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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO XXX DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 26 de octubre de 2024

Jer 31,7-9: Vendrán todos llorando, entre ellos habrá ciegos y cojos, y yo los guiaré entre consuelos.

Sal 125: El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres.

Heb 5,1-6: «Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec».

Mc 10,46-52: «¿Qué quieres que te haga? - «“Rabbuní”, que recobre la vista».

 

Mucho habían visto ya los discípulos de Jesús junto a su Maestro y qué poco habían entendido. Habían contemplado milagros, escuchado enseñanzas con un autoridad inaudita, presenciado episodios con gente que iba y venía y recibían siempre algo de Jesús, habían oído por tres veces el anuncio de su pasión, muerte y resurrección. Tras todo esto, cuando se acercan los dos hermanos, Santiago y Juan, a pedirle a Jesús y este les pregunta: “¿Qué queréis que haga por vosotros?”, ellos piensan en un puesto importante. Qué decepción en su petición; tanto recibido y tan poco aprovechado.

El ciego, cuyo nombre nos deja el evangelista, Bartimeo, recluido en su cuneta, sentado, inactivo, indigente, va a resultar ser maestro de todos los demás acompañantes de Jesús: los que parecen ver, pero no ven en el sentido en que pretende Cristo. Le bastó a Bartimeo escuchar que por allí pasaba Jesús para dirigirse a Él con gritos. Lejos de facilitarle el encuentro con el Maestro, la gente que lo sigue intenta que se calle. Es una de las consecuencias de la ceguera espiritual: se entorpece el camino de los otros. Sin embargo, los que quieren silenciarlo, tras las indicaciones de Jesús se van a convertir en mensajeros de su llamada: “Ánimo. Levántate. Que te llama”.  Entonces da un salto, dejando el manto que le servía para recibir el dinero de la limosna, se acerca a Jesús y se produce el encuentro con la misma pregunta que hizo a Santiago y Juan: “¿Qué quieres que haga por ti?”. En este caso pide lo que Jesús ofrece y puede dar: “Volver a ver”.

Partiendo de una misma posición de pobreza, discípulos y ciego, Bartimeo sabe lo que realmente es necesario, tal vez por ser consciente de la fatalidad de no ver y lo que eso implica. Entonces se convierte en verdadero discípulo, acompañándolo en el camino que lleva a Jerusalén, donde se completará su entrega en la cruz y su resurrección. Precisamente esto que ha sido anunciado a los discípulos hasta tres veces con claridad, es lo que ellos no ven, pero sí Bartimeo, que reconoce que necesita ver.

¿Vería Jeremías con esperanza entre tanto desastre cuando el destierro? Si no lo vio él, lo veía Dios, que aguzaba su vista para que viera también y para que pudiera transmitir esperanza al pueblo consternado por su situación. El Señor busca personas que aprendan a ver, reconociendo primero su ceguera, y que enseñen a otros aparentemente sin problemas de visión a ver realmente. El sanador de vista es el que muestra la Carta a los Hebreos como el sumo sacerdote según el rito de Melquisedec, el entregado para que tengamos vida y, poco a poco, conforme vamos descubriendo la misericordia de Cristo entregado por amor, ir también viendo.

Esta nueva forma de contemplar la realidad, en el ver del Señor, nos lleva a unimos al canto del pueblo de Israel al recibir con alegría la noticia de su regreso al hogar: “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. 

DOMINGO XXIX DEL T. ORDINARIO (ciclo B). DOMUND. 20 de octubre de 2024

Is 53,10-11: Lo que el Señor quiere, prosperará por su descendencia.

Sal 32: Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de ti.

Hb 4,14-16: Fue probado en todo a semejanza nuestra, a excepción del pecado.

Mc 10,35-45: “¿Qué queréis que haga por vosotros?”.

 

Quiere el Señor para su Hijo lo que nadie querría para sí ni para los demás. Si esto sucede con el leño verde, qué les pasará a los secos (Lc 23,31), a los sequísimos que somos nosotros. Aquí está la paradoja del asunto: que si el Hijo de Dios ha sufrido y ha sido crucificado es para que nosotros tengamos vida, para librarnos del castigo más severo a causa de nuestro pecado. Viendo el asunto en términos de delito y castigo destacamos que no somos merecedores de algo tan grande y que la salvación es un regalo, pero se corre el riesgo de opacar la dimensión principal: el amor. Quien creó en amor, redimió en amor y glorificará en amor. Lo que ama el Padre en el Hijo en el Espíritu Santo, lo ama también en nosotros, haciéndonos partícipes de su amor trinitario.

