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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO XVIII T. ORDINARIO (ciclo B). 4 de agosto de 2024

Ex 16,2-4.12-15: “Así sabréis que yo soy el Señor”.

Sal 77: El Señor les dio un trigo celeste.

Ef 4,17.20-27: No viváis más como los paganos.

Jn 6,24-35: No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y os da vida eterna.

            A las visitas se las recibe en lugares diferentes de la casa, dependiendo del grado de confianza y familiaridad. A unas se las mantiene en el umbral, a otras en el recibidor, a otras en la sala de estar y algunas, a las que se les considera como familia, se les deja entrar “hasta la cocina”. En esta estancia del hogar, que en las casas antiguas de nuestros mayores coincidía con el salón y el lugar habitual de reunión en torno al fue y su guiso, es donde confluye y parte el espíritu familiar, el corazón de lo que allí se cuece y, por tanto, es donde mejor se puede conocer lo que aquella familia es.

            Insiste Jesús en llevarnos hasta la cocina de su casa y nos resistimos a quedarnos a la entrada o asomarnos un poco a ver algo más, pero más a nuestro antojo que a su deseo. El recibidor en que el que abría la puerta para acoger venía preparado con un banquete, el de la multiplicación de los panes y los peces. Nadie se quedó a la puerta, sino que entraron y disfrutaron. Luego quiso que continuaran más adentro, para que entendieran aquel banquete extraordinario en la vida trinitaria, en la misericordia de Dios, en el envío del Hijo para hacerse pan de vida por nosotros. Y comenzó el diálogo, porque la Palabra ha de interpelar y escuchar a las palabras.

            Cada cual tenemos nuestra idea de pan en la cabeza y del pan que queremos que Dios nos dé y del lugar donde prevemos que nos prepare la mesa. Que el anfitrión nos lleve adonde Él estime para descubrirlo en este servicio que no acaba, de amor y entrega, y para que entendamos la grandeza de este Pan vivo y de su cocina donde se cuece en las entrañas de la Trinidad. Nada más nutritivo, nada más sabroso, nada más hermoso. Pasaremos de comensales invitados a hijos de la casa que trabajan en aquella misma concina para el bien del hogar. 

DOMINGO XVII DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 28 de julio de 2024

2Re 4,42-44: “¿Qué hago yo con esto para cien personas?”.

Sal 144: Abres tú la mano, Señor, y nos sacias.

Ef 4,1-6: Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados.

Jn 6,1-15: “Que nada se desperdicie”.

 

Tanta hambre había de vida que se juntaron por miles en torno a la Palabra de Dios hecha carne. Él les había causado admiración con sus curaciones y quizás, más que su enseñanza, era eso lo que buscaban: remedio a su precariedad, alivio a sus padecimientos. De la sanación del cuerpo, él conducía enseñándoles a sanar el corazón. Ambas cosas manifestaban la misericordia divina. Pero en esta ocasión aún causó mayor sorpresa dando también un alimento inesperado: el pan de comer.

            Esto ya lo había hecho Dios antes con su pueblo, como con el maná durante su travesía por el desierto, como por medio de Eliseo con el pan de las primicias repartido para cien personas. Y no lo dejaba de hacer de forma providente cada día, aunque con la discreción del Espíritu Santo y la colaboración humana.

            Jesús continúa esta tradición bíblica de dar de comer en ocasiones excepcionales para invitar a un salto prodigioso, donde Él, como aparecerá al final del capítulo sexto del evangelista Juan, se mostrará como el Pan vivo que hay comer para la inmortalidad.

            En esta primera parte del pasaje pasa casi desapercibida la intervención del muchacho que aporta los cinco panes de cebada y los dos peces. Entrega lo que tiene y se queda sin nada. Lo que tenía era mucho para sí, poco para muchos, nada para los miles allí reunidos. ¿Fue él el que lo ofreció o le instaron los discípulos a que lo hiciera? ¿No habría entre tantas personas más que pudieran entregar lo suyo para contar con algo más?

