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En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO II de PASCUA. De la DIVINA MISERICORDIA. 12 de abril de 2015

 

Hch 4,32-35: Los apóstoles daban testimonio de la Resurrección de Señor con mucho valor.

Sal 117,2-4.16-18.22-24: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

1Jn 5,1-6: Sus mandamientos no son pesados.

Jn 20,19-31: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos”.

                                      

Tomás pedía manos y costado y Jesús le dio manos y costado. Donde hay falta de fe, Dios no escatima en la dádiva; eso sí, en el momento oportuno y, si es preciso, con acento en la reprensión, porque había déficit donde tendría que haber abundancia. Y no hubo abundancia en Tomás, porque no permitió que Dios le resucitase los ojos sino con aparición de manos y costado. 

 

Las manos de los primeros cristianos eran ya manos resucitadas, porque ya lo estaban sus ojos (como no lo estaban los ojos de Tomás). La fe se había convertido en ellos en la clave para entender su vida, lo cual significaba una visión nueva de la realidad: como la presencia de Dios en todo, puesto que Jesús se les revelaba como el Señor de toda la Creación. Por eso sus manos no se cerraban con intento de posesión cuando pasaban a través de ellas las cosas, sino que se abrían con desprendimiento para generar bien común. Los dedos son sensibles a las cosas y se contraen para agarrarlas o se distienden para desprenderse de ellas.

 

            Las manos de Cristo andaban cargadas de misericordias. La primera una misericordia crucificada con amor y perdón a los enemigos hasta en la cruz. Otra misericordia más por confiar en las manos de sus discípulos; a pesar de que no las vio cercanas al Calvario. Y aún más misericordia porque hacía a las manos de éstos capaces de perdonar los pecados o retenerlos.

 

            Mirando al mundo, ¿dónde queda la Resurrección de Cristo? La Resurrección puede hacerse menos evidente, cuanto más clara es la hulla del mal a nuestro alrededor. Seguramente nos sobrarían razones hoy, al modo de Tomás, para poner reparos a la victoria de Cristo sobre la muerte. Yo me conformaría con la fe de Tomás para, al menos, reconocerlo por sus llagas. Pero podemos atajar y saber con seguridad lo que Tomás supo solo después de la visión, porque él tuvo antes otros indicios que no tomó en consideración:

 

1. El testimonio de sus hermanos, que sí habían visto al Señor. La Iglesia es para nosotros garantía de que Cristo ha resucitado y en ella tantos cristianos cuya vida da fe de esto.

 

2. El cumplimiento de las promesas del Maestro, que, de no haber Resurrección, quedarían completamente frustradas y la vida sin sentido.

 

3. El peso de la resurrección en las propias manos. Es la experiencia más vital, tal vez, de esa resurrección, donde el corazón se siente empujado por una energía que fortalece y hace vibrar las manos con deseos de trabajo por el Reino. 

TRIDUO PASCUAL. Jueves Santo. Viernes Santo. Vigilia Pascual. abril 2015

TRIDUO PASCUAL

 

 

JUEVES SANTO. 2 de abril de 2015

 

Ex 12,1-8.11-14; 1Co 11,23-26; Jn 13,1-15.

 

Lo que comimos ayer nos sació el hambre también de ayer, pero no han llegado a hacerlo hoy. ¿Por qué tener que tomar alimento todos los días? ¿Por qué no nos creó Dios ya saciados?

 

La comida es para la vida; tal vez el Señor puso hambre habitual en nuestros cuerpos para que descubriéramos el milagro de la vida en nuestras propias existencias… y lo cuidáramos. Así cada comida es una celebración de vida. ¿Por qué, si no, toda celebración importante pide un banquete? ¿Qué celebramos que reamente merezca la pena que no esté relacionado con el misterio de la vida?

