Hch 14,21b-27: Hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios.
Sal 144: Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey.
Ap 21,1-5a: “Todo lo hago nuevo”.
Jn 13,31-33a.34-35: Os doy un mandato nuevo.
“Cuando salió Judas del cenáculo” el resto de discípulos presentes en la sala se quedó con el Maestro. Uno se fue y otros quedaron. Ciertamente había participado Judas de muchas cosas al lado de Jesús, escuchándolo, viéndolo obrar milagros, explicándoles en la intimidad a los más cercanos, hasta incluso había celebrado aquella cena de despedida tras la que él había dejado que el Maestro le lavase los pies. Pensaría que con eso le bastaba, que era mucho y no necesitaba más. Era mucho, pero no lo suficiente. No se quedó hasta el final y, por eso, no pudo ser testigo de su resurrección, de cómo Dios actúa en la debilidad y el fracaso.
Le pudo más quizás lo que le puede a este mundo, a nosotros: lo que nos empuja a salir más que quedarnos al lado de Dios. Allí, en su presencia no tiene por qué haber necesidad de hacer, sino tantas veces lo que pide es estar, así junto a Él y que sea Él que haga, aunque no se le entienda, aunque parezca que todo va a naufragar. Judas salió porque tenía que hacer algo, cuando el Señor solo, solo le pedía quedarse y estar con Él, atento, expectante, receptivo… improductivamente, pero con Él.
El modo como Dios soluciona las cosas y en lo que invierte el tiempo no siempre agrada. En su lugar buscamos una alternativa: hacer nosotros lo que no hace Él; encontrar una respuesta donde Él no la ha dado o donde la dada no convence. Judas salió para buscar una resolución de la situación diferente a la que intuía que iba ofrecer Jesús. Todo lo que se había emprendido debía terminar con un final glorioso y era él el que alcanzaría para sí, para el Maestro, para los demás esa gloria. Nada más marcharse el discípulo Jesús habla de la glorificación del Padre y del Hijo. Se encuentra en la entrega, en la obediencia hasta el agotamiento, hasta un final que solo Dios conoce. En ese desenlace hace una declaración de amor hacia el Padre y pide que se amen los discípulos como Él los ha amado. También ellos se dispersarán cuando arresten al Maestro y lo condenen, pero no habían perdido la referencia a la comunidad y volvieron a reunirse, aun sumidos en la tristeza, tras su entierro. Pocos de los suyos se salvaron del abandono y el silencio cobarde, otra forma de traición; sin embargo, no acabaron de irse y no pretendieron encontrar otra conclusión distinta a la que Dios había preparado. Atemorizados, cobardes y achicados no buscaron gloria en otro lugar; se quedaron hasta un final más allá del final que había puesto la cruz.
Esta fraternidad forjada en la Cruz del Señor será la identidad de los cristianos. Pablo y Bernabé recorrías las comunidades fundadas animándolas e instruyéndolas. Necesitaban aliento y la visita de otros hermanos con fuerte experiencia en Cristo. Estos les recuerdan que hay que sufrir para llegar al Reino de los cielos. La vida cristiana es exigente y sacrificada; también gozosa y alegre.
En la trama del libro del Apocalipsis, hay momentos en los que las fuerzas del mal parecen vencer sobre Dios y el Cordero. La impaciencia de muchos los llevó a ponerse en el bando de los enemigos del Señor; solo los que perseveraron hasta el final alcanzaron el triunfo, solo los que creyeron que Dios realmente hace todas las cosas nuevas, en cielo y tierra. Nosotros no tenemos esa capacidad; sí para unirnos a su poder renovador y no buscar un final glorioso distanciados de Él, marchados del lugar en el que nos ha reunido para celebrar su misericordia.
Este espacio es para nosotros la Eucaristía, a la que podemos acudir y no quedarnos hasta el final. Y es que este sacramento no concluye con las palabras del “Podéis ir en paz”, sino que ha de prolongarse en cada tramo de nuestra vida dándole continuidad en nuestra jornada que el Espíritu va haciendo nueva en Cristo.