El sufrimiento es consecuencia de la obediencia, donde el que obedece acoge el mandato del Padre, renunciando a ser padre de sí mismo. Esto cuesta. El sufrimiento cruento es consecuencia de la obediencia en un mundo de pecado. Isaías profetizaba sobre ese siervo sufriente y, seguramente, ni podría imaginarse que hablaba del mismo Hijo de Dios. El sufrimiento delata nuestra condición frágil y nos hace más receptivos a la gracia de Dios. Ahí crece la fe, la esperanza y la caridad; cuando humanamente tendríamos menos motivos para creer, esperar y amar, es donde obra el Espíritu de Dios prodigiosamente, acercándonos al Hijo en el misterio de su muerte y resurrección.

En este siervo de Dios sufriente que es Jesucristo se ilumina el sufrimiento de todos, porque en Él no se pierde en el sinsentido, sino que es encauzado para un encuentro cercano con Dios, si se quiere.

A los apóstoles les costó acercarse al mirar del Maestro. No lo entendieron cuando lo acompañaban en su predicación y anuncio del Reino, tampoco cuando su pasión y cruz, tampoco cuando su resurrección… solo cuando llegó el Espíritu Santo y les abrió el entendimiento. Entonces el amor de Cristo les pareció colosal y quisieron ellos mismos sufrir por Cristo. Ahí perdieron la cordura humana para adquirir la locura del amor divino. Morir por Cristo es la divisa, expresada de diferentes formas, de los santos. El descubrimiento experiencial del amor de Dios por todos y por uno mismo en particular toca de lleno el corazón y mueve a hacer por Jesucristo un poco de lo que Él hizo por nosotros, por mí.

Difícil de explicar, más difícil de vivir, pero está claro para quien se sabe amado por Dios y busca amar como Él ama. Y este tesoro, ¿quedará reservado y atrapado entre quienes han tenido la dicha de conocerlo? Es otro de los movimientos irresistibles de quien lleva consigo el amor de Dios: comunicarlo a los demás para hacerles partícipes de la alegría del Evangelio. El lema de la campaña del Domund de este año es: “Id e invitad a todos al banquete”. Que nadie se quede sin invitación a la celebración del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. 

DOMINGO XXVIII T. ORDINARIO (ciclo B). 13 de octubre de 2024

Sab 7,7-11: En sus manos había riquezas incontables.

Sal 89: Sácianos de tu misericordia.

Heb 4,12-13: No hay criatura que escape a la Palabra de Dios.

Mc 10,17-30: ¿Qué haré para heredar la vida eterna?

 

Llegó corriendo y se fue de allí lentamente, muy lentamente. Se entienden las prisas: quería heredar la vida eterna. También se comprende la pesadumbre: era demasiado lo que se le pedía, más demasiado que la misma vida eterna por la que se había echado a la carrera. Entre un ritmo y otro, entre el galope y el paso arrastrado, hubo un espacio de detenimiento para preguntarle al Maestro, escuchar de Él y actuar conforme a lo escuchado.

No son infrecuentes en nosotros esos cambios de velocidad. Algo nos suscita entusiasmo y hacemos lo posible para tenerlo enseguida. En la mayoría de los casos, cuando lo conseguimos, se desvanece la ilusión y puede que, incluso, nos olvidemos de ello. Parece como si se despertase un enorme apetito que aviva nuestra actividad y luego, con el plato delante, ya no tenemos hambre. Resulta extraño.

¿Cómo va de deprisa la sabiduría? Tan deprisa (o tan despacio) como Dios en nuestras vidas. Por amistad con el rey David, Dios quiso regalarle a su hijo y sucesor, el rey Salomón, lo que quisiese. Prefirió entre todo la sabiduría y Dios, por haber escogido tan bien, le dio además riquezas, poder y fama. Esta historia está de fondo en el Libro de la Sabiduría, donde ella, la Sabiduría, aparece con rasgos personales, como si se tratase de una persona. La tradición cristiana identificó la Sabiduría con Jesucristo; encontraban facilitada esta asociación en la medida en que ya en libros del Antiguo Testamento, como este, viene descrita al modo de alguien divino y no solo como don o cualidad. En este sentido podría decirse que la sabiduría, la capacidad para discernir lo bueno de lo malo, de apreciar la profundidad de la vida y su sentido, depende del trato personal con el Hijo de Dios, que es la Sabiduría, por quien fueron creadas todas las cosas y que llevan su huella: la marca del Salvador.

