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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO VI DEL T. ORDINARIO (ciclo B). CAMPAÑA CONTRA EL HAMBRE DE MANOS UNIDAS. 11 de febrero de 2024

Lv 13,1-2.44-46: Mientras dure la afección, seguirá impuro.

Sal 31: Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación.

1Co 10,31-11,1: Hacedlo todo para gloria de Dios.

Mc 1,40-45: “Si quieres, puedes limpiarme”.

 

Querría ofrecer un acercamiento a las lecturas de este domingo tomando como referencia la geometría, que nos habla de la situación de los cuerpos en el espacio.

El libro del Levítico apunta a dos espacios o esferas: la divina y la humana. La primera, en un nivel superior, muestra un interés sorprendente por la vida de los miembros del otro nivel, los hombres y el modo con que se acerca para protegerlos es su Palabra, la Ley, que busca el bien de todos. Sin embargo, aparecen realidades que generan conflicto dentro de la esfera humana, sujeta a cambios y alteraciones. Esto se agrava cuando se pone en peligro la vida de la comunidad, como en el caso de la aparición de enfermedades contagiosas, como la lepra, asociada a la visibilización de unas manchas en la piel. La ley de Dios interviene para segregar en un espacio apartado a los contagiosos, a los que llama “impuros”. La impureza expresa un desorden o alteración dentro de la armonía general, e irrumpe como desafinando. Es necesario apartarlo para evitar que quiebre la sinfonía. Los consagrados para el culto a Dios, los sacerdotes, eran los designados para declarar la pureza o impureza. Para una sociedad con recursos sanitarios tan limitados, era el único modo de evitar el contagio colectivo y, por tanto, una posible aniquilación de la comunidad. El impuro seguía siendo miembro de aquel grupo, pero apartado, alejado, y, si se diera el caso de su sanación, podría reintegrarse a la vida normalizado con los demás.

El Dios de Jesucristo, el mismo de los judíos del tiempo de Moisés, interviene con una alteración de los espacios. Primeramente Él, sin dejar la esfera divina, ha ocupado también la humana, hecho hombre con los hombres. La Palabra de Dios que antes era interpretada para evitar males peores, actúa ahora con un poder sanador. El enfermo de lepra rebasa los límites de su espacio, que la declaración de impuro le imponía, para acercase a un sano. Va en contra de la Ley, pero, al mismo tiempo, va al encuentro de la Ley nueva, que es Cristo. Y Jesucristo traspasa también las fronteras de su esfera, que le impedían acercarse a un impuro y, con un gesto que, visiblemente, es una declaración de intenciones, toca al enfermo, toca la impureza. Dios no solo visita a su pueblo para evitarle peligros, cura al excluido con una Ley nueva. También con un diálogo, una relación interpersonal donde el hombre, reconociendo su precariedad, pide y Dios concede. Como antes, los sacerdotes siguen siendo los declarantes de la pureza e impureza, y Jesús no quiere prescindir del protocolo de la Ley. Si bien, Él ya se ha manifestado como muy superior a esos sacerdotes, porque da solución a una realidad humana de sufrimiento; y lo hace acogiendo, escuchando, sanando, reintegrando.

El que estaba fuera pasa dentro, el enfermo sanado puede entrar de nuevo en la comunidad. Y, curiosamente, el de dentro, tiene que salir. Este milagro provoca que Cristo tenga que permanecer apartado de los núcleos urbanos, en descampado. Y van a buscarlo, porque ofrece esa ruptura de espacios entre Dios y los hombres, entre los hombres entre sí.  Es una declaración de la paternidad de Dios, que está pendiente de cada uno de sus hijos, y de la fraternidad humana, donde no cabe la exclusión por ninguna causa. Quienes quieren encontrar a Jesús han de salir; la situación obliga. Y en la salida, habrán de romper con su espacio para hallar a Dios y descubrir a los que viven apartados, que son los que ahora permanecen más cercanos a Él. El Dios con nosotros, es un Dios con todos y para todos, pero que vive entre los excluidos. Desde allí invita a que nos acerquemos todos y formemos parte de un solo espacio donde conviven todos lo hombres en fraternidad y con Dios poniendo su morada en medio de ellos.