 

Un día habló Dios a Abrahán con una promesa de vida: una descendencia y un lugar para habitar. La esclavitud en Egipto del pueblo de Dios fue un atentado contra esta promesa. ¿Podemos tolerar las agresiones contra la vida? El Señor los liberó del faraón, de uno que se creía dios, pero sin embargo no era capaz de proteger la vida, sino que la oprimía hasta la muerte. El verdadero Dios, el Dios de la vida, se manifestó como liberador, como el que realmente defiende toda vida humana. Para conmemorar la liberación de la esclavitud de Egipto, Israel celebraba una fiesta, la Pascua, el paso de Dios por nuestra historia. No se celebraba como el recuerdo de un momento pasado, sino como la actualidad de la acción de Dios liberadora de todo aquello que esclaviza, especialmente del pecado. La mesa se preparaba con esmero para celebrar la gran fiesta del Dios liberador, del Dios de la vida, que da y protege la vida de su pueblo. Para el banquete: un cordero, panes ácimos y hierbas amargas. Para beber: vino.

 

El banquete pascual de la despedida de Jesús de sus discípulos fue un acontecimiento de vida. Ninguna otra fiesta, ninguna otra comida lo había sido así. La fiesta de Pascua, tantas veces repetidas en la historia del Pueblo, no había traído aún la liberación definitiva. Jesús avanzó en ello. Él mismo se dio como alimento de vida para comer y para beber, en el pan y en el vino. Sólo podía darse a comer a sí mismo el autor de la vida hecho carne. Para comer su amor eterno al Padre, su obediencia hasta la cruz, su misericordia con todos los hombres, su servicio hasta abajarse a los pies. De esta forma el cuidado de la vida saltaba a la eternidad. Comerlo a Él para tener vida eterna.

 

De nuevo un banquete, pero como ningún otro, porque esta fiesta de vida hace posible la vida divina en nosotros y la cultiva. Nos hace resucitar paulatinamente al comer la carne del resucitado y florecer en obras de resurrección: para ser pacientes con los demás, misericordiosos en la ofensa, serviciales con los pobres, generosos con todos… obedientes al Padre. Es pan de fraternidad para sabernos y gustarnos más hermanos, hijos del mismo Padre bueno del cielo. Y para ello, quedan instituidos unos hermanos que puedan preparar este banquete de vida, los sacerdotes, y trabajar para cuidar y administrar los otros sacramentos de vida y la Palabra de vida por encargo del Señor.

 

La noche de esta cena anuncia muerte, y sin embargo es preámbulo de más vida que nunca, porque Dios se ha hecho comida para que tengamos vida eterna.

 

 

 

VIERNES SANTO. 3 de abril de 2015

 

Is 52,13-53,12; Hb 4,14-16. 5,7-9; Jn 18,1-19,42.

 

Cuando se sienten ligeros los pies, ¡qué bien se anda! Se trota, se corre… hasta casi el vuelo. Cuando se sienten ligeros los pies. Por eso, no se entiende que tengan que encontrarse con el estorbo, en medio, de lo que obstruye el camino hasta hacerlo temeroso, aborrecible, hasta entrar ganas de dar media vuelta y marchar por otro sitio. No se entiende que, después de haber caminado con tanta holgura, ahora tengan que detenerse para escalar por ese árbol tan desagradable. Y no solo haciendo más lento el paso, sino que además los pies son retenidos por un clavo que los amarra a la madera. Si se paran los pies, ¿de qué sirven? Para acostumbrarse a la madera y al clavo. Y se quedan suspendidos, un poco despegados de la tierra, pero sin llegar a tocarla, y aún distantes del cielo, elevados, pero no lo suficiente. Sin tierra y sin cielo, demasiado en lo incierto, con la única certeza de la cruz. Cuanto más sepa esta cruz a la del Señor, a entrega y misericordia y justicia, más cómodos la tocarán los pies reposando en ella.

