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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO XXXII T.ORDINARIO (B). 8 de noviembre de 2015

 

   1Re 17,10-16: “No temas… La orza de harina no se vaciará…”

    Sal 145, 7-10: Alaba, alma mía, al Señor.

Hb 9,24-28: Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos.

Mc 12,38-44: “Esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”.

 

Sin protección, sin recursos, sin esperanza de vida larga… la viudedad se vivía con múltiples rigores en la antigüedad. Esta precariedad podría llevar a pensar en una vida aferrada a la rapiña, el egoísmo y el rencor como un necesario modo supervivencia, pero, oh sorpresa, quien menos tenía quiso ofrecer su escasez a alguien a quien merecía la pena darle lo poco, al mismo Dios, cuando lo más fácil habría sido tributarle reproches.

            A Dios se le puede reconocer en sus profetas. En un momento de sequía severa, un profeta, Elías, pasó por la casa de una viuda en Sarepta, Fenicia, un lugar no judío, donde no tendría por qué llegar la acción poderosa de Dios, y aquella mujer extranjera reconoció sin embargo que había llegado un enviado de Dios. No hubo entrevista, se fio por la esperanza que le trajo: “La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará…”. Le promete vida, cuando ella esperaba una muerte cercana. ¡Qué es un profeta, hombre de Dios, sino portador de esperanza con anuncio de vida! De no haber percibido que Elías venía de parte de Dios no le habría dado crédito; la confianza en sus palabras la mueven a entregarle todo lo que sostendría su vida y la de su hijo precariamente durante un día más, para luego morir. Entendió que Dios mismo la visitaba y, cumpliendo con el deber de la hospitalidad, le dio cuanto tenía para vivir. Ese encuentro con Dios por medio de su profeta se convirtió para ella y su hijo en motivo de salvación de la muerte.

            Cuidado con qué manos y de quién contamos para poner nuestro dinero, nuestras vidas. ¿Cómo reconocer a la persona que viene con misión del cielo? Al hombre de Dios no se le distingue por su ropaje, sus alardes, sus títulos… sino porque predican esperanza. Los escribas que se tenían por gente de Dios implicaban su esfuerzo en aparentar ser personas de piedad, porque no lo eran. Su enorme preocupación para que los demás vieran qué decían y obraban de parte del Señor solo con signos externos, les impedía ser de Dios realmente en lo profundo. La calidad de la relación con Dios no la da un determinado tipo de vestimenta, ni el saludo especial, ni el puesto principal en los lugares de culto y celebración, ni si quiera los rezos prolongados. Quizás no hay como el pobre de verdad, el que tiene que ajustarse a lo absolutamente necesario y aprecia el valor de lo poco, para reconocer al hombre que es realmente de Dios. El que vive distraído en cosas superficiales, tasará la realidad también desde la superficie.

            La segunda escena del evangelio, que parece que el evangelista une a la anterior sin transición, nos ubica en el templo, donde las miradas de Jesús y sus discípulos se fijan en las cantidades que depositan en el arca de las ofrendas los judíos que se acercan a la casa de Dios. No es difícil imaginar, como nos sucede con frecuencia a nosotros, que los ojos pronto se irían a estimar las hermosas cantidades dejadas por ciertos judíos ricos. La cantidad impresiona. Tal vez de ahí que Jesús les llame la atención a sus discípulos tras haber observado la ofrenda de la viuda pobre. Seguramente esas dos monedillas, que ni siquiera habían producido ruido al chocar con las otras monedas del interior, habrían pasado indiferente ante los ojos de sus compañeros. No parece atrevido decir que solo el pobre de Dios identifica a las personas que son de Dios y los gestos de verdadero amor a Dios. La pobre viuda echó y se marchó, sin escuchar las palabras de Jesús. ¿Qué motivación le valió para ese gesto tan generoso, cuando ni si quiera le llegó a los oídos la alabanza del Señor que observaba? Sencillamente le movió amor a Dios, de quien lo esperaría todo lo que pudiese darle, cuando ella le daba todo lo que ella podía. El amor de Dios basta, es más, es la mayor fuerza para entregarle hasta nuestra pobreza y la vergüenza de no poderle dar más.

