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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO XXVI T.ORDINARIO (B). 27 de septiembre de 2015

 

Nm 11,25-29: ¡Ojalá todo el pueblo fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!  

Sal 18,8-14: Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.

St 5,1-6: Llorad y lamentaos por las desgracias que os han tocado.

Mc 9,38-43.45.47-48: “Uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí”.

 

Nuestros bienes los delimitamos con el posesivo (mis tierras, mi trabajo, mis propiedades…), pero también lo empleamos para aludir a nuestra vinculación con las personas y con el mundo,  sirviéndonos como elemento de referencia para delimitar nuestro espacio. Acota, distingue de lo demás o lo asocia, y, en definitiva, tomándolo en su conjunto, tiene la misión para nosotros de señalar y proteger nuestra identidad mostrando unos vínculos específicos y no compartidos por todos. Decir “yo tengo” es, de algún modo, decir “yo existo”.

            Un exorcista furtivo que no pertenecía a los seguidores oficiales de Jesús despierta la censura de uno de los más señalados discípulos para rechazar su actividad. El motivo es que “no es de los nuestros”. El pasaje anterior, recogido en la lectura del evangelio del domingo pasado, nos desvelaba la preocupación de los discípulos por quedarse con el primer lugar. En esta ocasión es uno de ellos, Juan, el que reivindica un poder especial, el de expulsar demonios, solo para su grupo.  Ser los primeros y ser los únicos, lo auténticos, con primacía y potestad que distinguiese a los demás. El posesivo que vinculaba a los discípulos a Jesús, su Señor, su Maestro, se estaba convirtiendo en un instrumento discriminante y excluyente.

Ya existía en el Antiguo Testamento el antecedente de una situación similar, cuando Dios pasó el espíritu de Moisés a un grupo de ancianos y, sobrepasando el espacio destinado para ello, se posó también sobre dos que se encontraban distantes para que profetizaran. También en aquella ocasión hubo voces de censura (cf. Nm 11,25-29) y Moisés corrigió, aprobando que el espíritu estuviese también en ellos y deseando incluso que lo recibiera todo el pueblo. ¿Cómo restringir el don de Dios cuando Él lo quiere dar más allá de donde pensábamos o sin medida?

Esto puede movernos a considerar el uso que hacemos de nuestros posesivos y las implicaciones que trae consigo. Es bueno guardar una identidad y distinción, para lo cual utilizamos el “mi” y el “nuestro”, pero partiendo de una pertenencia que se anticipa y desde donde tienen que integrarse todas las demás: “somos posesión de Dios”, que nos ha creado y nos ha hecho para encontrar la plenitud en Él. Esto nos une en un vínculo primordial fundamentado en la paternidad divina, por el cual somos hermanos y, desde ahí, cuidadores y garantes de la prosperidad de los otros. Por tanto, siempre que se tenga en cuenta esto, las demás pertenencias han de ayudar a recordar y desarrollar ese principio: de Dios y para Dios. Puesto que la gloria de Dios es la felicidad humana, no debe haber posesión que atente contra ella.

A Santiago le hervía la sangre por observar a su alrededor una posesividad dañina de los bienes materiales con los que se hartaban unos a costa de la pobreza de otros. La situación no nos resulta remota y la observamos en situaciones de la micro y la macroeconomía, y la vivimos en también en el seno de nuestras propias comunidades cristianas. Hacerse poseedor de bienes en detrimento de otras personas es desposeerse de Dios. La distribución universal de los bienes, que no elimina el derecho a la propiedad de cada cual, es un principio de justicia cristiana.