 

Llegó la Hora del Hijo del hombre. No llegará la hora para ninguno de los hijos de Dios hasta que no se sienta el tacto de la madera de la cruz. La hora es el momento de la glorificación, de la prueba de las convicciones íntimas. Es el instante en el que se puede escuchar con mayor claridad la paternidad de Dios y la respuesta de hijo. Hay misterios de Dios a los que solo se puede llegar atravesando el umbral de la cruz.  

 

El andariego de Galilea anduvo mucho e hizo caminar a otros con Él. Lo siguieron gentíos numerosos, otras veces un grupo más reducido. Pero hasta aquí, hasta la cruz, prácticamente nadie. Que no nos pide Dios lo que no pudieron hacer otros, ir al Calvario. Solo nos pide acompañar a su Hijo. Allá donde esté, estaremos nosotros. Y si tiene que ir a la cruz, tal vez el trato con el Hijo de Dios nos ablande para llegar hasta donde no esperábamos. No se puede ir al Calvario a fuerza de puños o sino a fuerza de amor. Entonces, siguiendo al crucificado hasta el final, ¡cuánto amor se descubre! A partir de entonces comienza a caminarse de otra manera.

 

 

 

VIGILIA PASCUAL. 5 de abril de 2015

 

Gn 1,1-2,2; Gn 22,1-18; Ex 14,15-15,1; Ex 15,1-18; Is 54,5-14; Is 55,1-11; Is 12,2-6; Bar 3,9-15.32-4,4; Ez 36,16-28; Rm 6,3-11; Mc 16,1-7.

 

¡Escuchad! No se oye nada. ¡Otra vez! Nada tampoco. Entonces habrá que esmerarse o simplemente contentarse con lo que no existe y hacer como si existiera. Tantas veces hemos simulado el “como si existiera” que no pesará hacerlo una vez más. Procuramos retener nuestro genio, evitar la crítica, mitigar egoísmos como si Jesucristo hubiera resucitado; intentamos cumplir con nuestras obligaciones religiosas como si Jesucristo hubiera resucitado; hacemos un esfuerzo por perdonar y pedir el perdón de los otros como si Jesucristo hubiera resucitado; es decir, amparados por un acontecimiento del que todavía no acabamos de creer del todo. ¿Qué credibilidad tenemos entonces los cristianos si procuramos vivir como si Jesucristo hubiera resucitado cuando realmente no estamos convencido de ello?

 

            Pasó el viernes, pasó el sábado… y nada. Los días de la Creación fueron más productivos; cada día trajo criaturas nuevas y además, “vio Dios que era bueno”. Parece que resulta más fácil sacar de la nada que reconstruir lo destruido. En un solo día, el que se convertiría en el primer día de la semana, Dios creó la luz, el cielo y la tierra, y ahora han pasaron los días sin haber podido impedir que asesinaran al único justo entre todos los vivientes. ¿Cómo esta paradoja entre ese poder absoluto para decir y crear, y esta impotencia para evitar la injusticia sobre los buenos? Dejemos a Dios que sea Dios, mientras esperamos la obra de su poder que puede hacer aparecer de repente galaxias inmensas, pero se toma su tiempo con los humanos. Puede decir en un instante y fabricar un mundo completo, y sin embargo esperar años y años con amor paciente la conversión del corazón de un hijo suyo. Para la resurrección de su Hijo hubo que esperar un poco, para la nuestra algo más, porque la resurrección tiene que ver con el mundo creado, pero también con el corazón convertido deseoso de Dios.

 

