Gn 3,9-15: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí».
Sal 129: Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa.
2Co 4,13-5,1: Cuando nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando día a día.
Mc 3,20-35: Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir.
El amigo, aquel del que nos fiamos, con el que nos encontramos a gusto, con el que compartimos tanto… puede convertirse de pronto en un intruso. ¿Qué habría de suceder para que esto pase? Que haya motivos para perder la confianza en él o en nosotros mismos. Cuenta el libro del Génesis que Dios paseaba con sus amigos, Adán y Eva, a la hora de la brisa. Cierto día no los encontró; se habían escondido por miedo, porque estaban desnudos. Esta conciencia de desnudez, que les sobreviene tras el primer pecado, puede interpretarse como inseguridad, sensación de vulnerabilidad y desprotección. Son consecuencias del pecado: se pierde la confianza, y lo que antes era deseable se convierte en amenaza.
¿Cuándo deja Dios de ser amigo para transformarse en lo contrario? El Evangelio de este domingo nos muestra, por una parte, cómo Jesús es tomado por sus familiares como un miembro incómodo, del que, de algún modo, se avergüenzan. Por otra parte, los escribas que habían bajado de Jerusalén identifican a Cristo con su adversario, Satanás. El parentesco familiar y el espiritual recelan de Él.
¿Qué esperaba de Jesús su familia? Posiblemente, adecuarse a los modos y costumbres de un aldeano nazareno, viviendo su vida sin más complicaciones ni dando de qué hablar. Para bastantes culturas, una de las mayores desgracias que puede suceder a un grupo familiar, es que sea cuestionada por la sociedad, que se ponga en duda su honor y se altere su posición entre las demás familias.
¿Qué expectativas tenían las autoridades religiosas? Un cumplidor de la Ley al modo como entendían ellos, ajustado a unos patrones y pautas. Habiendo varios grupos religiosos con diferentes modos de comprender y vivir el judaísmo, ¿Por qué resultaba molesto la forma como Jesús vivía y enseñaba la fe? No pertenecía a ningún grupo, su actuar era libre y su vínculo fundamental con el Padre y su misión.
En ambos casos parece que familia y grupo religioso quieren ser la referencia absoluta, donde se integre y someta la persona; Jesús, en cambio, tiene una unión de mucha más importancia con el Padre, de quien depende su pensar, su decir, su actuar, su amar… y lo hace libre. Ningún grupo humano debe coartar el crecimiento y el progreso de la persona particular, sino estar a su servicio. A los ojos de otros, el Maestro era demasiado libre y esto lo situaba al margen de la familia y de la sociedad religiosa.
Tanto la estructura familiar como la religiosa son la carne institucional de dos tipos de relaciones humanas, que buscan proteger al consanguíneo y al creyente, integrándolos en una comunidad y amparándolo tanto de los envites externos, como de las propias inseguridades internas. La comunión que Jesús promueve es con el Padre y, desde esa paternidad, con todos los hombres; lo cual es más amplio y arriesgado, por lo que requiere una confianza mayor en este Padre. Nuestras desconfianzas nos llegan de varios flancos; uno de los más virulentos es la desconfianza de nuestra propia condición de criatura. Puede llegar a aterrarnos el deterioro físico y cognitivo, la enfermedad, nuestro estar abocados a la muerte y la desaparición. Una fe fuerte en Dios Padre por Jesucristo nos lleva a confiar en Él y en lo que Él ha hecho, en cómo Él nos ha hecho.
La familia cuidará y protegerá, pero no puede privarnos de la muerte; tampoco la religión, solo Dios. Pertenecer a la familia de Dios es la mayor garantía de nuestra libertad, de la prosperidad de cuanto somos y estamos llamados a ser. El pecado de nuestros primeros padres les hizo desconfiar de Dios; la misericordia del Padre manifestada en la muerte y resurrección de Jesucristo, nos abre las puertas para unirnos más, por el Espíritu, a la vida de la Trinidad.
Ex 24,3-8: Moisés bajó y contó al pueblo todo lo que había dicho el Señor y todos sus mandatos.
Sal 115: Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor.
Hb 9,11-15: Cristo ha venido como sacerdote de los bienes definitivos.
Mc 14,12-16.22-26: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?
