor? ¿Puede exigirse? 

Dios había mandado desde antiguo por medio de la Ley judía, tan importante para la fe del pueblo de Israel. Ahora quedaba condensada en el mandamiento que Jesús da a sus discípulos: “Que os améis unos a otros como yo os he amado”. Lo hace antes del acontecimiento donde se hará más visible el amor incondicional de Dios por nosotros, en la entrega del Hijo en su pasión y su Cruz. Por lo tanto, Jesús pide lo que antes ha dado y da lo que previamente ha recibido, porque manda amar como el Padre lo ha amado y Él mismo los ha amado a ellos. Aquí el punto de partida: Dios ama libremente al Hijo, y este ama libremente a sus amigos. No hay ejercicio de amor sin libertad y solo amando uno puede ser realmente libre. Por tanto 

Una segunda tarea: permanecer en el amor. Un amor no perseverante tiene corto recorrido y ¿podrá llamarse realmente amor? El hecho de que Jesús insista en ello apunta a su importancia. La perseverancia o permanencia requiere un compromiso que no puede ser perturbado pos las oscilaciones internas (estado de ánimo, sentimientos, apetencias...) ni por las externas (garantía de que la aceptación del otro y su reciprocidad). Nada debería alterar el ejercicio del amor, ni siquiera la ofensa. Si hay menos amor o se deja de amar porque me encuentro decaído, el otro no me corresponde o me ofende se muestra que, claramente, ese amor necesita crecimiento. 

Otros aspectos para tener en cuenta: el amor lleva a una alegría plena; no pasajera o parcial, sino duradera e integral. La mayor muestra de amor es dar la vida por los amigos, es decir, considerar tan importante la vida del otro como la propia; acercarse a la mirada que Dios tiene hacia los demás. El amor es libre y gratuito, parte de una elección. Sin dejar de amar, no solo Dios elige para ser amigos suyos, sino también para un trabajo de amor que podríamos llamar “específico”: como el amor de los padres hacia los hijos, los maestros por sus alumnos, los sacerdotes por el pueblo... que capacita para amar a todos desde el ejercicio del amor por los más cercanos. Entonces, si es libre, ¿se puede mandar a amar? Lo que Dios pide no es otra cosa que llevemos a cabo lo que somos, lo que podría decirse también: “sé tú mismo”, “ejercítate en la felicidad”, “disfruta de todo cuanto te doy...” O también: “sed dioses”, porque el amor que viene de Dios nos configura como Él es: libres y eternos. 

Todo esto conlleva un aprendizaje a dejarse amar por Dios y acercar este amor a los otros al modo de Jesús. El episodio de Pedro y Cornelio nos muestra cómo el amor de Dios rebasa las fronteras del querer humano y lo lleva más allá. La búsqueda y deseo de Dios de Cornelio, militar pagano, se topó con la frontera de la Iglesia naciente que pensaba que no debía llevar el evangelio de Jesús a los no judíos. El Espíritu le hace traspasar este límite humano a Pedro para anunciar la alegría de Cristo a Cornelio y su familia. El Espíritu Santo se hizo presente en ellos y recibieron el bautismo. También el amor de Dios libera las mentalidades de sus prejuicios y estrecheces, pertrechándolas para un mayor y más libre amor. De muchos modos, pero con un solo amor, el que viene del Señor que solo se puede obrar amando como Él nos ama. 

DOMINGO V DE PASCUA (ciclo B). 2 de mayo de 2021

Jn 15,1-8: Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante. 

 

La semilla ajena a la tierra vivirá con facilidad de itinerancia y sin compromisos. Donde no hay compromiso, tampoco provecho alguno hasta que se vincule a un lugar. Entonces, vinculada a un terreno concreto iniciará una etapa nueva en su existencia. La primera actividad del grano introducido en la tierra es un despliegue en raíces para poder despegar en vertical con el primer brote. A la altura en el exterior le precedió la extensión en el interior; un trabajo oculto a los ojos, pero intuido en el tallo que salió a la luz. El proceso que comenzó en el ejercicio de las raíces culminará en el fruto y todo fruto lleva en sí el cuajo de la historia de la raíz. 