¡Qué bien lo entendió Pablo, que buscaba hacerlo todo para gloria de Dios! Y la gloria de Dios es que el hombre tenga vida eterna. 

DOMINGO V DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 4 de febrero de 2024

Job 7,1-4.6-7: Recuerda que mi vida es un soplo.

Sal 146: Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados.

1Co 9,16-19.22-23: Siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles.

Mc 1,29-39: Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar.

 

Las puertas de la sinagoga se abrían y acudía el pueblo judío hambriento de la Palabra de Dios. Reunidos todos, se proclamaban las Escrituras y un maestro explicaba lo que allí se decía, haciéndolo más comprensible, interpretándolo, actualizándolo a su entender. Quienes habían escuchado salían de allí no solo saciados, sino también acariciados o pellizcados o envalentonados o arrepentidos… dependiendo de lo que la Palabra y su comentario hubiera provocado en su interior. Se llevaban la Palabra con ellos hecha ascua, candente.

Salió Jesucristo, el maestro de Nazaret, tras su protagonismo en la sinagoga. Nunca era protagonista el que proclamaba o exhortaba en la asamblea, sino la Palabra proclamada; pero ahora era la Palabra misma hecha carne la que caminaba del lugar de reunión por las calles de Cafarnaúm. En Él Dios Padre iba diciendo y haciendo (como al principio de la Creación). ¿Y qué dijo? Nos lo relata Marcos recorriendo una jornada con Jesús.

Primero dijo salud y curó a la suegra de Simón, que estaba en cama. La acción de Dios desembocó en servicio. La Palabra de Dios sana y nos permite desarrollar nuestras capacidades para ejercer nuestras responsabilidades: servir a Dios y a los hermanos.

Atiende a todos los que lo buscan, necesitados de salud y de paz. Cura y expulsa demonios. Se acercan a Jesús, porque les trae solución a sus preocupaciones. Quien descubre la poderosa fuerza de su mensaje, va más allá de curaciones y exorcismos, encuentra una fuente de agua viva.

Esta fuente es inagotable, porque se nutre del amor de Dios, por eso busca también momentos de soledad en lo más tierno de la jornada, cuando aún están todos durmiendo, para el diálogo con el Padre y el Espíritu. Pronto lo echan de menos descubriendo su ausencia en el pueblo, pero no lo encuentran. Tienen sed de su acción. Dan con Él Simón y sus compañeros. Ellos saben de trasnochar y madrugar por su oficio. Así como los peces buscan la luz de la luna llena acercándose a la superficie, podrían colegir que el Maestro buscaba la luz del Padre.

No regresa al pueblo, marcha hacia otras localidades, que para eso ha salido y se ha hecho carne, que para eso ha salido a escuchar al Padre, que para eso ha salido del gentío que lo busca… y lleva la Palabra de escucha y acción a otros lugares cercanos, donde su labor comienza en cada sinagoga, abriendo puertas para el encuentro del pueblo con Dios.

En la primera y segunda lectura aparecen dos hombres de Dios en quienes la Palabra es central. Primero Job, cuyo sufrimiento se hace plegaria porque no se cierra en la amargura sino que se abre a la espera de la respuesta de Dios. El hombre sufriente habla y el Altísimo tiene que responder con su Palabra. San Pablo expresa la necesidad de predicar el Evangelio, como un impulso recio que experimenta tras haber sido transformado por el encuentro con la Palabra hecha carne, Jesucristo. El que recibe el Evangelio se convierte en transmisor de la Buena noticia. 

DOMINGO IV DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 28 de enero de 2024

Dt 18,15-20: Suscitaré un profeta entre sus hermanos.

Sal 94: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: “No endurezcáis vuestro corazón”.

1Co 7,32-35: Quiero que os ahorréis preocupaciones.

Mc 1,21-28: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno?”.

