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En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

SOLEMNIDAD DEL NACIMIENTO DE SAN JUAN BAUTISTA. 24 de junio de 2018

 

Is 49,1-6: Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó.

Sal 138: Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente.

Hch 13,22-26: Antes de que llegara, Juan predicó a todo Israel un bautismo de conversión.

Lc 1,57-66.80: Juan es su nombre.

¿Quién sabe por qué fuimos nosotros los que cuajamos en las entrañas? ¿Quién puede decirnos por qué prosperamos hasta ver la luz y nos diese la bienvenida el mundo? Hemos sido elegidos para la vida. Ante eso solo podemos corresponder con un “gracias”.

            ¿Por qué se nos ha dado también un nombre personal, particular?  ¿Quizás para hacerlo propio y diferente a todo otro nombre, con el que nos identificamos y formamos parte de la realidad de este mundo? Hemos sido llamados, y solo podemos reconocernos en ese nombre si antes damos crédito a quien lo pronuncia llamándonos. Solo puedo saber que yo soy, si sé que Tú eres.

            ¿Para qué una elección y una llamada si no puedo yo también elegir y llamar? ¿No formaremos parte de un proyecto, de una historia de salvación? Y si no podemos ofrecer lo que tenemos y somos, ¿Cómo podremos protagonizar esta historia que va a definir nuestro propio fin? Si no nos queremos quedar al margen de la colaboración en esta historia, habremos de responder: “Aquí estoy”.

            El puesto singular de Juan, el de Isabel y Zacarías, el elegido por el Señor desde antes de su concepción es la concreción en su persona, también singular de una vocación, una llamada y una misión. Hereda el oficio de los antiguos profetas y lo desempeña como el que grita para convocar a la preparación de la llegad del Mesías. El anuncio de su llegada, su concepción y su nacimiento, descritos en paralelo a la historia de los preámbulos de la encarnación del Señor, a quien él anuncia y dispone el camino, manifiestan esa elección divina para una misión particular.

            El único santo, además de la Virgen María, cuyo nacimiento se celebra en la liturgia. Además con solemnidad. Él sabe lo que no es, consciente de que no debe asumir lo que no se le ha pedido, lo que le corresponde a otros y al mismo Mesías, y conoce lo que es; por ello no pretenderá un puesto ajeno a su misión. Su vida es, insisto, elección, llamada y misión. Su identidad quedó bien definida en su relación con Dios. Precediendo al Salvador con su vida y su anuncio, nos precede también a nosotros para enseñarnos a entendernos con relación a Dios que nos ha elegido, llamado y enviado. ¿Seremos lo suficientemente agradecidos para darnos cuenta del don de Dios? ¿Qué tenemos un nombre, el de hijos de Dios, y sino en Él encontraremos nuestra identidad? ¿Pondremos delante nuestras propias aspiraciones o querremos formar parte de la historia de la salvación atentos a la voluntad de Dios? En san Juan encontramos aquello que puede Dios conseguir en la tierra humana cuando se abre generosa a su llamada. 

DOMINGO XI T. ORDINARIO (ciclo B). 17 de junio de 2018

 

Ez 17,22-24: arrancaré una rama de alto cedro y la plantaré.

Sal 91: Es bueno darte gracias, Señor.

2Co 5,6-10: Siempre tenemos confianza

Mc 4,26-34: Y no les hablaba sino en parábolas.

 

No la estires, no le grites, no le metas prisa… que la semilla trabaja con sus ritmos. Pero hará lo que puede y en el momento oportuno si cuenta con todo lo necesario a su hora. Porque el triunfo de la semilla no es solitario, sino que en ella vencen también la tierra, el agua, el sol y quien la dejó caer para que diera fruto.  

            Así hablaba el Maestro, con color de semilla y de vid, y oveja con su pastor, y de señor con sus siervos… A una sociedad rural, jerárquica, doméstica, les hablaba con ejemplos rurales, jerárquicos y domésticos.  No se había hecho el Verbo carne para dirigirse a la carne humana con oratoria grandilocuente y elevada, sino al modo como mejor lo pudieran entender, por medio de las cosas que conocían, para llevarles a las cosas que Él quería que conociesen. Para que en lo cotidiano reconociesen la presencia de su Señor, más cotidiano que su propia cotidianidad.

