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En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO I DE ADVIENTO (ciclo B). 3 de noviembre de 2017

 

Is 63,16b-17.19b; 64,2b-7: Tu nombre de siempre es “Nuestro redentor”.

Sal 79,2ac.3b.15-16.18-19: Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.

1Co 1,3-9: Por Él habéis sido enriquecidos en todo.

Mc 13,33-37: “Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!”.

 

La vigilia es la respuesta del que realmente quiere vivir. El sueño es solo el momento del descanso para poder seguir en vela. ¿Qué te interesa? ¿Qué te motiva? ¿Qué te preocupa? ¿Qué te entusiasma? Es lo mismo que preguntar: ¿qué te lleva a abandonar el sueño?, ¿qué te anima a abrir los ojos y desperezarte cada mañana? Cuantos menos motivos tengamos para ello, más anhelaremos el sueño y un sueño casi perpetuo. No pocos inventan vidas de sueño, que los saque de la realidad actual para dormirse despiertos.

Otra cosa no pide el Maestro: ¡Vive! ¡Sé consciente de la realidad! ¡Mira en profundidad cuanto te rodea y descubre a tu Señor que te ha hecho el encargo de cuidar de ello! ¡Y espéralo, que ha de volver! De esa vuelta depende nuestra salvación; por lo tanto, la espera implica una actitud de lucha y de actividad, de vigilia, que no se conforma con una disposición temerosa ante un Dios que puede llegar en cualquier momento para castigarme, sino en el reencuentro con el Amigo, con la persona amada, con Aquel que desea el corazón tan insistentemente. Esa amistad mueve a cuidar su casa, Él es el dueño, con atención y espabilo. Porque Él, además, nos ha enriquecido con todo lo necesario para esa vigilia esperanzada, que aguarda a que Jesucristo venga.

O, ¿qué provoca nuestras vigilias? ¿Tener más? ¿Llegar hasta cierto nivel de vida? ¿Un nombre respetado entre los demás? ¿Un listado lleno de buenas obras para el propio consuelo? ¿Que no te falte de nada a ti ni a los tuyos…? Y, sin embargo, si te falta Dios, te faltará todo. Si no careces de Él, nada echarás en falta.

Por eso: ¡Vela! Y entiende el día que se inicia, o este nuevo instante que se te regala, como otra oportunidad para esmerarte en la casa común, que el espacio compartido entre tú y tantas otras vidas, donde debéis estar  atentos para cuidar del orden, la limpieza, la justicia en este hogar.

Otra vez habrá que insistir sobre la vigilia y el permanecer despiertos, y pronto de nuevo tendremos que recordarlo, porque somos tendentes a un sopor y hay horas (al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: las horas de vela para el soldado romano) que son especialmente propicias para relajar la guardia. Y al término de la jornada hagamos revisión de si realmente hemos aprovechado lo que Dios nos ofreció, y si nos dejamos vencer por el sueño temerariamente. 

El Pueblo de Israel se daba cuenta de sus momentos de sopor y el resultado: el olvido del Señor y la desgracia del pueblo consecuente. Pedía perdón por ello. Su confianza en la paternidad de Dios les movía a la queja dirigida hacia el Altísimo: no hacía lo suficiente para que su corazón no se endureciera. Estamos influidos hasta los tuétanos de engaños seductores. Que, al menos,  lleguemos a darnos cuenta de que estamos más dormidos de lo que creemos y es preciso despertar a la vigilia de la vida que nos propone el Señor. 

DOMINGO I ADVIENTO (ciclo C). 29 de noviembre de 2015

 

Jr 33,14-16: En aquellos días y en aquella hora suscitaré a David un vástago legítimo, que hará justicia y derecho en la tierra.

Sal 24,4-5.8-10.14: A ti, Señor, levanto mi alma.

1Te 3,12-4,2: Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos.

Lc 21,25-28.34-36: Estad siempre despiertos… y manteneos en pie ante el Hijo del hombre.