Lo que habían visto de Pablo delataba sus raíces y por ello no les parecía de fiar. Las permanecen escondidas y pervivirán, aun cuando se haya acabado con todo lo de fuera y no quede ni rastro a la vista de la planta. ¿Había cambiado su conducta? Aparentemente sí, pero podía fingir para algún fin dañino. Si no había cambio de raíces lo que veían era cosa de un actor. ¿Cómo cerciorarse de un verdadero cambio? El apóstol Bernabé lo abalaba; había constatado que realmente Pablo había cambiado sus palabras y sus obras lo acreditaban. Es muy difícil hablar apasionadamente del Señor si uno no se ha encontrado con Él; casi imposible perseverar en obras buenas si no son buenas también las raíces. Se arraigó a Cristo y germinó un Pablo nuevo, reconocido por sus frutos. 

La imagen del pastor recogida por Jesús ofrecía al guía y cuidador en itinerancia; la de la vid viene resaltando un vínculo de raigambre necesario para el fruto y con insistencia en el verbo “permanecer”. La permanencia requiere de perseverancia, fidelidad, confianza, compromiso... y paciencia. Si Jesús se presenta como vid, a los sarmientos los interpreta como discípulos, que darán fruto en la medida en que se encuentren, no solo sujetos sino injertados, introducidos en la misma cepa. Los frutos de los sarmientos delatan la raíz de la que se partió. Entre los buenos, hay también resultados mejorables o claramente indeseables. Las raíces del cristiano no solo ni principalmente han de tener un carácter teórico o doctrinal con razones para creer, sino que es más decisivo aún que haya cautivado el corazón, que parta del afecto. Las obras reconocidas como egoísmo, descuido del trato con Dios, indiferencia ante los demás, resentimientos, dureza para el perdón, indisposición para reconocer los pecados propios y para apreciar la valía de los otros... delatan raíces ajenas a Cristo. 

Además de permanecer subraya el verbo “podar”, que podríamos identificar con un interés por la humildad, la más bella de las virtudes. Que el sarmiento no se crea que el fruto es logro principal o exclusivo suyo, que no se olvide de la cepa y sus raíces, que agradezca el agua y el sol y la pámpana, que conozca que es miembro de un grupo donde él solo es un sarmiento entre muchos. La poda reduce al mínimo las dimensiones del sarmiento una vez que ha dado fruto o no, con expectativas que siga dando e incluso más. Despojarse de lo innecesario en un movimiento doloroso, para seguir creciendo y produciendo y sin perder nunca el amarre o la referencia en la vid, en Cristo. 

 

Que el fruto, el buen fruto, que comenzó en las raíces sea el éxito de la vid completa y con él se dé gloria a Dios Padre, el labrador. 

DOMINGO IV DE PASCUA (B). DEL BUEN PASTOR. 25 de abril de 2021

Hch 4,8-12: Ha sido en nombre de Jesucristo.

Sal 117: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. 

1Jn 3,1-2: Mirad qué amor nos htenidePadrparllamarnohijodDios.

Jn 10,11-18: “Yo soy el buen Pastor”.

 

Cuando las manos de Dios se implicaron con primor en la tierra dio forma al ser humano. El verbo hebreo que es utilizado en el momento de la creación de Adán puede ser traducido por también “construir”. Dios edificó al hombre con la misma tierra que ahora los hombres usan como adobe o ladrillo para levantar paredes y hacer sus casas. Los otros días de la creación Dios había creado una casa para el hombre, el último día Dios crea una casa para sí mismo en el corazón del hombre. Este hogar, al estar hecho de polvo de suelo, era poco consistente, pero tenía capacidad de solidez si era levantado sobre una piedra angular robusta y firme. Los arquitectos que no conocen los planes de la construcción de Dios rechazarán la piedra que para el Señor es fundamental, piedra angular, imprescindible para edificar. Esta piedra es identificada con Jesucristo, el Nombre del Padre, quien nos dice cómo debemos llamar a Dios y relacionarnos con el que nos construye para vivir en nosotros. Estos dos elementos: piedra angular rechazada y Nombre aparecen en la primera lectura y el salmo. Ambos remiten a Jesucristo como el que ha restablecido la movilidad en un paralítico y el que permite edificar con garantías. 