Les hablaba siempre de lo mismo, de aquello de: “Tanto amó Dios al mundo, que envió a su Hijo único, para que todos se salven por Él”. Y lo hacía subrayando unas veces esto, otras aquello. Luego a los más cercanos, les explicaba el significado de las parábolas. Quien quisiese penetrar en el conocimiento de sus palabras, tenía que pasar tiempo con Él, hacerse próximo. Las parábolas no resolvían los enigmas y misterios sobre el Altísimo en su relación con nosotros, sino que incentivaba la búsqueda, para que cada cual marchase con su corazón sembrado intuiciones y se preocupase en cultivar aquello que había albergado al modo de una siembra con capacidad para mucha fecundidad. Porque el lugar propicio para aquellos granos tan prometedores de la parábola estaba en la misma mente y corazón humanos. El reino de Dios o reino de los cielos, consistía en la victoria de la justicia, la paz, la verdad y la misericordia divinas en la vida de los hombres; la eficacia de una seducción donde el Señor ofrecía y su criatura acogía o rechazaba.

También los antiguos profetas habían acudido a estos ejemplos sencillos. La rama alta del cedro arrancada para gestar un nuevo árbol, que emplea Ezequiel, predisponía para entender también los nuevos ejemplos del Maestro nazareno.

Aquí la semilla le sirve para hablarnos del Reino. Con esta imagen alude al proceso, a un camino paulatino que requiere cuidados, pero que tiene también una dimensión misteriosa. No deja de ser milagroso el que la tierra (ayudada por el agua y el sol) devuelva multiplicado el grano que se sembró solitario. También destaca el contraste entre la pequeñez del inicio y las dimensiones del resultado final. Los propósitos grandes de Dios comienzan en lo diminuto, para que “la fortaleza de Dios brille en la debilidad”. Y esta debilidad la estamos palpando constantemente, porque somos nosotros. No renunciamos a un cuerpo y a una piscología tantas veces delatados en sus incapacidades y torpezas, sino que lo abrimos a la gracia divina para que se Él el que saque partido de lo que tantas decepciones nos reporta.  Por ello, como tierra de labor, hemos de disponernos para que, de un modo muchas veces imprevisto e incontrolable, todo cuanto siembre Dios pueda germinar y llegar a su plenitud. Lo de Dios es sembrar, lo nuestro preparar el terreno para que cuanto siembre, fructifique; y que lo haga a su ritmo, a su momento. 

DOMINGO X DEL T. ORDINARIO (ciclo B). 10 de junio de 2018

 

Gn 3, 9-15: “¿Dónde estás?”.

Sal 129, 1-8: Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa.

2Co 4, 13-5, 1: Todo esto es para vuestro bien.

Mc 3, 20-35: “El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás”.

El alimento que ingerimos no se detiene en la boca. Pasará más hacia dentro colándose por muchos orificios para quedarse repartido por un lado y otro. Y allí llevará lo que tiene: si sano, nutrientes vitales; si nocivo, perjuicio para el cuerpo. El daño se deja notar pronto bajo el síntoma de molestias, y así se queja el organismo, aunque no sepamos realmente qué nos pasa. Para llamar por su nombre a nuestras indisposiciones y sus consecuencias encontraremos una buena ayuda en el especialista sanitario.

                Comió Adán, porque le ofreció la mujer, Eva, porque el fruto les pareció apetecible. Ambos comieron la mentira y su daño pasó a sus entrañas. Experimentaron que, tras aquella comida, las cosas no eran como antes, y se escondieron por miedo. El miedo es uno de los primeras consecuencias de la mentira, miedo a encontrarse con Dios, el que paseaba con el hombre cada tarde a la hora de la brisa como se pasea con un amigo. Quizás sin reparar en lo que había sucedido, sentían vergüenza y miedo y se escondieron. Pero Dios les salió al encuentro de nuevo y, al no ver a su criatura en el sitio acostumbrado le preguntó: “¿Dónde estás?, iniciando un diálogo. No era un interrogatorio de acusación, sino un descubrimiento del resultado de la desobediencia. El Señor fue sacando a la luz las consecuencias de su acción, fue descubriendo el pronóstico de un alimento perjudicial, para que el hombre supiera, y sabiendo aprendiera y prefiriera la luz.

                Solo la relación dialogal con Dios esclarece desde la verdad, la verdad de quien más nos conoce y nos ama. Todo lo que no se armonice con el proyecto salvador de Dios personal y universal será mentiroso; todo lo que rechace proclamar a Jesucristo como Dios y Señor, como el Hijo de Dios hecho hombre y crucificado por nuestra salvación y resucitado al tercer día será falaz. La conversación con Dios es imprescindible para conocer la verdad de lo que somos y ha de ejercitarse constantemente; constantemente tendemos a justificar lo que no está bien, condescendiendo con nuestras mentiras. La verdad resulta, no pocas veces, molesta, exige desenmascarar nuestras intenciones egoístas y aprovechadas. ¿Por qué hago esto o aquello? ¿Me lo está pidiendo Dios? Lo que no pide Dios no viene de Él y es mentira.