Dios y Moisés se encontraron en el monte, uno tuvo que subir y otro que bajar. Allí le habló el Señor a su siervo con palabras que no eran para él solo, sino para el pueblo. Así es que Moisés tuvo luego que bajar al valle para decir lo que había recibido para el bien del todos, para preservar al pueblo de todo lo que le podría causar daño en orden a su relación con Dios y de ellos entre sí. Dijo, pero también hizo, construyendo un altar con elementos referidos a Dios y al pueblo. Las palabras que Dios había pronunciado al pueblo por Moisés se integraron en un acto de culto en el que el pueblo ofrecía sus animales y se comprometía a obedecer los preceptos divinos. Con este culto elevaba su plegaria hacia Dios.
Tanto subir y bajar no era un ejercicio arbitrario o de postín, sino marcado por la necesidad de que el pueblo supiera de la grandeza de Dios, de su inaccesibilidad y, por otra parte, de la misericordia divina al querer hacerse cercano a los suyos dándoles palabras de vida y un ritual para la comunión con Él. Invitaba a elevar su vida, participando de las cosas de Dios. Cuando el pueblo descuidaba la subida era porque se habían olvidado de Dios o lo habían amarrado a sus cosas humanas.
“¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?”. Una fiesta grande, donde conmemoraban la liberación de la esclavitud, la acción poderosa y misericordiosa de Dios con su pueblo, precisaba unos preparativos muy cuidados. Los discípulos actuaron como de costumbre y, bajo las indicaciones del Maestro, prepararon hasta donde la fiesta daba de sí. Pero Jesús ya había ido preparando antes una fiesta mayor, para darle al ritual de la Pascua un significado sorprendente. A lo largo de su vida había ido disponiendo todo para este momento, donde concentraba su vida y la entrega que de ella iba a hacer, no solo para aquellos discípulos, sino para la humanidad en su anchura, profundidad y largura. Sus palabras interpretaban sus gestos. Desde el principio de los tiempos Dios tenía preparado este momento para que en él vibrara la creación entera y, en medio, su criatura predilecta. Para ello tanto se acercó Dios al mundo que asumió la condición de criatura. Así pudo también hacer que lo creado asumiera la condición divina. Todo preparado para que, llegado el momento, lo que era solo pan y vino dieran un salto para convertirse en alimento celeste que anticipa la vida eterna, el Reino de los cielos. No hay magia en este cambio, sino el propio movimiento de las cosas desde Dios y hacia Dios que provoca el Espíritu.
Ya no baja Dios a los hombres; porque Él mismo es hombre. Transforma desde dentro, dando forma a un corazón nuevo con su Palabra y con su alimento de pan transustanciado. Para tomarlo participando de esta fiesta hay que prepararse con la obediencia a lo que nos legó el Hijo. La fiesta actualizada cada domingo y cada fiesta será mejor vivida cuanto más preparada, cuanto más amor se haya invertido hasta llegar a ese momento. No hay más cauce para dejar que el Espíritu Santo nos haga más de Dios, más del Resucitado, al modo como lo hace con el solo pan y el solo vino. Estos dones, preparados del trigo y de la uva como imprescindibles en el banquete, condensan el quehacer humano que colabora con la creación. En memoria de Jesús celebramos la nueva fiesta donde se patenta el triunfo del Señor en la debilidad de la criatura, donde lo cotidiano alcanza dimensión de eternidad anticipando lo que un día todos seremos en Cristo. Mientras, a prepararlo bien en el amor a Dios y al prójimo.
Dt 4,32-34.39-40: Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios.
Sal 32: Dicho el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
Rm 8,14-17: Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios.
Mt 28,16-20: Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Rebosó el tiempo pascual con la noticia de la resurrección llenando cincuenta días y culminando con la fiesta del Espíritu Santo, Pentecostés. ¿Ya está todo dado? ¿Podremos aspirar a más? Regresamos al tiempo llamado “ordinario”, pero hacia él se ha derramado la acción del Espíritu Santo, que quiere llegar a todo rincón de toda persona en todo momento.
