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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO. 7 de junio de 2015

 

Ex 24,3-8: «Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos.»

Sal 115,12-13.15.16bc: Alzará la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor.

Hb 9,11-15: así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna. 

Mc 14,12-16.22-26: “Tomad, esto es mi cuerpo”.

 

Un sacerdote se acercó a celebrar la Eucaristía con fuertes dudas sobre la presencia real de Cristo en el pan y el vino consagrados. En el momento de la consagración observó que sobre el corporal caían unas gotas de sangre. Era la forma consagrada, que estaba sangrando. Atónito, detuvo la celebración y fue con el paño ensangrentado a la sacristía. Esto sucedía hacia mediados del siglo XIII. Los teólogos designados para la investigación del caso concluyeron que había sido un milagro. Esto sucedía en la ciudad italiana de Bolsena. Al año siguiente el papa Urbano IV instituyó la fiesta del Corpus Cristi. Se conservan las reliquias en la catedral de Orvieto.

Éste, el llamado milagro de Bolsena, es uno entre un grupo numeroso de milagros eucarísticos de distintas épocas. Tiene la peculiaridad de haber motivado que el papa Urbano IV instituyese la fiesta del Cuerpo de Cristo en 1264, al año siguiente del suceso.

Un acontecimiento excepcional como el relatado, no es más que una pequeña llamada de atención sobre lo realmente extraordinario y milagroso y, sin embargo, cotidiano: la Eucaristía. Esta fiesta no celebra nada distinto a lo que se celebra en cada misa, sino que se encarga de subrayar lo maravilloso de este misterio para que no deje de sorprendernos. Es un momento para detenerse y contemplar que aquello que parece solo pan, es mucho más que pan; y que comerlo no es tomar cualquier cosa. Es un momento para contemplar en su significado y realidad lo que vemos en una forma de harina cocida. Pero para ello hay que prepararse.

            El evangelio de Marcos ocupa tantas palabras en relatar los preparativos como en decir lo que sucedió  en la última cena de Jesús. Una celebración especial no será igual con preparación previa que sin ella. Aquella cena tuvo a unos discípulos encargados de disponerlo todo de antemano, pero, aún más, a un Jesucristo preparándose para ese momento desde el inicio de su vida pública; un poco más, era la condensación de su vida entera que culminaría con su pasión y resurrección. Aún se puede apurar otro poco: estaba preparándose desde los orígenes de la historia de la humanidad, para recoger todo su sentido y haciéndolo asomar a la plenitud de la vida eterna.

Por eso no basta con comer; hay también que contemplar para saber lo que comemos. Esta es la preparación necesaria para que la cena se aproveche mucho, al máximo. Antes de acercarnos al banquete podemos observar todo dispuesto y fijarnos en los platos vacíos. Ellos sostendrán el alimento antes de ingerirlo. Como después nosotros seremos quienes lo sostendremos una vez tomado, para que, bonita paradoja, sea el alimento el que nos sostenga a nosotros.

El plato vacío invita a pensar en muchas cosas: en el deseo de alimento, el hambre y el trabajo para conseguir el sustento. En los que permanecerán con el plato vacío; los que, teniéndolo lleno, decidieron tirar la comida; los que pudiendo llenar el de otros no lo hicieron y colmaron el suyo hasta verterse. En las personas que trabajan para que la comida llegue a la mesa y los que no trabajan exigiendo que siempre esté el plato lleno. También los que dejan su plato vacío o a medias para que les llegue a otros. Abre también a las expectativas de los que piensan: “¿Qué habrá hoy de comer?”, y el desencanto de los que parece que nunca tienen hambre, o los que siempre gruñen porque anticipan que no les gustará la comida. Los alérgicos a ciertas sustancias se preocuparán de que lo que llegue no tenga nada que les cause daño; pero, pueden contemplarse otro tipo de alergias, buscando que esa comida no tenga nada que haya hecho daño a otros por un trabajo precario, por explotación laboral, por el robo de la dignidad. El plato es la peana de la caridad. Éstas son solo algunas cosas que se pueden contemplar…