 

Necesitamos un término para la angustia, un límite al sufrimiento, un final para la incertidumbre. ¿Dónde ponemos el tope? La conclusión se nos impone: la muerte, lo cual atenta contra nuestros universales deseos de vida. Pero existen circunstancias en los que la vida parece que desmerece tanto que hasta surge el deseo muerte. Para vivir de determinado modo, lo que merece la pena es morir. La llegada a este punto es la conclusión de continuos empujones de los sentimientos de tristeza profunda, cuando se entiende la muerte como lo definitivo y la conclusión de todo el sufrimiento que se pueda vivir. ¿La angustia justifica el deseo de muerte?

El niño es fundamentalmente un investigador, y su búsqueda la realiza a través del juego; el adolescente necesita creer, quiere ideales; el adulto, algo a lo que servir, y se implica en hallar trabajo, familia, proyectos; el anciano, haciendo recapitulación de su trayecto, busca premio en el amor recibido. Sin pretender la exhaustividad, cada etapa de la vida pretende, como prioridad, una finalidad; detrás de cada una de ellas está la esperanza, que agita el deseo de vida y se sobrepone al de muerte, aportando un final que supera el tope de la desesperación tras el cual se puede preferir dejar de existir a tener una existencia desdichada.

            Encontrar motivos para vivir no es suficiente para una vida satisfactoria; nos podemos adaptar más o menos a las bondades y los zarandeos diarios, pues el movimiento natural es el de mantenernos vivos. Lo que urge es encontrar ideales para morir. Es decir, aquello por lo que estaría dispuesto a dar la vida. Algo por lo que estoy dispuesto a invertir mis esfuerzos, mi tiempo, a desgastarme. Dicho de otro modo, necesitamos un paraíso.

Lo cierto es que la situación actual no es excesivamente paradisíaca, y que los paraísos propuestos insistentemente se sostienen en la capacidad económica y de ocio. Todo lo que de algún modo reduzca alguna de estas dos fuerzas será interpretado como una amenaza. La amenazas principales vienen de los lugares donde nos encontramos con realidades humanas que requieren un gasto de dinero y de tiempo, que coincide, ¡extraña casualidad!, con las personas más frágiles y vulnerables. A muchos de ellos se les pide no vivir para que nos dejen vivir a nosotros. ¿Merece la pena vivir sin ellos? ¿Merece la pena morir por ellos? ¿A dónde nos lleva vivir sin Cristo? ¿A dónde nos lleva morir por Cristo?

            Los signos cósmicos que anuncia Jesús asustan. Toda decadencia de lo que creíamos imperturbable e imperecedero arrastra consigo nuestro miedo. ¿Qué será de nosotros cuando el sol y la luna y las estrellas traigan signos y tiemblen? ¿Qué nos cabrá esperar cuando el mar embravecido amenace a los hombres? No habrá miedo si la existencia vivida ha merecido la pena, si se supo morir por algo que mereció la pena, porque estos signos serán amenaza de muerte, pero anuncio de Vida eterna, la vida por la cual valió la pena desvivirse… por el que necesitaba una vida que se desgastase por él. Entonces veremos al Hijo del hombre, venido del cielo con gran poder y majestad. El que murió por nosotros aparecerá pletórico de Vida, para darla a cuantos les mereció la pena morir por Cristo. Ya lo esperaba Jeremías prematuramente (Jr 33,14-16), antes de que hubiese venido niño en un portal. Y es que, ¿habrá dejado alguna persona a través de la historia de esperar, en cierto modo, a “Alguien” por el que merezca la pena dar la vida?

            Cada Adviento nos trae una brisa de esperanza y una exhortación a la vigilancia, para tomar conciencia de aquello que retiene precisamente nuestra capacidad de esperar más allá de lo que nos ofrece esta vida, que se despreocupa del amor misericordioso de Dios. Cuidado con “el vicio, la bebida y los agobios de la vida”. Que no nos arruguemos ante los signos de decadencia; al contrario, que nos pongamos en pie, bien enhiestos, esperando a nuestro Salvador, que nos da motivos cada día para morir por Él y vivir eternamente en Él.