El Espíritu viene a nosotros para abrirnos puertas que, de otro modo, sin Él, no podríamos abrir. Una de ellas es la permite asomarnos a la Trinidad y conocer que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Su fiesta la celebramos el domingo siguiente a Pentecostés. Por el Espíritu de Dios que el Señor nos ha enviado, llamamos a la puerta de su casa y Él nos abre para que lo contemplemos como si fuera una familia. No se trata tanto de entender, sino de admirar cómo se aman, alabarlo, adorarlo y darle gracias. A esto nos enseñan quienes han sido llamados por Dios para asomarse constantemente a esta familia trinitaria, y que su vida sea un diálogo con ella para ayudarnos a nosotros a estar más cerca de Dios. Son los contemplativos.
Todo lo que podamos decir de Dios Trinidad es poco, escaso e incluso torpe. Pero hay que decir, porque a Dios nos tenemos que acercar amando, y el amor implica el corazón y la mente. El esfuerzo por saber quién es Dios es un signo de amor. ¿Quién es Dios Padre que nos ha creado y nos cuida con un amor misericordioso? ¿Quién es el Hijo que se ha hecho carne y ha dado su vida por amor y ha resucitado para que tengamos vida eterna? ¿Quién es el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que nos enseña a llamar a Dios Padre, a Jesucristo Hijo y hace fecundas nuestras vidas? Aprendiendo a contemplarlo, aprendemos también a descubrir cómo actúan cada una de las personas divinas en nuestra historia.
Cuando Jesús resucitado se les apareció a los once discípulos en el monte que les había indicado, se postraron, nos dice el evangelio de san Mateo, pero algunos dudaron. Esta duda puede ser consecuencia de no creer realmente que Jesucristo es Salvador y, por tanto, Dios verdadero; o puede tener que ver con el proceso de la fe, donde hay que ir creciendo en el reconocimiento de Cristo como nuestro Señor, dejándole actuar al Espíritu Santo en nuestro pensamiento y nuestro afecto para hacerlo más de Dios.
La despedida de Jesús resucitado viene acompañada de un mandamiento: ir y hacer discípulos a todos, bautizándolos y enseñándoles la enseñanzas que el Maestro ha compartido con los suyos, para que las guarden y las enseñen a otros. El poder que el Padre le ha dado sobre el cielo y sobre la tierra, lo ejerce con el envío del Espíritu Santo, para que su evangelio de amor vaya siendo conocido a través de la acción de quienes son sus amigos. No hay violencia, no hay proyecto político, no hay extorsión, sino amor para llevar a quien es la fuente del amor: la familia trinitaria donde Padre e Hijo no dejan de amarse en la unidad del Espíritu y quieren hacer partícipes a todos de ello.
Hch 2,1-11: Llenó toda la casa donde se encontraban sentados.
Sal 103: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
1Co 12,3b7.12-13: Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu.
Jn 20,19-23: “Recibid el Espíritu Santo”.
Demasiado protagonismo le dieron al miedo. Y es que el miedo no viene solo: lo acompañan el desánimo, la inoperancia, la desesperanza… y puede invitar a otros amigos como el resentimiento, la envidia, el egoísmo y otras tantas malas compañías. Porque el miedo le hace oposición al Espíritu Santo que promueve en nosotros todo aquello que nos hace hijos libres, hijos de Dios, no sometidos a las fuerzas que quieren sujetarnos e impedir nuestro crecimiento en Cristo.
Tuvo que presentarte en medio de los discípulos uno que no tenía miedo, porque confiaba en el Padre. Confiaba hasta el punto de que no dudó que lo libraría de la muerte durante el suplicio de la Cruz. Así actuaba en Él el Espíritu, despejando miedos, iras, rencores, maledicencias. No hizo más que dejarle protagonismo para que actuase en su vida; se dejó hacer. Por eso el Padre lo resucitó, pudiendo así enviar su Espíritu a quien quisiese.
Quiso, en primer lugar, dárselo a sus amigos, que estaban en una estancia cerrada y con miedo, miedo al rechazo, al juicio o a la muerte que podían infringirles los judíos, como lo habían hecho con su Maestro. La muerte de Jesús había dejado en ellos un gran vacío. El hueco podía haber sido llenado de esperanza, pero dejaron que se anticipase el miedo y los paralizó, haciéndoles incapaces de ir más allá de la muerte. El Espíritu que Jesucristo les da, por medio del gesto del soplo hacia ellos (lo que recuerda al aliento de vida que Dios insufla en Adán cuando lo modeló del polvo de la tierra), los hace capaces de perdón, una de las manifestaciones más maravillosas del amor y de su libertad. Libres para amar incluso cuando no te hacen bien. De repente, con la irrupción del Señor, se disiparon las sombras y cobró protagonismo la luz, la alegría. Todo lo que el Maestro había sembrado en ellos en el tiempo que compartieron comenzó a germinar por la acción del Espíritu.