            La rutina de los días dificulta escuchar otra cosa que rutina. Los muertos seguirán tan muertos como los vivos amenazados de muerte. La previsión es que un día estemos todos compartiendo la misma muerte. El primer día de la semana (¡qué lejos quedaba aquel otro primer día de la creación de la Luz!) fueron unas mujeres a encontrarse con un muerto. Muerto lo dejaron, muerto lo encontrarían, no cabía mucho más. La tumba estaba vacía. Había más motivos para pensar en el robo que en otra cosa; y es que se busca a Dios como motivo de algo como último remedio, aunque sea el causante habitual. A pesar del anuncio que les hizo el joven vestido de blanco, hablándoles,  parece que no se lo terminaban de creer. Acabaron con más miedo que alegría. Así habría de acabar este evangelio, a no ser por el apéndice que parece ser añadido posterior. Así al menos nos deja esta lectura de hoy en esta Vigilia Santa, como probando nuestra fe: sin haber visto el sepulcro vacío, ni al Señor resucitado, ¿nos fiamos de los que nos llegan anunciando resurrección? Si encontramos testigos apasionados de Jesucristo muerto y resucitado, habrá más facilidad para contagiarnos su entusiasmo y creer también nosotros, que es vivir como que Él realmente ha resucitado (y no como si hubiera resucitado). Estos testigos son los que han descubierto que su vida carece de sentido sin Cristo y lo saben acompañante en todo momento de su historia.  Ellos oyeron en lo profundo, oyeron mucho, lo oyeron a Él pronunciando su nombre y la resurrección les pareció como lo más real.

 

No se oye nada, ¿verdad? Eso es que todavía vivimos solo como si Jesucristo hubiera resucitado, donde el miedo supera aún a la alegría, el rito formal al culto en espíritu. No está mal seguir así perseverando con fidelidad, pero mucho mejor si, con experiencia pascual, vivimos sabiendo que Jesucristo verdaderamente ha resucitado y nosotros estamos en trance de resurrección hasta su culminación en la gloria definitiva.  

DOMINGO DE RAMOS (ciclo B). 29 de marzo de 2015

 

Procesión de las palmas

Mc 11,1-10: Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David.

 

MISA

Is 50,4-7: El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás.

Sal 21,8-9.17-20.23-24: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Fp 2,6-11: Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.

Mc 14,1-15,47: Ella ha hecho lo que podía: se ha adelantado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura.

 

No molestéis a los que aman a Jesús y lo hacen a su modo. ¿De qué otro modo se puede amar si no es desde lo propio? ¿Preferiremos imitar? ¿Buscar el artificio de lo que cabe esperar sin que lo esperen nuestras entrañas? Si aquella mujer demostraba su amor derrochando ese perfume carísimo sobre la cabeza de Jesús, ¿por qué molestarla? Ella intuía más que los habituales en la amistad con el Maestro, el amor sacrificado hasta dar la vida. ¡Qué mejor que amar a Dios con lo que cada uno puede! Aunque, si es verdadero amor, no cesará en la búsqueda de aquello que le permita amar más.

 

Jerusalén tendía alrededor de sí unos brazos de piedra que circundaban su recinto poniéndole frontera. En los días de fiesta sus puertas se abrían de par en par porque la ciudad crecía con tantos judíos venidos de muchos lugares. La ciudad santa acogía al pueblo santo de Dios y, como Fiesta de  fiestas, de modo singular en la Pascua.  Todo el que se acercaba a Jerusalén subía, aunque descendiese de una cumbre altísima, porque en Jerusalén estaba el lugar más sagrado de la tierra, donde Dios tocaba lo humano y el humano casi, casi podía tocar a Dios.

 

La Pascua originaria no sucedió en aquella ciudad, pero era el lugar donde se guardaba memoria cada año: Un día libró Dios de la esclavitud del faraón en Egipto, el resto de días liberará Dios de la esclavitud del pecado y de la muerte. El Señor siempre libera en lo pequeño y en lo grande; mientras nosotros nos vamos atando y atando. ¿Habrá algún día liberación definitiva? ¿Se cumplirán por completo las promesas de Dios a Abrahán y a toda su descendencia? Así lo deseaban los judíos, aunque cada uno a su modo, dependiendo de su entendimiento de cuánto amasen a Dios y a su prójimo. Hacía falta mucho amor para entender bien; hacía falta conocer mucho a Dios y mucho al hombre para interpretar cuanto se anunciaba desde antiguo. El Verbo de Dios que se hizo carne, acabaría carne de cruz como culminación de una historia de amistad entre Dios y el hombre: Dios guiando, y el hombre obedeciendo, todo en la misma persona, en Jesucristo.