Las prisas no garantizan el buen resultado, ni la parsimonia proporciona la prudencia; es el encuentro con Jesucristo el que nos permite exponerle nuestras ideas y expectativas, para luego escuchar de Él y poder reflexionar, meditar, ahondar en su Palabra. Esta Palabra que, como dice la Carta a los hebreos, penetra hasta lo más hondo de la intimidad, donde se tocan los afectos y los pensamientos. Qué bonito el entusiasmo de aquel hombre por tener una vida honesta, conforme a los mandamientos; qué alegría verlo correr hacia Jesús, queriendo encontrar en Él la respuesta a lo que, seguramente, era una inquietud interna que le pedía ir a más. Todo lo había hecho fenomenal hasta el momento, hasta que en el encuentro con Cristo le pidió su todo, quedarse con nada para llegar a una amistad íntima con Jesús, siguiéndolo. Renunció entonces a la sabiduría, porque su decisión fue precipitada, parece que no dejó tiempo suficiente para discernir y contrastar lo que buscaba, la vida eterna, y lo que para ello tenía que perder.

Al tiempo que nos aceleremos cuando encontramos algo que nos gusta al alcance de nuestra mano, también huimos acelerados si topamos con algo que nos disgusta o complica. Quien no tiene, no teme perder, pero sí puede aspirar a ganar. No es que el rico tuviese demasiadas riquezas, sino demasiado amor a sus pertenencias, y este amor tiró de él para apartarlo de lo que el Señor, le pedía, que era apartarlo de Él.

También es cierto que eran justificables las riquezas (y muchos pensaban así en tiempo de Jesús) como una recompensa de lo Alto a una vida piadosa y fiel a Dios. Por tanto, no solo se le pedía renunciar a unos bienes, sino también a un modo de comprender su religión. En ocasiones hay que desmontar para volver a construir. Podría haber dado un salto ejemplar, tras conocer a Jesús y escucharlo, mostrando que su verdadera riqueza era Dios; sin embargo se contuvo y, decepcionado, “se marchó triste, porque era muy rico”.

El Señor detiene nuestro paso acelerado que busca encontrar confirmación a todo, gratificación a nuestras expectativas y acelera el paso de quien lo ralentiza, pesaroso por tener que comprometerse, implicar la vida, renunciar. En medio, Él, la Sabiduría, que nos aguarda para escucharlo y que lo escuchemos, y que obremos conforme a lo que nos está pidiendo. 

DOMINGO XXVII DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 6 de octubre de 2024

Gn 2,18-24: “Voy a hacerle alguien como él”.

Sal 127: Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.

Hb 2,9-11: Por la gracia de Dios Jesús gustó la muerte por todos.

Mc 10,2-16: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

 

La Palabra de Dios busca filtrarse entre nuestros entresijos cotidianos para interpelarnos, enseñarnos, corregirnos, alentarnos. Habrá más provecho allá donde toque lo que nos afecta, donde le dejemos tocar; allá donde, enfrentándose a la palabra meramente humana, produzca una convulsión interna que le deje vencer al Dios que nos habla. Rendidos a la Palabra de Dios habrá victoria en nuestro corazón, que podrá seguir creciendo con este alimento divino. Para ello nuestras entrañas habrán tenido que ceder a defensas y endurecimiento, quedándose a la intemperie que le permite al Señor actuar en él.

La complejidad de la vida facilita que el corazón busque soluciones ante diferentes problemas queriendo protegerse él mismo. Esto se consigue encalleciéndose, haciéndose duro. Puede llegar a convertirse en ley incluso con una aceptación normalizada. Las desavenencias matrimoniales de los judíos o la disconformidad con la persona con la que se estaba casado permitían al varón alejarse de la mujer y romper el vínculo con ella. El hecho de que los fariseos le pregunten a Jesús sobre este tema “para ponerlo a prueba”, suscita la sospecha de que se trataba de una cuestión discutida o de que, aunque lo avalase la ley, no acababan de verlo bien del todo. Habiendo dos grandes escuelas rabínicas, una se mostraba más estricta a la hora de encontrar motivos para el divorcio y la otra ofrecía más posibilidades, pero ambas lo aceptaban.