Desde lo material, hasta tener la atención de dar un vaso de agua al seguidor del Mesías y tener la delicadeza de cuidar los comentarios para no escandalizar… el que se sabe de Dios y no una auto-posesión, buscar trabajar para Él y para el hermano hasta en el detalle. Si hay algo que entorpece esto, mejor es privarse de ello, aunque cueste, aunque lo creamos muy nuestro. Si por conservar lo “nuestro” perdemos a Dios, habremos hecho una pésima inversión. Lo “nuestro” ha de trabajar por la unidad. Precisamente, una antigua historia sobre el origen del diablo indica que el nombre de Satanás significa “el que separa”. El que se impuso a sí mismo la misión de ser rival del Dios de la unidad para separarnos de Él se cuela entre nosotros para crear enemistades, exclusiones, posesividades… estériles e hirientes. A este Satanás y sus secuaces lo expulsaba ese discípulo anónimo y no oficial. Si hay uno o muchos que trabajan por esa unidad y el bien de las personas, ¿seremos nosotros lo que nos pongamos de parte del diablo por nuestras envidias y celos y estrechez de horizontes? Un poco más, ¿no será uno de nuestros principales cometidos expulsar esos espíritus malos y ayudar a que todos los expulsen de todo lugar? ¡Ojalá y todos trabajasen así por el Reino, aunque aún no conozcan a Jesucristo!

 

DOMINGO XXV T.ORDINARIO (B). 20 de septiembre de 2015

 

Sb 2,12.17-20: Si el justo hijo de Dios, lo auxiliará.

Sal 53,3-8: El Señor sostiene mi vida.

St 3,16-4,3: Donde hay envidias y peleas, hay desorden y toda clase de males.

Mc 9,30-37: …Por el camino habían discutido quién era el más grande.

 

Resulta tan antipático el sufrimiento que no es escatima en recursos para alejarlo lo más posible de la vida. La tolerancia al dolor ha decrecido enormemente, pero los medios actuales posibilitan minimizar el sufrimiento físico y psicológico; el sacrificio y el esfuerzo serio no despiertan especial adhesión; la ascesis y la austeridad suenan a poco más que obsoleto y estéril. Y tal vez hoy día se sufre de manera exagerada, allí donde el sufrimiento se convierte en más nocivo, en aquel lugar que podemos llamar corazón o espíritu. La medicación psiquiátrica, tan abundante hoy en día, no resuelve el vacío interno, la sensación de fracaso, de sinsentido, la falta de esperanza… 

            Cristo ofrece una respuesta a esta desazón interna y dañina, invitando a un sentido de la existencia que parte del reconocimiento de un Dios Padre bueno y misericordioso que ama personalmente y pretende la felicidad eterna de sus hijos. El tacto divino llega a tocar en las sensibilidades más vulnerables y más dañadas sanando y dando lo necesario para una vida feliz. Este trato personal con un Dios Padre es original del cristianismo, donde no solo ha habido y hay Palabra, sino también carne, la carne de un Dios hecho como nosotros y necesitado en lo humano de encontrar sentido también en el Padre para su propia vida.

Lo precioso de esta historia topa con un acontecimiento asombroso y desconcertante, que puede poner en suspenso todo el mensaje de salvación: la pasión y la cruz del Hijo de Dios. La dulzura del mensaje evangélico parecía eximir de la aspereza de todo sufrimiento, salvo aquel mínimo indispensable requerido por el necesario crecimiento humano. Todavía es más inquietante constatar que la mayor cantidad de sufrimiento es producto de la acción humana.  El hombre se hiere a sí mismo sin propósito de detenerse, lo cual hiere la sensibilidad y hasta dudar de la propia capacidad para el cambio. La contrariedad llega hasta la perplejidad al encontrarnos con el Hijo de Dios asesinado por el mismo hombre. El signo de la cruz identifica a los cristianos y en él se refleja lo irremediable de una situación que de un modo u otro toca a todos.

            Uno y otro y otro y otro… discípulos de Jesús coincidía en el seguimiento de su Maestro. Las expectativas eran grandes pero en cierto punto diferían de las enseñanzas de su Señor. El momento crucial era el de la pasión y la cruz. La felicidad eterna exige un paso amargo por donde nadie quiere. El anuncio de la pasión que hace Jesús deja indiferente a sus discípulos. Es una forma de respuesta que solo esconde el problema. No entendieron y no quisieron entender. Les resultaba más cómo acudir a lo conocido, un tipo de gloria tangible a su alrededor con grandeza de poder. El poder parece disipar el miedo, pero en nada mitiga la soledad y el vacío interno. El Maestro responde a la actitud de los Doce sin reprender, pero corrige proponiendo una vida de servicio. La lección magistral definitiva se produjo en la Cruz.