 

           El relato de la Pasión del Señor cuenta los momentos de este instante eterno cincelado en la carne humana, paso a paso, pero en un mismo argumento de amor del Dios que quiere que todos se salven. Y para ello, en este día del Domingo de Ramos, se inaugura la Semana Santa a la que podemos acercarnos a mirar por cualquiera de las puertas abiertas para entrar en Jerusalén. Todas son válidas si se abre camino para llegar hasta el fondo, hasta el Calvario y el sepulcro vacío. Todas oportunas si llevan hasta el misterio del amor misericordioso de Dios que cura la herida del pecado humano y en ese pecado encuentro también los míos. Lo mismo da si derramando un ungüento precioso o guardándolo para no gastarlo si se hace por amor a Cristo. Pero verdadero amor, no el que se agota solo en el sentimiento o no encuentra más que razones, sino el que dispone a una entrega mayor y abre las manos a una mayor generosidad y dispone el corazón a un perdón radical. Así la gran fiesta de la Pascua nos hará florecer por el Espíritu al amor con el que, a nuestro modo, amamos al Amor de los amores, porque dispusimos todo cuanto teníamos (que suele ser bien poco) para preparar el camino al despreciado y abandonado y vejado y crucificado… al ofrecido por amor a quienes no le amamos lo suficiente. 

DOMINGO V CUARESMA. 22 de marzo de 2015

 

Jr 31,31-34: Haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva.

Sal 50: Oh, Dios, crea en mí un corazón puro.

Hb 5,7-9: Él, a pesar de ser Hijo, aprendió sufriendo a obedecer.

Jn 12,20-33: “Quisiéramos ver a Jesús”.

 

Basta la palma de una mano para sostener un grano, y sobrará mucha palma. Con ese peso tan ligero se pueden hacer diferentes previsiones dependiendo de las expectativas que se pongan sobre él:

 

  1. “¡Qué poca cosa!”. En verdad que poca, incluso ridícula. A lo sumo una semilla así podrá dar diez o quince granitos más en la cosecha. ¿Merecerá la pena todo el trabajo de la siembra y el cuidado de la tierra y la siega para no obtener más que un puñadito con el que seguirá sobrando mano? Visto así, más vale deshacerse cuanto antes del grano y ocupar la mano en asuntos más provechosos. 
  1. “¡Poco pero mío!”. Mejor es lo pequeño que lo que no es. Así el grano asegura algo y hace que la mano que lo tiene aventaje a las que no tienen nada. ¡Qué miedo entra entonces cuando aparece la idea de enterrar el grano para que dé fruto! Es el pavor a perderlo todo.
  1. “¡Cuántas posibilidades!”. El grano de este año dará otros quince y la quincena otros quince más; y así con multiplicación anual, en una década habrá un inmenso granero aumentado cada año… Ya sabemos lo que sucedió con la lechera y sus cuentas. Ante estas perspectivas se le pedirán al grano cuentas de lo que no es o de lo que no puede, intentando precipitar lo que no prometió, pero se esperaba erróneamente de él.

Pueden añadirse otras aportaciones sobre los modos de considerar al grano, tantas como las experiencias de su peso y su tacto. ¿Cuánto le pesamos nosotros a Dios entre sus manos? Las mismas que se implicaron en nuestro modelado del barro son la que nos sostienen para seguir siendo moldeadas y dar fruto. A pesar de nuestro poco peso, nuestra pequeñez, tanto ama el Señor estas semillas que somos nosotros que hizo a su Hijo también semilla que se abrió en la tierra para que, muriendo, diera vida a los demás.

