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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS. DÍA DEL APOSTOLADO SEGLAR Y LA ACCIÓN CATÓLICA. DOMINGO 19 DE MAYO DE 2024

Hch 2,1-11: Llenó toda la casa donde se encontraban sentados.

Sal 103: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

1Co 12,3b7.12-13: Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu.

Jn 20,19-23: “Recibid el Espíritu Santo”.

 

Demasiado protagonismo le dieron al miedo. Y es que el miedo no viene solo: lo acompañan el desánimo, la inoperancia, la desesperanza… y puede invitar a otros amigos como el resentimiento, la envidia, el egoísmo y otras tantas malas compañías. Porque el miedo le hace oposición al Espíritu Santo que promueve en nosotros todo aquello que nos hace hijos libres, hijos de Dios, no sometidos a las fuerzas que quieren sujetarnos e impedir nuestro crecimiento en Cristo.

Tuvo que presentarte en medio de los discípulos uno que no tenía miedo, porque confiaba en el Padre. Confiaba hasta el punto de que no dudó que lo libraría de la muerte durante el suplicio de la Cruz. Así actuaba en Él el Espíritu, despejando miedos, iras, rencores, maledicencias. No hizo más que dejarle protagonismo para que actuase en su vida; se dejó hacer. Por eso el Padre lo resucitó, pudiendo así enviar su Espíritu a quien quisiese.

Quiso, en primer lugar, dárselo a sus amigos, que estaban en una estancia cerrada y con miedo, miedo al rechazo, al juicio o a la muerte que podían infringirles los judíos, como lo habían hecho con su Maestro. La muerte de Jesús había dejado en ellos un gran vacío. El hueco podía haber sido llenado de esperanza, pero dejaron que se anticipase el miedo y los paralizó, haciéndoles incapaces de ir más allá de la muerte. El Espíritu que Jesucristo les da, por medio del gesto del soplo hacia ellos (lo que recuerda al aliento de vida que Dios insufla en Adán cuando lo modeló del polvo de la tierra), los hace capaces de perdón, una de las manifestaciones más maravillosas del amor y de su libertad. Libres para amar incluso cuando no te hacen bien. De repente, con la irrupción del Señor, se disiparon las sombras y cobró protagonismo la luz, la alegría. Todo lo que el Maestro había sembrado en ellos en el tiempo que compartieron comenzó a germinar por la acción del Espíritu.

Ahora el protagonismo se lo dejó a ellos. Ya estaban cualificados para testimoniar que Jesucristo es Señor que salva. Una misma fe, manifestada, sin embargo, de modos múltiples, porque el Espíritu promueve la diversidad en Cristo. A través de la Palabra, la cotidianidad, el testimonio de vida, la liturgia, la música, las artes… todo canta las maravillas de Dios manifestadas en Cristo Jesús y fecundadas por el Espíritu. Ya no es solo que no haya miedo, sino que el discípulo vibra con una dicha desbordante y la lleva consigo para contagiar a otros.

El Espíritu nos hace coprotagonistas de la historia de la salvación, para lo cual nos hace valientes, generosos, sabios, inteligentes, piadosos, fuertes… resplandeciendo en nosotros la gloria de Dios en orden a que cada persona sea, en el Espíritu, protagonista libre de su propia vida. 

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR (ciclo B). 12 de mayo de 2024

Hch 1,1-11: “Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo”.

Sal 46: Dios asciende entre aclamaciones; el Señor al son de trompetas.

Ef 1,17-23: Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.  

Mc 16,15-20: Ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.

 

¡Qué alto se nos va Cristo! Hasta parecer inalcanzable… o para haciéndonos ver que es allí donde nosotros también tenemos que ir, donde el Padre nos tiene reservado un lugar realmente encumbrado.  