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO. 22 de noviembre de 2015

 

Dn 7,13-14: Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.

Sal 92,1-2.5: El Señor reina, vestido de majestad.

Ap 1,6-8: ¡Mirad! Él viene en las nubes.

Jn 18,33b-37: “¿Eres tú el rey de los judíos”?

 

Allá donde van los ojos a fijarse, va después toda el alma y todo el cuerpo. Lo que despertó interés prioritario y fundamental arrastrará consigo cuanto venga de la persona, moviendo hacia sí proyectos, intenciones, acciones. Si los ojos se encaprichan de otro objetivo, será siempre pretendiendo algo mejor. Cuando el pueblo de Israel desvió sus miradas de Dios a los pueblos colindantes, tuvieron apetito de rey y lo pidieron con descaro al que hasta entonces había sido su rey. Dijeron a Dios: “Queremos un rey” (1Sm 8,5). Entonces el Rey de reyes, le dio rey, rey como los otros pueblos.

El proyecto monárquico israelita fue en muchos sentidos frustrante, aunque finalmente terminó cuando otros reyes venidos de fuera con más poder acabaron con la libertad del país y sus instituciones. No se les fue el apetito de rey, a pesar de su experiencia frustrante con la monarquía, pero pusieron sus ojos en una realeza ideal. Dios nos los dejaría en desamparo, trayéndoles un Mesías de paz y justicia. El deseo se avivaba en los momentos en que un rey tirano oprimía con saña al pueblo. En este contexto está escrito este pasaje del libro de Daniel, donde el profeta anuncia en un momento de opresión política y religiosa, la soberanía de un “hijo de hombre” un humano desconocido, con poder real y dominio dado por Dios, sobre todos los pueblos (poder sobre las razas), naciones (poder político sobre todo país) y lenguas (sobre la cultura). Esto en un dominio de eternidad sin término… pero en los tiempos finales. Habría que esperar a ese personaje anónimo. También el libro del Apocalipsis habla de ese soberano definitivo, aunque ya sabe su nombre: “Jesucristo”, y conoce su pasión y su muerte, su eficacia para perdonar los pecados y su última venida con juicio sobre todo pueblo. El escritor de este último libro de la Biblia sabe quién ese “príncipe de los reyes de la tierra”, pero ¿habrá que esperar hasta el final de los tiempos para saber también de su reinado?

En una ocasión el pueblo quiso nombrar rey a Jesucristo, cuando dio de comer a una multitud con unos cuantos panes y peces. En un segundo momento fue aclamado como rey, a la entrada triunfal en Jerusalén junto a los peregrinos que se dirigían a la Ciudad Santa para la celebración de la Pascua. Las autoridades judías lo habían desechado, porque defraudaba las expectativas para un rey Mesías conforme a la Ley, a su interpretación de la Ley. Ahora se encuentra cara a cara en un juicio privado junto a la máxima expresión del poder imperial en Palestina. Se lo han entregado a Pilato con la acusación de hacerse pasar por rey de los judíos. Llegaba la hora, así lo esperarían los que aguardasen en Jesús al caudillo liberador en que desplegara todo el poder de su realeza, sometiendo al opresor romano… o que se desvelara por completo su fraude.

Cuántas miradas hacia los mismos ojos, esperando cada una cosas diferentes, pero todas condenadas al fracaso. Fracaso por no entender la victoria en la humillación, la pasión y la muerte. ¿Qué buscaría Pilatos en los ojos de Jesucristo? El sumo sacerdote y el sanedrín no habían hallado el líder religioso que cabría esperar. Este rey de los judíos decepcionará cuantas veces se pretenda encontrar en Él el “rey” que pidió en tiempos de Samuel el pueblo de Israel, y no el Dios liberador con entrañable interés en hacernos libres de nuestros pecados y herederos de la Salvación. Esto no significa que el poder político, necesario para el orden social y la administración, sea antagonista de la soberanía de Dios. En un grado elevado, una situación política de participación y trabajo por el bien común está implicando ya una presencia de Dios. El peligro está en considerar que la política o cualquier otra institución humana tiene capacidad de causar la salvación. No llega a lo más íntimo donde habita la libertad, con esa fuerza para transformar el corazón y hacer realmente libres. Una tentación constante en la Iglesia ha sido la de aliarse con el poder político para asegurarse una situación de privilegio en la sociedad; otra de los gobiernos, hacer uso de la religión o sus instituciones, como la Iglesia, para sus fines.