Y, en ese plato vacío, aún limpio, nos podemos reflejar nosotros, que vamos a ser “plato de la carne de Cristo” cuando lo comamos. ¿Qué vamos a comer? Al Hijo de Dios hecho carne para nuestra salvación. ¿Y eso qué significa? Habrá que contemplar ese alimento muchas veces y, aunque lo comamos, seguir contemplando este milagro increíble con cuanto repercute en la vida personal y comunitaria; en la historia de la humanidad y en la relación de Dios con los hombres. Cuanto más contemplado, a más milagroso nos sabrá, a más pan de vida, de justicia, de fuerza para la transformación de cuanto nos rodea; a más Dios con nosotros y nosotros en camino de resurrección. Contemplando y contemplando, menos dudas quedarán sobre lo que es este pan y más temblaremos al acercarnos a él por la responsabilidad que nos exige. Y esto, porque ese pan, fruto de la tierra y del trabajo humano, es transformado por el Espíritu de Dios en el cuerpo resucitado del Hijo. ¿No podrá el Padre por este alimento convertir cuanto existe en obra de caridad? Lo hará, pero no sin nosotros. 

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD. Domingo 31 de mayo de 2015

 

Dt 4,32-34.39-40: ¿Hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo?”.

Sal 32: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

Rm 8,14-17: somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos.

Mt 28,16-20: sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

 

Tal vez haya más respuestas de lo que parece. Esas dudas o enigmas irresueltos que nos piden atención, al menos de cuando en cuando, pueden quedarse mudos, sin que les prestemos especial interés, o inquietarnos hasta el punto de creer necesaria una explicación. Podemos preguntarnos sobre lo pequeño y lo gigante, lo próximo y lo lejanísimo; en todo caso preguntamos porque nos afecta, tiene que ver con nuestra vida y lo que la rodea.

“Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos…” Moisés, el amigo de Dios, orientaba a su pueblo en la búsqueda de soluciones a los enigmas. Sobresalía el misterio de Dios. La duda puede ser un lecho de paja que necesita la chispa que lo encienda. Seguimos aún tan cercanos como distantes de sentirnos satisfechos. Si no acarreamos con nosotros un buen puñado de preguntas no despertaremos nuestros sentidos de una rutina tediosa y sin más alicientes que la

Pregunta a aquellos árboles que florecen cada primavera y luego dan fruto a su tiempo sobre el misterio de la vida; preguntemos al sol sobre la responsabilidad de iluminar y calentar; a los astros sobre el orden y el movimiento o sobre la belleza… Preguntemos a nuestra historia qué hay de azar en todo ello, qué de camino a la deriva; a nuestros seres queridos sobre la casualidad que nos hizo encontrarnos. ¿No se puede observar en todo esto un orden, un proyecto, un interés amoroso en que todo prospere?

            El empeño por negar la providencia divina y reducir cuanto existe a un golpe fortuito de la nada parece un movimiento antinatural. Preguntemos a nuestra vida si recibe más sentido del deseo amoroso de Dios que ha querido nuestra existencia o, por el contrario, de un azar inexplicable. Así nos iremos acercando al origen, a la fuente de todo. Pero no basta. Es el paso del algo al alguien, del alguien a un próximo, del próximo a Aquel sin el cual se desmorona mi vida.

            Es el momento para guardar silencio y aprender, aprender aún más y más allá de las respuestas de la naturaleza y saber del Nombre de este Dios tan cercano y tan distinto, al que no puedo abarcar, pero sí coger de la mano. Es el tiempo de los silenciosos que trabajan sin descanso para tener un diálogo constante con Dios. Estos son los que han sido llamados para tender oídos en la soledad monástica y despejar ruidos de su vida para hacerla silenciosa y capacitada para la Palabra de Dios. Buscan el silencio para que Dios hable y en esas casas de clausura se abre una brecha por la que se cuela al mundo la acción misericordiosa del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

            La Resurrección de Jesús no disipó todas dudas, ni siquiera el envío del Espíritu Santo. Los discípulos de Jesús se acercaron con el triunfo sobre la cruz bajo el brazo adonde el Maestro les había dicho, a un monte de Galilea. Al verlo se postraron, pero algunos vacilaban. Se trata de una dubitación que requiere una fe renovada cada día a cada reto. Si no experimento a Dios en mi vida y esa experiencia consiste en la paternidad misericordiosa del Padre, la fraternidad elocuente del Hijo y la fuerza vital del Espíritu, la duda puede desplazar las respuestas que Dios nos va poniendo. Quien tiene una respuesta suficiente a la pregunta sobre Dios, porque sabe llamarlo “Abba”, Padre, tiene también responsabilidad en que otros lo conozcan y lo conozcan Padre, Hijo y Espíritu. Él trae no solo trae respuestas, también preguntas y despierta en nosotros lo que antes no nos había planteado. Así nos iremos dando cuenta de que la respuesta fundamental es el gozo en Dios, la alegría de ver cómo el Padre y el Hijo se aman en el Espíritu y cómo así nos hace partícipes de su amor.