                A Jesús se le identificó con el príncipe de la mentira, Belzebú. Y es la mentira, le negativa a reconocer la Verdad, la oposición a contrastar nuestras sombras con la claridad de Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, la que atenta contra el Espíritu Santo. Obstinarse en la propia falsedad es tratar a Dios como mentiroso y renunciar a que sea su proyecto y no el nuestro el que prospere. De nuevo diálogo, mucha conversación con Dios, pero conversación transparente que pretenda encontrarse con la verdad y no utilizar a Dios para sostener nuestras falsedades. Porque podemos utilizar a Dios para legitimar todo lo que hacemos y somos, sin ningún ánimo de cambio. Porque la verdad escuece, es molesta para la mentira, pero libera; la Verdad nos hace libres para la construcción de la vida y se opone al miedo de andar en amistad con Dios.

                Da la impresión de que en nuestras oraciones no abunda el diálogo. Nos dirigimos a Dios, le pedimos, pero no escuchamos a lo que Él nos diga. La posible conversación la despechamos en un monólogo. No se le deja intervenir. Un ejercicio muy valioso es hacer diariamente una revisión de la jornada, donde descubrir las huellas de Dios en el día a día: en lo sucedido, en las relaciones con las otras personas, en lo que se movió internamente… Y, de este modo, aprender de su lenguaje en nuestras vidas. Porque Él sigue acercándose a la hora de la brisa a conversar con nosotros y a compartirnos cuánto nos ama, enseñándonos la verdad sobre sí y sobre nosotros. 

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE JESUCRISTO. CORPUS CHRISTI (ciclo B). Domingo 3 de junio de 2018

 

Ex 24,3-8: «Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos.»

Sal 115: Alzaré al copa de la salvación, invocando el nombre del Señor.

Heb 9,11-15: La sangre de Cristo podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo.

Mc 14,12-16.22-26: “Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos”.

 

La sangre ha de verterse hacia dentro, hacia el interior del cuerpo, si no quiere dejar al organismo seco de vida. Lo sabían los antiguos: la sangre es el alimento vital de animales y hombres. Donde vaya el cuerpo ha de ir también su sangre. Si se derrama hacia fuera, deja de cumplir con su oficio y la vida se malogra desperdiciada. Lo sabían los antiguos y aprendieron a tapar y curar la herida para que la sangre no saliera del cuerpo; y también aprendieron, tristemente, a derramarla: para arrebatar la vida a cualquiera, hiriendo su carne. Así sucedió cuando el terrible fratricidio de los primeros hermanos. ¿Por qué habría de alzarse una sangre hermana contra otra? Sin más motivos que la envidia, el afán de dominio, el odio… el ejemplo se multiplicó y la tierra se irrigó de muchas sangres despojadas de su cuerpo.

Aprendieron también aquellos hombres de antes a que podría haber una sangre derramada con utilidad. El sacrificio de animales ofrecía para ellos el encuentro con Dios, el Señor de toda vida y el ser humano, receptor de esa vida. La sangre, precisamente el torrente de vida necesario, era regalo divino y a él podía destinarse en un acto religioso de profunda fe. La sangre se empleó como elemento purificador, de expiación, de alianza. Los hombres elegidos entre el pueblo, los sacerdotes, eran los encargados de acoger el animal ofrecido y verter su vida para legitimar el vínculo del creyente con Dios. Sangre de animales, nunca humana. Fuera de estas prácticas religiosas, tocar siquiera la sangre de cualquier animal o persona llevaba a la impureza; nadie podía mancharse las manos de aquella sustancia de vida, porque era, de algún modo, sagrada, en cuanto que en ella se transmitía la vida regalada por Dios.

A la hora de mejorar la relación con Dios, conocido ya con el nombre de Padre, hubo que estrechar lazos con una nueva alianza. También intervino la sangre, pero no cualquiera, sino la de su Hijo hecho carne y sangre humanas. El cambio fue abismal. El sacrificio animal se transformó en el compromiso personal para que la sangre propia recibida de Dios sirviera para su alabanza y su servicio, para ofrecerse a la reconciliación de toda sangre, para que la misma vitalidad recibida del Altísimo fuera fecunda para la vida humana respetando y preocupándose por toda carne, por todo cuerpo, por toda sangre. El prodigioso cambio fue posible en Jesucristo cuya vida consistió en una entrega generosa buscando el sacrificio de su propia existencia por amor al Padre, en favor de los humanos a los cuales amó como hermanos. Por eso en aquella Cena de despedida, vinculó la suerte de su sangre  y de su carne al pan y al vino ofrecidos y tomados en memoria suya, en memoria del cuerpo de Cristo entregado, crucificado, resucitado; en memoria de la historia del Hijo de Dios encarnado y hecho donación para la salvación de los hombres.

