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En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO XIX T. ORDINARIO (ciclo B). 12 de agosto de 2018

 

1Re 19,4-8: “¡Levántate y come!”.

Sal 33,2-3.4-5.6-7.8-9: Gustad y ved qué bueno es el Señor
Ef 4,30–5,2: Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo.

Jn 6,41-51: El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo

 

Pan de nuevo. De nuevo las lecturas de este domingo nos hablan de pan. El capítulo sexto de san Juan vuelve a poner en movimiento al resto de lecturas en torno al pan. Lo seguirá haciendo tanto como den de sí sus versículos. No ha de faltar el pan en ninguna casa, para ninguna boca. Menos aún hemos de vernos escasos del Pan de Dios, que no solo capacita para el camino, sino que le da sentido a nuestro caminar.

El profeta Elías triunfó frente a los sacerdotes de Baal; pero tuvo que huir, porque lo perseguían para darle muerte. No todas las victorias traen consigo laureles y descanso; hacía falta seguir combatiendo. Sin embargo sus fuerzas se agotaron. Era mucho Dios lo que pedía y el profeta, humanamente, ya no podía más. Se deseó la muerte buscando el descanso definitivo. En cambio Dios le proporcionó pan y agua para proseguir con su misión. Aún no había terminado lo encomendado y, donde no encontraba más fuerzas, Dios repuso energías, hasta encontrarse con Él en el Horeb, el monte de la Alianza, para un encargo definitivo y crucial que cambiaría el curso de la historia del Pueblo. Durante cuarenta días y cuarenta noches recorre el trayecto hasta el monte de Dios gracias al alimento recibido. Parece que desanda el mismo camino que hicieron los israelitas durante cuarenta años desde el Horeb hasta la Tierra Prometida. Ellos también con dificultades de alimentación y quejas hacia Dios. También Dios les dio una solución con el pan del maná y la carne de las codornices. Todo camino de misión hacia donde Dios envía requiere comida.

Le pedimos a Dios cotidianamente el pan de cada día. La oración del Señor nos lo impone. Por mucho que nos hablen de él las lecturas nos sabrá a poco, porque lo necesitamos siempre, sin interrupción. Para algunos estudiosos esta petición del Padrenuestro alude a la comida que nutre y repara las fuerzas; otros piensan que es todo lo necesario para vivir; para otros es el Pan de la Eucaristía. En todo caso Dios Padre es el Panadero del pan y del Pan, que engendra el alimento vital. Las lecturas de este domingo, en concreto, nos acercan al Pan, que es su Hijo hecho masa cocida, carne humana.

Los signos que había hecho Jesús no eran suficientes para sus paisanos, que lo seguían viendo más hijo de José, el carpintero, que el unigénito de Dios Altísimo. Por eso, ¿qué pan podía dar un artesano de la madera más allá del que pudiera proporcionar el campesino? No era problema del pan, sino de la escucha. La respuesta del Maestro advierte de que solo podrán entender aquellos a quienes les haya hablado el Padre y hayan querido escuchar. El aprecio del alimento comienza por el oído. Más correcto: el Padre tiene la iniciativa de dar a conocer el valor del Pan, la escucha atenta lo recibe y dispone el corazón para comerlo con provecho y no como causa de condena.

Boca para el pan, pero antes y durante también oídos: para no desesperar en el camino; para no despreciar el alimento divino; para curar las heridas de la marcha; para ser sensibles a la falta de pan para muchos; para perdurar en la vocación a la que Dios nos ha llamado, la misión con la que nos ha creado. Escucha del Hijo que nos habla del Padre para conocer al Pan y al Panadero. 

DOMINGO XVIII T. ORDINARIO (ciclo B). 5 de agosto de 2018

 

Ex 16,2-4.12-15: “Voy a hacer que os llueva comida del cielo”.

Sal 77: El Señor les dio un trigo celeste.

Ef 4,17.20-24: No viváis más como paganos.

Jn 6,24-35: No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y os da vida eterna.

