Gn 2,18-24: “Voy a hacerle alguien como él, que le ayude”. Sal 18: Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.
Sal 127: Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.
Heb 2,9-11: Gustó la muerte por todos.
Mc 10,2-16: A principio de la creación Dios los creó hombre y mujer.
La certeza completa no permite titubeos. Al acercarse unos fariseos a Jesús para preguntarle por la licitud del repudio de la mujer, presentaban una cuestión que, aunque les resultara habitual y completamente legal, no obstante, es posible que les causase inquietud en el corazón. De hecho se habla de ello como de una concesión: “Moisés permitió…” y no tanto como un derecho fundamental. Cuando utilizan el asunto para “probar” a Jesús, es porque se trataba de una materia discutida. De hecho existían dos escuelas principales de interpretación rabínica: una más abierta, que en este tema justificaba el repudio y el divorcio de la mujer incluso por no ser buena cocinera; otra, más estricta, dejaba poco margen para ello, entendiendo el matrimonio de una manera más fuerte.
Lo decían las Escrituras: “Moisés permitió…”. Lo dejó por escrito, pero también había escrito (según la tradición hebrea era Moisés el redactor de toda la Torá) que la unión establecida por Dios no podía quebrarla el hombre. El origen del matrimonio se remonta a la misma creación del ser humano. Parte del principio de una criatura modelada a semejanza y que ha sido hecha con moldeo de varón y de mujer, de modo que no pueda entenderse la especie sin concebir a los dos. Este proyecto divino puede deberse a la pluralidad necesaria para el reconocimiento de uno mismo para un diálogo de amor en la diversidad, amor a lo diferente para evitar cerrarse a la propia carne. Como un reflejo de la unidad trinitaria en la distinción de las personas. Tan idénticos en gloria que pueden amar y ser amados en el mismo nivel; tan distinguidos en cuanto personas que no se aman egocéntricamente, sino que permite una verdadera entrega más allá de sí.
La capacidad de que mujer y hombre se amen, es una condición para dejarse también amar por Dios. Lo dejó escrito Moisés como un acontecimiento fundacional de la condición humana, aunque la dureza del corazón de los israelitas cuyo corazón se había ajado por el pecado por las frecuentes desobediencias a Dios, provocó que diera permiso para el divorcio y el repudio, pero solo al hombre. La situación actual, tan frecuente, de divorcios es una prolongación de aquel precepto, donde de la prerrogativa concedida al varón se le ha hecho partícipe también a la mujer. Todo ello con una misma raíz: la dureza de corazón.
¿Qué nos dice el relato del Génesis? Dios insufló un sueño profundo al primer hombre, a Adán. Se durmió contemplando a Dios. El Creador cogió parte del cuerpo de Adán (una costilla) y modeló a la mujer, de modo similar a como había modelado a Adán de la tierra primitiva. Se destaca la pertenencia a una misma carne, a un mismo Creador. Y cuando Adán se despertó se encontró ante sí a la mujer. No había mirado antes a nadie más a los ojos que a Dios, a nadie con quien poder conversar; y ahora, el camino excepcional para encontrarse con Dios será su mujer. Se durmió contemplando a Dios y se despertó contemplando a la mujer, por la que bendeciría a Dios y le daría gracias y lo alabaría. Asimismo los ojos de la mujer se encontraron en primer lugar con el varón, en el que entendería al Dios que la había creado. El camino de crecimiento, maduración y prosperidad del varón y la mujer, pasan por este encuentro personal, para encontrarse con Dios. La paternidad divina se palpa no solo en lo que yo tengo y agradezco, sino en lo que tiene el otro y de lo que carezco. Lo masculino y lo femenino no solo se complementan, sino que se necesitan para la alabanza divina.