Desde muy pequeños nuestros padres nos enseñaron a desear alturas. Nos sostenían en sus brazos, apoyaban sus mejillas contra las nuestras y nos besaban, nos elevaban por encima de sus cabezas, nos han sentado a la misma mesa… Y después, han participado de nuestros primeros pasos, pendientes de que las caídas no fueran excesivamente duras, nos han dejado ir (con hora de llegada), se han alegrado de nuestro logros, pequeñas o medianas cumbres escaladas.  Han sido promotores y acompañantes de nuestro crecimiento, para llevarnos siempre a algo más. Nos acostumbraron a sentirnos en ascenso, ellos mayores, nosotros pequeños y no dejamos de aspirar a un ir a más. El encuentro con quienes son más (en experiencia, sabiduría, amistad con Dios… nos permite avanzar, al menos hasta donde están ellos, aunque en un camino que lleva su tiempo).

Los Once tuvieron un encuentro con Jesús resucitado mientras estaban a la mesa. Ya deja pistas el evangelista Marcos sobre dónde le gusta al Señor encontrarse con nosotros. A la hora comer los centenos se nivelan, ni el alto es tan alto, ni el bajo tan enano, a no ser por un despropósito premeditado que supondría crear mesas distintas (como se quejaba san Pablo a los corintios). No es que Cristo no se vaya a hacer presente en nuestra pequeñez, pero a veces pide que nos elevemos, al menos un poco, o un mucho, depende de qué esté pidiendo. La mesa compartida es signo de comunión; allí el corazón humano asciende y asciende, porque se une al corazón de Dios, que es comunión de amor.

Luego les deja tarea, mandando lo que debe para quienes quieran seguir creciendo. La noticia del Señor resucitado no la pueden contener cercada entre ellos; deben comunicarla, anunciando el Evangelio a toda la creación. Deben ser cauce para que cada hombre pueda tener esa experiencia personal de que Cristo realmente está vivo y revoluciona con Vida de resucitado la vida propia.

Surgen algunas preguntas a raíz de las palabras del evangelista: “El que crea y se bautice, se salvará”.  ¿Podrá creer el que no haya experimentado que Él realmente vive? ¿Se dejará transformar para crecer con su mensaje de salvación? Cuando no crecemos en Cristo, aumentamos en paradojas: llamarse cristiano sin conocerlo a Él, recibir el bautismo ignorando la salvación que nos trae. ¿Nos acompañan a nosotros, cristianos esas señales de las que habla Marcos que muestran la presencia poderosa de Dios en sus hijos, capaces de vencer al mal, no amedrentarse ante los peligros, ser mediadores para la salud?

Uno de los peligros del creyente consiste en creerse ya suficientemente crecido en vez de en transformación progresiva y continua. Esto nos llevaría a renunciar a que el Señor nos vaya cotidianamente elevando con su Espíritu, no dejándole trabajar, por no dejarnos interpelar por su misericordia, alimento de enjundia que nos nutre y hace crecer.

El progreso cristiano, su crecimiento, depende, no solo de lo que recibe, sino también de lo que da. Nada más ascender al cielo el Señor, los Once “salieron a predicar por todas partes”. Haberse reservado el Evangelio para ellos, los habría empequeñecido. Crecer en la relación con Cristo va de la mano con trabajar para hacer crecer a la Iglesia, la familia de los que creen en el Señor muerte y resucitado, en la morada del Espíritu, que nos lleva a la gloria, a las mismas alturas de Jesucristo sentado a la derecha del Padre. Como el Padre lo ha hecho crecer hasta su nivel en su humanidad glorificado, así, por el Hijo, nos hará también a nosotros elevarnos si nos dejamos amar y amamos como Él nos pide.  

DOMINGO VI DE PASCUA (ciclo B). 5 de mayo de 2024

Reflexión en torno a las lecturas del Domingo VI de Pascua (ciclo B). 5 de mayo de 2024

 

Jn 15,9-17: “Como el padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor”.

 

El Maestro les ha enseñado a sus discípulos lo más importante, lo más decisivo: cuánto se aman el Padre y el Hijo. Como el amigo invita a sus amigos a su casa, Jesús nos invita a nosotros a participar de lo que se produce en su familia. Por eso los llama amigos, porque les ha enseñado lo fundamental y los hace partícipes de lo que se produce en la familia divina.