            La actitud humana invasiva, arrolladora, prepotente que tanto mal genera, suscita una solución de alianza con el poderoso para despejar el miedo. Como siempre, pensando humanamente, nos quedamos cortos. Cristo va más allá y propone la alianza con el verdaderamente poderoso, con Dios eterno, que es capaz de alumbrar las oscuridades más recónditas y desvanecer los miedos más feroces, como el del sufrimiento. En un mundo donde se sigue volcando tanto mal, el discípulo no pretende distanciarse del sufrimiento haciéndose ajeno a la realidad, tampoco se vincula al daño para cebarse con otros y escapar él, sino que lo asume desde la certeza de la ayuda de Dios. No pretende una ingenua extirpación de todo dolor de su vida, sino encontrar sentido profundo en un trance parecido, como experiencia humana, al de Jesucristo sufriente en la cruz. Allí donde hubo triunfo de resurrección provocará que aquí en mi ahora de dificultad exista una pequeña victoria de sentido de vida, donde se alcanza mucha luz venida de Dios.

            La respuesta cristiana a la envidia, la injuria, el resentimiento, el egoísmo y toda otra acción humana dañina es la misericordia, que asume el sufrimiento para que Dios lo llene de sentido de servicio en el perdón. ¡Qué extraño es este camino hacia la felicidad eterna! Sin embargo, quien logra vivirlo ¡cuánta vida descubre donde parecía no haberla y cuánto bien lleva a su alrededor!

DOMINGO XXII T.ORDINARIO (B).30 de agosto de 2015

 

Dt 4,1-2.6-8: “¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros siempre que lo invocamos?”

Sal 14,2-5: Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?

St 1,17-18.21b-22.27: Todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba, del Padre de los astros.

Mc 7,1-8.14-15.21.23: “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”.

 

Las comparaciones, tantas veces odiosas, de cuando en cuando ayudan para la elección. Dios se deja comparar con otros dioses, el Altísimo con otras alturas, para que, una vez sacadas las conclusiones pertinentes, escojamos. A los ojos del mundo politeísta del tiempo de Moisés, Israel era solo un pequeño pueblo entre los múltiples y poderosos pueblos del entorno. Su Dios era uno entre tantos dioses. La tentación a arrimarse a los dioses de las otras naciones fue constante desde que salieron de Egipto hasta todo el periodo monárquico. De hecho, la idolatría fue uno de los más graves pecados del pueblo judío. ¿A qué dioses rendiremos pleitesía? El poder de ciertas civilizaciones anuncia un dios poderoso; las riquezas de otras, un dios generoso; los prodigios de unos pueblos, un dios portentoso… ¿Qué atributo posee el Dios de este pequeño pueblo sacado de la esclavitud de Egipto para superar en la comparación a los demás dioses de las otras naciones? Sencillamente que es un Dios cercano y ha dado una Ley justa. Esto le bastaba a Israel para preferirlo.

            Un dios poderoso podrá tener imperio sobre el cielo, la tierra y el mar, y así agitar tormentas, abrir el suelo  o enfurecer las aguas del océano… hasta hacer temblar el cuerpo entero. Pero el mayor poder es que el que cautiva el corazón humano para abrirlo a la misericordia, la verdad y la justicia, para que no tema y confíe en su Señor. Algunos dioses ordenarán esto y aquello bajo amenaza y miedo o con engaño fraudulento, pero el mejor mandamiento es el que cuida a la persona y la hace crecer. En solo dos cosas el Pueblo de Israel lo vio todo y eligió lo mejor.

            Las idolatrías de antes son las de ahora, y no hace falta mucho para deslumbrarnos con diosecillos muy prometedores, pero tiránicos y embusteros. Donde observamos un resquicio de felicidad fácil y sin compromiso, sufrimos la tentación de ofrecer nuestro corazón, sin discernir seriamente si aquello nos conviene o no. “Todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba”, predica Santiago en su carta, luego habrá que indagar y comparar si lo que nos cae por encima llega verdaderamente del Padre de la vida (de los “astros” dice Santiago, como refiriendo que estos, en los que muchos creían hallar conocimiento sobre sus vidas, están sometidos a Dios), o de algo bastante más bajo y nada beneficioso. Los preceptos de Dios Padre mueven a ejercer la paternidad con las personas y a velar más intensamente por los más desprotegidos (huérfanos y viudas en tiempo de Santiago).