Además, Dios no solo nos ha escogido como hogar, sino también como hijos suyos. Si el mundo no lo conoce, debemos ser testimonio vivo de que Él vive en nosotros, de modo que, conociéndonos a nosotros, cómo vivimos, tendría que llevar a los hombres hacia Él. 

Junto con las designaciones de Jesucristo como “piedra angular” y “Nombre”, destaca la liturgia de este domingo la de “buen pastor”, donde abunda en detalles sobre el significado de las otras dos. La imagen sugiere mucho aun sin explicaciones. Jesús se define a sí mismo como Buen pastor empleando tres verbos: 

Yo soy: recuerda al nombre que Dios le dio a Moisés cuando este le pedía saberlo: “Yo soy”, le dijo. Aquí identifica el “yo soy” con un pastor que da la vida por las ovejas. Aclara que no es un asalariado, que se preocupa de las ovejas en la medida en que les procura un beneficio, sino que Él da la vida por sus ellas, sus ovejas. Define bien su identidad, determinada por su relación con las ovejas: es el que ama. Es indispensable que un guía o gobernante sepa bien quién es y lo demuestre con su vida, porque, de esa forma, se conocerá lo que se puede esperar de él y facilita a quienes tiene a su cargo saber también quiénes son ellos, qué lugar deben ocupar.

Yo conozco: al rebaño se le puede conocer en su conjunto, pero esto es más propio del asalariado que no ama al rebaño. En el caso de Jesús conoce a cada oveja y conocer es en este caso acoger, aceptar, identificar las necesidades y posibilidades de cada oveja en particular. Para ello hace falta una implicación afectiva grande. Pasar muchos ratos con alguien para aprender de él en lo que dice y calla. Es un requiso necesario para el amor; solo el que conoce, ama. 

Yo entrego mi vida: esto es lo decisivo donde se confirma lo anterior. Se trata de una entrega libre a partir de un mandato. Por amor al Padre obedece lo que este le manda, que es amar a cada oveja de su rebaño, y este amor lo lleve a dar su vida por ellas. La obediencia del Hijo es un acto de amor. Dejarse amar por Jesucristo implica obedecerlo, confiar en que lo que Él ofrece es lo mejor y parte del Padre para compartir su bondad y misericordia. 

El Dios “yo soy” que se reveló a Moisés y a su pueblo, se muestra ahora con mayor claridad en Jesucristo como el que es, el que conoce, el que ama entregando su vida. Será difícil encontrar otros dirigentes, gobernantes, pastores así, que busquen tanto el bien de su rebaño hasta dar su vida por él. Acompañados y enseñados por este Pastor, el Espíritu irá edificando en nosotros el hogar de Dios bajo la obediencia al mandato del amor del Padre. Entonces, contemplando la casa, entenderán quién mora allí, siendo testimonio de que Dios realmente vive y vivifica haciendo construcciones bellísimas.

DOMINGO III DE PASCUA (ciclo B). 18 de abril de 2021

Hch 3,13-15.17-19: Dios cumplió de esta manera lo que había predicho por los profetas.

Sal 4: Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro. 

1Jn 2,1-5: Quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. 

Lc 24,35-48: En su nombre se predicará la conversión para el perdón de los pecados. 

 

Cierto día nos topamos una experiencia inquietante que debió causar algún tipo de zozobra en nuestra interpretación armoniosa de la vida: hay personas malas. Bastante pronto aprendimos y asimilamos que existen cosas llamadas “malas” que son dañinas y es necesario evitar, pero lo integramos de un modo más o menos natural. Pero que hubiera alguien que libremente eligiese lo malo, que hiciera daño a conciencia, seguramente causó una inmensa sorpresa. Lo peor llegaría cuando, con no poca decepción, descubrimos que nosotros mismos somos generadores de maldad. Esta es la conciencia de pecado, una de las sorpresas más frustrantes que tenemos que afrontar. 