Humanamente se encontrarían razones para esta ruptura, pero el Maestro interpela mirando a Dios y su Palabra. Él creó al varón y a la mujer desde el principio con la misma dignidad, y, con ello, la alianza matrimonial: compromiso de amor y fidelidad para toda la vida. Los argumentos humanos pueden entablar una batalla con los divinos. Actualmente es de aceptación común en la sociedad el divorcio, y, aunque no deje de considerarse un fracaso, sí una opción si las cosas no van como uno esperaba.

Las Escrituras no desmenuzan las razones de por qué este empecinamiento de Dios. La sociedad está sostenida en la familia y la familia tiene sus pilares en la incondicionalidad de una libertad y un amor de dos personas, hombre y mujer, que se unen en un proyecto que refleja las mismas entrañas trinitarias. El núcleo y cimiento de la sociedad se halla en el amor que decide implicarse en algo por lo que merece la pena arriesgarse a sufrir. Es más, el sufrimiento es un elemento importante para el crecimiento en el amor, porque el corazón ha de ir aprendiendo y renunciando y sacrificándose. Esto permite que haya acogida generosa, escucha entregada, crecimiento acompañado. Justo lo que necesitan los pequeños para crecer protegidos y en un ambiente sano; tanto los niños como todo pequeño por su situación de vulnerabilidad. Sin ellos el corazón no progresaría y la vida se oscurecería de modo irremediable.

Por tanto, lo que defiende Jesús es la configuración originaria con la que Dios ha creado al ser humana varón y mujer, y que solo puede aceptarse desde el misterio de la Cruz del mismo Cristo. Allí contemplamos el amor más entregado y vulnerable. Sufriendo, perdona y transforma la dureza humana en ternura y compasión. El Señor abre todas sus entrañas exponiéndose al desprecio y la crueldad, pero gracias a esa exposición abraza a todos los hombres. Esta es la fuente y la referencia del amor que Él vive desde la eternidad con el Padre y el Espíritu Santo, y es el patrón con el que ha modelado al hombre, varón y mujer, creados para que su misma vida irradie el vivir trinitario. 

DOMINGO XXVI DEL T. ORDINARIO (ciclo B). Jornada de los migrantes y refugiados.29 de septiembre de 2024

Num 11,25-29: “¡Ojalá todo el pueblo de Señor recibiera el espíritu de Señor y profetizara!”.

Sal 18: Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.

St 5,1-6: Llorad, ricos, por las desgracias que os vienen encima.

Mc 9,38-43. 47-48: “Quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí”.

 

Algo tan sencillo como comprar una barra de pan en una panadería lleva detrás una red muy sofisticada de personas con sus oficios que tienen que ver con la siembra, crianza y cosecha del trigo hasta convertirse en harina, pero también con la distribución de agua y electricidad, la evacuación de residuos, el transporte, la fabricación de los enseres de la panadería… Cada cual en su profesión depende de otros muchos en una urdimbre donde cada persona tiene su cometido; y eso facilita enormemente la vida de los demás. Algo milagroso. No obstante no deja de haber descuidos, perezas, irresponsabilidades y pecado, lo que provoca fisuras y, en ocasiones, fallas que nos revelan una sociedad con mucho que mejorar. Si todos cumpliésemos con nuestro cometido: ¡Qué diferente sería todo y qué hermoso!

¡Ojalá todo el pueblo de Señor recibiera el espíritu de Señor y profetizara! La comunidad de Israel en el tiempo de Moisés no poseía la complejidad de nuestras comunidades modernas, pero necesitaba también cauces para guardar el orden y evitar los abusos que atacan la convivencia. La Primera lectura del libro de los Números nos habla de los hombres del pueblo a los que el Señor da su espíritu para que profeticen, para que hablen y enseñen en su nombre. Son unos pocos entre una muchedumbre que tienen que, en primer lugar, escuchar a su Dios, y, en segundo, escuchar al pueblo y hablarle. Ojalá y todo el pueblo tuviese ese mismo espíritu para estar atentos a la Palabra de Dios y dejarse interpelar por ella; ojalá y todos fueran profetas.

               Resulta que los cristianos lo somos; somos profetas por nuestro bautismo y sacerdotes y reyes. Todo lo que Dios ha sembrado y derramado en nuestro ser es un torrente de gracias que nos dan el poder de cumplir con la voluntad de Dios allá donde nos encontremos. Si los fieles cristianos nos dejásemos configurar por el Espíritu de Dios, cumpliríamos como hijos, fielmente, y ¡con cuánta belleza resplandecería su Iglesia! Esto sería un fermento impresionante en medio del mundo para su transformación, para el cese de toda violencia, egoísmo, iniquidad y el cuidado de cada persona, y la atención preferente por los más castigados y frágiles. Lo está siendo, pero podría mucho más.