            Considerando que Dios está muy cercano, podremos detenernos a descubrir qué mandatos vienen de Él, qué cosas nos dan vida y cuáles nos la quitan. Y, desde aquí, también qué personas vienen de Dios, porque sus vidas se acercan a las entrañas paternas de este Señor, y lo vemos en sus obras, que se acercan a las necesidades reales.  

            En lo que nos han dejado nuestros mayores, nuestros padres, habrá que distinguir entre lo procedente del Dios Padre y lo que no; entre lo que siempre será valioso y lo que sirvió para un momento; entre lo que fomenta la vida y lo que la constriñe. Ese interés por descubrir la voluntad de Dios en nuestro día a día es un ejercicio más molesto que el simple dejarlo o cogerlo todo, pero nos hace más libres y más de Dios. ¿Llegaron estos fariseos a los que interpela Jesús a cuestionarse si sus “tradiciones”, por muy antiguas que fuesen, les acercaban a Dios, les facilitaban la felicidad, los mejoraba en el amor? Una buena forma para nuestro propio discernimiento es valorar lo que sale de nuestro corazón. Para ello hacer falta hacer un examen serio y sincero de nuestra vida; y no se trata de buscar culpabilidades dañinas, sino darnos cuenta realmente de lo mucho o poco que estamos desaprovechando el don de Dios y evitando así la alegría que nos viene de Él y que tenemos responsablemente que compartir. Puede ayudar ese doble atributo de Dios: cercanía al corazón de las personas y mandamientos (podríamos llamarlos en nuestro caso “pautas de vida”) que protegen toda vida.  

DOMINGO XXI T.ORDINARIO (ciclo B). 23 de agosto de 2015

 

Jos 24,1-2ª.15-17.18b: “¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros!”.

Sal 33: Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Ef 5,21-32: Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano.

Jn 6,60-69: “Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?”.

 

El libro de Josué, donde se narra una conquista fulminante de la Tierra Prometida por el Pueblo de Israel liberado de la esclavitud de Egipto, acaba con una reunión en el santuario de Siquén. En aquel enclave religioso, tras tener el dominio de la tierra prometida a sus padres, Josué insta al pueblo, tribu por tribu, a que se decida si va a seguir al Señor o a otros dioses. La respuesta unánime fue la lealtad al Dios que los sacó de la esclavitud. El contexto de exaltación tras la conquista del país con éxitos militares extraordinarios facilita una respuesta de adhesión a Dios. Pero el entusiasmo no se sostendría en el tiempo. El libro siguiente, el de los Jueces, revela una conquista lenta, sufrida, con largos periodos de sometimiento a pueblos más fuertes… y de infidelidad a Dios. La perseverancia se mantiene en la victoria, pero en la derrota se deteriora y cede. Sin dejar de ser el mismo ni de velar por sus hijos, Dios observa cómo se acercan y cómo se alejan los que Él ama. Todo depende de si el Señor satisfizo sus expectativas o decepcionó.

                Cierto día miles de judíos contemplaron el triunfo de Jesús en una montaña donde repartió pan para todos. Recibieron comida sin pedirla y pudieron descubrir al Dios providente que se anticipa a las necesidades de los suyos como Padre bueno. Y esperaron más de Dios, aunque no tanto para alcanzar a contemplar los bienes que el Altísimo les ofrecía. No basta el alimento, no basta el vestido, no basta la salud ni la educación… aún hay mucho más para todos, con tal de esperar aquello que se brinda. Fueron capaces de subir a una montaña en la búsqueda del Jesús de los signos, pero no quisieron subir más allá a las Alturas del Jesús Hijo de Dios Pan de Vida. Era una pendiente dura que implicaba cambios: no solo un mayor esfuerzo en el camino, sino otra forma de caminar. La dureza venía dada fundamentalmente porque requería una novedad profunda: en las expectativas que se tenían de Dios que coinciden con las expectativas que uno tiene de sí mismo y de la vida. Cierto día, posiblemente el mismo, lo que habían subido bajaron con el vientre lleno de decepción.  