Esto para todos, pero hay una situación particular de encuentro, donde varón y mujer establecen un proyecto de vida haciéndose de la misma carne, para su ayuda al encuentro con Dios y la apertura a la vida en los hijos, el matrimonio. La voluntad de querer establecer esta comunidad, capacita a la mujer y al varón para unirse a ese proyecto originario, de modo que su palabra de compromiso tiene poder para establecer una unión de por vida. Esto ha de estar sustentado en el amor que han de propiciar y buscar y cuidar. Aquí se encuentra una de las manifestaciones más completas y beneficiosas del amor de Dios. Hay situaciones en las que la convivencia ya no es posible (por falta de alguno de ellos o de ambos) y es precisa la separación. En esos casos no se legitima el divorcio, que sería la ruptura de una realidad sin posibilidad de esperanza. Aun separados, el vínculo sigue existiendo, aunque haya dolor y heridas, porque así se sigue esperando y pidiendo por la felicidad de la otra persona, para que incluso en la distancia, puedan seguir favoreciéndose, sin dar por perdida una situación donde Dios sigue estando presente.
El daño por la ruptura de la armonía originaria entre varón y mujer es el origen también de, al menos, muchos de los grandes males de nuestro tiempo, desde el hambre hasta la guerra. Del mismo modo que quien sufre más las consecuencias de las heridas en el matrimonio son los hijos, en la tierra, quienes más padecen las heridas donde tendría que haber concordia, son los más débiles. Por eso, es mucho el potencial que se encuentra en este amor esponsal, imagen del amor de Cristo por la Iglesia. Manifiesta el pálpito del amor trinitario de Dios y es uno de los cauces más preciosos para la unión con Él.
Nm 11,25-29: ¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!
Sal 18: Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.
St 5,1-6: Vosotros los ricos, gemid y llorad ante las desgracias que se os avecinan.
Mc 9,38-43.45.47-48: “Nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí”.
El orden social seguramente más primitivo, la tribu, sostenía unos vínculos muy estrechos entre sus miembros. Sus dimensiones eran reducidas, lo que permitía un trato muy familiar; de hecho la consanguinidad sería frecuente. Cada uno de los componentes tenía un lugar, se veía respaldado y, muy importante, identificado por el resto. Es decir, poseía una identidad que los demás apoyaban y reconocían. Una tarea común en la cual implicaban la mayor parte de su tiempo y esfuerzos, conseguir comida, robustecería aún más su identidad de grupo específico, diferente y completamente delimitado con relación a las demás tribus. Aquí estaba su fortaleza y también sus limitaciones. Cuando la sociedad adquirió mayor complejidad ante un nuevo tipo de vida sedentaria y la aparición de la ciudad, el número de miembros creció mucho, aparecieron nuevos oficios y también se debilitó esa protección tan cercana y familiar que asistía a cada una de las personas y les proporcionaba un reconocimiento, una identidad. Dentro del conjunto más amplio y genérico, surgieron agrupaciones que buscarían esa protección e identificación propia en torno a unos intereses comunes como los laborales (gremios), o los lazos sanguíneos más inmediatos (clanes). Al mismo tiempo surgiría, un grupo de los que no tenían grupo, y que tampoco generaba habitualmente una cohesión entre sus miembros, era, precisamente el grupo o no-grupo de los “des-asistidos”, los pobres, que no contaban apenas o nada en las decisiones y en la vida pública. La gran sociedad, plural, era consecuencia de una apertura que provocó relaciones más ricas, pero dejaba fuera del interés central a muchos.
El Maestro de Nazaret provocó una nueva sociedad cuya identidad se centraba en el reconocimiento de Jesús como Señor y Salvador. Había creado un nuevo modo de relacionarse que no estaba asociado a una raza (judaísmo) ni a un territorio concreto (ciudadanía) sino a una consciencia de fraternidad en torno a un Dios Padre y por medio de su Hijo Jesucristo. Por una parte esto permitía, cuando se entendía y, más aún, se vivía honestamente, una realidad familiar acogedora, donde cada cual era reconocido y protegido, más allá de su origen, condición social o pertenencias. Por otra parte tenía un carácter de apertura, “católico”, que la hacía de extensión ilimitada, y esto la convertía en susceptible de un enriquecimiento continuo y plural. Las fisuras en la vivencia de la fraternidad llevaba a una fragmentación y repliegue de grupos o facciones dentro del cristianismo primitivo (no para el bien común), en torno a una doctrina (que podía radicalizarse hasta la herejía) o a las posesiones (como censura Santiago). Esta segmentación conducía también a la defensa de unos intereses que ya no eran cristianos, es decir, no eran de Cristo; como un retroceso hasta estadios tribales solo en su parte negativa de cerrazón y hostilidad hacia lo demás no identificado con ese grupo concreto.