            Los buenos maestros no dan por sabidas materias sin tener la seguridad de que sus alumnos han asimilado bien los contenidos. La pedagogía requiere andar paso a paso y no atiborrar con informaciones excesivas; cuando la materia es densa, inmensa, mejor ir por partes, tanto más si abarca toda la vida. También es cierto que muchas veces se estudia más bien para aprobar, pero esos contenidos que un día se aprenden y otros se olvidan apenas dejan huella. Si la asignatura es completamente necesaria, no aprender bien será, no un descuido, sino una tragedia. También las lecciones más decisivas suelen ser las más costosas de aprender. San Juan de la Cruz hablaba de un examen crucial cuando se acabe nuestra vida: “Esta tarde te examinarán del amor” (San Juan de la Cruz). Es el amor el aprendizaje absoluto, imprescindible: quien no haya aprendido a amar no habrá hecho nada significativo en su vida.

            El aprendizaje en el amor ha de ser continuo y no es suficiente la teoría. O se practica, o no se aprende; o se practica mucho y se vuelve a practicar una y otra vez, o no se asimilará realmente su contenido.

            Cristo no hizo otra cosa que amar y esto manifestado de muchos modos: en su predicación, en sus comidas, con sus milagros, en su enseñanza a sus discípulos, en los diálogos con personas en solitario, en su entrega en la Cruz, en su resurrección, cuando el envío del Espíritu Santo, cuando el envío a la misión de sus discípulos.

Las lecturas de la liturgia de este domingo nos hablan del amor en varias lecciones. Lección primera: con el envío del Espíritu al pagano Cornelio y su familia no está diciendo que Dios ama a todos y prepara la felicidad eterna para todos. Lección segunda: Dios es amor y Jesucristo nos lo enseña, mostrándonos cuánto se aman Él y el Padre en el Espíritu. Tercera lección: Amor invita amar. El mira de Dios, que es amar, mueve a que nosotros también nos amemos los unos a los otros. Es la condición del amigo, del que ha sido invitado al interior de la casa familiar de la Trinidad para contemplar cuánto se aman el Padre y el Hijo.

Mirando este amor de Dios, ¿Cómo no verse empujado también a amarlo a Él, amar lo que Él ama, amar en todo momento e incluso cuando menos motivos parezca que tenemos para hacerlo; con las personas que se nos antojen menos dignas de amor. El amor ejercita la paciencia, la comprensión, la servicialidad, no lleva cuentas del mal. Siempre seremos aprendices en materia, pero podremos serlo aventajados si hacemos lo posible para aprender del Maestro y hacemos la tarea que nos pide para aprender realmente el arte de amar.  

DOMINGO V DE PASCUA (ciclo B). 28 de ABRIL de 2024

Hch 9,26-31: La Iglesia se iba construyendo y progresaba en la fidelidad al Señor.

Sal 21: El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.

1Jn 3,18-24: No amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras.

Jn 15,1-8: “Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador”.

 

               Un seguro de decesos es, tal vez, uno de los pocos compromisos de por vida que se aceptan como razonables e incluso como necesarios. Se paga una cantidad asequible cada mes… hasta la muerte y, si se deja de pagar (importante revulsivo para no hacerlo), se pierde todo lo invertido. El fin de todo ello, liberar a los cercanos de tener que asumir los costes de lo relativo al fallecimiento. Los compromisos de por vida son solo frecuentes en la medida en que garantizan unas prestaciones que esperamos disfrutar cuando llegue el momento. Lo que en otro tiempo se entendía comúnmente como algo que precisaba una larga temporalidad para poder prosperar ya se vive con mucha más flexibilidad.

               Hay compromisos duraderos que se verbalizan sin creerlos realmente.  Aquello de “hasta que la muerte os separe” se presenta como algo romántico, más que realista. Aun así hay todavía realidades a las que uno está dispuesto a arrojarse al vacío de la incondicionalidad, si se siente impulsado a ello.