            Aunque sin saber los pormenores de aquella entrega, parece como si el muchacho estuviera atento a la conversación entre Jesús y Felipe, y viera inquietud de los discípulos. Desapareció su comida propia y apareció una comida para una multitud. Quizás tenía tanto, demasiado para él, porque iba a compartirlo con otros; sabría que en el descampado no encontrarían comida, y se proveyó de todo lo que pudo para ayudar a algunos. Pero el Señor hizo posible que el pan llegara a todos y aun sobrase. Un posible gesto de generosidad personal se convirtió, en Cristo, en una proclamación de la providencia divina y el cuidado de sus hijos.

           

No dice nada el evangelio de que se le diera las gracias al muchacho o se le hiciera algún reconocimiento. Quizás lo hubo, aunque no recogiese por escrito. Lo importante es que, sencillamente, se percató de la necesidad y dio, y su acto llegó a muchos. Llegó porque el Señor lo bendijo, lo redimensionó haciéndolo de todos.

            Si este episodio apunta a la Eucaristía, ¿qué no hará el Señor con nosotros y para los demás al ofrecerle lo que llevamos encima, lo que tenemos, lo que somos? 

DOMINGO XIV DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 7 de julio de 2024

Ez 2,2-5: “Sabrán que hubo un profeta en medio de ellos”.

Sal 122: Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia.

2Co 12,7b-10: “Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad”.

Mc 6,1-6: Se extrañó de su falta de fe.

 

El evangelista Marcos nos lleva hasta la sinagoga de Nazaret, donde aparece Jesús enseñando. Era una práctica habitual del Maestro: acudía a la sinagoga del lugar, donde se leía la Palabra de Dios, y enseñaba comentando el texto leído. Los judíos locales estaban también acostumbrados a reunirse los sábados para escuchar la Palabra y recibir una enseñanza a partir de esta por alguien acreditado para ello. El que enseñaba tenía el reto de escudriñar la Palabra divina y acercarla a la comunidad, interpretándola en el contexto que vivían. Debía ser, por tanto un cercano al Señor que había pronunciado esta Palabra recogida por escrito y próximo a las necesidades e inquietudes de los oyentes.

Pero no todo dependía del que proclamaba, también había de poner de lo suyo el que escuchaba. Este podía acercarse con un talante diverso, bien como quien va a recibir algo que entiende ya sabido o que no le interesa, bien como quien quiere dejarse sorprender.

               Llegó Jesús a su pueblo y enseñaba en la sinagoga. Qué mejor comentador de la Palabra de Dios que la misma Palabra hecha carne. Sin embargo, fue testigo, con perplejidad, de cómo sus paisanos se admiraban inicialmente de lo que decía y luego dejaban ahogar ese mensaje por prejuicios, digámoslo así, “pueblerinos”. Era una consecuencia de la cercanía de Dios: tan de nosotros que los suyos se quedaran solo en la carne humana y no vieran al Cristo eterno encarnado (como les pasó a los arrianos). Asfixiaron la frescura del decir de Dios que atraviesa la historia iluminándola con razones humanas de corto alcance, opacas. Quien tenga algo que decir por encima del mensaje divino se querrá quedar con lo suyo, desdeñando lo de Dios; preferirá pobreza a riqueza, penumbra a claridad.

               El Maestro se extrañó de su falta de fe y no pudo hacer allí ningún milagro. La confianza que se la concede a Dios y a su Palabra parece vital para dejarle obrar milagros o darnos cuenta de su acción providencial y milagrosa en la historia común y particular. El milagro no es otra cosa que la corroboración de su Palabra; donde no hay crédito a lo que nos dice, tampoco se sabrá reconocer el milagro. Pero ahí están los profetas, los que saben escuchar y se dejan sorprender por esta Palabra divina. Además se ve empujado a interpelar al pueblo, como un altavoz, para que escuche a su Señor, que lo ama y le exige. Es lo que Dios nos pide a nosotros, profetas por el bautismo: que vivamos atentos a su Palabra y seamos ante los demás testigos de ella con palabra y obra, mostrando lo milagroso de una vida que se deja transformar por Dios.