 

Resulta difícil de entender, pero Dios se enamoró de ese gajo minúsculo que somos, proyectando para nosotros una espiga de grano abundante. Pero para ello pide colaboración: que nos abramos a la vida que Él nos ofrece, a la cual no se puede llegar sino con sacrificio de apertura, de renuncia, de esperanza en la Resurrección. Esto también significa servicio, una vida entregada a Dios, para que, en la sepultura de aquello que pone tierra sobre nuestros intereses, egoísmos, proyectos, pecados… emerja el brote que dará un día grano y grano y grano. Aun así Dios no deja de querernos en nuestra pequeñez, y se alegra con nuestra condición menuda.

 

Él hace nuevas todas las cosas, porque su amor es sanador y rejuvenecedor; tan preciosos le parecemos nosotros, pequeñas semillas suyas, que no tiene en cuenta nuestras deficiencias y el pecado, pero pide que nos abramos a su perdón; no se impacienta con nuestra lentitud, pero quiere que no nos detengamos en la marcha; sabe que, al final del camino seguiremos siendo la misma pequeñez, y sin embargo Él nos ha llamado a ser Hijos suyos.

 

          Se anuncia la muerte de Jesucristo, con ella la nuestra propia; también se preludia la Resurrección, y con ella la cosecha de todo lo que Dios puso en nosotros para ser espiga de vida. ¡Qué grande quien, desde su pobreza, sabe mirar a las manos de Dios Padre y experimentarlas delicadas y entrañables con nuestra semilla! ¡Qué pequeños para todos y qué grandes para Dios! ¡Qué limitados para muchas cosas, pero qué capacitados para una sola: dar la vida por amor a Dios! Luego que Él saque fruto donde nosotros emprendimos obediencia de semilla.  

DOMINGO IV CUARESMA. "Laetare". 15 de marzo de 2015

 

2Cr 36,15-16. 19-23: Quien de vosotros pertenezca a su pueblo, ¡sea su Dios con él y suba!

Sal 136,1-6: Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti.

Ef 2,4-10: Estáis salvados por su gracia y mediante la fe.

Jn 3,14-21: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único.

 

Propongo una historia. No “mi” historia, ni “tu” historia, ni siquiera “nuestra” historia, sino “la” Historia. Aquella donde no serán suficientes todas las miradas para que interpreten y concluyan; es la historia que va tejiendo el Señor contando con el arte humano; a veces, no pocas, con el desastre humano. Se llama “historia de la salvación”, donde ni todos los ojos humanos pueden agotar su inmensidad y hondura, sino que hay que arrimarse al amor de Dios para esclarecer. Y en ella encontramos nuestra propia historia, sobre la que podemos hacer numerosas interpretaciones, pero todas ellas desatinadas si no la contemplamos al trasluz de esta “historia del amor de Dios” por todos para nuestra salvación.

 

            La historia de Israel podía ser una más entre las historias de tantos pueblos, pero entendía que habían sido escogidos por el Señor como el pueblo de su heredad por puro amor. O los acontecimientos que sucedían eran interpretados desde esta elección o estos hechos quedaban desgajados arrastrando al sinsentido todo lo demás. Aquel suceso demoledor, cuando el destierro y la destrucción del templo, provocó miradas diferentes hacia Dios. Parecía que la historia del pueblo de Israel llegaba a su fin frustrando todas las expectativas.  ¿Habrá habido abandono por parte de Dios? ¿Será impotente ante otros dioses? ¿Ya no le interesamos? Para no precipitarse en una respuesta inadecuada hay que hacer balance de aquella historia de elección, descubriendo que el daño producido ha sido consecuencia de la “infidelidad” del pueblo. Su olvido de Dios causa una situación de castigo para propiciar el arrepentimiento y la vuelta al Señor. La desgracia provoca  un trabajo más esperado en la memoria, que se preocupa, ante una situación de apuro, por hallar la verdad para encontrar una salida a lo que se está viviendo. Lo recuerda el redactor del segundo libro de las Crónicas: ha sido la infidelidad del pueblo la causa del desastre. Y recuerda también abriendo a la esperanza: Dios ha enviado un salvador.