La fe en Cristo conlleva una apertura extrema, que hace reconocer como de Dios todo aquello bueno, verdadero, bello que existe más allá de mí mismo e incluso del perfil cristiano en creyentes de otras religiones o no creyentes, y alegrarse por ello. El cristianismo no retiene al Espíritu de Dios ni lo agota ni lo limita. Nuestra “catolicidad” lleva a considerar las maravillas que causa el Señor en la pluralidad de su acción fecunda. Y esto no se produce mermando la identidad cristiana, sino descubriendo un vínculo más hondo con Él y con la fraternidad eclesial. La identidad propia se hace más fuerte reconociendo la identidad de los otros, que están ahí, que son importantes, hijos de Dios, y esto más cuanto más se reconozca a Dios como el que actúa incansablemente en todos.
La fractura en esta familiaridad cristiana es apoyada, cuando no originada, por la lengua crítica, un modo de maldición, que renuncia a reconocer a Dios más allá de un círculo de identificación reducido, y quiere secuestrarlo solo para sí. La bendición es la terapia ante veneno que pudre el corazón excluyendo la fraternidad y, por tanto, también a Dios. Si alguien obra el bien, lo hace, aun sin saberlo, en nombre de Cristo y corresponde al cristiano dar a conocer el origen y fuente de la bondad, para no solo hacer, sino también confesar.
Ojalá y podamos alegrarnos como Moisés del espíritu profético en todos aquellos elegidos, aun cuando algunos no se encontrasen en el lugar indicado. Ojalá y podamos reconocer a Cristo que actúa en todos los que trabajan por la paz y la justicia y reconocer su labor y apoyarla y proclamar que Cristo está allí obrando y que desear que lo conozcan para recibir sus dones con mayor prolijidad y pertenecer a la fraternidad cristiana. Ojalá y nuestras palabras sean de bendición y no de crítica infecunda; y no escandalicemos, sino demos motivos para dar gracias y bendecir al Señor, de quien procede toda bendición.
Sb 2,12.17-20: Se dijeron los impíos: “Acechemos al justo”.
Sal 53,3-4.5.6 y 8: El Señor sostiene mi vida.
St 3,16–4,3): Donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda clase de males.
Mc 9,30-37: Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.
“Se dijeron los impíos: “Acechemos al justo”…”: cuánto hablan los impíos y qué inquina le tienen a los justos. Habría que aclarar quiénes son estos impíos. Según el libro de la Sabiduría son lo que no creen en Dios, los que niegan que haya vida después de la muerte, se proponen vivir y viven buscando solo los placeres, no respetan a la persona, confían en la fuerza como único criterio de acción y persiguen al justo; han hecho un pacto con la muerte y la muerte los posee (cf. Sb 1,16). Merece la pena destacar la relación de los impíos con la injusticia y con la muerte. Se quejan de que se les incomode, de que haya oposición a sus acciones y se les reprenda por sus maldades. ¿Quién les hace frente? El justo. El que ajusta sus acciones a la voluntad de Dios, el que ama la vida, el que cree en la vida eterna. El verdadero justo o pío, movido por un profundo amor por la vida, no se puede mostrar indiferente ante el impío: primero, porque la injusticia desordena el mundo y hiere profundamente a los hombres, promociona la desigualdad, legitima el abuso y la maldad, se rige por el poder del más fuerte; segundo, porque quiere el bien de todos y que también el injusto goce de la vida.