 

Las fértiles tierras de la vega del Nilo prometen más pan que el árido desierto del Sinaí. De este modo los dioses de Egipto se revelaban más fecundos en alimento que el Dios de Israel. Aunque cabe preguntarse: ¿Para qué abundancia de comida si se toma en esclavitud y no proporciona liberación? ¿Qué queda de magnífico en un Dios que no puede ofrecer más que pan?

            El pueblo de Israel fue conducido a un barbecho seco, sequísimo hasta la desesperación. La desesperanza de pan en lo inhóspito debería abocar a la esperanza en su Dios; cuando menos fe tiene el ser humano en sí mismo, más se ve invitado a tenerla en su Señor. ¿No eran humanos quienes les proporcionaban la ración entre los egipcios? ¿Y qué de humanizador tenía ese alimento vinculado a las cadenas? Tantas esclavitudes se inventan a precio de pan asegurado.

La fe de los israelitas no tendría que quedar retenida por los milagros (tan anhelados) que resuelven las hambres de lo básico a costa de convertir al hombre en un lerdo ante lo sublime y agotarlo en lo ínfimo. Yahvé seguiría siendo tan Dios haciendo florecer hogazas entre las dunas, pero no podría salvar del hombre más que boca y estómago. Mejor hacer germinar del desierto la fe, la esperanza para contemplar y participar de la caridad, de su Dios, tan interesado en su criatura que no se interesa por remedios epidérmicos y superficiales, sino en lo que atañe a sus entrañas, desde donde ha de brotar todo progreso hacia lo más elevado. No es otra cosa que la persona humana partícipe de los dones divinos.

            El milagro de la multiplicación de los panes y los peces había seducido a muchos de los que participaron en aquel banquete solo como posibilidad de pan y de pez a la hora del almuerzo. ¿No entendían que la providencia divina actúa ejercitándose sobre la exigida implicación humana? ¿No les animaba a creer en el banquete mesiánico de un solo Dios invitando a todos los pueblos a la misma mesa en un “festín de manjares suculentos”? Sin pasar antes por esto, ¿cómo iban a entender, aun minúsculamente, el manjar del Hijo de Dios hecho pan?

            Participamos de los mismos deseos de aquellos israelitas, más aterrorizados por la ausencia de la carne de las ollas, que de regresar a la esclavitud. Y desconocemos hasta qué punto nos hacemos vasallos de aquello que da de comer, de reír, de disfrutar, de dormir… a costa de olvidar lo que salva con integridad. Esto provoca, inexorablemente, una despreocupación por la comida de los demás, porque, identificada la salvación con mi propio bocado, sálvese el que pueda y yo el primero. Tiempo habrá de despachar las sobras facilitando a la conciencia su caricia.

            Que no derramó Cristo su sangre para un pan fácil, sino para tomar en Él el alimento de vida eterna. Para hacernos eternos y no mortales de barrigas saciadas; para convertirnos en amigos de Dios, que lo buscan en el desierto, esperanzados en que el Altísimo hace reverdecer el yermo y no descuida el alimento necesario para sus hijitos; menos aún su gracia para que el bocado no sepa solo a hartura de pan, sino a misericordia divina que cuida a los suyos hacia la eternidad y acucia, con resolución de profeta, a preocuparse porque no le falte pan a nadie, ni sitio donde dormir, ni asistencia en la herida… ¿Para qué dejar a Dios lo que puede el hombre en fraternidad? A más fraternidad, más filiación. A más consciencia de paternidad divina, más miga nutritiva bajo el pan. 

DOMINGO XVI T.ORDINARIO (ciclo B). 22 de julio de 2018

 

Jr 23,1-6: Ay de los pastores.

Sal 22: El Señor es mi pastor, nada me falta.

Ef 2,13-18: Ahora, por la sangre de Cristo, estáis cerca los que antes estabais lejos. Él es nuestra paz.

Mc 6,30-34: le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma.

 

A Dios le dolía su pueblo y Jeremías pronunciaba la quejaba. El dolor que se calla oculta sus causas y dificulta el remedio. Como el pueblo de Israel estaba sufriendo, hacía falta pregonar su mal: la herida estaba en sus gobernantes. Jeremías les da el nombre de “pastores”, un antiguo apelativo, parece ser que originario del oriente, para referirse a quienes habían de proteger, cuidar, favorecer a los súbditos (a su rebaño, por tanto, siguiendo con la imagen). No podía callarse Dios este dolor, porque delataba un grave daño a su pueblo.