¿Qué nos lleva a comprometernos? ¿Por qué cuesta comprometernos radicalmente? El Evangelio de este domingo exhorta a una entrega total, a una pertenencia absoluta a Cristo, como los sarmientos dependen de la vid.

               Utiliza dos grupos de verbos: unos asociados a la separación de Cristo (arrancar, tirar fuera, secar, arder) y otros a la vinculación a Él (permanecer, dar fruto). El fruto es el éxito del sarmiento y de toda la vid, con él se da gloria a quien puso allí la vid y cuidó los sarmientos. Otro verbo, inicialmente traumático para el sarmiento, podar, habla de un sacrificio necesario para un fruto abundante. Esto corresponde al labrador, que conoce la vid y el potencial de sus sarmientos.

               La permanencia en Cristo de por vida puede asustar si observamos con seriedad lo que implica. Pero es el único modo de prosperar aquí y hacia la vida eterna. Una tarea exigente porque, ¿Cómo no querer corresponder con la propia existencia con Aquel cuya vida no fue otra cosa más que entregarse en amor para que tengamos vida? Dios ha sido el primero que se ha comprometido con nosotros para siempre, para la eternidad, aun a riesgo de que prefiramos ser arrancados y tirados al fuego para arder lejos de la fuente de vida que es Él. Tanto nos ama, que se arriesga a sufrir por nosotros. 

DOMINGO IV DE PASCUA (B). DEL BUEN PASTOR. Jornada de oración por las vocaciones nativas.21 de abril de 2024

Hch 4,8-12: Ningún otro puede salvar.

Sal 117: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.

1Jn 3,1-2: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios.

Jn 10,11-18: Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas.  

 

Para que nosotros dijésemos alguien tuvo que decirnos antes. Nuestras palabras las aprendimos de otros, de quienes las hemos escuchado (más de parte de los que más tiempo han pasado a nuestro lado) y con ellas hemos ido pronunciando la vida (lo que nos rodea, lo que nos importa, lo que nos preocupa… a quienes nos acompañan y amamos, lo que somos).

Pero no es suficiente haber aprendido palabras, sino que también debemos conocer la importancia de cada una de ellas y el modo de emplearlas. Esto depende en buena medida de nuestra relación con aquellos de quienes nos han llegado a nuestros oídos, hasta el punto de que podría suceder que lo que decimos sonará muy diferente dependiendo de esta relación. Sonarán a confianza, heridas, seguridad, dubitación, entusiasmo, derrotismo, indiferencia… si las hemos aprehendido desde el amor o sin él, tanto por parte de donde nos llega como de quien las recibe.

Jesucristo es la Palabra del Padre y él pronuncia lo que le escucha a su Padre, que es amor. Cuando dice: “Yo soy el buen pastor” habla, por un lado, de la misión encomendada por su Padre y su obediencia a Él y, por otro, del cuidado y atenciones con que nos acompaña, como un pastor con su rebaño. La mejor visibilización de este interés por nosotros es que se ha sacrificado para salvarnos, al contrario que quien pretende solo sacar un beneficio personal del rebaño y no le importan las ovejas. Esta declaración es de completa actualidad cuando escuchamos que se pone precio a nuestros datos personales por la cantidad de información que ofrecen sobre nosotros con el único fin de hacerlos compradores de más productos. ¿A quién le interesamos? ¿Quién se preocupa por nuestro bien, por nuestro crecimiento? Cuanto más somos utilizados como mercancía para beneficios empresariales, más quedamos deteriorados en nuestras relaciones con los demás. Parece como si esta realidad tan perversa se contagiase. La experiencia de Cristo Salvador lleva a recuperar la confianza en la valía humana: si el pastor ha dado su vida por sus ovejas, si el Hijo de Dios se ha hecho hombre y se ha dejado matar por cada uno de nosotros, ¿quién va a poner en duda que somos la niña de los ojos del Señor? Somos más preciosos que cualquier ganancia económica, que todo el universo de beneficios. ¿Quién nos va a cuidar mejor que quien está dispuesto a poner en riesgo su vida por nosotros?