La posición del justo no es fácil: tiene que buscar una vida íntegra en un ambiente donde se favorece la injusticia; ha de enfrentarse con la maldad y eso implica tener que reprender a los que obran mal; ha de sufrir la oposición agresiva y despreciativa de aquellos a los que se opone. No le quedan muchas alternativas, porque si decide callar, su silencio es aliado de los crímenes y tropelías de los otros, que van a dañar especialmente a los débiles. Y tampoco pueden emplear los mismos instrumentos que ellos para combatirlos. Por eso, la única fuerza eficaz con la que cuentan es Dios. Él pone sabiduría en su corazón para hacer frente a la maldad, aunque no lo hace inmune al sufrimiento. Las palabras y los actos del impío lo golpean provocándole daño, lo zarandean incordiándolo y causándole mucho malestar y dolor. ¿Cómo actúa Dios? Aparentemente con pasividad. Sin embargo sí obra, de un modo sutil y con un poder sublime. Le concede al justo su sabiduría para hacerlo fuerte y no ceder ante la maldad participando de ella o guardando silencio ante la injusticia. Esta sabiduría le da capacidad para la paciencia, la templanza, el perdón y la perseverancia. Más aún, lo une a la pasión de Jesucristo, el príncipe de la Justicia, el único Justo. Se va produciendo entonces un prodigio misterioso: la actitud del justo contrarresta todos los atropellos de sus rivales y abre brechas para que llegue al mundo la justicia divina, para su transformación como amigo del Justo, para la conversión del malo. Se convierte en un servidor de la justicia, en un trabajador de la bondad de Dios, en un constructor de la paz. El mal seduce o asusta; Dios enamora y da valentía. La cruz de Cristo es la medida del amor, la desmedida del amor de Dios, y proporciona el armamento con el que el bueno luche por la justicia más allá de sus fuerzas, más allá de sus miedos, más allá de los ultrajes que le sobrevengan. La carta de Santiago resume así el triunfo de los justos: “Los que procuran la paz están sembrando la paz, y su fruto es la justicia”. Habla a una comunidad cristiana, porque, sorprendentemente, entre los cristianos no faltan las impiedades y las injusticias. Él dice que esto se debe a querer satisfacer nuestras pasiones; no lo conseguimos, aunque lo pedimos, porque pedimos mal. Es decir, estamos acudiendo a Dios para que ayude a nuestros intereses, que en realidad son desintereses, porque agotan a la persona en cosas en las que busca felicidad y paz, y solo provocan más inquietud. Pedir bien es esperar su justicia, su alegría, su verdad. Y esto pasa por el trazo de la cruz, del servicio, de la búsqueda de aquello que realmente hace bien a todos, de la justicia… digan lo que digan los impíos.
Is 50,5-9a: Tengo cerca a mi defensor.
Sal 114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9: Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
St 2,14-18): ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?
Mc 8,27-35: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.
Nos costó un poco, pero conseguimos aventajar a Jesús y anticiparnos a Él en el camino. Hemos aprendido a hacerlo previsible. Antes de que nos hable ya tenemos la repuesta para cada una de sus interpelaciones: si nos dice que lo sigamos, le contestamos con que ya lo hacemos… hasta donde podemos; si nos pregunta por nuestros pecados, le aclaramos que nada grave, solo lo que todos (somos humanos); si nos pide que le hablemos de nuestra relación con Dios, informamos que muy bien, sacamos de cuando en cuando un rato para Él; si nos interroga sobre el perdón de los enemigos, el trabajo por la justicia, nuestra entrega a total Él, le respondemos que no exagere. Tal vez, aun humano como nosotros, el Maestro no se ha enterado del todo de lo que significa ser humano y su dificultad para mantenerse en pie entre las convulsiones de la vida.
O quizás, más bien, no hemos alcanzado siquiera a plantearnos nosotros lo que significa ser hijos de Dios llamados a la santidad, precisamente en esa humanidad consagrada por su Espíritu. Por eso creemos que no nos entiende y que debemos enseñarle; aunque sabe tanto, que parece saber poco (como nosotros, aunque nosotros un poquito más).
Simón Pedro respondió bien y antes que los demás a la pregunta de Jesús: “¿Quién decís vosotros que soy yo?”. Lo definió como “el Mesías”, es decir, el enviado por Dios esperado desde antiguo para liberar a su pueblo. Pero aún no lo conocía bien. ¿Qué entendería por Mesías? ¿Y liberador de qué? No era necesario que lo supiese todo, era discípulo y aún quedaba mucho camino hasta que su enseñanza con el Maestro culminase. Normal que no concibiera en sus planes la pasión. Y por mucho que se tenga trato con Jesucristo, ¿quién no va a sentir un sobrecogimiento interno cuando asome por cualquier esquina la cruz? Lo reprensible en Pedro no es la incomprensión de un final del Calvario para el Mesías, es que de alumno quiso pasar a maestro y adelantar a Jesús haciéndole ver que se equivocaba.