 

A golpe de pecado vamos labrando una historia de daño sobre nosotros mismos. ¿Acusaremos a Dios de nuestros propios delitos? El reconocimiento de nuestros pecados es acercamiento a la verdadera historia; su negación es perseverancia en la penumbra. Por eso, tanto en la historia del ser humano como en la mía, hace falta poner verdad acerca de nuestras maldades, como requisito necesario para la curación y la enmienda.

 

           No basta solo, sin embargo, con aceptar que tenemos faltas y provocamos males, porque lo prioritario es contemplar cómo es la bondad de Dios la que cubre multitud de pecados y la que prevalece sobre todo mal. De ahí que solo mirando a Jesucristo crucificado y resucitado, interpretamos la historia con mayor realismo, con mayor verdad: allí vemos la consecuencia final de nuestros pecados, “el asesinato de Dios”; allí Dios nos toca con un perdón sin condiciones abriendo en la cruz una puerta a la vida en la Resurrección.

 

            A Jesús le sirvió el pasaje en que los israelitas, tras haber pecado contra Dios, reciben el castigo de la mordedura mortal de las serpientes en el desierto. Esto recuerda la falta humana repetida de muchas formas y en tantos momentos. Pero también invita a mirar hacia el estandarte donde Moisés coloca la serpiente de bronce para recibir la salud. La cruz incita a mirar elevando los ojos un poco a lo alto, para tampoco detenernos en nuestros pecados, sino en la misericordia de nuestro Señor. Despegar la vista desde aquello que me preocupa con subrayado, mi mal, mi pecado, pero que no puede convertirse en el centro de mis atenciones, para fijarla en el signo salvador que me hace entender “mi historia” en la “Historia de la salvación”. Solo en Jesucristo podemos interpretar con verdad y realidad la historia de todos y la mía en particular. Solo sabiendo de mi pecado y, todavía más, del perdón de Dios, tendré los recursos suficientes para entenderme a mí en este mundo. Aquí está la luz que unos reciben y otros rechazan, dependiendo de las ganas de Verdad que tengan.

 

La Verdad causa una profunda alegría, que ha de protegerse y estimularse durante este tiempo de Cuaresma, para que llegar con deseo de plenitud a la celebración de la Pascua. Nos lo recuerda este domingo llamado de “Laetare” (alegraos). Nos oscurecemos porque vemos solo pecado en nuestras vidas o no lo vemos en absoluto. En ambos casos, porque no se ve a Dios. La búsqueda de la alegría coincide con la búsqueda de la Verdad, de “la” Historia (proyecto del amor de Dios), donde nuestro Señor quiere contar sin excepción con cada uno de nosotros y, por tanto, habrá tropiezo, pero siempre asumido con sonrisa por el amor incondicional de nuestro Padre. 

DOMINGO III de CUARESMA. 8 de marzo de 2015

 

Ex 20,1-17: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud”.

Sal 18,8-11: Señor, Tú tienes palabras de vida eterna.

1Co 1,22-25: Nosotros predicamos a Jesucristo crucificado.

Jn 2,13-25: No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.

 

Vertiendo todo un cargamento de piedra sobre la tierra, se acotará un espacio antiguo para un uso nuevo, y el mismo lugar será ya distinto; separado del resto, cambiará de utilidad. Así tuvo su comienzo el local designado para significar la presencia de Dios. Hacía falta un edificio en el corazón del pueblo para la memoria de quien debía ser siempre su centro, como era origen y final. Pero el montón de roca precisa orden para hacer morada; de la piedra se sacará muro y techo y habitación… casa en definitiva. A Dios no le gusta la piedra más que la nube del cielo, ni la nube que la piedra. Si una es pesada hasta no despegarse de la tierra y la otra ligera para sobrevolar sobre nuestras cabezas, Dios siempre preferirá la tierra humana, que sin dejar de emerger del suelo, se encumbra hacia el cielo; que sin tener la dureza de la roca, tampoco es tan intangible como el vapor y puede recibir forma de las pacientes manos de Dios. De la piedra a la tierra hay una distancia: la del agua, porque la roca no permite que penetre a través de ella, mientras que la tierra se hace una con el agua para formar barro. De la nube a la tierra hay otra distancia: la nube solo agua ligerísima, incapaz de recibir modelado; en la tierra hay agua con mezcla de polvo, susceptible de los dedos artesanos. Otra distancia, del edificio al hogar: en uno hay piedras sin vida, en el otro hay personas que acogen. Hasta aquí quería llegar Dios: que el lugar, el templo, sirviese para el encuentro con su pueblo. No pretendía un terreno, sino un hogar, donde la tierra más preciosa fuese la de la carne humana estremecida por el tacto de su Señor.