            Una paradoja sorprendente es que, aun sí, Jesucristo sigue siendo desechado, como un elemento sin valor por los valores imperantes, aun cuando es la piedra angular sobre la cual construir el edificio personal. Mientras a través de tantas ofertas se busca despersonalizar a la gente, para quebrar sus relaciones y hacerlos más dependientes de las compras, Cristo invita a una relación personal con Él y entre todo, donde resplandezca el cuidado y el interés por la persona. Una construcción asentada sobre otro cimiento que no sea Él, muerto y resucitado, está destinado al colapso y a la ruina. Para que digamos, más aún, para que seamos, Él ha tenido que decir de parte del Padre, y ha tenido que hacerse de todos con su entrañable misericordia. 

DOMINGO III DE PASCUA (ciclo B). 14 de abril de 2024

Hch 3,13-15.17-19: Arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados.

Sal 4: Haz brillar sobre nosotros el resplandor de tu rostro.

1Jn 2,1-5: Él es víctima de propiciación por nuestros pecados.

Lc 24,35-48: Vosotros sois testigos de esto.

 

Una sola palabra puede darnos la clave para interpretar un conjunto de textos o una serie de episodios.

Las lecturas al completo de la liturgia de este domingo tienen como denominador común el pecado, la desobediencia a Dios. Este pecado tiene propiedades amnésicas: tiende a perderse en el olvido, bien perdiendo el rastro del mal causado bien desoyendo la voz paterna de Dios. La recuperación de la consciencia del mal cometido o el bien debido y no hecho reclama un itinerario que se puede recorrer gracias a ciertas luces: el de la misericordia de Dios.

            El día de Pentecostés los discípulos pasan de estar reunidos ellos solos en una estancia a salir e interactuar con judíos de diversas partes del mundo. Es una consecuencia de la presencia del Espíritu Santo en ellos. Aunque se habían encontrado con el Resucitado, necesitaban el Espíritu enviado por Él para la misión. Lo primero que hace Pedro es predicar, porque el Espíritu lleva a hablar de lo que Dios ha obrado para la salvación del hombre, pidiendo que el hombre reconozca su pecado, que es responsable de la muerte de Cristo y se arrepienta. Conocer a Dios lleva a reconocer el pecado y no querer pecar más. A Dios lo podemos conocer por el testimonio de quienes han vivido con Él, de los que pasan tiempo y tiempo a su lado para escuchar su Palabra. El proceso de conversión lleva a vivir con mucha alegría la unión con el Señor y querer transmitirlo a los demás. Quien recibe el anuncio de un misionero del Evangelio debe acabar convirtiéndose él mismo en misionero para otros.

            Jesús Resucitado se apareció primero, según el evangelista Lucas, a los dos discípulos de Emaús y también a Pedro. Luego a todos los discípulos reunidos en la misma estancia. Unos pocos fueron testigos, antes de la Iglesia al completo, de que estaba vivo. Actúa libérrimamente, sin atenerse a criterios humanos. Una avanzadilla de discípulos serán los primeros para preparar el camino. Aun así, tardarán todos en reconocerlo como Resucitado, a pesar de enseñarles las llagas de la pasión y de comer con ellos. Hasta que no les abre el entendimiento, no creen, no saben interpretar las Escrituras. Qué confusión para quienes tienen que vivir experiencias sin saber el vínculo entre unas y otras ni la razón y sentido de lo que sucede. Cuánto despiste si no se encuentra en las Escrituras el modo de armonizar todo y que esto tenga eficacia para la vida propia.

            Sobresale la relación de amor entre Dios y los hombres, donde estos responden a Dios con su pecado y Él perdonando como modo de amor. El pecado descompone, retuerce, destruye la criatura humana; el perdón de Dios lo regenera, lo regenera, lo configura para la esperanza. El primero viene de la fragilidad, el segundo del libérrimo amor divino. Como con la parábola del buen samaritano, a quienes hemos descubierto el pecado personal y el perdón de Dios recibimos el mandato: “Anda y haz tú lo mismo”. 

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