            La respuesta total viene en la carta a los Hebreos. El Padre de Jesucristo, Dios de Elías y de la viuda de Sarepta, amado por la pobre viuda del templo e ignorado por los escribas superficiales, ha ofrecido a su propio Hijo en muerte de cruz por nosotros, para perdonarnos los pecados y salvarnos. Dando Dios todo, incluso más de lo imaginable, ¿cómo vamos nosotros a ser tacaños con Él cuando ha ofrecido tanto y tanto nos ha prometido? Puede ser que necesitemos la humildad que da la pobreza de no apegarse férreamente a lo que tenemos como si en ello nos fuera la vida, porque estaremos renunciando a ser hombres de Dios que llevemos esperanza a nuestros lugares y despreciando la promesa de misericordia y Vida verdadera por la cual murió y resucitó Cristo. Si esperamos echar manos al monedero de nuestro corazón para entregarle a Dios una suma de dinero considerable, toparemos con la decepción de no hallar ahí más que un par de monedillas sin apenas valor, sin brillo. Pero cuánto le alegra a Dios que se las ofrezcamos y cuánta alegría nos debería producir a nosotros saber que, aunque pobres, somos riquísimo en el Señor.

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS. 1 de noviembre de 2015

 

Ap 7,9-10.13-14: Yo, Juan, vi una muchedumbre inmensa.

Sal 23,1-6: Estos son los que buscan al Señor.

1Jn 3,1-3: Todo el que tiene esta esperanza en Él, porque lo veremos tal cual es.

Mt 5,1-12a: Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.

 

Aunque sin compartir la sangre del parentesco, a los amigos se les concede el título de familiares, con derecho y deber de dejar una huella de importancia en mi propia vida. Los hay cercanos hasta la confianza de abrirles las entrañas y otros de trato más esporádico o circunstancial. Si existe verdadera amistad, se podrá contar con ellos en cualquier ocasión. Contemplando la amistad con ojos creyentes, ellos son signo e incluso primicias de la fraternidad universal fundada en la paternidad de Dios por su Hijo Jesucristo. En esta urdimbre de relaciones de todos en Dios, descubrimos la necesaria colaboración de unos con otros para hacer efectivo el amor divino entre nosotros, para trabajar en la búsqueda común de la salvación de todos. En la amistad concretada en el amigo, o sencillamente en cualquier persona “amigable” (en cuanto amadas por Dios y necesarios todos para la historia de la salvación) se aprende y se enseña, se disfruta y se sufre, se sueña y se trabaja, aliviando la soledad, en especial aquella que se acentúa en el enfrentamiento con los retos arduos de cada jornada. Es cuando se pone a prueba si hay de verdad amistad, si hay deseo de fraternidad e implicación en ella. El sentir popular pide amigos hasta en el infierno…, pero mejor tenerlos en el cielo.

            Juan tuvo una revelación, una visión movida por Dios, y la puso por escrito en un libro. El libro recibió precisamente el título de “Revelación” o, lo que es lo mismo en griego, “Apocalipsis”. En él se recogen distintas visiones sobre un momento futuro sin determinar aunque decisivo y final, donde hay una lucha contra el mal, y numerosos esfuerzos y sufrimientos por los fieles a Jesucristo. La presencia victoriosa del Señor  y su triunfo definitivo con todos los suyos sobre la muerte y el mal. Parece que se escribió en un momento donde la Iglesia pasaba serias dificultades y pretendía alentar y avivar la esperanza de los creyentes. Lo que Juan contempla en este pasaje es el anuncio del final triunfal de quienes sufrieron a consecuencia de su fe, es decir, una visión de una multitud inmensa de santos, los amigos del Señor.

            También los ojos de Jesucristo, nos dice el evangelio de este domingo, contemplaron un gran gentío. Entonces “el Maestro se subió al monte, se sentó, se acercaron sus discípulos y comenzó a hablar enseñando”. ¿Cuántos de ellos serían amigos suyos? Entre tantos estarían los íntimos, incondicionales; los discípulos, a veces firmes a veces vacilantes; los coyunturales, dependientes del aire del momento. A todos les propone (a todos nos propone en ellos) amistad. Amistad con el Hijo de Dios hecho hombre, con el crucificado resucitado. Una amistad que da la felicidad. Comienza hablando de dicha, que es el final gozoso y compartido por Dios para todos los pobres en el espíritu, mansos, los que lloran, que tienen hambre y sed de la justicia, misericordiosos, limpios de corazón, trabajadores por la paz, los perseguidos por buscar la justicia, y todo el que sea perseguido o calumniado por ser fiel a Jesús. El color del bienaventurado es el del que se ha dejado colorear por Cristo esforzándose por una vida donde la búsqueda de Dios y el cumplimiento de su voluntad son permanentes, aunque no tenga muchas veces una retribución directa y positiva por parte de la sociedad y el mundo, pero sí la alegría profunda y la felicidad disfrutada aquí en ciernes y completada en la Vida eterna. Hay amistades que te hacen crecer, para otras, hace falta antes haber crecido. Ambas cosas suceden con Jesucristo.