            La soberanía de Cristo, cuya fiesta solemne celebramos en este domingo, empuja a tomar partida por un trabajo cristiano en los distintos ámbitos sociales, que den testimonio de su presencia y poder transformador que ya obra entre nosotros, pero teniendo bien claro que el único imperio de misericordia, de justicia y de paz vendrá de Él, que tiene poder para salvar y conceder la vida eterna, porque reinó con misericordia y justicia y paz entre nosotros y, pasando por una muerte de cruz, recibió vida de Resurrección para darnos vida a nosotros. ¡A ver donde fijamos nuestros ojos, no sea que esperemos de donde no cabe esperar y no esperemos de donde nos viene todo bien!

DOMINGO XXXIII T.ORDINARIO (B). 15 de noviembre de 2015. DÍA DE LA IGLESIA DIOCESANA

 

Dn 12,1-3: Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro.

Sal 15,5-11: Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

Hb 10,11-14.18: Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados.

Mc 13,24-32: Entonces verán venir al Hijo del hombre con gran poder sobre las nubes del cielo.

 

Dijo Dios: “Existan lumbreras en el firmamento del cielo…” E hizo Dios dos lumbreras grandes, la lumbrera mayor para regir el día, la lumbrera menor para regir la noche; y las estrellas. La Palabra de Dios pronunció los astros el día cuarto de la creación y los hizo, y a partir de entonces marcan el ritmo de nuestra vida, rigiendo el tiempo, el trabajo y el descanso, las estaciones y los años… desvelando y confirmando los principios físicos del universo. ¿Podríamos imaginar qué sucedería si nos faltasen?

            Jesús acaba con son y luna y estrellas en un instante en el pasaje evangélico de este domingo. La seguridad que ofrecían las esferas del cielo, hasta trazar nuestros destinos (en la mentalidad antigua y moderna de quienes esperan encontrar allí noticias sobre su porvenir), quedará desbaratada en un momento futuro sin determinar. Pero habrá una fuerza superior, imbatible, invencible: la del Creador de los astros, que enviará a su Hijo, Dios y hombre, “con gran poder y majestad”. Mientras todo lo demás, hasta el cielo y la tierra, decae o desaparece, su Palabra, la que pronunció todo cuanto ha sido creado y existió, por la cual fue hecho el ser humano, no pasará, en ella se encuentra el fundamento y la fuerza para todo momento, incluso prevaleciendo cuando todo lo demás perece.

El episodio relatado por este evangelio de Marcos se asemeja en su lenguaje al de la primera lectura del libro de Daniel. Ambos están escritos mirando a una situación de sufrimiento y prueba; ambos aluden a los tiempos futuros. La desgracia puede vivirse como un momento de catástrofe irreversible, cuando todo motivo de esperanza se ha agotado, o como un impulso para buscar esperanza en algo mayor y soberano, en el Dios de la Historia y de la Vida. Entonces el momento angosto y agobiante se transforma en un pasillo purificador para no esperar más que en el Señor; la calamidad se convierte en una prueba para acendrar la esperanza y la fe en Él. En los dos pasajes aparecen además ángeles colaborando con el Señor para reunir a todos los hombres. Daniel habla del juicio definitivo, para la salvación (los inscritos en el libro) o la condena; Jesús no lo explicita, pero parece aludir a lo mismo.