                El grande se equivoca a lo grande. Las autoridades, cuando desaciertan en sus decisiones,  arrastran a muchos hacia lo malo. Que cada cual haga lo que quiera con lo suyo, pero el pueblo no es de los soberanos, sino de Dios, que delega en unos pocos para que ayuden a los muchos. Cuando estos pocos dejan de mirar a Dios, de buscar los designios divinos, de reconocer agradecidos y temerosos el servicio que se les encomienda, de pedirle fuerzas… terminarán, de un modo u otro, endiosándose a sí mismos, arrebatando al Señor su propiedad. No nos faltan ejemplos hoy. Las palabras de Jeremías detallan a golpe de verbo el despropósito de los malos pastores: dispersasteis mis ovejas, las expulsasteis, no las guardasteis. Las ovejas piden arrimarse a las iguales, son gregarias, como los humanos han de crecer entre humanos; las relaciones con los demás son vitales. El gobernante tiene como uno de sus primeros cometidos favorecer la comunidad, promover los vínculos de unión entre unos y otros; más aún, facilitar la fraternidad. Esto sería imposible sin referencia a un Padre, que no puede ninguna autoridad ni la ideología que sostienen, sino solo el Dios de Jesucristo, que nos reveló como Padre misericordioso. La paternidad divina habría de palpitar en las leyes y en los proyectos y en las decisiones como búsqueda de un bien para todos y la predilección por los débiles y oprimidos.

                Jeremías entendió de Dios que habría de venir un pastor verdadero, de justicia y de paz. Lo profetizó, aunque él no lo vio. El pueblo habría de esperar hasta la llegada del Nazareno. Este nuevo pastor, con un nuevo modo de pastorear, pilló desprevenido al pueblo, que no reconoció suficientemente su origen; tampoco su belleza. No basta con tener un pastor bueno, el mejor, hace falta también hacerse a sus modos y a sus órdenes, con la confianza en que todo cuando ofrece y pide es por el bien del rebaño y de cada una de las ovejas. Pronto el pastor de Nazaret se acreditó como buen pastor con palabras y obras. Pero no les pareció convincente, porque no entendían. Él quiere que el rebaño se sepa rebaño, unidad, proyecto común y unas y otras ovejas se valoren y favorezcan. Quiere que conozcan quién es el propietario de sus vidas y el Señor de sus historias y lo amen a Él y a su pastor, enviado para el éxito de toda la grey y cada uno de sus miembros.

Dos peligros son frecuentes: la aparición de pastorcillos embusteros que encandilan con promesas falsas y, todavía más habitual, que cada oveja quieran ser pastora de sí misma o de las demás, apropiándose de un oficio que no es suyo ni lo sabe ni lo puede.

Que no dejen de decirnos los profetas, que no dejen de pronunciar las quejas de Dios ni sus alegrías para acordarnos de nuestro Pastor y su sangre derramada por la salvación del rebaño. Que no dejemos de decir nosotros, nuevos profetas, si hemos pasado tiempo con el Pastor, el Maestro de Nazaret, como amigos suyos que han aprendido con calma, para que nos recordemos unos a otros y allá donde nos diga, que con Él nada nos falta. 

DOMINGO XV T. ORDINARIO (ciclo B). 15 de julio de 2018

 

Am 7,12-15: El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: "Ve y profetiza a mi pueblo de Israel."»
Sal 84: R/. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
Ef 1,3-14: Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos.

Mc 6,7-13: llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos.

 

Al hombre de rebaños y cultivos, ¿qué más se le podrá exigir que cumplir con la lana, la leche, la carne y la cosecha a su tiempo? Perito en lo suyo, ¿qué le importa todo lo demás? Y a los demás, ¿qué le importa que no cumpla con lo que no se le pidió? Así se hallaría Amós, el pastor y cultivador de higos, hasta que Dios le propuso otro oficio: el de profeta. No lo acreditaba su arte, su estirpe, su trabajo, sino solo la llamada de Dios, que lo mandó a que profetizase al pueblo de Dios en el reino de Israel, al norte de Palestina, prediciendo su ruina inminente por no haber sido fieles al Señor.