                El discipulado no garantiza la comprensión del Maestro en sus pormenores, ni siquiera a veces en asuntos de calado. Unas veces seguirá por convencimiento y otras veces por la confianza puesta en el propio Maestro. ¡Cuántas veces acercamos nuestras manos al Señor para que Él las colmase con lo necesario! Y sin embargo nos las devolvió con lo que no esperábamos ni pedíamos e incluso con el mismo vacío con que las llevamos. Los momentos en que regresamos de junto a Dios con el estómago lleno pueden no ser muchos, incluso escasos. No sucede así con el espíritu, nunca defraudado por Dios cuando esperaba de Él vigor y reciedumbre. Mientras miremos a Dios con propósito de que se acomode a nuestro sentimiento para simplemente hacernos sentir bien, nada entenderemos del Pan de Vida ni del banquete de la Eucaristía, donde se comparte vida con Dios y en fraternidad.

                Hay un Cristo que provoca cercanía y hay otro que distancia; siendo el mismo a uno se le entendió hasta cierto punto, al otro sencillamente se le amó. Aquí se inició una verdadera historia de amor. Como el Cristo del Pan de Vida ya no atrae, preferimos comernos solos nuestro pan, hasta que nos hastiamos de él o lo encontramos insuficiente y volvemos a buscar al Señor para pedirle lo mismo. Es una peregrinación circular que no mira realmente a los ojos al Salvador, porque no dejan de mirarse los sentimientos propios, como si fueran soberanos de la historia, de mi historia.

                Pero las palabras de Jesús, palabras de vida eterna, no decaen; ahí están para quien las quiera oír. Ellas llevarán su mensaje de puerta en puerta con insistencia, pero sin avasallar, a las casas de cuantos las hemos oído muchas, muchas veces sin entender en ellas más que pan, pan y pan de estómago. ¿Cómo entender la sumisión que pide Pablo de unos para con otros, cuando no sirvo más que a mis propios afectos y sentimientos? De ahí que se le entienda tan mal al apóstol y encuentre pronto censores que interpretan algunas de sus palabras, como estas de la carta a los efesios, en clave de misoginia. Los hay aún más feroces que separan a Pablo de Cristo y lo convierten en maquinador de lo que el Maestro ni dijo ni quiso. Los estudiosos encontraran motivos cabales para la interpretación (quizás hay mucho arrimo al contexto patriarcal de la época…, quizás alude a circunstancias propias de algunas comunidades…, hay que mirarlo, sin duda, desde la relación de Cristo con la Iglesia…), pero no dejar de ser Palabra de Dios e invita a que no nos detengamos en buscar razones solo de estómago o de vísceras, sino de eternidad en un Dios que quiere la felicidad de todos y, como Padre bueno, no discrimina, sino que busca la felicidad en la fraternidad.

                Que no nos decepcione Dios, que no trae motivos sino para alegrar y saciar, como tal vez no esperábamos, pero con lo que realmente nutre y eleva. Que perseveremos en fidelidad sin que tenga que imperar sobre nosotros nuestro ánimo ni nuestras derrotas coyunturales, que siempre podrá contarse como victoria estar con el Señor. Que busquemos ese Pan de Vida que a tantos decepciona y para muchos ni siquiera cuenta. Si no es a Él, ¿dónde acudiremos?

DOMINGO XX T.ORDINARIO (ciclo B). 16 de agosto de 2015

 

Pr 9,1-6: “Venid a comer mi pan y a beber mi vino”.

33,2-3.10-15: Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Ef 5,15-20: No os emborrachéis con vino… sino dejaos llenar del Espíritu.

Jn 6,51-58: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”.