La higuera es uno de los pocos árboles de Palestina de hoja que pierde sus hojas en invierno.  El árbol desnudo causa apariencia de muerte, pero en su silencio de hibernación se prepara para la próxima temporada. Los nuevos brotes resuelven su mudez con vida renovada. De algún modo, cuando parece callar Dios, está invitando a prestar una atención más intensa a los signos de esperanza que hablan de una victoria del Señor en nuestras vidas. No importa tanto el día ni la hora del final ultimísimo de los tiempos, sino de los retoños que ya observamos hoy.

            Pero también tenemos que hacer memoria continua de los renuevos suscitados por Dios en la Historia que son motivo de Salvación. No podemos olvidar los que aparecieron en la cruz, donde del leño secó brotó vida admirable causando el perdón de nuestros pecados por la muerte de Cristo. Los sacrificios antiguos, nos recuerda la carta a los Hebreos, no tuvieron poder para pronunciar un perdón eficaz, la Palabra hecha carne lo pronunció y lo hizo en la entrega definitiva y para siempre. Mientras nosotros, unidos a Él por el misterio de su muerte y resurrección, hemos de experimentar nueva vida en nuestros propios brotes emergidos por la fuerza del Espíritu. Es la ofrenda hecha a quien ha dado su vida para nuestra Salvación: retoñar de Vida y esperanza para la renovación del mundo. Esto por la Palabra de Dios que dice y es hecho. ¿Haremos que sea posible en nosotros?

            Al celebrar el día de la Iglesia Diocesana en este domingo, miramos hacia los retoños de esperanza que ha de ser nuestra Iglesia en nuestra sociedad, en nuestra historia. Puesto que son provocados por la Palabra del Creador, no pasarán, sino que son signo y también fuerza del poder invencible de Dios. Los miembros de esta Iglesia somos los que vamos brotando a la eternidad con diversidad de ministerio, carismas y dones de Dios, como el servicio agradecido a la Salvación del Señor. ¿Haremos que sea posible en nosotros para servir así a nuestro mundo?

DOMINGO XXXII T.ORDINARIO (B). 8 de noviembre de 2015

 

   1Re 17,10-16: “No temas… La orza de harina no se vaciará…”

    Sal 145, 7-10: Alaba, alma mía, al Señor.

Hb 9,24-28: Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos.

Mc 12,38-44: “Esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”.

 

Sin protección, sin recursos, sin esperanza de vida larga… la viudedad se vivía con múltiples rigores en la antigüedad. Esta precariedad podría llevar a pensar en una vida aferrada a la rapiña, el egoísmo y el rencor como un necesario modo supervivencia, pero, oh sorpresa, quien menos tenía quiso ofrecer su escasez a alguien a quien merecía la pena darle lo poco, al mismo Dios, cuando lo más fácil habría sido tributarle reproches.

            A Dios se le puede reconocer en sus profetas. En un momento de sequía severa, un profeta, Elías, pasó por la casa de una viuda en Sarepta, Fenicia, un lugar no judío, donde no tendría por qué llegar la acción poderosa de Dios, y aquella mujer extranjera reconoció sin embargo que había llegado un enviado de Dios. No hubo entrevista, se fio por la esperanza que le trajo: “La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará…”. Le promete vida, cuando ella esperaba una muerte cercana. ¡Qué es un profeta, hombre de Dios, sino portador de esperanza con anuncio de vida! De no haber percibido que Elías venía de parte de Dios no le habría dado crédito; la confianza en sus palabras la mueven a entregarle todo lo que sostendría su vida y la de su hijo precariamente durante un día más, para luego morir. Entendió que Dios mismo la visitaba y, cumpliendo con el deber de la hospitalidad, le dio cuanto tenía para vivir. Ese encuentro con Dios por medio de su profeta se convirtió para ella y su hijo en motivo de salvación de la muerte.