¿No es el ejercicio de amor la respuesta total a la pregunta del amor, que subyace debajo de cada una de nuestras cuestiones?

DOMINGO SOLEMNIDAD DE PENTECOTÉS. 24 de mayo de 2015

 

Hch 2,1-11: Se llenaron todos de Espíritu Santo.

Sal 103,1ab.24ac.29bc-30.31.34: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

2Co 12,3b-7.12-13: Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu.

Jn 20,19-23: Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo”.

Cuando todos los demás espacios se han convertido en lugares inhóspitos y amenazantes, cuando tras las miradas hay sospecha y prejuicio, cuando se ha perdido la seguridad de la persona que tiraba de todos animando, trayendo una novedad inaudita… aún queda la casa y la familia para estar en el lugar propio con los propios. Jerusalén se había convertido en un campo de derrota y fracaso, pero aún conservaba un lugar para cobijarse, el hogar donde Jesús había celebrado la cena de despedida con sus discípulos.

            Una casa cerrada a cal y canto más que un cobijo es un escondrijo. Si el hogar no es ese espacio luminoso donde se vive con los íntimos pero con apertura a que otros entren y se pueda también salir hacia otros lugares, entonces el ambiente se enrarece, porque no se renuevan los aires de aquellas estancias y todos terminan por respirar la misma tristeza contagiada.

            Los discípulos del Señor, que tanto habían caminado con Él por Palestina, se encontraban ahora parados y encerrados. El miedo convierte la casa en caverna. La aparición del resucitado en medio de ellos descubre una nueva puerta por la que accede Dios cuando todas las demás están selladas. Trae paz a unos corazones hostigados por la tristeza de la muerte del Maestro. Trae las huellas de la pasión como el picaporte que se toma para abrir y pasar por una puerta insospechada: la de la resurrección.

            Este encuentro con el Resucitado llena de lo que tan faltos estaban, de alegría, pero aún no habrá reforma en la casa hasta que sople sobre ellos para insuflar el Espíritu Santo. Hay una distancia de cincuenta días entre esta aparición que relata san Juan en su Evangelio y el episodio de Pentecostés del que habla san Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, pero pueden hilvanarse sin complicación. El Espíritu sobre los discípulos abre la clausura del miedo y hace crecer la casa con proyección universal. Tantas lenguas como lugares y todas proclamando la misma noticia, la maravillosa intervención de Dios entre nosotros. Ese impedimento recio que impide llegar a otras casas y que aísla en comunicación, el idioma, ya no tiene poder para que aumente el hogar de los discípulos del Señor.

            El cambio es abrumador: de un pequeño cubículo blindado como el único donde aquellos pocos discípulos podían encontrar protección (la añoranza de los momentos junto al Maestro en un recuerdo sin esperanza), se pasa a una mansión con las dimensiones del mundo, donde cualquiera puede entender en su propio idioma al resucitado.

            ¿Qué tendrá el Espíritu para agrandar, disipar miedos, alegrar, esperanzar, mover… a los que se habían achicado hasta hacer que su mundo fuese un lugar tan reducido como una casa? Junto a esto un poder especial para perdonar pecados o retenerlos. Un elemento fundamental de la misión de Jesucristo ha sido la llamada a la conversión y el perdón los pecados. Combate el mal y el pecado como un objetivo absolutamente prioritario. Lo que da Jesús con su Espíritu es la prolongación de este ministerio que deberán realizar sus discípulos. Podemos ver en ello el perdón sacramental conferido a los sacerdotes; también el poder de la comunidad para extender la misericordia de Dios de muchas maneras (podríamos decir que en muchas lenguas). De ahí que la imagen del cuerpo que ofrece san Pablo en la primera carta a los Corintios sea tan elocuente: describe la acción del mismo Espíritu Santo en cada cristiano donde se manifiesta de manera diferente, dependiendo del carisma, del servicio o la misión que encomiende. Sin rivalidades y con comunión, sabiendo y viviendo que el éxito del otro es el de Dios y el mío propio, el de la Iglesia.