 

El guiso servido en la mesa sostiene una historia donde se lavó, se peló, se troceó, se coció… y antes aún se cultivó y recolectó, se crio… cuanto ahí aparece. El producto que llena el plato es una mezcla armoniosa llena de sabor y de sustancia. En aquella comida tan bien conjuntada se identifican poco los ingredientes con lo que un día fueron. Dejaron de ser lo que fueron en particular, para ser ahora algo en conjunto dispuesto para ingerir. Pero, tras pasar por la boca, sufrirán una transformación más asombrosa: todo cuanto pase y se asimile, se convertirá en humano, formará parte de nuestra propia carne. Sostiene así otra historia que está a punto de comenzar para seguir permitiendo la vida. Murieron para que un alguien humano viviese.

            Apenas hay alimentos que tomemos sin elaboración: como poco hay un lavado o un troceado. Por decirlo así, tenemos que “amansarlos” para poder recibirlos. Cuanta más elaboración, más arte también se implica. La cocina es amiga del estómago; en ella se preparan los alimentos para facilitar su ingesta, agradar al comensal y, por supuesto, nutrirlo.  Lo que llevó en su preparación un tiempo considerable, desaparece del plato en instantes. El cuerpo se tomará también su tiempo para asimilar. Esta historia tiene una repetición diaria, y más que diaria. No nos cansamos de comer; tampoco el cuerpo se cansa de pedir.

            Dios quiso hacerse alimento. Todo cuanto nos evoque la comida servirá para referirnos a Dios-comida. El evangelio de Juan nos habla a lo largo de todo el capítulo sexto del Dios-comida como Jesús-pan. El texto del evangelio de este domingo corresponde a la segunda parte del llamado “Discurso del pan de vida”. Los estudiosos consideran que la primera parte trata de un alimentación espiritual, la fe, y esta segunda se refiere a la propia Eucaristía, donde literalmente “se come” el cuerpo de Jesús. Lo primero es necesario para que aproveche lo segundo, así como es necesario preparar los alimentos para tomarlos con gusto y eficacia. Hace falta creer en Jesucristo hecho hombre por amor a nosotros, muerto en la cruz para nuestro perdón y resucitado para nuestra salvación, para poder comer con provecho el pan de la Misa y que sea eficaz en nuestra vida.

            Comemos y comemos y la boca no deja de abrirse por el hambre. Podemos alargar el ayuno a voluntad, pero al final tendremos que volver a comer o morir sin remedio. La comida es de algún modo recuerdo de que vamos hacia la muerte. El Dios comida nos proporciona lo contrario: un alimento que aviva nuestra memoria de que caminamos hacia la Vida. Tendrá vida el que viva como el Señor de la Vida, Jesucristo, con misericordia, verdad y justicia, pero además coma su pan, que resume y condensa toda la fuente de Vida que Él vivió y nos aporta ahora a nosotros en el Espíritu. Qué mejor nutriente para la vida eterna que la carne del Resucitado.

En la Eucaristía se prepara una mesa prodigiosa para un manjar prodigioso, alentados por una Palabra viva. Quien descubrió a Cristo realmente presente en su vida, entenderá este pan de la Misa como un alimento real de eternidad, que exige una buena preparación diaria, como quien se entrena para un acontecimiento importante. Cuanto más se saboree a Cristo en lo cotidiano, más sabrá este pan a Cristo, pues es Él, y más se sentirá la vida eterna y lo que ella está ya trayendo a mi propia historia. Más nos llenaremos del Espíritu que, distribuido por todos nuestros miembros como la sangre que transporta el alimento, provocará vida eterna en todo nuestro ser. 

DOMINGO XIX T.ORDINARIO (ciclo B). 9 de agosto de 2015

 

1Re 19,4-8: Comió y bebió y con la fuerza de aquel alimentó caminó…

Sal 33,2-9: Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Ef 4,30-5,2: No pongáis triste al Espíritu Santo.      

Jn 6,41-51: El pan que yo os daré es mi carne, para la vida del mundo.

Cuantos más sean los trabajos o los esfuerzos, más comida será necesaria. Cuando se come menos de lo que el cuerpo necesita, faltarán las energías y no se podrá cumplir con la tarea. Mientras Jesús se nos revela como el Pan de Vida en este largo capítulo sexto del evangelio según san Juan que estamos escuchando en estos domingos, la liturgia nos acerca a descubrir la necesidad del alimento venido del cielo. Las lecturas de este domingo así lo hacen.