            Cuidado con qué manos y de quién contamos para poner nuestro dinero, nuestras vidas. ¿Cómo reconocer a la persona que viene con misión del cielo? Al hombre de Dios no se le distingue por su ropaje, sus alardes, sus títulos… sino porque predican esperanza. Los escribas que se tenían por gente de Dios implicaban su esfuerzo en aparentar ser personas de piedad, porque no lo eran. Su enorme preocupación para que los demás vieran qué decían y obraban de parte del Señor solo con signos externos, les impedía ser de Dios realmente en lo profundo. La calidad de la relación con Dios no la da un determinado tipo de vestimenta, ni el saludo especial, ni el puesto principal en los lugares de culto y celebración, ni si quiera los rezos prolongados. Quizás no hay como el pobre de verdad, el que tiene que ajustarse a lo absolutamente necesario y aprecia el valor de lo poco, para reconocer al hombre que es realmente de Dios. El que vive distraído en cosas superficiales, tasará la realidad también desde la superficie.

            La segunda escena del evangelio, que parece que el evangelista une a la anterior sin transición, nos ubica en el templo, donde las miradas de Jesús y sus discípulos se fijan en las cantidades que depositan en el arca de las ofrendas los judíos que se acercan a la casa de Dios. No es difícil imaginar, como nos sucede con frecuencia a nosotros, que los ojos pronto se irían a estimar las hermosas cantidades dejadas por ciertos judíos ricos. La cantidad impresiona. Tal vez de ahí que Jesús les llame la atención a sus discípulos tras haber observado la ofrenda de la viuda pobre. Seguramente esas dos monedillas, que ni siquiera habían producido ruido al chocar con las otras monedas del interior, habrían pasado indiferente ante los ojos de sus compañeros. No parece atrevido decir que solo el pobre de Dios identifica a las personas que son de Dios y los gestos de verdadero amor a Dios. La pobre viuda echó y se marchó, sin escuchar las palabras de Jesús. ¿Qué motivación le valió para ese gesto tan generoso, cuando ni si quiera le llegó a los oídos la alabanza del Señor que observaba? Sencillamente le movió amor a Dios, de quien lo esperaría todo lo que pudiese darle, cuando ella le daba todo lo que ella podía. El amor de Dios basta, es más, es la mayor fuerza para entregarle hasta nuestra pobreza y la vergüenza de no poderle dar más.

            La respuesta total viene en la carta a los Hebreos. El Padre de Jesucristo, Dios de Elías y de la viuda de Sarepta, amado por la pobre viuda del templo e ignorado por los escribas superficiales, ha ofrecido a su propio Hijo en muerte de cruz por nosotros, para perdonarnos los pecados y salvarnos. Dando Dios todo, incluso más de lo imaginable, ¿cómo vamos nosotros a ser tacaños con Él cuando ha ofrecido tanto y tanto nos ha prometido? Puede ser que necesitemos la humildad que da la pobreza de no apegarse férreamente a lo que tenemos como si en ello nos fuera la vida, porque estaremos renunciando a ser hombres de Dios que llevemos esperanza a nuestros lugares y despreciando la promesa de misericordia y Vida verdadera por la cual murió y resucitó Cristo. Si esperamos echar manos al monedero de nuestro corazón para entregarle a Dios una suma de dinero considerable, toparemos con la decepción de no hallar ahí más que un par de monedillas sin apenas valor, sin brillo. Pero cuánto le alegra a Dios que se las ofrezcamos y cuánta alegría nos debería producir a nosotros saber que, aunque pobres, somos riquísimo en el Señor.

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS. 1 de noviembre de 2015

 

Ap 7,9-10.13-14: Yo, Juan, vi una muchedumbre inmensa.

Sal 23,1-6: Estos son los que buscan al Señor.

1Jn 3,1-3: Todo el que tiene esta esperanza en Él, porque lo veremos tal cual es.

Mt 5,1-12a: Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.