Trabajar por abrir, por saltar cerrojos, liberar y favorecer el crecimiento. A través del perdón se abre una ranura por la que se cuela Dios y se hace presente en medio de la vida de cada persona; más aún, Él es el que posibilita esa brecha. El poder para retener pecados, parece hacer alusión a la facultad para apartar de la comunidad a quien peca gravemente, para hacerle ver su mal y moverlo a la conversión. En todo caso, siempre buscando el bien de salvación de toda persona.

El fondo de todo trabajo apostólico es manifestar la misericordia de Dios que ha entregado a su Hijo por nosotros, para nuestra salvación. Aquello se expresaba en las señales de manos y costado del Maestro, que han de ser los signos por los que reconocemos cómo el Espíritu de Dios renueva todo y convierte en misericordia la crueldad de una muerte de cruz. Esto es dejar que Dios haga crecer nuestra casa y hacer de todo lugar morada de Dios e Iglesia, de toda persona hermano. 

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR. 17 de mayo de 2015

 

Hch 1,1-11: lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista

Sal 46,2-3.6-7.8-9: Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Ef 1,17-23: …Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.

Mc 16,15-26: Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.

 

Jesús subió al lugar de donde no se había ido. ¿Cuándo había dejado de estar a la derecha de Dios Padre, a su lado, cara a cara con Él? Entonces, ¿para qué este trayecto? La carne tiene el mismo peso que la tierra y cuando el Hijo de Dios eterno tomó la carne humana, tomó también su peso. Apareció una novedad inaudita: lo celeste y lo terreno convivían en comunión en la persona de Jesucristo, no por una originalidad ocurrente, sino con una misión: que toda carne recibiera altura de cielo; es decir que toda persona humana y con ella toda la creación se hiciera de Dios y recibiera inmortalidad y gloria eternas.

Para ello este recorrido: del cielo a la tierra y de la tierra al cielo, sin que haya jamás dejado de estar en el cielo y nunca se vaya ausentar de la tierra. La fiesta de la Ascensión del Señor celebra que la humanidad resucitada del Hijo, tras cuarenta días en la tierra con sus discípulos, llega a su gloria, culminando su misión junto al Padre. Llega al lugar para el que había sido creada la humanidad del Hijo, por medio de la cual ha sido creado todo. Y todo lo creado ha de ser llevado hasta donde está el Hijo para arrimarse, por Él, a Dios Padre.

                Esta elevación a las alturas permite dos hechos:

1º. Que los discípulos de Jesús asuman sus responsabilidades desde el conocimiento y la vivencia de todo lo que el Maestro ha revelado sobre el Padre. La presencia de Jesús aún entre nosotros como tras su resurrección habría interrumpido la asunción de nuestra misión y tareas.

2º. En segundo lugar que Él prepara el sitio hacia el que los hijos de Dios avanzamos. Está donde tendremos que estar nosotros y desde allí tira de nosotros para que progresemos y consuma en nosotros aquello para lo que nos hizo Dios: participar de su gloria.

                Esta ascensión no es una despreocupación de la tierra; al contrario, que se eleve Jesucristo a las alturas es el ejercicio necesario para que ascienda todo un poco con Él y trabajar allí para que finalmente todo sea elevación, sin que pierda el peso de lo creado. El pasaje del evangelio de san Marcos que narra este acontecimiento se inicia con un mandato de Jesús que hace alusión precisamente a ese trayecto hacia el cielo: “Id”. La buena noticia ha de ir sostenida por los pies de los discípulos de Señor. Solo quien haya tenido experiencia de Cristo resucitado está acreditado a ser pies y vocero de esta alegría del “Dios con nosotros”. Sobre pies humanos se camina a paso humano, pero aligerado y robustecido por el Espíritu Santo. No para que llegue a muchos ni para muchísimos, sino a “toda la creación”. Tenemos que caminar en todas las direcciones, y cada uno sobre la parcela que Dios le pide hollar, sin frustración por llegar a poco, sin pereza para no andar lo que se exige. A fin de cuentas los pasos humanos avanzan a impulsos de tramos pequeños, pero son pies ungidos por Dios para la misión donde ya está Él presente.