               También la escucha atenta de Dios en nuestro entorno nos haría descubrir su acción presente en realidades donde no habríamos sospechado su Espíritu, incluso no cristianas y no creyentes. Un modo irrenunciable para el discernimiento de si estamos dejándole actuar o no al Espíritu es detenernos a observar hacia dónde nos están llevando nuestros pies, qué están haciendo nuestras manos, cuál es el objeto de nuestra visión. Y si hace falta una poda para quitar lo que estorba, habrá que hacerlo, aun siendo doloroso.

               Cuánta necesidad tiene nuestro mundo de la Iglesia, de los cristianos. Si no, no será posible su transformación en el Reino de los cielos, porque Dios ha querido nuestra colaboración para ello. Ojalá y todos los creyentes en Cristo dejemos que el Espíritu desarrolle en nosotros nuestra cualidad de profetas, sacerdotes y reyes, que hemos recibido en nuestro bautismo. 

DOMINGO XXV DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 22 de septiembre de 2024

Sab 2,12.17-20: “Dice que hay quien se ocupa de él”.

Sal 53: El Señor sostiene mi vida.

St 3,16-4,3: Los que procuran la paz están sembrando la paz.

Mc 9,30-37: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»

 

El buen maestro enseña por delante y por detrás, por arriba y por debajo, es decir: aprovecha cualquier momento, el propicio, para que el alumno aprenda, si quiere aprender. Entre los que fueron alumnos persevera en el tiempo el recuerdo de aquella maestra, aquel profesor, que les contagió la pasión de cierta materia, por ardua que pareciese en principio. De la otra parte, cuando no se llega a conectar con el interés, aun mínimo, del alumno, qué difícil, qué árida, qué indigesta la enseñanza.

Y es que, cuando alguien no quiere aprender del maestro que le toca, se busca el suyo propio. Hablando de la época de Jesús, eran los jóvenes quienes se acercaban a este o ese otro maestro para aprender de él, y se le solía pagar por ello; si no les convencía, cambiaban. Quien deambulase de maestro en maestro poco iba a aprender; tampoco quien tuviese varios maestros simultáneos y contradictorios. Un riesgo común antiguo y nuevo es no tanto dejarse enseñar, lo que supone abrirse, arriesgarse, renunciar, cuanto intentar ratificar las ideas, preferencias y gustos personales.  De esto sacan beneficio los aprovechados, también de antes y de ahora, los que hablan de lo que uno espera escuchar, que recibían el nombre de sofistas y ahora el de algoritmos.

En el caso de Jesús, es él mismo el que elige, pero no siempre le dejan hacer de maestro, especialmente cuando su enseñanza se les hace a los discípulos incomprensible o choca con sus propios intereses. Enseña en movimiento, yendo de camino y también sentado. En primer lugar sobre su pasión, muerte y resurrección. Al no entenderlo y darles miedo preguntar, los discípulos discurren en sus propias cosas y se hacen alumnos de lo que realmente les preocupa, su prestigio personal. Vuelve a enseñar el Maestro por segunda vez y lo hace sentado. Si no entendieron antes profetizando sobre su final, ahora toma como ejemplo a un niño para hablarles del servicio, de ser el último, de trabajar por amor.

Un corazón indispuesto a aprender más allá de sus propios intereses no podrá crecer en sabiduría, oponiendo resistencia a lo que se le siembre nuevo, fresco, liberador. Quien enseña bien lleva a descubrir en el interior aquello que no favorece el crecimiento personal, como denuncia Santiago en su carta en la segunda lectura. Por otra parte, también el que ha cedido su aprendizaje a sus propias pasiones no solo se hace daño a sí mismo, sino que, fácilmente, se convierte en una persona hostil para los que sí aprender bien y maduran y crecen.

Uno de los retos de la docencia actual es poder suscitar el deseo de verdad, de bondad, de justicia, de belleza entre los alumnos, acosados por los mensajes de redes a través de los dispositivos digitales, tanto pequeños como grandes, porque nunca se deja de aprender. Y en el ámbito cristiano, aprender del único Maestro para el amor a Dios y a los hermanos, para construir el Reino desde el servicio, para abrazar el misterio de la cruz y prepararse para la Resurrección.