En su nueva tarea se topa con el sacerdote de “Casa de Dios” un santuario principal del país, quien le aconseja que vaya al sur, donde se encontrará más seguro y tranquilo, y donde no molestará como lo está haciendo en aquel territorio. El hombre acreditado religiosamente por su oficio se enfrenta al rudo imperito que se sabe, sin embargo, legitimado por la misión que Dios le ha encomendado. No va a desistir de sus planes, porque es Dios quien le envía y ha de cumplir con esa encomienda. El sacerdote prefirió la palabra amable, pero embustera a ser portador del mensaje de Dios, severo con un pueblo que se había apartado de Él. En cambio, el pastor ignorante, sin arte ni experiencia, se convierte en el genuino transmisor de la Palabra de Dios. Deja lo suyo, sin que le frene su incapacidad para una labor de estas características y hace lo que su Señor le pide.

                La misericordia de Dios nos llega por cauces dispares. El banquete de lo Alto se ofrece en alimento de misericordia y justicia, que habrán de nutrir la tierra humana si se los acoge con fidelidad, con aceptación confiada en la intervención eficaz y poderosa de Dios. El salmo 84 informa del anuncio de los bienes divinos, y estos nos llegan por medios muy diferentes. Por personas incluso insospechadas (que algunas veces son solo cultivadores de higos, como Amós).

                Esta fidelidad se resuelve en la adhesión a Jesucristo, como principio y fin de la creación, origen y culminación de las aspiraciones humanas, en quien se nutren y encumbran todas las aspiraciones del hombre. La amistad con Él pone en contacto con las raíces y la plenitud. No le hizo falta explicarles a sus apóstoles sobre el contenido del mensaje que tenían que predicar allá donde les había mandado. No tenían que hablar más de lo que habían visto y oído. Sus instrucciones miran hacia lo que pueden o no llevar y a su actitud con la invitación de quienes los hospeden.

Su cometido no consiste en alterar la realidad de cada hogar, menos aún ofrecer la salvación, sino sembrar gérmenes de esperanza por el Señor y su Reino, que están llegando. La autoridad frente a los demonios, tan destacada en este episodio, parece apuntar hacia la soberanía y victoria de Dios sobre, precisamente, aquello que atenaza y empuja hacia la esclavitud y la desesperanza. Estos apóstoles están también capacitados para imprimir vigor renovado en el cuerpo deteriorado, sanando en las enfermedades. Auguran un nuevo orden, el que trae Aquel que los envió.

Poco aventajaban, seguramente, en destreza y conocimientos estos apóstoles al profeta Amós, pero tenían consigo la Palabra de Dios hecha carne y una llamada (compartida con el profeta) para predicar esa misma Palabra, lo que habían visto y oído, lo que habían vivido con Jesús de Nazaret. De dos en dos, como exigía la credibilidad de un testimonio escuchado, para el que se requerían dos testigos. No solo aportarán veracidad sobre uno mismo, sino que cada uno hablará del Maestro con experiencia de matices diversos, enriquecedores. ¿Qué ojos que lo vieron y oídos que lo escucharon podrán dar testimonio completo, íntegro y exclusivo?

                La inexperiencia no es objeción para el profeta, ni los inconvenientes de su oficio. Su fidelidad a la Palabra le basta. Por mucho experto que se oponga a su tarea de mensajero divino, tendrá el vigor de Dios para cumplir con lo que le pidió. 

DOMINGO XIv T.ORDINARIO (ciclo B). 8 de julio de 2018

 

Ez 2,2-5: Ellos, te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos.

Sal 122: Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia.

2Co 12,7-10: muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo.

Mc 6,1-6: Se extrañó de su falta de fe.