Ahora el protagonismo se lo dejó a ellos. Ya estaban cualificados para testimoniar que Jesucristo es Señor que salva. Una misma fe, manifestada, sin embargo, de modos múltiples, porque el Espíritu promueve la diversidad en Cristo. A través de la Palabra, la cotidianidad, el testimonio de vida, la liturgia, la música, las artes… todo canta las maravillas de Dios manifestadas en Cristo Jesús y fecundadas por el Espíritu. Ya no es solo que no haya miedo, sino que el discípulo vibra con una dicha desbordante y la lleva consigo para contagiar a otros.
El Espíritu nos hace coprotagonistas de la historia de la salvación, para lo cual nos hace valientes, generosos, sabios, inteligentes, piadosos, fuertes… resplandeciendo en nosotros la gloria de Dios en orden a que cada persona sea, en el Espíritu, protagonista libre de su propia vida.
Hch 1,1-11: “Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo”.
Sal 46: Dios asciende entre aclamaciones; el Señor al son de trompetas.
Ef 1,17-23: Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.
Mc 16,15-20: Ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
¡Qué alto se nos va Cristo! Hasta parecer inalcanzable… o para haciéndonos ver que es allí donde nosotros también tenemos que ir, donde el Padre nos tiene reservado un lugar realmente encumbrado.
Desde muy pequeños nuestros padres nos enseñaron a desear alturas. Nos sostenían en sus brazos, apoyaban sus mejillas contra las nuestras y nos besaban, nos elevaban por encima de sus cabezas, nos han sentado a la misma mesa… Y después, han participado de nuestros primeros pasos, pendientes de que las caídas no fueran excesivamente duras, nos han dejado ir (con hora de llegada), se han alegrado de nuestro logros, pequeñas o medianas cumbres escaladas. Han sido promotores y acompañantes de nuestro crecimiento, para llevarnos siempre a algo más. Nos acostumbraron a sentirnos en ascenso, ellos mayores, nosotros pequeños y no dejamos de aspirar a un ir a más. El encuentro con quienes son más (en experiencia, sabiduría, amistad con Dios… nos permite avanzar, al menos hasta donde están ellos, aunque en un camino que lleva su tiempo).
Los Once tuvieron un encuentro con Jesús resucitado mientras estaban a la mesa. Ya deja pistas el evangelista Marcos sobre dónde le gusta al Señor encontrarse con nosotros. A la hora comer los centenos se nivelan, ni el alto es tan alto, ni el bajo tan enano, a no ser por un despropósito premeditado que supondría crear mesas distintas (como se quejaba san Pablo a los corintios). No es que Cristo no se vaya a hacer presente en nuestra pequeñez, pero a veces pide que nos elevemos, al menos un poco, o un mucho, depende de qué esté pidiendo. La mesa compartida es signo de comunión; allí el corazón humano asciende y asciende, porque se une al corazón de Dios, que es comunión de amor.
Luego les deja tarea, mandando lo que debe para quienes quieran seguir creciendo. La noticia del Señor resucitado no la pueden contener cercada entre ellos; deben comunicarla, anunciando el Evangelio a toda la creación. Deben ser cauce para que cada hombre pueda tener esa experiencia personal de que Cristo realmente está vivo y revoluciona con Vida de resucitado la vida propia.
Surgen algunas preguntas a raíz de las palabras del evangelista: “El que crea y se bautice, se salvará”. ¿Podrá creer el que no haya experimentado que Él realmente vive? ¿Se dejará transformar para crecer con su mensaje de salvación? Cuando no crecemos en Cristo, aumentamos en paradojas: llamarse cristiano sin conocerlo a Él, recibir el bautismo ignorando la salvación que nos trae. ¿Nos acompañan a nosotros, cristianos esas señales de las que habla Marcos que muestran la presencia poderosa de Dios en sus hijos, capaces de vencer al mal, no amedrentarse ante los peligros, ser mediadores para la salud?