Esta fiesta solemne de todos los santos es la celebración de los amigos del Señor, que cumplieron bien con su amistad y han recibido el mejor regalo del mejor amigo: la bienaventuranza eterna, compartir hogar con Él por siempre. Nosotros aún nos debemos esforzar en esta amistad, y contamos con la ayuda preciosa de estos hermanos nuestros ya llegados al cielo, porque piden a su Amigo por nosotros, porque son un ejemplo y un estímulo para no despreciar ni olvidar la amistad de Cristo. Son la prueba de la promesa de Vida eterna hecha por Dios, son la semilla fructificada de la sangre derramada de Cristo, son el fruto visible del Espíritu Santo en la vida del ser humano. ¡Qué bueno tener estos amigos hermanos en sitio tan alto, tal ayuda para elevarnos hacia el Amigo! Con ellos crecemos en amistad con Jesús, con ellos crecemos para amistarnos más con Jesús. 

DOMINGO XXX T.ORDINARIO (B). 25 de octubre de 2015

 

Jr 31,7-9: Los guiaré entre consuelos.

Sal 125, 1-6: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Hb 5,1-6: Dios es quien llama.

Mc 10,46-52: Pero él gritaba más: “Hijo de David, ten compasión de mí”.

Cuando el aire entra en nuestros pulmones, llega hasta cada uno de los rincones de nuestro organismo y luego sale por donde vino, marchándose silencioso, como llegó. Pero si quiere cumplir como con un último trabajo antes de irse definitivamente, vibrará con ayuda de la garganta, los labios, los dientes, la lengua…  haciendo ruido. El sonido se unirá a otros construyendo la palabra, y, palabra con palabra, obtendremos frase. No se aprecia diferencia entre el aire que salió pronunciando esta palabra y el de esta otra. Es el mismo aire para pedir permiso y para dar una orden, y cada uno lleva su mensaje. También era el mismo aire el del ciego hijo de Timeo que el de los seguidores del Señor, pero Bartimeo gritaba para que lo oyera Jesús, los seguidores del Maestro hablaban para regañar. Esto sucedía a la salida de la ciudad de Jericó.

            Pasaba por allí Jesús saliendo de Jericó, mientras Bartimeo estaba sentado. Uno de paso y otro perenne. La salida de Jericó encara a Jesús a Jerusalén; ve la consumación de su misión en la Cruz; Bartimeo puede ver y se queda en esa misma salida, pero detenido, sujeto a la indigencia. El Maestro acompañado y el ciego solitario. Cansa acompañar al indigente: ¿qué te puede dar? Aburre pasar los ratos con el ciego: ¿dónde te puede llevar? Traía más cuenta seguir a Jesús, el rey, el vidente, aunque su compañía no hubiera aún reparado que su Maestro se había despojado de su rango y en este momento sus ojos miraban al calvario.

El Padre eterno insufló su aliento sobre su obra predilecta y Adán resultó un ser viviente (cf. Gn 2,7). Cada bocanada de aire que aspiramos recuerda, de algún modo, el acto creador de Dios; en la respiración recibimos ese don invisible que nos permite la vida… hasta la expulsión de último y definitivo aire, hasta la expiración. Bartimeo oyó primero y entendió; oyó que era Jesús el que pasaba y entendió que ese era su momento. No podía ver, pero podía oír. Si había nulidad en la vista, el oído obraba con virtuosismo, y demostraba que, si está cortado un paso, Dios abrirá otros caminos con longitud y anchura.

Entonces, cogió y cogió aire, aliento de vida, y empezó a soltarlo haciéndolo sonar con fuerza, hasta el grito, hasta sobrepasar las quejas de los que le decían que se callase, hasta detener a Jesús. Recuerda un poco a otro de Jericó, Zaqueo, alzado en el árbol porque no podía ver a Jesús.