La protección y custodia de lo más valioso mueve a la reserva de un espacio dedicado a guardarlo con una frontera suficientemente eficaz. Los muros que delimitan nuestros hogares trazan el límite entre lo público y lo privado, lo íntimo y lo abierto, lo familiar y lo genérico. No obstante, no es clausura absoluta, sino que se permiten orificios hacia el exterior por donde llega la luz y el aire de fuera y, más importante aún, por donde se puede entrar y salir. La puerta proporciona un grado de fragilidad en el bastión que es la casa, pero es el riesgo para que aquel ámbito familiar no se agote en sí mismo y esté abierto a riquezas externas. Si no hubiese necesidad de este intercambio, tampoco lo habría de puertas.

                Una puerta excesivamente abierta puede responder a un aprecio pobre de lo que se tiene dentro. Si el exceso se comente en su cierre, tal vez no se esté valorando lo que puedan aportar los ajenos. Llevando el asunto hacia sus extremos encontramos una valoración inapropiada hacia lo propio o lo ajeno, que provoca un desprecio por lo familiar o lo externo a la familia. Es uno de los retos con los cuales ha de enfrentarse la pregunta sobre la identidad personal o comunitaria. ¿En qué medida somos nosotros mismos si nos llega tanto de fuera? ¿De qué modo crecer y no empobrecernos si no es desde la apertura a tanto como nos traen otros?

                Nazaret pertenecía al mundo rural galileo del interior que no gozaba del cosmopolitismo cotidiano de ciudades cercanas mucho mayores y abiertas a otras culturas. Su propia ubicación y dimensión ponía muralla a su población. Había que salir de Nazaret y recorrer unos cuantos quilómetros para encontrarse con la diversidad. Y sin embargo, contra todo pronóstico veterotestamentario, en Nazaret se había abierto una puerta extraordinaria hacia la mayor fuente de intercambio y enriquecimiento, con el mismo cielo. La familia de José el carpintero de Nazatet custodiaba esa posibilidad de tránsito y transacción con lo divino en Jesús, el hijo de María. Las palabras y los signos que hizo entre ellos no bastaron para mitigar los prejuicios sostenidos férreamente por los paisanos nazarenos: “de lo que conocemos, de lo que hemos visto, de aquello con lo que tenemos cotidianidad no podemos encontrar nada admirable ni sorprendente” (parece que pensaban). Obviaron uno de los movimientos más maravillosos de Dios: que obra prodigios en lo más cotidiano y ordinario. Así el Hijo de Dios se hizo “uno de tantos”. Sin embargo, el Maestro no pudo actuar allí por su falta de fe. Cerrados en su estrechez vital se habían cerrado a Dios, lo que impedía dejarle actuar. Donde se obstruye la acción de Dios el hogar, irremediablemente, se empobrece. Todo porque no quisieron interpretar los nuevos acontecimientos que el Señor les había traído.

                Lo que encontraba Pablo en su interior no debería parecerle muy admirable. El hogar irrenunciable y más definitivo es cada persona para sí misma. Él miro hacia dentro de su hogar y no se alegró de todo lo que vio. Habla de una espina, seguramente una dificultad o problema de gravedad que le preocupaba seriamente. Habiendo cerrazón en torno a la preocupación cabe esperar o una magnificación del problema, que arrastra consigo un ingente consumo de fuerzas (muchas veces lamentos y quejas estériles) o bien una despreocupación asombrosa (como si no pasara nada). La puerta de Pablo abierta hacia Dios le traía luz para, sin dejar de reconocer una situación dolorosa, confiar en el poder divino sobre su carne. La apertura a Dios equilibra nuestra percepción de la realidad asumiendo lo que hay con una perspectiva y una actitud esperanzadas. Precisamente lo que rechazaron los paisanos del Maestro y lo que rechazaremos nosotros si no buscamos esos cauces de encuentro con el Señor en nuestras propias experiencias y movimientos internos, en las relaciones con los demás, en los acontecimientos diarios, en la Palabra y los sacramentos. Cuántas puertas; aprovechadas o no, depende de nosotros. 

DOMINGO XIII T. ORDINARIO (ciclo B). Jornada de responsabilidad en el tráfico. 1 de julio de 2018

 

Sab 1,13-15; 2,23-25: Todo lo creó para que subsistiera.