Y les envía cuando en los versículos precedentes (no aparecen en el fragmento de hoy) les ha reprochado su falta de fe por no creer en los testigos de su resurrección. Por una parte nos avisa de lo importante que es creer a quienes testimonian a Jesús resucitado y a no dar crédito a los que dicen haberlo visto muerto en el sepulcro. Por otra parte, a pesar de esta incredulidad, se fía de estos “Once” hasta el punto que les encomienda la misión tan importante de continuar con su labor para dar a conocer el amor misericordioso de Dios y su justicia, para que conociéndolo crean en Él y se salven.

                Habla también de unos signos que acompañarán a los que crean que hacen referencia a la facilitación de la misión por el Espíritu (expulsar demonios en nombre de Jesús y hablar lenguas nuevas), una especial protección y la capacitación para la salud.

 

                Sube al cielo, a la derecha de Dios Padre, y no deja a sus discípulos solitarios. Desde allí estará tirando de los suyos y del mundo para que progresen en ascenso, cooperando para confirmar la palabra “con las señales que los acompañan”, y enviando el Espíritu Santo, que será el compañero imprescindible para dar acometer esta misión y dar fruto. 

DOMINGO VI PASCUA (ciclo B). 10 de mayo de 2015

 

Hch 10,25-26.34-35.44-48: se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles.

Sal 97,1.2-3ab.3cd-4: El Señor revela a las naciones su salvación.

1Jn 4,7-10: Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.

Jn 15,9-17: “Permaneced en mi amor”.

 

A la hora de dirigirse a la concurrencia con unas palabras, a la hora de entablar conversación con un desconocido, a la hora de corregir una actitud molesta… y a otras muchas horas lo que más cuesta es el primer paso. Una vez dado, lo demás va más fluido. Los reparos aumentan cuando se involucra el afecto y se han enquistado situaciones, como en un rencor recíproco o un silencio inexplicable en una mistad, que no se sabe de dónde vino. Aquí cuesta más ese primer movimiento, con la insana pretensión de que sea el otro el que tome la iniciativa. ¡Qué difícil buscar reparación para el amor herido y hacerlo con mi propio ímpetu!

 

            El remedio viene anticipado por Dios, porque Él nos amó primero y nos capacita para ello en las situaciones más desfavorables. El Evangelio de este domingo pone como protagonista al amor, el que va del Padre al Hijo y del Hijo a nosotros. Dios nos ha amado primero y después y más tarde… Dios no deja de enseñar a amar amándonos.

 

            En los domingos anteriores aparecía el Buen Pastor, con un Cristo compañero y maestro, vigilante y solícito, providencial y promotor de libertad y la Vid con sus sarmientos, como una relación con Dios a la que tenemos que estar unidos, pues en ello nos va la vida y sus frutos. Ahora se evitan las imágenes el Maestro nos habla de amor. La próxima semana celebraremos la Ascensión del Señor. Deja por tanto enseñanza sobre lo fundamental de su ministerio para que se nos quede grabado a fuego en la mente y el corazón. Antes de celebrar su subida al Padre nos ofrece la síntesis, el jugo, la esencia de su Evangelio.

 

Pero, ¿qué significa para nosotros el amor? El contexto confunde porque tal vez nos encontramos en un periodo muy prolijo en utilizar esta palabra y su campo semántico con una significación muy distante de lo que es el verdadero amor. Es habitual la confusión con el sentimiento, que viaja mudable oscilante del todo a la nada y arrastra consigo al amor. Pero esto no es el verdadero amor. No se trata de buscar ahora una definición, sino de alentar a saber, a gustar, a experimentarlo de Dios y compartirlo con las personas. No satisface conocer definiciones sobre lo que es amar, hace falta vivirlo. Para ello Jesucristo nos aporta algunas claves en este Evangelio. Lo primero es mirar la relación entre Dios Padre y su Hijo, cuyo amor nos llega en el Espíritu. Es una satisfacción y un descanso considerar que antes de que yo arranque, Dios lo ha hecho ya muchas veces: antes de que yo perdone, ya lo ha hecho conmigo sin reproche; antes de ser generoso, ya ha dado si vida por mí; antes de me acerque a quien lo necesite, ya lo está acompañando con consuelo. Antes de cada “antes” ya estaba Dios y después de todo final. Por eso basta con mirarlo, con pedirle, con abrirle para que te des cuenta de que ya te estaba mirando, dando y llamando. Siempre tiene la iniciativa en el amor. Contemplar al Padre amando al Hijo y al Hijo al Padre es aprender a amar.