 

Es una delicadeza humana prestar atención a lo que los otros necesitan. Otra delicadeza más: la espiritual, que atiende a lo que Dios dice para llevarlo y hacerlo inteligible a los otros y que eleva la petición de aquellos hacia Dios cuando no saben o no pueden. Ni se expresa siempre lo que hace falta ni el silencio presupone falta de necesidad; la delicadeza de espíritu lleva también a saber interpretar lo que realmente sucede. Se le podría llamar intuición de amor.

Para el que atiende así, no todo lo que se pronuncie deberá ser recogido en términos literales ni lo que se calle tendrá que interpretarlo como desinterés. Buscará entender, como se dice, entre líneas. Tras un “no quiero ir” puede existir un “me da miedo”; o en un “te odio”, encontrar un “estoy sufriendo y no sé como afrontarlo”.

El pueblo de Dios se expresaba a su anchas hablando de todo lo que en cada momento le preocupaba. Cuando hablaba, ¿quería decir lo que literalmente decía? Moisés adivina la necesidad de su pueblo tras escuchar sus peticiones. Pueblo asustadizo, perezoso, encogido o con temor de Dios. Decía:  "No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver más ese terrible incendio; no quiero morir”. Ese “no quiero” contenía un “quiero”, una necesidad de Dios, pero también los reparos de quien se sentía pequeño y abrumado por tanta grandeza divina.

Dios le va a prometer un profeta que les acerque sus palabras y las haga asequibles; un hombre con delicadeza para saber interpretar lo humano y lo divino. La autoridad del profeta, la calidad de sus palabras, vienen de Dios y serán efectivas en la medida en que busque decir lo que Dios le pide. Para ello ha de estar en diálogo asiduo con Él. Por su parte, el pueblo debe escucharlo, porque será prestar oído al mismo Señor, que lo ama y quiere lo mejor para ellos.  

A Jesús lo llamaron profeta, era portador de la Palabra de Dios e intérprete de ella. Más aún, Él vino como Palabra de Dios hecha carne. Todo lo que diga y haga manifiesta el amar de Dios.

El Evangelio de este domingo presenta a Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm. Allí se congregaba el pueblo el sábado para escuchar la Palabra de Dios y oír el comentario y la interpretación de un entendido en las Escrituras, como los escribas. Es Jesús quien toma la palabra, y suscita la admiración de los congregados, porque habla con autoridad y no como otros que les han hablado en otras ocasiones, aquellos escribas. Esta autoridad es vital para que los oyentes den credibilidad y tengan por cierta la Palabra. La autoridad sobre los presentes se hace extensiva también hacia las fuerzas del mal que retienen sometido y esclavizado a un hombre. Jesucristo, Palabra de Dios, tiene poder sobre el maligno y sus ataduras. No dialoga con el espíritu inmundo, sino que le ordena y este obedece; no se puede entrar en conversación con el mal. Además, a todo el que lo escucha y lo sigue seguirlo lo convierte en profeta de su Palabra entre Dios y los hombres.

El consejo de san Pablo de no casarse para no preocuparse con las cosas del mundo podemos relacionarlo con la necesidad de profetas. La vida célibe (sin compromiso matrimonial, en castidad, pobreza y obediencia) permite un compromiso más libre con la Palabra de Dios y su predicación para esta delicadeza espiritual que tanto nos hace falta, para conocer la voluntad de Dios y seguirlo, para, como se repite en el salmo de esta liturgia, escuchar la Palabra de Dios, ojalá, y no endurecer el corazón (la posición justamente opuesta al que queda enternecido por la intervención divina). 

DOMINGO III DEL T.ORDINARIO (ciclo B). Domingo de la Palabra de Dios. 21 de enero de 2024

Jon 3,1-5.10: Vio Dios sus obras, su conversión de la mala conducta.

Sal 24: Señor, enséñame tus caminos.

1Co 7,29-31: La representación de este mundo se termina.

Mc 1,14-20: Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él.