Se escandalizó de la cruz del Señor, precisamente de la cruz, la clave de bóveda de la encarnación y de la gloria. Los criterios de Pedro siguen cundiendo hoy entre los creyentes. Nos fastidia que Cristo nos adelante, especialmente cuando ya pensábamos que le sacábamos suficiente ventaja para predecir sus movimientos y estorbarle al intentar sobrepasarnos. Porque cuando nos adelanta, si estamos un poco atentos, lo primero que asoma al rebasarnos es la cruz. Eso nos da miedo. Es legítimo temer la cruz, pero con actitud de discípulo, esperando, aun temblando, que el Maestro nos enseñe y, sobre todo, nos acompañe muy de cerca.
¿Quién es para nosotros realmente Cristo? Seguro que destacamos en Él alguna de las facetas que más nos asombran. No está mal si no descuidamos las demás. E incluso a lo mejor podemos encontrar alguna pista en aquello que menos consideramos de Él o más nos cuesta, porque tal vez es donde más tenemos aún que aprender. Cuánto tiene que ralentizar sus pasos y detenerse a esperarnos. Lo hace sin reproche, no le importa, solo quiere que estemos con Él para aprender quién es, cuánto lo ama su Padre, quiénes somos, cuánto nos ama Dios y cuánto debemos amarnos unos a otros. Todo ello, curiosamente, tiene su clave en la cruz, escándalo para los hombres y sabiduría divina.
Is 35, 4-7: Decid a los cobardes de corazón: “Sed fuertes, no temáis”.
Sal 145, 7-10: Alaba, alma mía, al Señor.
St 2, 1-5: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?
Mc 7, 31-37: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»
Una veces se detiene Jesús por sus intereses (siempre atentos a cumplir la misión del Padre), otras veces lo detienen otros buscando los suyos (una curación, una enseñanza, una repuesta). Es para conmoverse los momentos en que alguno requiere la atención del Maestro intercediendo por otro. Un día, mientras iba de camino al lago de Galilea, le presentaron a un sordo prácticamente mudo. Ni podía oír a los demás ni apenas decir por sí mismo. Solo escuchando a otros uno aprende a pronunciar. En una cultura fundamentalmente oral, donde solo una pequeña parte (se calcula que solo un diez por ciento) sabía leer, carecer del sentido del oído privaba del conocimiento de muchas cosas, también de muchas de las cosas de Dios. Esto le generaría distancia de los demás, de las tradiciones, de las celebraciones. Podría repetir lo que veía, pero tal vez sin que se le desvelase su sentido más profundo.
Llaman al Maestro para que le imponga las manos, y Él, con sus manos, toca los lugares afectados por la sordera: los oídos y la lengua. El modo de actuar es llamativo: mete sus dedos en sus oídos y le toca su lengua con su saliva. Toca para reparar, mostrando una gran cercanía con el afectado. Y entonces puede recibir sus primeras palabras que proceden de la Palabra hecha carne que le pronuncia con autoridad: “Effetá” (ábrete). La autoridad y la contundencia de esta orden traspasan la discapacidad para que los sentidos cumplan con su servicio. Recuerdan al acto soberano de Dios en la creación que dijo y existió.
La mirada de Jesús al cielo: “Mirando al cielo, suspiró”, busca la aprobación de su Padre, para ejercer su paternidad entre los hombres. El Hijo es quien lo muestra, el Hijo es quien lo realiza, el Hijo es quien así lo revela. Detuvieron a Jesús para el milagro, y Jesús no se paró en el milagro sino en dar gloria a Dios. Por ello pidió silencio sobre el hecho, aunque no le hiciesen caso. Para la gloria de Dios, para el conocimiento del Padre y de su Hijo los milagros mal entendidos pueden entorpecer su alabanza. El “todo lo ha hecho bien” de los judíos asombrados, aún no contempla la entrega del Maestro en la Cruz. ¿Puede darse gloria a Dios sin haberse acercado a la Pasión de Cristo?