Elías, el profeta vehemente y fogoso, defensor de la fe en el único y verdadero Dios en medio de una sociedad con una religiosidad idolátrica, cómoda y confusa, se sació de éxito hasta hartarse en el monte Carmelo, cuando hizo ver a todo el pueblo claramente quién era el verdadero Dios. Venció a todos los profetas de los Baales y acabó con ellos, dejando al pueblo un testimonio de la fe verdadera. Luego salió huyendo al saber que la reina buscaba darle muerte. Estos son los acontecimientos precedentes al pasaje de hoy. Tras una jornada de camino, una sola jornada por el desierto siente desfallecer y se desea la muerte. ¿No le alimento el triunfo reciente? ¿No le bastó su confianza en Dios? Sin agua y sin alimento aquella sola jornada entre el calor y la aridez del desierto fue suficiente para consumir sus fuerzas. Contrasta el éxito anterior, tan cercano aún, y esta derrota tan contundente donde no solo falta el alimento, sino también ha decaído el propio ánimo. El ángel enviado por Dios le proporcionó lo necesario para restablecer las fuerzas: pan y agua. El profeta tenía aún varias misiones importantes que realizar, Dios se lo pedía; no podía rendirse en este camino. Con estos alimentos anduvo cuarenta días y noches hasta el lugar del encuentro con Dios.

¿Conocemos hasta donde llegan nuestras fuerzas? Probablemente sí, y esto no ha de hacer cautos. ¿Conocemos hasta donde pueden llegar las fuerzas conseguidas con el alimento proporcionado por Dios?  Es más fácil dudar aquí, si no tenemos experiencia de su pan cuando flojearon nuestras piernas, nuestros brazos no nos respondían como queríamos o nuestra mente comenzó a desvariar en torno a la tragedia. Puesto que es el Pan Vivo bajado del cielo, nos dará fuerzas celestes para afrontar con una energía divina cuanto nos suceda por el camino y el camino mismo.

Los paisanos de Jesús sabían hasta donde podían llegar las fuerzas humanas y por eso desconfiaban de Jesús y lo criticaban. De lo humano siempre se espera algo humano. Pero esto significaba conocer solo a medias a Jesús, lo que equivalía a desconocerlo por completo, porque también Él era el Hijo de Dios eterno. Y todavía más desconocido saber que Él era el Pan Vivo, el que entregaría su vida en la cruz y resucitaría y quedaría también como pan sagrado para la vida eterna. Esta alimento divino no ignora los otros, sino que nos hace recordar como toda comida nos da fuerzas para vivir y la vida es don de Dios, pero nosotros no nos conformamos con vivir esta vida, sino que aspiramos a la vida de la eternidad. Si no comemos de este Pan Vivo, desfalleceremos en nuestro camino y desearemos muchas veces la muerte, como Elías.

La muerte en cierto sentido nos puede venir de muchas formas, al menos como una inclinación hacia ella: en el desánimo, más aún en la desesperanza, en el pecado, en una vida ajena a Dios que, por tanto, no espera más allá de esta vida… La bondad, la comprensión, el perdón, a los que se refiere san Pablo en la carta a los Efesios, son frutos de este alimento que da Dios gracias a su Espíritu que multiplica las fuerzas humanas y es capaz de transformar un pan cualquier en el Pan Vivo que es Cristo. Este Pan revive y reanima las energías con un vigor contundente que viene de Dios y acerca a Dios. ¿Cómo va a esperar en la vida eterna quien no reconoce al Dios vivo dándonos de comer un alimento también de eternidad?

Esperemos de Dios lo que no podemos esperar de nosotros mismos y pidámosle poder comer de su Pan vivo para vivir la vida eterna, mientras os esforzamos en hacernos merecedores con el trabajo de nuestro corazón y nuestra mente, para gustar y ver el alimento bajado del cielo; así, con más fuerzas proporcionadas por este alimento, trabajaremos con más ímpetu y eficacia por el Reino. 

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