 

Mal llama a mal y encierra en una dinámica de retroalimentación donde se hace difícil, muy difícil, dar con un elemento que rompa con esa corriente. La fealdad no solo se conforma con lo feo, sino que, si se le deja, no encuentra obstáculos en seguir extendiéndose. Dios acerca su Palabra para introducir la novedad de la sanación. Eligió a Jonás para llevar esta Palabra a la gran ciudad de Nínive, de la que se había apoderado el mal. Muchas personas entraban y salían de la ciudad, pero esto no conseguía romper con la maldad que se había enquistado allí. La situación solo podría cambiar desde algo externo que se colase dentro, en lo más profundo de la ciudad de donde emanase el mal; era necesario tocar, de alguna forma, el interior de cada habitante, sus entrañas.

Dios lo consiguió con su siervo Jonás. Anunció la catástrofe y, milagrosamente, los ninivitas recapacitaron y se arrepintieron del mal en el que vivían. Tal poder tiene la Palabra del Señor. Puso ante ellos el resultado consecuente de su perversión: la destrucción. Si alguien alcanza a darse cuenta de lo destructivas que pueden ser una decisiones, una actitud, una estructura, la conciencia se despierta y pide un cambio. Esto, en bastantes ocasiones, no ocurre hasta que se llega a cierto límite, un tipo de abismo donde, avanzar más lleva a caer al vacío. Otro modo, quizás más estimulante, es descubrir la belleza de aquello a lo que se está invitando y a lo que se puede aspirar. En todo caso, hay necesidad de que los ojos se abran al contraste entre la perdición y la salvación, entre la tragedia y la gloria.  

El Maestro invita a los discípulos a algo grande, a algo bello. Tras la expresión “pescadores de hombres” podemos entender: portadores de la Palabra de Dios, proclamadores de las maravillas que hace el Señor y de las que quiere hacernos partícipes a los hombres. El deseo de seguirlo se aviva conociendo la maldad provocada por el hombre y el insistente interés divino para salvar a su criatura. El drama hacia el que nos dirigimos si rechazamos al Espíritu Santo, que es quien hace posible la presencia de Dios en nuestras vidas: su paz, su alegría, su esperanza, su justicia, su amor… debe ser transformado en encuentro gozoso y gloria. Para ello Dios pide colaboradores, discípulos dispuestos a vivir con Él y estar dispuestos a la misión, a la belleza del Evangelio.

¿Qué preferimos: lo bueno o lo malo; lo feo o lo bello? La respuesta está clara. Lo que, posiblemente, no esté tan claro, es el camino que no lleva hacia una cosa y hacia otra. La reciedumbre de la Palabra de Dios, que golpea para macerar lo endurecido, para interpelar, para incomodar y provocar revisión, arrepentimiento, deseo de Dios, de lo bueno, de lo bello y esfuerzo para ser llevados hasta allí. Y la amistad con esta Palabra precisa tiempo, un tipo de lucha con el mismo Dios, y apertura a realidades que nos superar, comprensiones que no atisbábamos. Implica crecer y estar dispuesto a abrir las entrañas para dejarle hacer al Espíritu Santo. Pide, por tanto, sacrificio.  

El sacrificio es camino hacia la belleza; las renuncias a lo que sigue pegado a la maldad, nos permiten progresar en el encuentro con el Señor. Y la detección de la fealdad que puede envolvernos y que identificamos, no solo a nuestro alrededor, sino en nosotros mismos cuando somos conscientes del pecado, debe motivarnos para aceptar la invitación de Cristo que nos llama a una misión apasionante: el protagonismo en la actividad del Espíritu que lleva a su esplendor a todos y a todo. Todo esto, el mundo tal cual lo vemos, se termina, como indica san Pablo en la Primera Carta a los Corintios, y nosotros tenemos una responsabilidad importante en orden a que el hombre conozca la perennidad del proyecto de Dios. Somos portadores de la Palabra divina para la conversión, el perdón de los pecados y que la misericordia de Dios brille desde el corazón de sus hijos para un mundo nuevo, para una humanidad gloriosa. 

DOMINGO II. T. ORDINARIO (ciclo B). 14 de enero de 2024

1Sam 3,3b-10.19: “Aquí estoy; vengo porque me has llamado”.