El gesto de apartar de los demás al hombre incapaz de escuchar y de decir para obrar el milagro, tal vez apunta a la necesidad del encuentro personal con el Señor, para que sean sus palabras las primeras y más apreciadas, las que llenen el corazón y provoquen luego la alabanza en los labios. En esta relación personal se encuentra a Jesucristo apasionado por su Esposa y ofrecido hasta la muerte. Entonces sí que puede pronunciarse el “todo lo ha hecho bien”, porque en todo ha buscado y ha realizado la voluntad del Padre, porque ha ejercido la soberanía de Dios en su misericordia y su justicia hasta la Cruz. Tal vez pronunció aquellas mismas palabras cuando el descenso a los infiernos: “Effetá” para causar la apertura del cielo, sin estreno hasta su resurrección gloriosa. Tuvieron que encontrarse con el Señor Adán y Eva y los justos que descansaban anhelando su venida para entrar con Él al nuevo Paraíso. Los milagros no bastan para recocerlo como Mesías, menos como Hijo de Dios, si no lo contemplamos muerto y soberano sobre la muerte.
Dt 4,1-2. 6-8: Escucha los mandatos y decretos que yo os mando cumplir.
Sal 14: Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
St 1,17-18. 21-22.27: Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros.
Mc 7,1-8.14-15.21-23: «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?»
Maestros de la verdad, de la paciencia, el sacrificio, la honradez… nuestros mayores han ejercido su magisterio enseñándonos mucho con sus palabras y, más todavía, haciendo; pero también nos instruyeron movidos por la impiedad, el rencor, la ira, el egoísmo, el menosprecio… No todo lo enseñado por ellos era bueno. No basta con que algo sea antiguo y proceda de los antiguos o que, para los amigos de lo ultimísimo, venga avalado por las teorías modernas, hemos de hacer ese esfuerzo para escoger lo bueno, no hacer caso de las enseñanzas dañinas e interpretar toda enseñanza que nos llegue de forma correcta. ¿Con qué criterio? ¿Atendiendo a lo fácil, a lo accesible, a lo que se entiende de primeras? Quizás no sea la única ni la principal razón para demostrar la calidad de la enseñanza.
Los mayores de los judíos enseñaron la limpieza de manos, platos, vasos… antes de la comida. Todo esto tenía su explicación: recordar continuamente ante de uno de los actos más sagrados del día, la comida, que hay que acercarse a ella con limpieza de corazón. Para los fariseos y los judíos en general la comida tenía un carácter religioso y casi sagrado, en la medida también de que sustituía al templo (sobre el cual no tenía dominio). Se participaba de una celebración de comunión con Dios y con los judíos, su pueblo. Preservar los ritos de los mayores con relación a la comida no era una frivolidad o un deseo de conservadurismo, sino que pretendía un cumplimiento estricto, esforzado por hacer las cosas bien, conforme al mandato de Dios.
Cristo, como un judío piadoso y cumplidor, no descuida este gesto. Pero sí algunos de sus discípulos, posiblemente poco instruidos en la ritualidad judía. Los fariseos llaman la atención a Jesús sobre este hecho. Entonces viene la explicación del Maestro, interpretando el gesto como un signo que tiene una hondura que va más allá de la estricta ritualidad: importa la pureza interior; si el signo de lavarse antes de comer no lleva a esto, no sirve de nada. Y, por lo que Él mismo dice, no servía de nada a los fariseos, pues lo repetían una y otra vez sin entender; no les llevaba a una auténtica conversión hacia Dios.
Frente a las tradiciones de los mayores, Jesús es la Palabra que dice y que ilumina la interpretación de la realidad y de cada uno de sus signos. La cercanía a la Palabra de Dios era motivo de alegría y orgullo para Moisés, que veía que el Dios de Israel estaba mucho más cerca que cualquier otro dios de su pueblo. Estar cerca del pueblo significa estarlo de cada uno de nosotros. Más todavía cuando es la misma Palabra encarnada la que se ha hecho como uno de tantos. Desde el Maestro hemos de interpretar los acontecimientos y los signos, porque Él trae enseñanza de Verdad y Vida, Él es la Verdad y la Vida. Su Palabra vivifica, pero para permitirle la eficacia hemos de pasar mucho tiempo con Él escuchándolo para conocerlo y entender lo que viene de Dios, lo que lleva a Dios. Con el Maestro podremos también enseñar sobre la misericordia del Señor en nuestra vida.