Sal 29, 2-6. 11-13: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

2Co 8,7-9. 13-15: Sobresalid también en esta obra de caridad.

Mc 5,21-30. 33-43: “No temas; basta que tengas fe”.

 

El autor de la vida lo creó todo para que subsistiera. ¿No cuidará con primor a la niña de sus ojos? Al hacerlo, no hay duda, lo hará así: dejando que llene sus ojos, en una relación de amor y confianza.   

                Un mismo episodio nos narra dos curaciones, dos gestos o concreciones de este amor entrañable. El evangelista, tan conciso en otros milagros, nos deja una descripción con interesantes detalles de dos historias. La primera nos informa sobre una mujer que padece durante doce años hemorragias, lo que le hace sufrir mucho en lo físico y en lo moral. El contacto con la sangre derramada hacía incurrir en impureza según la ley judía. Ella tenía que padecer esta situación de modo habitual. Habiendo acudido a multitud de médicos, no solo no habían podido acabar con su mal, sino que la habían hecho empeorar y habían acabado empobreciéndola. Esto indica que se trataba de una persona adinerada, pues no cualquiera podía recibir servicios médicos y menos en tanta cantidad. El momento en el que se acerca a Jesús la encontramos enferma, sufriente, empobrecida y religiosamente impura. Probablemente esto la motive a dirigirse hacia Él como a hurtadillas. Cree que le bastará con tocar su manto y que de ese modo podrá pasar desapercibida. Pero Jesús siente la fuerza salida de sí y pregunta por ello entre el gentío. Muchos lo apretujaban, de ellos quizás también un número intentase encontrar en Él, como la mujer, la curación de sus males, la solución de sus problemas, pero solo sabemos que fue ella quien quedó sana. Esto por su fe. La fe es presentada como requisito necesario para que la fuerza y el poder de Dios sea eficaz. De este modo lo va a corroborar el Maestro. Su misión no consiste en solventar los problemas sanitarios o de otra índole, sino encontrarse con los hijos de Israel para traer la salvación a todos. Busca el rostro de la mujer para encontrarse con ella. Se manifiesta como el médico competente que no solo sana, ni principalmente sana, sino que acoge, que busca una relación personal y un encuentro. Expresa y cumple la misericordia de Dios.

                La segunda historia es la que inicia el relato. Una niña de doce años (coincide con el tiempo de enfermedad de la otra mujer) se halla en un estado crítico de salud. No es ella, sino su padre, Jairo, un hombre distinguido por ser jefe de la sinagoga, el que se acerca a Jesús. Con una actitud de reverencia y veneración, postrándose ante Él, pide la curación de su pequeña. Parece una última petición de auxilio a la desesperada. En vez de permanecer con su esposa junto al lecho de su hija para acompañarla en el inminente final, pide una ayuda casi imposible. Pero cree. El Maestro quiere ir a su casa, al hogar familiar. De nuevo va a aparecer el gentío que en esta ocasión se ríe de Jesús en casa de Jairo, cuando anuncia que la niña no está muerta, sino dormida. La noticia de la muerte parece dejar el asunto resuelto. Jairo no tiene nadie más en quien poder confiar, y confía, a pesar de lo rotundo del diagnóstico. Jesús va a obrar el milagro, más asombroso que el anterior, porque para todos se había agotado la esperanza, salvo para el padre, que creyó en el poder de Dios en Jesús. El modo de curar, tomándole la mano y ordenando con su palabra, recuerda las intervenciones divinas con el pueblo, donde la mano de Dios protege a Israel de sus enemigos y los guarda, y su palabra tiene poder creador y de transformación de la realidad.

                En Jesucristo se hace presente el poder de Dios que actúa en beneficio de sus hijos; que manifiesta que el Señor quiere la vida para todos, su salvación íntegra y eterna. Y, al mismo tiempo, que esto precisa un asentimiento, mediante la fe, a la acción soberana del Altísimo. Nuestras historias no podrán completarse si Él no se hace presente con su poder y su Palabra, pero pide también nuestra aceptación desde la fe, para dejarnos configurar y transformar por su Espíritu. 

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