 

Pero el amor es concreto, como los frutos que produce. Precisa perseverancia. Con el “permanecer” que aparece reiterado en el texto nos está indicando una de sus actitudes fundamentales. A pesar de la variabilidad de ánimo, a pesar del mayor o menor entendimiento, a pesar del sacrificio, quien permanece fiel en el amor demuestra un amor de calidad. Más que un sentimiento, aunque no deje de influir, es un acto de la voluntad: “quiero amarte”, para acompañar incluso cuando el sentir interno sea adverso o la actitud de la persona a la que se quiere fría, apática, desagradecida. Exige buscar el bien del otro. Un signo de su presencia en una vida es la alegría en la persona que lo ejerce. Tampoco puede ser un acto voluntarista, propio del siervo, que obedece a lo ordenado sin saber por qué; sino que vivirse en su sentido interno, como un amigo, que cumple el mandato, pero pregunta al amigo que le pide y buscar las razones de lo mandado. De fondo se encuentra la confianza en el amigo.

 

Por último esos frutos, que corresponden a quien ha aprendido mucho del amor del Padre y el Hijo y no retiene, sino que ejerce su función de hijo de Dios llevando afuera el amor vivido en aquella relación, de modo que todo cuanto se le pida al Padre en nombre de Jesús, Él lo concederá. El amor es tan concreto que nadie puede decir que sabe lo que es amar sino no ama a nadie. Al mismo tiempo abre a la universalidad, que es comunión entre todos, criaturas de Dios.

 

            Por último, aludiendo a la lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles, la postura inflexible de la Iglesia de origen judío de que todos los gentiles tendrían que pasar primero por las tradiciones judaicas es superada por el Espíritu Santo que propne una apertura muy grande. El amor cambia los raíles bien trazados y lleva adonde no sabemos, pero sí Dios. Porque Él ya estaba antes esperando y después recogiendo. Esta es una clara ventaja con el no creyente o el que cree con muchas deficiencias, que podrá haber buenos frutos en todo caso, pero ¿no será terriblemente difícil perdonar a un enemigo sin tener experiencia de la misericordia de Dios; de sacrificarse por los demás sin mirar a la cruz; de llamar al compañero “hermano” sin consciencia de un Dios Padre?

DOMINGO V PASCUA. 3 de mayo de 2015

 

Reflexión en torno  las lecturas del Domingo V de Pascua. 3 de mayo de 2015

 

 

Hch 9,26-31: Saulo les contó cómo había visto al Señor en el camino.

Sal 21,26b-27.28.30.31-32: El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.

1Jn 3,18-24: Quien guarda sus mandamientos permanece en Dio, y Dios en él.

Jn 15,1-8: “Yo soy la vid”.

 

Éxito, triunfo, victoria… suenan bien al oído. ¿A quién no le gusta ganar? Porque estamos hecho para ello. Que exista vida ya es victoria, sostenerla en el tiempo es nuevo triunfo; que perdure para siempre, el éxito total. Podemos verlo en las plantas. Su triunfo es el fruto, esperanza de nueva vida. El fruto sirve a la vida de dos formas:   una es de simiente para hijos nuevos, procurando la pervivencia de la especie; la otra es servir de alimento para sostener otra vida distinta, que necesita energía para sobrevivir.

 

 

Pero todo triunfo tiene una historia precedente y otra consecuente. Al fruto le acompaña su proceso: unas ramas, unas hojas, un tronco y sus raíces y la savia que bulló en lo recóndito de su interior. También una tierra, un agua, un sol y un viento. Todo para procurar esta vida victoriosa, donde cuaja todo el esfuerzo de la planta que la sostiene. Vino de un proyecto de vida y mira hacia otro, dar vida.