No se nutre la sangre de lo que uno come y bebe. ¿Qué calidad tendrá la sangre que coma y beba del Señor en la Eucaristía? ¿A dónde llevará una sangre alimentada con tanta calidad y fuerza de vida? A reproducir lo propio que hizo el Maestro, dar la vida por amor a Dios y amando a aquellos en los que no puede dejar de reconocerse el mismo don divino, la misma sangre fraterna, a los que no podemos llamar rivales sino hermanos.

Así se entiende que Caritas haya escogido un cuádruple corazón que forma una cruz. Es el que recibe y distribuye la sangre. Es el órgano que da de comer a todo el cuerpo y le lleva lo que se respiró y se comió. La calidad de la sangre, asociada a la calidad de  lo comido, lleva a todo el organismo a la salud o a la enfermedad. La caridad requiera la más alta calidad y su alimento no es otro que el cuerpo y la sangre de Cristo, por el que nos hacemos más sangre de su sangre y carne de su carne, cuerpo del Señor, miembros de la Iglesia; sangre ofrecida, desgastada y hasta derramada para proclamar y vivir las misericordias del Señor y servir, misericordiosos, a toda sangre humana.  

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (ciclo B). JORNADA "PRO ORANTIBUS". 27 de junio de 2018

 

Dt 4, 32-34. 39-40: Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios.

Sal 32: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad

Rm 8,14-17: somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos

Mt 28, 16-20: Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.

 

Es una cuestión de orden. Las prioridades las llevamos desde el principio con nosotros como un movimiento de perentoria protección de nuestra vida: de modo inconsciente priorizamos lo que nos hace vivir y lo que nos hace vivir mejor. Pero, cuando la consciencia madura nuestra libertad, podemos decidir aquello que ponemos en primer lugar en orden a algo superior a la supervivencia: la felicidad.  La necesidad del sueño nocturno puede venir retardada con una preferencia por la vigilia con motivaciones dispares: se evita el sueño para la fiesta, o el acompañamiento de un enfermo. La privación de alimentos puede venir determinada por una protesta ante la distribución injusta de los bienes de la tierra o por una cuestión estética. Si priorizamos es con determinado fin.

                El decálogo ofrece en el primero de los mandamientos una prioridad incuestionable desde la cual ordenar todo el conjunto de principios y actividades: amar a Dios sobre todas las cosas. Este precepto es una invitación a una vida ordenada, donde el eje se sitúa en el amor a Dios. La amenaza de desorden que abocaría al pecado es el intento de colocar cualquier otro amor por encima de este. Este amor exige, por tanto, prioridad, y esto implica interés, búsqueda, incondicionalidad, entrega, donación, sacrificio… Lo que no puede hacerse realidad sin la experiencia de que Dios está realmente operando en mi vida con ese propósito de la promoción humana al más alto nivel, hasta que la tierra que somos se transfigure gloriosa empapada de divinidad. Amar también es conocer y el conocimiento pide una actitud de apertura o capacidad para la sorpresa donde Dios, el incomprensible, el inabarcable, el misterioso se va mostrando con más anchura, altura y profundidad al espacio que le dejamos en nuestro entendimiento. Nos molesta para dejarle ampliar el terreno reservado para sí y permitirle que sea Él el que diga y haga mientras nosotros nos preparamos a una contemplación gozosa y agradecida.

                Si lo hemos conocido más en sus entrañas es porque Él nos ha dicho de sí. Dijo a los israelitas en sus cosas, en su historia, en sus preocupaciones y ellos se maravillaron de tener un Dios como no lo tenía ningún otro pueblo, tan cercano, tan eficaz. Dijo mucho más el Hijo encarnado y nos mostró a Dios como Padre y se reveló a sí como Hijo y nos prometió el Espíritu Santo. En Él hemos sido bautizados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En su nombre iniciamos toda celebración cristiana y recibimos el perdón de nuestros pecados. Y ese nombre, pronunciado tantas veces sin suficiente conciencia, encierra el mayor misterio al cual no nos asomaremos con la necesaria reverencia si no es reconociendo sus huellas en nuestra vida: de un Padre que tiene la iniciativa de crearnos amándonos para que formemos parte perenne de la vida divina; de un Hijo, obediente al Padre, que muestra quién es Él y por amor a Él se ha hecho humano y ha entregado su vida en una cruz y ha sido glorificado, y en el que fuimos configurados y seremos plenificados; de un Espíritu Santo cuya presencia renueva, restaura, rejuvenece, robustece… que nos capacita para reconocer al Padre y al Hijo y a vivir y trabajar la fraternidad humana como miembros de un hogar común que es la Iglesia. Contemplando cómo se aman el Padre y el Hijo en la unidad del Espíritu Santo llenamos el corazón de motivos para que no exista otro ordenamiento en nosotros que la alabanza divina y no priorizar nada sobre Él.