Sal 39: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.

1Co 6,13c-15a.17-20: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?”

Jn 1,35-42: “Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)”.

 

El jovencísimo Samuel se presentó tal cual era y todo lo que era cuando escuchó su nombre en la noche. Se levantó y dijo: “Aquí estoy”. ¿Qué expresaba de aquella forma y con esas palabras? ¿Obediencia, docilidad, diligencia, disposición para el trabajo…? No hay quejas por la inoportunidad, tampoco petición de explicaciones o enfado justificado por el momento y el modo. Detrás de un “aquí estoy” puede haber mucho. La nocturnidad lo hace todavía más interesante. Podríamos imaginarnos a nosotros mismos durmiendo profundamente por la noche y siendo despertados por alguien que reclama nuestra atención pronunciando nuestro nombre…

Existen múltiples formas de reclamar la atención de alguien. Unas de las que esperan un éxito mayor e inmediato son aquellas que cautivan a través de elementos de vivo interés como un estímulo placentero, que reporta alegría. Lo sabe el mundo comercial y las estrategias psicológicas desde las que actúa. Se puede obtener un comprador coyuntural o un fiel de larga duración; depende si el que es interpelado le ofrece algo de su dinero o su corazón (algo exagerado, pero posible, cuando uno se deja embaucar casi sin darse cuenta, haciendo de ello una parte importante de su vida). También cabe la posibilidad de levantarse ante el reclamo de sus propios pensamientos. Es fácil que aquí surja una especie de sonambulismo, donde parece que se está despierto, pero, más bien se está dormido. Por eso es importante también conocer a aquel o aquello que nos llama. No es lo mismo atrapar la atención con cosas que engatusan que pronunciar un nombre. Para pronunciarlo tiene que haber alguien y tiene que conocerte, y que el fin por el que te llama sea bueno para ti. Hay quien pronuncia constantemente el nombre otro para someterlo. Una llamada espera una respuesta. ¿A decimos “aquí estoy”, aquí me tienes, dispón de mí, cuenta conmigo? ¿A quién estamos dispuestos a decirlo? Samuel lo hizo, como discípulo, con su maestro, el sacerdote Elí. Lo haría con mucha más entrega, prestando su oído, su escucha a Dios: “Habla, que tu siervo escucha”. Tuvo la ayuda de una persona con más experiencia que le indicó hacia dónde tenía que dirigir su atención.

               El Evangelio nos muestra también a un maestro y dos discípulos, Juan el Bautista y otro. En este caso la historia no se desenvuelve durante la noche, sino de día y con unos discípulos que ya parecen buscando. Su búsqueda los ha llevado a Juan. Y es Juan el que les habla invitándoles a mirar a quien él mira. Las palabras en torno al ver se van a repetir. La escucha es completada con la vista, entendiendo ver como conocimiento profundo de la realidad. El nuevo maestro al que les ha remitido Juan les ha invitado a ir y ver: “Venid y veréis”. Seguirlo es expresión de su discipulado. Lo primero que aprenden es el lugar donde vive Jesús, donde mora. Por el contexto del pasaje y el contenido del evangelio de Juan la vivienda del Maestro es su relación con Dios Padre en el Espíritu, el hogar de la familia trinitaria. Los protagonistas que se acercaron a contemplar el amor entre Padre e Hijo recuerdan el primer encuentro con Jesús como algo profundamente grabado en su memoria: “Las cuatro de la tarde”. Y se quedaron con este nuevo maestro aquel día. Lo que les ofrecía superaba la enseñanza y la morada del Bautista. Pero no solo quedan cautivados, sino que llaman a otros, Andrés a su hermano Simón, para que vean lo que  ellos han visto, al que ellos han mirada y que reconocen como Mesías. Jesús, ante Simón, se le queda mirando y profetiza la misión de este nuevo discípulo con un nombre nuevo: “Cefas” o Pedro, como piedra y fundamento de su Iglesia. Han encontrado al Mesías, a quien merece la pena prestar el oído y la mirada, la atención. Con Él irán aprendiendo cada vez una entrega mayor.