 

La piedra del templo no será hogar de Dios hasta que en sus rocas no se sienta el aliento humano, y todo aquel edificio se conciba como lugar para el encuentro con un amigo y Creador. El proyecto de templo para Dios pide piedras, que son recogidas para hacerle casa, y lleva consigo un trozo de corazón creyente.

 

            Aunque el Altísimo escogió la piedra para dejar grabada su ley, no era para arrojarle al pueblo las tablas con sus mandamientos como una losa terrible, sino buscando perpetuidad en algo duro y duradero, con el fin de que la piedra comenzara a enternecerse en el corazón del creyente. Si no permanecería con rigidez, provocando más temor que piedad, y otras veces indiferencia. Para que la Palabra de Dios se reciba con acogida, tiene que pasar de la roca al corazón, de la piedra a la carne. Cumplir simplemente lo mandado, puede ser ayuda en algunos momentos; sin embargo, un corazón maduro precisa razones, y solo se pueden encontrar razones para los mandamientos en el amor de Dios que quiere hacer hogar entre nosotros.

 

            El Jesús indignado con enfado en este evangelio es el Jesús que se contrista al encontrarse un templo solo de piedra, donde el corazón se hizo impermeable al agua mansa de Dios. Arroja del templo a los que comercian facilitando los animales del culto (lo cual estaba permitido), ¿qué de malo hay en ello?  De esto podrán saber mejor los que más trato tienen con Dios. La sensibilidad rechaza cuanto anule, entorpezca o siquiera distraiga la relación con el Señor. El sacrificio, ese instrumento ancestral y válido hasta Jesucristo para la petición y la alabanza y la acción de gracias a Dios, se había convertido para muchos en un simple rito, no más que una piedra seca sin carne, donde no había latido creyente, hasta el punto de meter a los propios animales en el lugar santo, no para facilitar el culto, sino el negocio.

 

Dios no cabe en un recipiente, aunque tenga las dimensiones del cosmos, porque lo hizo Él, pero habita muy a gusto rezumando en la carne del que espera en Él y vive buscándolo y encontrándolo. Por eso la carne gloriosa de Jesucristo, su cuerpo resucitado, es el lugar del encuentro sublime entre Dios y el hombre, el hogar más amable para ambos, donde la tierra humana se ha dejado empapar por el Espíritu de Dios. Aunque aún no hemos alcanzado esta cumbre, sí estamos caminando hacia ella en la medida en que nos implicamos en preparar hogar para el Señor, donde no puede haber exclusión de nadie. Para ello habrá que expulsar mucho negociante y mercader de dentro. Una absoluta estupidez, una inutilidad soberana, como escándalo para judíos y necedad para los griegos, y para todos aquellos que no han experimentado ese amor pacificador y gozoso en su propia carne; pero para el creyente, vida eterna. Esta experiencia es la sensibilidad de la Pascua, el paso de pasión, muerte y resurrección del Hijo de Dios por nuestras vidas. Si no lo hemos experimentado aún, aunque sea un poquito, ¿qué esperamos para prepararnos a hacerlo? ¿No será por demasiadas durezas a fuerza de mercadear con Dios y los hermanos? 

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