 

 

Si la imagen del pastor y el rebaño a ayudaba a Jesús a que entendiéramos su acción providente (atenta, delicada, paciente, perseverante, personal…)  con nosotros, la de la vid y los sarmientos nos facilita a contemplar nuestro sostén y apoyo en Dios, y nuestra respuesta a sus dones. Para ello una palabra crucial y repetida en este pasaje evangélico: “permanecer”. Este quedarse junto a Dios, no es meramente un arrimo, sino el injerto en Él para recibir nuestro sustento de Él. Para que nuestra savia, el alimento interno, no solo proceda de Él, sino que sea Él mismo. Alimentarse de Cristo, es ingerir el amor de Dios, fundamentalmente por medio de su Palabra y de su carne. Esto es tomar de la misma fuente trinitaria, que recibe y responder en fruto.

 

 

Los sarmientos no son necesarios para la estabilidad de la cepa ni tienen otro cometido que llevar a término lo que arrancó del otro extremo, las raíces. Esto es: dar fruto, dar vida. Para ello se alargan mirando hacia fuera, bien sujetos a su cimiento y su razón de ser, pero expuestos a la acción del sol y del aire. Sale de un centro compacto y se extiende en equilibrio sin llegar a tocar el suelo para que lo que de él nazca tenga las condiciones idóneas que le hagan que fraguar y madurar. Del mismo modo nosotros, brotando de Cristo, como de una misma carne, hemos de ser nervios suyos que se estiran para llevar esa vida hacia la periferia y que se concrete cuajada en frutos hasta su madurez. Estos frutos revelan la sabia de la que se bebió: si hubo unión a Cristo, no puede haber agrazones, si se bebió de otros veneros, la calidad desmejora y fácilmente habrá escasez o esterilidad. Y el fruto bueno tiene que ser esperanza de vida: porque favorece toda clase de vida y cuida de ella. Si no ha sido así o no se dio todo el fruto posible, entonces nuestro sarmiento habrá sido tacaño para recibir de Dios y, por tanto, para dar lo que recibió de Él, o, en su extremo, nulo para la vida.

 

 

Junto con esa permanencia vital está también la poda. El viñador podrá esperar con amor paciente a que el sarmiento perezoso dé algún día fruto como debiera y podarlo temporada tras temporada, antes de arrancarlo sin más cuando se hayan consumido todas las expectativas (aunque la paciencia de Dios es inagotable). Pero en la práctica habitual, el sarmiento se poda una vez que se ha producido el éxito de la vendimia. Con mayor o menor producción, todo sarmiento reciben ese corte que los hace menguar hasta casi desaparecer. La cepa se queda llena de muñones. Aquí se ve que lo más importante es la cepa, que es la que permanece, y con ella quedan los nudos de unión con esos apéndices que se irán convirtiendo en varas estiradas recuperando, o incluso superando, su longitud anterior. Es decir: la poda, aparente fracaso, llega después del triunfo. Sucede en la vida. No hay victoria definitiva, salvo la de Dios, y si nosotros producimos es por Él. La tijera de la poda del Padre es liberación y  purificación de lo viejo (que o dará poco fruto o no dará nada), para que el nuevo brote sea más vigoroso, en un “más” continuo, temporada tras temporada. Pero con la poda se sufre en la medida en que uno se creyó más exitoso por la longitud y el grosor de su leño y no por el reconocimiento agradecido del fruto producido por amor de Dios.

 

 

Somos el éxito de Dios. Coincide que nosotros venzamos, con que Dios tenga también la victoria, porque “la gloria de Dios es que el hombre viva”. Esto solo es posible permaneciendo en Él, alargando su amor por nuestras venas. San Pablo era fiel a una cepa ya vieja y daba frutos viejos. Su conversión significó injertarse en Cristo. Los hermanos cristianos, sospechosos del converso, pudieron confiar una vez vieron sus frutos. La experiencia del injerto en Cristo es gustar un fruto de más calidad, mucho más nutritivo, porque son un cuajo de la vida de Dios a través de nuestra leña.

 

 

Que Dios triunfe en la victoria de nuestros frutos y este mundo pueda gustarlo a Él a través de aquello que produjo en nosotros. No deja de pedir la cepa todopoderosa ejército de sarmientos. Lo que podría hacer sola lo hace en compañía y no quiere renunciar a ello. Que toquemos nosotros los extremos del mundo donde exista más falta de amor y de justicia, y llevemos allí el fruto que nos ha encomendado el mismo Señor. 

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