               De esta entrega habla Pablo hablándonos del cuerpo humano. Él lo declara “templo del Espíritu”; por lo tanto, morada de Dios, donde se escucha y contempla la vida trinitaria. Nuestro cuerpo dice: “aquí estoy” y, al decirlo y realizarlo, todo lo que somos está ahí. Por eso precave del peligro de dejar cautivar nuestro cuerpo por lo relativo a la sexualidad en un ámbito inadecuado, porque queda implicada toda la persona y afecta a la morada de Dios. Las llamadas del afecto y la sexualidad son muy poderosas, pero no se les puede conceder la atención sin más, sino en la medida en que sean constructivas para nosotros, desde el orden que Dios nos pide.

               Es Dios quien llama por nuestro nombre y nos llama para el seguimiento, para conocer la vida divina, para que a través de nuestros sentidos, escucha y mirada, nos llenemos más de su amor. Nuestra respuesta debe ser un: “aquí estoy” incondicional a quien pronuncia nuestro nombre, porque nos ama. 

FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR. 7 de enero de 2024

Is 42,1-4.6-7: 60,1-6: Sobre él he puesto mi espíritu.

Sal 28: El Señor bendice a su pueblo con la paz.  

Hch 10,34-38: Dios estaba con Él.

Mc 1,7-11: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”.

 

El protagonismo del Hijo en estos estos acontecimientos en torno a su nacimiento, la maternidad y virginidad de María, el anuncio a los pastores y la adoración de los magos de Oriente no ha disminuido la presencia de aquel que ha movido todos los hechos, que ha dicho y se ha realizado: el Padre.

En todo podemos rastrear su presencia. Es quien tiene establecido los tiempos y sus contenidos, el que guía la historia, al que no puede ocultar la maldad humana, el que pone en movimiento todos por su libre misericordia.

La paternidad de Dios vibra en cada una de las escenas celebradas en estos días. Es quien regala la fecundidad a Isabel y Zacarías, el que elige a su hijo Juan como precursor del Mesías, el que envía el ángel Gabriel a María, y lleva el anuncio del nacimiento de Jesús a los pastores, el que puso la estrella que guio a los magos… El Padre sabe, el Padre da misión a cada uno y, los que lo obedecen, van abriendo las puertas al Salvador y su salvación. En el episodio del bautismo de Jesucristo en las palabras de Marcos, es la primera vez que se explicita el diálogo del Padre hacia el Hijo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”.

Que haya Padre significa que hay principio en el amor, que hay una misión, un sentido, una orientación para los pasos. Al torrente de amor paterno que prodiga el Padre al Hijo este responde con su obediencia. El Padre abre el diálogo expresando el amor de predilección por su Hijo, el Hijo responde con su vida obediente, que lo lleve a manifestar esta amor paterno por todos nosotros. Lo hace cumpliendo, como siempre ha hecho, con la escucha y la realización de su voluntad. Con su bautismo se abre un periodo nuevo. Si anteriormente la voluntad del Padre fue ocultamiento y crecimiento en el silencio, la cotidianidad y la discreción, ahora pide publicidad a su vida y a su misión.

Comienza en un entorno de pecado y de reconciliación. Juan el Bautista aborda la tragedia del mal e invita a hacer revisión personal y pedir perdón a través del gesto del agua. Jesús se presente como el que puede realmente perdonar los pecados, porque tiene consigo al Espíritu Santo. Por eso Juan lo reconoce como mayor y más poderoso que él.

Qué buena ocasión para hacer memoria de nuestro bautismo y lo que Dios ha provocado en nosotros. El Padre nos ha vinculado a su amor por medio del Hijo en el Espíritu Santo que se nos ha dado. ¿Hemos ido respondiendo a su misericordia con obediencia? ¿Nos sabemos partícipes de su misión? ¿Vivimos como si realmente tuviéramos un Padre común? Nuestro mundo está tan necesitado de la paternidad de Dios, a la que le ha dado la espalda, que nuestra misión de hijos es cada vez más urgente. No nos descuidemos. 

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