Aquella vida restringida, limitada, hizo un acopio de fuerzas para dirigirse a Dios, el Señor de la Vida. Cuando falta altura, habrá que tomarla prestada (aunque sea de un árbol), cuando falta vista, se echará mano de los otros sentidos (aunque sea a gritos). Hay que llamar la atención de Dios que pasa para decirle: “Aquí hay vida”, y decirle otra vez: “Pero quiero más vida, la que me haga crecer, la que me haga ver, la Vida eterna”.

Para llegar a esa llamada es necesario darse cuenta antes de las propias limitaciones y deficiencias. Si no, no habrá petición, porque habremos entendido la falta, la necesidad de Dios, la urgencia del encuentro con Jesús. Y Bartimeo, con su ceguera, se encontró con Jesús. Con otro grito de los pies, un salto, llegó a donde estaba el Maestro y le volvió a pedir cara a cara lo que antes le había pedido a voces. Ya no hace falta gritar, lo tiene frente a sí. Antes había tenido que soltar el manto, la tela recia que empleaba para cubrirse y para recibir la limosna. La llamada de Jesús es una invitación a dejar su indigencia, que le ata a una situación de comodidad y quietud. Y entonces se pone en camino para seguirlo… hasta el final, hasta el último aliento. Hasta Getsemaní y el Calvario. Ya ve y tendrá que ver con Jesús aún cosas mayores.

             El Señor invitaba a gritar al pueblo por medio de Jeremías, por la alegría de la salvación y Jesucristo aprendió a gritar entre los hombres, participando de su necesidad de llamar la atención de Dios, que no es otra cosa sino recordar la presencia siempre cercana de este Dios que pasa, pero no se detiene si no lo buscamos, si no le pedimos, si no estamos dispuestos a confesar nuestra ceguera, si nos agarramos a nuestras pobrezas y no queremos soltarlas. Si no hay grito al principio, quizás tampoco habrá cara a cara con Jesús. Si no entendemos el grito de los otros, estaremos entorpeciendo su camino hacia Dios regañando como aquellos discípulos y acompañantes que veían aún menos que el ciego hijo de Timeo. 

Domingo XXIX del T.Ordinario. 18 de octubre de 2015. DOMUND

 

Is 53,10-11: Lo que el Señor quiere prosperará por su mano.

Sal 32: Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de ti.

Hb 4,14-16: Ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado.

Mc 10,35-45: “¿Qué queréis que haga por vosotros?”

Un “¡aúpa!” oportuno evita el desánimo sostenido, otro despierta  las energías, otro ofrece una motivación. En todo caso contiene un estímulo necesario para el avance. Hemos de repetírnoslo con frecuencia, pero ayuda mucho que nos venga también desde fuera. Encontrar a alguien interesado en tu progreso dando ánimo sincero es un bien inestimable.

A golpe de aúpa, ¿hasta dónde podemos aspirar? ¿Hasta dónde llegar? Que, por pedir, no quede: a la gloria. Dos hermanos de entre los Doce apótoles con ánimo para pedirle a Jesús confirmación en sus aspiraciones. ¡Qué bueno es que los hermanos se apoyen en sus proyectos de prosperidad! Un hermano encontró fuerzas junto al otro hermano. A Santiago y Juan les unió más el parentesco entre sí que el vínculo de hermandad reciente en seguimiento de Cristo y misión con el resto de discípulos, y decidieron por su cuenta. Valorando su trayectoria junto al Maestro con importantes sacrificios de dejar trabajo y casa y familia y, de algún modo, echarse a la aventura poniendo su confianza en aquel paisano excepcional, podrían encontrar una legitimación a su petición. Aspiraban a lo más alto: a compartir asiento lo más cercanos a Jesús en el Reino. ¿Lo querrían por proximidad con su Señor, por afecto? ¿Lo querrían por destacarse sobre los otros? Si uno quiere prosperar tiene que andar listo y anticiparse a los otros, y ¡qué más prosperidad que situarse en el mejor sitio posible para toda la eternidad!