Uno de los peligros del creyente consiste en creerse ya suficientemente crecido en vez de en transformación progresiva y continua. Esto nos llevaría a renunciar a que el Señor nos vaya cotidianamente elevando con su Espíritu, no dejándole trabajar, por no dejarnos interpelar por su misericordia, alimento de enjundia que nos nutre y hace crecer.
El progreso cristiano, su crecimiento, depende, no solo de lo que recibe, sino también de lo que da. Nada más ascender al cielo el Señor, los Once “salieron a predicar por todas partes”. Haberse reservado el Evangelio para ellos, los habría empequeñecido. Crecer en la relación con Cristo va de la mano con trabajar para hacer crecer a la Iglesia, la familia de los que creen en el Señor muerte y resucitado, en la morada del Espíritu, que nos lleva a la gloria, a las mismas alturas de Jesucristo sentado a la derecha del Padre. Como el Padre lo ha hecho crecer hasta su nivel en su humanidad glorificado, así, por el Hijo, nos hará también a nosotros elevarnos si nos dejamos amar y amamos como Él nos pide.
Reflexión en torno a las lecturas del Domingo VI de Pascua (ciclo B). 5 de mayo de 2024
Jn 15,9-17: “Como el padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor”.
El Maestro les ha enseñado a sus discípulos lo más importante, lo más decisivo: cuánto se aman el Padre y el Hijo. Como el amigo invita a sus amigos a su casa, Jesús nos invita a nosotros a participar de lo que se produce en su familia. Por eso los llama amigos, porque les ha enseñado lo fundamental y los hace partícipes de lo que se produce en la familia divina.
Los buenos maestros no dan por sabidas materias sin tener la seguridad de que sus alumnos han asimilado bien los contenidos. La pedagogía requiere andar paso a paso y no atiborrar con informaciones excesivas; cuando la materia es densa, inmensa, mejor ir por partes, tanto más si abarca toda la vida. También es cierto que muchas veces se estudia más bien para aprobar, pero esos contenidos que un día se aprenden y otros se olvidan apenas dejan huella. Si la asignatura es completamente necesaria, no aprender bien será, no un descuido, sino una tragedia. También las lecciones más decisivas suelen ser las más costosas de aprender. San Juan de la Cruz hablaba de un examen crucial cuando se acabe nuestra vida: “Esta tarde te examinarán del amor” (San Juan de la Cruz). Es el amor el aprendizaje absoluto, imprescindible: quien no haya aprendido a amar no habrá hecho nada significativo en su vida.
El aprendizaje en el amor ha de ser continuo y no es suficiente la teoría. O se practica, o no se aprende; o se practica mucho y se vuelve a practicar una y otra vez, o no se asimilará realmente su contenido.
Cristo no hizo otra cosa que amar y esto manifestado de muchos modos: en su predicación, en sus comidas, con sus milagros, en su enseñanza a sus discípulos, en los diálogos con personas en solitario, en su entrega en la Cruz, en su resurrección, cuando el envío del Espíritu Santo, cuando el envío a la misión de sus discípulos.
Las lecturas de la liturgia de este domingo nos hablan del amor en varias lecciones. Lección primera: con el envío del Espíritu al pagano Cornelio y su familia no está diciendo que Dios ama a todos y prepara la felicidad eterna para todos. Lección segunda: Dios es amor y Jesucristo nos lo enseña, mostrándonos cuánto se aman Él y el Padre en el Espíritu. Tercera lección: Amor invita amar. El mira de Dios, que es amar, mueve a que nosotros también nos amemos los unos a los otros. Es la condición del amigo, del que ha sido invitado al interior de la casa familiar de la Trinidad para contemplar cuánto se aman el Padre y el Hijo.
Mirando este amor de Dios, ¿Cómo no verse empujado también a amarlo a Él, amar lo que Él ama, amar en todo momento e incluso cuando menos motivos parezca que tenemos para hacerlo; con las personas que se nos antojen menos dignas de amor. El amor ejercita la paciencia, la comprensión, la servicialidad, no lleva cuentas del mal. Siempre seremos aprendices en materia, pero podremos serlo aventajados si hacemos lo posible para aprender del Maestro y hacemos la tarea que nos pide para aprender realmente el arte de amar.