               San Pablo experimentaba en su cuerpo como un anti milagro, una circunstancia que le resultaba muy molesta y de la cual no sabía cómo librarse. Él la llamaba “espina en la carne”. Llevó su inquietud a Dios por tres veces y escuchó también tres veces: “Mi gracia te basta: la fuerza se realiza en la debilidad”. La Palabra le propició un camino inesperado por el que no desparecía el incordio, sino que lo presentaba como una ocasión para crecer en confianza en Dios y en humildad.

               Profetas para las cosas del mundo y para las nuestras propias, escuchemos bien la Palabra de Dios y dejémonos mover por ella; prefiramos la claridad meridiana que nos viene del Señor para iluminar lo que vivimos, que nuestras razones al margen de su Palabra y destinadas a pasos muy muy cortos. Por ello, tendremos que entrenarnos bien para para aprender a escuchar, y no hay mejor entrenamiento que la práctica. 

DOMINGO XIII DEL T.ORDINARIO (ciclo B). 30 de junio de 2024

Sab 1,13-15; 2,23-24: La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo.

Sal 29: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

2Co 8,7.9.13-15: Vuestra abundancia remedia la falta que ellos tienen.

Mc 5,21-43: “No temas, basta que tengas fe”.

 

No nos hemos acostumbrado a los sustos de la muerte. Un día se llevó a un vecino, otro a una abuela, otro a un padre… y sabemos que tenía que ser así, aunque nos cuesta aceptarlo. Por otro lado cierta, enfermedad, las limitaciones físicas, los dolores nos recuerdan que estamos abocados a ella.

            Y, sin embargo, Dios es el amigo de la vida, el que nos la dio y el que nos ha hecho, como recuerda el libro de la sabiduría “para la inmortalidad”. La justicia de Dios, es la que causa esta inmortalidad. Esta justicia se sostiene en su misericordia y busca, desde su libertad, hacer compartir su propia condición divina con sus hijos, no como algo que les pertenezca por derecho, sino por libre decisión de su amor. La envidia del diablo es la oposición a este regalo, la tristeza por un amor que no es entendido en términos meramente racionales, sino desde la misma dinámica de la predilección amorosa.

            El amor de Dios, por tanto, es quien vence a la muerte en nosotros, incluso, siguiendo el libro de la Sabiduría, en todas las cosas. Quien se hace partícipe de esta realidad de amor, y solo puede hacerlo amando, comienza a vivir ya en la inmortalidad de la condición divina. Jesucristo, recuerda san Pablo, se hizo pobre para enriquecernos a todos. En nosotros, sus discípulos, el despojamiento para el ejercicio de la caridad, desde lo material hasta aquellas actitudes que nos endurecen en la acción configuradora del Espíritu, nos acerca al Señor y nos enriquece portentosamente, porque hace sitio para que Dios obre en nosotros. Aunque físicamente esté muy deteriorada, una persona que ama, muestra un caudal maravilloso de vida.

            Para los judíos del tiempo de Jesús la sangre era la residencia de la vida. La mujer que tenía grandes hemorragias iba perdiendo vida sin que hubiese encontrado nadie que le hubiese podido sanar. Los médicos que la han tratado aparecen como incompetentes para un asunto que solo puede resolver el creador de la vida. Con solo tocar el borde del manto del Maestro, Señor de vida, cesan las pérdidas de sangre. No sale Él en busca de ella, sino que el deseo de tener vida la lleva a ella en silencio hasta Él. Qué episodio tan precioso, tal vez repetido muchas veces en la historia, donde diferentes personas se allegan a Cristo anónimamente, alargando su mano en la multitud, para que toque su presencia cuando pasa, esperando encontrar vida.