Jesús acoge con simpatía la solicitud, como un poco admirado por su ingenuidad, pero condiciona los altos los deseos de los hermanos a un compromiso muy estricto con una apariencia muy distante de lo que pretenden conseguir: vivir la  propia pasión de Cristo. La respuesta de los dos hermanos discípulos suena también a ingenua, aceptando el martirio sin titubear, dando la impresión de que realmente no se dan cuenta de la magnitud de ese sacrificio, el máximo, el definitivo, el de dar la vida en abajamiento y humillación. Aun así, el Maestro les promete esta entrega radical, aunque se desmarca de la petición inicial como algo que no le atañe directamente a Él en ese momento; de alguna manera, quitándole importancia, porque la centra en esa bebida de cáliz y en ese bautismo, que entendemos de pasión.

            Los otros compañeros, tan aspirantes con estos hermanos a las alturas, se verán heridos en sus aspiraciones, porque encontrarse rivales que se les han adelantado. Entonces sí interviene Jesús con severidad para colocar las cosas en su sitio. Y su sitio es el servicio. El ejemplo de los que se creen ya encumbrados le sirve para enseñarles que ese empeño de los poderosos les ha hecho convertirse en siervos de sus propias pretensiones, pues no hay oficio más digno que servir a los otros y el oficio que no realice desde el servicio no eleva, sino que hace caer.

            El sufrimiento es una puerta necesaria en el seguimiento del Señor en primer lugar porque todo aprendizaje requiere sacrificio y renuncia; en segundo lugar, porque el mal en el mundo provoca mucho daño y la experiencia de fraternidad lleva a sentir con los que sufren y lamentar tanta injusticia. Lo cual trae consigo muchas veces un asumir el golpe de esas mismas injusticias robre la propia carne. Aquí se consuma el camino hacia la gloria. Jesús es el paradigma del que aprende a obedecer al Padre con esfuerzo y sacrificio, pero además asume el sufrimiento de los demás sobre sí. ¿Qué aspiraciones tendría el Maestro? Cumplir la voluntad de Dios, que es que todos lleguen a la gloria. Podría decirse que, olvidando su propia gloria, trabajó para la de los demás ofreciéndose a sí mismo. ¿Habrá gloria más elevada, servicio más glorioso, gesto más elocuente? En el día en que celebramos la jornada mundial de la evangelización de los pueblos subrayamos ese deseo y ese trabajo para que el mensaje de salvación llegue a todos. Un signo de esta actitud en nuestra vida es preferir el éxito ajeno al propio. Entonces ya habremos entendido el sentido del servicio y viviremos oliendo de cerca la gloria. 

DOMINGO XXVIII T.ORDINARIO (B). 11 de octubre de 2015

 

Sb 7,7-11: Invoqué y vino a mí un espíritu de sabiduría.

Sal 89, 12-17: Sácianos de tu misericordia, Señor, y toda nuestra vida será alegría y júbilo.

Hb 4,12-13: Todo está patente a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.

Mc 10,17-30: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”

 

La tradición atribuye este pasaje del libro de la Sabiduría al rey Salomón. Se encontraría al inicio de su reinado, tras suceder a su padre David. Dios le salió al encuentro y le pidió a Salomón que le pidiese. ¿Qué pedirle al que todo lo puede? La mente de un rey trajina entre pensamientos reales y no es difícil que desvaríe y olvide su misión de servicio, mirando para sí y olvidándose del pueblo. ¿Más poder, más territorio, más gloria, más riqueza, más años de trono…? Pidió sabiduría, y el reino se iluminó un poco más. La sabiduría no se sirve a sí misma, sino que existe para compartirse y beneficiar a muchos. El Maestro de maestros le concedió a Salomón lo que habitualmente se adquiere con muchos años y un duro trabajo. Aunque en otras ocasiones basta con un espíritu sencillo que descubre la luz divina y la acoge junto a sí. Salomón se convirtió en maestro de sabios, por un regalo del cielo; pero su sabiduría menguó en la medida en que se fue apartando de Dios.