En todas las lecturas de este domingo existe una referencia al pecado, incluso en el salmo, donde se recoge implícitamente en su contexto (pues sí está incluido en el salmo completo). Con la celebración de la Pascua tan presente durante el tiempo pascual, no parece encajar excesivamente este hecho, más acorde con la preparación de la Cuaresma, ya pasada. Pero la liturgia insiste en no hacernos olvidar esta condición tan desesperanzadora: hacemos aportaciones a la maldad del mundo, provocamos daños, somos pecadores. La sorpresa de este acontecimiento tan compartido, tan inexorable, y que a una conciencia medianamente sensible le puede causar tanto trastorno cuando lo reconoce, es capaz de acaparar el corazón y paralizarlo. 

Unas veces lo anestesia, otras lo arruga y reduce, otras lo endurece. El pecado lleva en sí un veneno que empuja a hacerse cómplices con él para callarlo, negarlo o reproducirlo. 

Las consecuencias del pecado entumecen y apagan. Los discípulos de Jesús no daban crédito a las mujeres que les insistían en que habían descubierto el sepulcro vacío y unos hombres les habían anunciado que había resucitado. 

Ante la frustrante experiencia del pecado humano se sobrepone el acontecimiento de la resurrección de Señor con un poder incuestionable sobre la maldad y el pecado. 

El capítulo 24 de Lucas se abre con la visita de las mujeres al sepulcro y la sorpresa de la tumba vacía. La sorpresa aumentó cuando dos hombres vestidos de blanco les anunciaron que Jesús había resucitado. Aunque se lo contaron a los apóstoles, estos no se sorprendieron, porque no las creyeron. No obstante Pedro fue al sepulcro y se sorprendió de que todo estuviera como habían dicho las mujeres. Luego Jesús hará camino hacia Emaús con dos discípulos que lo reconocerán al partir el pan y volverán a Jerusalén para contarles a todos su encuentro. Así la resurrección provoca la sorpresa de unos y la incredulidad de otros.

El evangelio de este domingo continúa con el relato, cuando Jesús, poco después de compartir los de Emaús lo sucedido con los discípulos reunidos en Jerusalén, el Resucitado se aparece a todos. Esta aparición les va a causar miedo, confundiéndolo con un fantasma, y luego sorpresa. Finalmente lo reconocerán realmente en las huellas de su pasión. 

Para reivindicar la realidad de resurrección, Jesús les va a pedir algo de comer y les va a remitir a las Escrituras para que las entiendan desde lo que ha sucedido, para que cobre su sentido la historia del Pueblo de Israel en ese hecho tan extraordinario de su Resurrección. 

Por lo tanto, la resurrección es un acontecimiento histórico que abraza y lleva a plenitud la historia, por estos tres elementos: Primero, culmina la Promesa de Dios a su Pueblo, tal como habían preparado y anunciado las Sagradas Escrituras. Dios ha cumplido su Alianza. Segundo, al enseñar las llagas de la pasión, muestra la visibilidad del amor más generoso con la entrega en la cruz y la misericordia de Dios que perdona los pecados del mundo; también como el premio de Dios Padre al servicio de amor del que ha dado su vida por todos. Tercero, Jesús pide de comer para confirmar que está vivo. Las comidas tuvieron mucha importancia en su ministerio público, porque en ellas enseñaba la misericordia del Padre y anticipaba la fraternidad del Reino de los cielos. Con esta conciencia, los discípulos de Jesús celebrarían una comida, la Eucaristía, en memoria del Maestro con conciencia de que Él vivía en medio de ellos. 

La capacidad para sorprenderse es una apertura a la novedad de algo inesperado. Los discípulos de Jesús estaban cerrados a ella por la tristeza, el miedo y su falta de entendimiento de las Escrituras. La presencia del Resucitado rompe su trinchera para que entiendan todo lo que ha sucedido en su conjunto y desde la misericordia de Dios. La incredulidad se convierte en sorpresa, la sorpresa en alegría y la alegría en testimonio de que Él vive y da vida. La celebración de la Eucaristía tuvo aquí su comienzo con la certeza de participar de la misma vida del Señor resucitado con la Palabra y la comida, pan y vino, como les dejó indicado en la Cena de Despedida antes de su pasión y que cobraba ahora todo su sentido. Celebrar el banquete de la Eucaristía con esta conciencia y disposición nos hace testigos creíbles de la resurrección del Señor, capaces de suscitar sorpresa en los demás por el testimonio de una vida renovada, íntegra y fraterna.

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