            La otra protagonista del episodio está muy enferma, a punto de fallecer. Es su padre quien intercede por ella, buscando al Maestro sanador. Ve en Jesús al único que, en esta situación puede salvar a su hija y así lo hace, a pesar de que, cuando llega a casa de Jairo parecía que ella ya había muerto. Las dos sanadas son mujeres. Existe alguna relación entre los años que la mujer anónima lleva enferma, doce años, y la edad de la niña, doce años. Tal vez, porque la pequeña entra en la edad en que será capaz de concebir vida y esto será patente con la primera menstruación, mientras que la otra señora, lleva doce años con menstruaciones terribles que le harían imposible engendrar.

            Jesús aparece como el Dios protector de la vida que causa vida sanando, como un ejercicio de la misericordia del amor del Padre para todos lo que se acerquen a Él o para aquellos por quienes se intercede. Basta con creer en Él, con tener fe. La muerte pierde en Él toda capacidad para asustarnos. 

DOMINGO XII DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 23 de junio de 2024

Job 28,1.8-11: “¿Quién cerró el mar con una puerta?”.

Sal 106: Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia.

2Co 5,14-17: Nos apremia el amor de Cristo.

Mc 4,35-40: “Vamos a la otra orilla”.

Las barcas que prefiriesen tierra firme a lanzarse al agua no sufrirían los envites de las olas ni el rigor del viento en travesía ni tendrían que preocuparse por el naufragio… Cuántas preocupaciones se ahorrarían, aunque a riesgo de escoger una existencia inútil. Tendrían que hacer resistencia ante lo que sus creadores quisieron para ellas; su oficio les pedía ponerse sobre el agua y navegar.

Las aguas en proporciones pequeñas no asustan, porque pueden ser controladas. Sin embargo, en dimensiones de río, de mar, de océano o lluvias torrenciales causan miedo; nos recuerdan nuestra pequeñez y el poder tan limitado con el que cuenta el humano. Solo se puede navegar en el agua en grandes cantidades, donde es una posibilidad la zozobra y el naufragio.

Teniendo agua en abundancia para la navegación la barca puede conseguir cosas como el transporte de personas o mercancías o la pesca en el lugar propicio. De esta forma la utilizaban los discípulos de Jesús; aquellos con los que hacia una travesía cuando el mar se encrespó mientras el dormía.

Job no podía ni dormir. La vida se le había vuelto un mar embravecido y no conseguía llegar a tierra firme. Le habían sobrevenido desgracias numerosas, la muerte de sus hijos y una terrible enfermedad. Pero aún se mantenía a flote, porque, aunque no sabía por qué le sucedía todo aquello, confiaba en Dios y esperaba en Él, más allá de lo que la razón le daba de sí. Las palabras de la primera lectura, del libro de Job, son la respuesta de Dios al hombre que sufre: es el Creador del mar, el que le ha puesto límites para no acabar con el hombre, porque el Señor ama al ser humano y, aunque no le prive de sufrimientos, no lo va abandonar, lo hará más fuerte, lo llevará al crecimiento de su fe.

¿Qué les habría pasado a los discípulos de Jesús para no tener “aún” fe? El poder amenazador y destructivo del mar los aterraba y olvidaban que Dios era el creador del mar. La confianza de Jesús en su Padre impedía que la tempestad lo inquietase. El sueño de Jesús mientras alrededor se produce el caos es signo de que su descanso está en el Padre Dios. Si sus discípulos no han descubierto que el Maestro es el Hijo de Dios todavía, ese “aún” es la visibilización de que están en camino, pero les falta, su fe no es suficiente, porque no dan credibilidad al poder de Dios manifestado en Cristo Jesús.