 

Corre te corre ahora un desconocido busca maestro para alcanzar una meta interesante. Las prisas delatan la urgencia del asunto. ¿Qué querrá este desconocido ahora? ¿A qué tanta carrera? El entusiasmo humano se aviva con cualquier cosa con tal de que parezca traer felicidad: ¿Más dinero? ¿Reconocimiento? ¿Estatus?... Cada cosa tiene su maestro el rico, el triunfador, el aristócrata… Pero las piernas de aquel personaje anónimo aligeran el camino para otro hallazgo: “Vida eterna”. Los padres, serían sus padres lo que le habrían encaminado hacia el propósito, como judíos piadosos. Ellos, los primeros maestros, enseñaron piedad para temer a Dios y respetar a los hombres, y todo lo aprendió el hijo desde pequeño… y lo cumplió. Pero tenía ambición de más. Fuera porque tuviera un natural con aspiraciones a metas cada vez más altas, fuera porque todavía se encontrase insatisfecho de lo hallado, habría una inquietud para pedir más. Tocaba la perfección legal, pero aún le resultaría lejana la eternidad. ¡Qué peligroso es creerse uno ya en los altares, simplemente, porque no hace malo! El Maestro habló, pero antes lo miró con cariño. Entendió que aquel hombre que le pedía el cielo había cumplido con cada uno de los mandamientos, desde el primero hasta el último. Podría revisarlos de arriba abajo, de izquierda a derecha que no encontraría tara en la ejecución de ninguno de ellos. Pedía más y Jesús le iba a dar más. Como buen Maestro o Maestro bueno, le aplicó al alumno improvisado lo que necesitaba. Cuando hay capacidad para más, hay que dar más. Y así comenzó poniendo a prueba en él aquellos dos mandamientos que sustentan la Ley y los Profetas y aun la misma encarnación del Hijo de Dios. El primero: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”, y desde el primero el segundo: “Y al prójimo como a ti mismo”. El Maestro lo hizo a través de un pequeño giro magistral y lleno de sabiduría, donde el amor a Dios y al prójimo iba a entrar en crisis ante un amor mayor: las propias riquezas.

A la propuesta del  Maestro hubo como respuesta un ceño fruncido. Antes se le tuvieron que revolver la entrañas a aquel discípulo precipitado que pronto dejó de serlo. Le valían más sus propiedades que la Vida eterna, que el prójimo, que incluso Dios mismo.

A la mirada de cariño de Jesús hacia nosotros, que queremos el cielo también y preguntamos sobre él, nos sobreviene la misma pregunta aunque hecha a cada uno de una forma diferente, dependiendo de dónde tengamos los apegos que rebajan la posición de Dios entre nuestras prioridades. Devaluando el primer mandamiento, se degradan todos los demás. Entonces, ¿quién puede salvarse? Estamos en proceso, en camino, y Dios conseguirá en nosotros lo que no podamos… si salvamos una actitud: la del discípulo. El hombrecillo rico del Evangelio acabó de un tajo con el aprendizaje. No dijo: “Me costará, pero voy a intentarlo”, o: “Me veo sin fuerzas para ello, ayúdame”, sino que concluyó enseguida con ceño fruncido y despedida. Mal alumno quien, aprobando en todo lo demás, suspende en “Vida eterna” porque no le interesa aprobar en “Vida eterna” aunque suspenda todo lo demás. La asignatura de Vida eterna es la de amor a Dios y al prójimo, claro está. Esto es: un verdadero interés en Vida eterna, en Dios y el prójimo. Bastaría, como examen de pre-evaluación, ir llevando a nuestra mentes aquella realidades que nos hacen vibrar, y descubrir las que nos entusiasman más que Dios. Ahí se encuentra el principal trabajo que deberíamos afrontar, para que sea Dios el que tenga la preeminencia y, desde Él y el prójimo, podamos ordenar todo lo otro. Hacer este camino de discipulado, que es renuncia, es ya recompensa de Vida eterna aquí con salario centuplicado sobre lo que se dejó, promete Jesús. Esa Palabra de Dios que es “viva y eficaz” hasta tocar el tuétano, donde se fraguan los quereres sobre los que orientamos nuestra vida, es la enseñanza del Maestro que no podemos dejar de escuchar y contemplar y realizar en nuestras vidas.

 

Merece la pena. Hablamos de jornal de gloria y un Maestro que nos conoce como nadie y nos ama con ninguno. 

DOMINGO XXVI T.ORDINARIO (B). 27 de septiembre de 2015

 

Nm 11,25-29: ¡Ojalá todo el pueblo fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!  

Sal 18,8-14: Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.

St 5,1-6: Llorad y lamentaos por las desgracias que os han tocado.

Mc 9,38-43.45.47-48: “Uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí”.