 

Aunque sin compartir la sangre del parentesco, a los amigos se les concede el título de familiares, con derecho y deber de dejar una huella de importancia en mi propia vida. Los hay cercanos hasta la confianza de abrirles las entrañas y otros de trato más esporádico o circunstancial. Si existe verdadera amistad, se podrá contar con ellos en cualquier ocasión. Contemplando la amistad con ojos creyentes, ellos son signo e incluso primicias de la fraternidad universal fundada en la paternidad de Dios por su Hijo Jesucristo. En esta urdimbre de relaciones de todos en Dios, descubrimos la necesaria colaboración de unos con otros para hacer efectivo el amor divino entre nosotros, para trabajar en la búsqueda común de la salvación de todos. En la amistad concretada en el amigo, o sencillamente en cualquier persona “amigable” (en cuanto amadas por Dios y necesarios todos para la historia de la salvación) se aprende y se enseña, se disfruta y se sufre, se sueña y se trabaja, aliviando la soledad, en especial aquella que se acentúa en el enfrentamiento con los retos arduos de cada jornada. Es cuando se pone a prueba si hay de verdad amistad, si hay deseo de fraternidad e implicación en ella. El sentir popular pide amigos hasta en el infierno…, pero mejor tenerlos en el cielo.

            Juan tuvo una revelación, una visión movida por Dios, y la puso por escrito en un libro. El libro recibió precisamente el título de “Revelación” o, lo que es lo mismo en griego, “Apocalipsis”. En él se recogen distintas visiones sobre un momento futuro sin determinar aunque decisivo y final, donde hay una lucha contra el mal, y numerosos esfuerzos y sufrimientos por los fieles a Jesucristo. La presencia victoriosa del Señor  y su triunfo definitivo con todos los suyos sobre la muerte y el mal. Parece que se escribió en un momento donde la Iglesia pasaba serias dificultades y pretendía alentar y avivar la esperanza de los creyentes. Lo que Juan contempla en este pasaje es el anuncio del final triunfal de quienes sufrieron a consecuencia de su fe, es decir, una visión de una multitud inmensa de santos, los amigos del Señor.

            También los ojos de Jesucristo, nos dice el evangelio de este domingo, contemplaron un gran gentío. Entonces “el Maestro se subió al monte, se sentó, se acercaron sus discípulos y comenzó a hablar enseñando”. ¿Cuántos de ellos serían amigos suyos? Entre tantos estarían los íntimos, incondicionales; los discípulos, a veces firmes a veces vacilantes; los coyunturales, dependientes del aire del momento. A todos les propone (a todos nos propone en ellos) amistad. Amistad con el Hijo de Dios hecho hombre, con el crucificado resucitado. Una amistad que da la felicidad. Comienza hablando de dicha, que es el final gozoso y compartido por Dios para todos los pobres en el espíritu, mansos, los que lloran, que tienen hambre y sed de la justicia, misericordiosos, limpios de corazón, trabajadores por la paz, los perseguidos por buscar la justicia, y todo el que sea perseguido o calumniado por ser fiel a Jesús. El color del bienaventurado es el del que se ha dejado colorear por Cristo esforzándose por una vida donde la búsqueda de Dios y el cumplimiento de su voluntad son permanentes, aunque no tenga muchas veces una retribución directa y positiva por parte de la sociedad y el mundo, pero sí la alegría profunda y la felicidad disfrutada aquí en ciernes y completada en la Vida eterna. Hay amistades que te hacen crecer, para otras, hace falta antes haber crecido. Ambas cosas suceden con Jesucristo.

Esta fiesta solemne de todos los santos es la celebración de los amigos del Señor, que cumplieron bien con su amistad y han recibido el mejor regalo del mejor amigo: la bienaventuranza eterna, compartir hogar con Él por siempre. Nosotros aún nos debemos esforzar en esta amistad, y contamos con la ayuda preciosa de estos hermanos nuestros ya llegados al cielo, porque piden a su Amigo por nosotros, porque son un ejemplo y un estímulo para no despreciar ni olvidar la amistad de Cristo. Son la prueba de la promesa de Vida eterna hecha por Dios, son la semilla fructificada de la sangre derramada de Cristo, son el fruto visible del Espíritu Santo en la vida del ser humano. ¡Qué bueno tener estos amigos hermanos en sitio tan alto, tal ayuda para elevarnos hacia el Amigo! Con ellos crecemos en amistad con Jesús, con ellos crecemos para amistarnos más con Jesús. 

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