El amor de Cristo es un mar inmenso que hace pequeños todos los mares. Las palabras de san Pablo en la segunda lectura nos hablan de Cristo como el que resucitó, el que venció a la muerte y el pecado. El agua aterra, porque puede dañar, porque mata; Jesús da paz y esperanza, porque es superior a la muerte. En él nuestra fe “aún” pequeña o inmadura crece. Los acontecimientos y circunstancias amenazantes son convertidas en oportunidades para, como el mar de los navegantes, llegar a lugares nuevos y volver a casa enriquecido con tesoros maravillosos. Siendo la fe un regalo de Dios, acogemos ese don si aceptamos poner más esperanza en Jesucristo que en cualquier amenaza o desgracia que nos zarandee. 

DOMINGO XI DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 16 de junio de 2024

Ez 17,22-24: “Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré”.

Sal 91: Es bueno darte gracias, Señor.

2Co 5,6-10: Llenos de confianza y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor.

Mc 4,26-34: El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra.

 

Hablemos sobre lo grande y lo pequeño, hablemos, porque de eso nos habla el Señor. Si contásemos con el parecer de nuestros ojos y con el razonamiento más lógico y preciso, preferiríamos lo ya hecho y desarrollado, lo que ha prosperado y ocupa su lugar, aceptado y entendido. ¿Cómo preferir uno de los brotes tiernos de sus ramas al árbol mismo?

            Parece tener Dios afán por sorprendernos con aquello que no escogeríamos, lo pequeño, lo que acaba de comenzar, lo que todavía no sabemos si saldrá adelante.

            Primero hay que considerar que el Señor busca constantemente la renovación. Lo que representa al Pueblo de Israel en la lectura de Ezequiel, el alto cedro, podría decirse también de nuestra Iglesia y, por extensión, de cada uno de nosotros. Se nos invita a mirar a lo que acaba de brotar para hacer algo nuevo. El retoño surge del mismo árbol, por lo que se respeta su identidad y su historia, pero es desgajado de este mismo árbol para iniciar algo nuevo. Esta acción es traumática: ser arrancado de su lugar originario, lo que no debe llevar a olvidar que el Señor guía los acontecimientos para que lo que comenzaba como un fracaso, triunfe portentosa e inesperadamente. Su condición frágil lo convierte en más necesitado de la protección de Dios y, además, una vez crezca y se consolide, prestará servicio a otros, como el árbol a las aves para que se posen y aniden, será un lugar de encuentro y de vida. ¿No estará Dios interesado en que continuamente tengamos presente nuestra fragilidad para poner la confianza en Él, dejarnos arrancar y plantar tantas veces como quiera y así demos más vida? Esto lo podrá hacer y lo hará donde nosotros no veamos posibilidades o nos topemos con un acontecimiento doloroso y desagradable en el que se manifieste nuestra debilidad. La experiencia de las limitaciones de nuestro cuerpo puede frutarnos terriblemente, llevarnos a la búsqueda de sustitutos engañosos o, en armonía con la segunda lectura de la Segunda carta de san Pablo a los corintios, esperar para vivir en el Señor; aguardar y trabajar por la resurrección.

            La lectura del Evangelio recoge esta imagen silvestre para aplicarlo al Reino de los cielo y subraya otros matices. Primero, el Maestro llama la atención por lo misterioso del proceso del crecimiento. El sembrador no sabe cómo una pequeña semilla puede desarrollarse para convertirse en espiga que es cosechada. La intervención humana es fundamental, pero no es la prioritaria ni la decisiva, sino la de Dios que sí sabe, porque Él es creador, la dinámica interna de las cosas y la tiene en cuenta. Después insiste en que lo diminuto se puede convertir en algo grande también lugar de acogida para la vida, como el arbusto de la mostaza, que parte de una semilla casi invisible a la vista, y culminará siendo cobijo para las aves y alimento para los hombres.

            Que Dios haga nuevas todas las cosas, que nos renueve a nosotros, que no nos aferremos a lo ya hecho, afianzado, longevo… ni consideremos nada acabado. Es el Espíritu el que renueva a su Iglesia, nos renueva a nosotros para darnos vida nueva y que seamos espacio suyo donde puedan encontrar acogidas otras vidas que buscan al mismo Señor que nos ha salido al encuentro.