 

Nuestros bienes los delimitamos con el posesivo (mis tierras, mi trabajo, mis propiedades…), pero también lo empleamos para aludir a nuestra vinculación con las personas y con el mundo,  sirviéndonos como elemento de referencia para delimitar nuestro espacio. Acota, distingue de lo demás o lo asocia, y, en definitiva, tomándolo en su conjunto, tiene la misión para nosotros de señalar y proteger nuestra identidad mostrando unos vínculos específicos y no compartidos por todos. Decir “yo tengo” es, de algún modo, decir “yo existo”.

            Un exorcista furtivo que no pertenecía a los seguidores oficiales de Jesús despierta la censura de uno de los más señalados discípulos para rechazar su actividad. El motivo es que “no es de los nuestros”. El pasaje anterior, recogido en la lectura del evangelio del domingo pasado, nos desvelaba la preocupación de los discípulos por quedarse con el primer lugar. En esta ocasión es uno de ellos, Juan, el que reivindica un poder especial, el de expulsar demonios, solo para su grupo.  Ser los primeros y ser los únicos, lo auténticos, con primacía y potestad que distinguiese a los demás. El posesivo que vinculaba a los discípulos a Jesús, su Señor, su Maestro, se estaba convirtiendo en un instrumento discriminante y excluyente.

Ya existía en el Antiguo Testamento el antecedente de una situación similar, cuando Dios pasó el espíritu de Moisés a un grupo de ancianos y, sobrepasando el espacio destinado para ello, se posó también sobre dos que se encontraban distantes para que profetizaran. También en aquella ocasión hubo voces de censura (cf. Nm 11,25-29) y Moisés corrigió, aprobando que el espíritu estuviese también en ellos y deseando incluso que lo recibiera todo el pueblo. ¿Cómo restringir el don de Dios cuando Él lo quiere dar más allá de donde pensábamos o sin medida?

Esto puede movernos a considerar el uso que hacemos de nuestros posesivos y las implicaciones que trae consigo. Es bueno guardar una identidad y distinción, para lo cual utilizamos el “mi” y el “nuestro”, pero partiendo de una pertenencia que se anticipa y desde donde tienen que integrarse todas las demás: “somos posesión de Dios”, que nos ha creado y nos ha hecho para encontrar la plenitud en Él. Esto nos une en un vínculo primordial fundamentado en la paternidad divina, por el cual somos hermanos y, desde ahí, cuidadores y garantes de la prosperidad de los otros. Por tanto, siempre que se tenga en cuenta esto, las demás pertenencias han de ayudar a recordar y desarrollar ese principio: de Dios y para Dios. Puesto que la gloria de Dios es la felicidad humana, no debe haber posesión que atente contra ella.

A Santiago le hervía la sangre por observar a su alrededor una posesividad dañina de los bienes materiales con los que se hartaban unos a costa de la pobreza de otros. La situación no nos resulta remota y la observamos en situaciones de la micro y la macroeconomía, y la vivimos en también en el seno de nuestras propias comunidades cristianas. Hacerse poseedor de bienes en detrimento de otras personas es desposeerse de Dios. La distribución universal de los bienes, que no elimina el derecho a la propiedad de cada cual, es un principio de justicia cristiana.

Desde lo material, hasta tener la atención de dar un vaso de agua al seguidor del Mesías y tener la delicadeza de cuidar los comentarios para no escandalizar… el que se sabe de Dios y no una auto-posesión, buscar trabajar para Él y para el hermano hasta en el detalle. Si hay algo que entorpece esto, mejor es privarse de ello, aunque cueste, aunque lo creamos muy nuestro. Si por conservar lo “nuestro” perdemos a Dios, habremos hecho una pésima inversión. Lo “nuestro” ha de trabajar por la unidad. Precisamente, una antigua historia sobre el origen del diablo indica que el nombre de Satanás significa “el que separa”. El que se impuso a sí mismo la misión de ser rival del Dios de la unidad para separarnos de Él se cuela entre nosotros para crear enemistades, exclusiones, posesividades… estériles e hirientes. A este Satanás y sus secuaces lo expulsaba ese discípulo anónimo y no oficial. Si hay uno o muchos que trabajan por esa unidad y el bien de las personas, ¿seremos nosotros lo que nos pongamos de parte del diablo por nuestras envidias y celos y estrechez de horizontes? Un poco más, ¿no será uno de nuestros principales cometidos expulsar esos espíritus malos y ayudar a que todos los expulsen de todo lugar? ¡Ojalá y todos trabajasen así por el Reino, aunque aún no conozcan a Jesucristo!

 

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