                A esto nos enseñan nuestras hermanas y hermanos que se han comprado un terreno para dejarlo diáfano y evitar toda hierba inoportuna y toda construcción innecesaria para que sea Dios el que construya a su modo allí. El precio es la entrega de su vida. Dios mismo va ampliando el terreno para ocuparlo todo y no solo ser la prioridad, sino Aquel que habita en toda estancia de nuestro ser para que lo humano rezume lo divino, la justicia y la paz de lo alto supure de la carne humana unida a la Trinidad para gloria de Dios. 

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS (ciclo B). DÍA DEL APOSTOLADO SEGLAR. 20 de mayo de 2018

 

Hch 2,1-11: “Cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua”.

Sal 103: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

1Co 12,3-7.12-13: Nadie puede decir: “Jesús es Señor” si no es bajo la acción del Espíritu Santo.

Jn 20,19-23: “Recibid el Espíritu Santo”.

 

Hemos aprendido a esperar tres días desde la muerte del Maestro para que nos sorprendiera resucitado de entre los muertos. Lo anunció y cumplió su profecía. Luego contamos otros cuarenta días, apareciéndose a sus discípulos glorioso, dándoles instrucciones con la promesa de enviarles su Espíritu. Nos hemos dejado enseñar sobre la carne eternizada del Hijo, de la que nosotros, hijos, un día participaremos. Diez días más tarde, a los cincuenta de su resurrección, se hizo patente el envío del Espíritu Santo, llevó a cabo su promesa. Y, desde entonces, ya solo es tiempo para contar las maravillas del Señor con cuentas de eternidad allí donde se le deja actuar a su Espíritu, que hace fecundo cuanto empapa. Es decir, Dios se ha dado todo, conforme a la capacidad humana, acrecentada prodigiosamente en Jesucristo, que nos ha hecho hábiles para la herencia celeste y desde entonces es momento de heredar. Solo podremos recibir la herencia por el Espíritu de Dios enviado sobre nosotros, por el que se abren los poros humanos a recibir los regalos divinos.

            Aquí estamos los herederos de la misericordia divina y queremos lo nuestro, lo prometido por el Padre que nos comunicó su Hijo. No nos conformaremos con menos; por justicia, por la justicia del Hijo encarnado, sacrificado en la cruz y resucitado. No vamos a poner más empeño que en pedir lo que nos corresponde: el don de sabiduría, para asomarnos a las entrañas divinas y asombrarnos de su proyecto de amor para el mundo; el don de inteligencia, que nos haga gustar la riqueza de la fe con mayor acogida y sentimiento; el don de consejo, para discernir la voluntad de Dios y escogerla; el don de fortaleza, que nos robustece al modo de Cristo y hace nuestra debilidad poderosa; el donde ciencia, para descubrir las manos de Dios en su creación y amarlo a Él en todas las cosas; el don de piedad, que nos hace sensibles a la belleza divina y nos dispone a alabarlo y adorarlo; el don del temor de Dios, con el que no esperaremos otra cosa que el encuentro con el Señor, sirviéndolo en todo, y el rechazo del pecado.

            Hemos de aprender a aprovechar tantos dones para pronunciar el nombre de Jesucristo como nuestro Dios y Señor; para dar gracias sin descanso a Dios nuestro Padre; para el trabajo para el Reino de los cielos como servidores de todos; a la unidad, en la pluralidad de carismas, ministerios y bellezas humanas, como Dios es uno en la diversidad de personas divinas. Hemos de ponernos a trabajar para que todos los ámbitos de la labor humana, y sus descansos, estén abiertos a la presencia de Dios y Él los santifique. Hemos de estar dispuestos al trabajo constante para que este mundo sea transfigurado por el Espíritu Santo y adquiera su condición gloriosa para el que fue creado.

            Que el Espíritu Santo ponga todo, y nosotros, alegres, pongamos el resto: sencillamente apertura para dejarnos empapar por su presencia y que Dios nos moldee.  

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