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En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO XXXIII T.ORDINARIO (B). 18 de noviembre de 2018

 

Dn 12,1-3: Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento.

Sal 15: Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

Heb 10,11-14.18: Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a lo que van siendo consagrados.

Evangelio: El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán.

 

¿Habrá que esperar al final de los tiempos para ver a los sabios brillar? Mucho hay que aguardar entonces para que se aprecie la sabiduría; y mientras estaremos buscando luz en otros espacios ciertamente de necios. Si hay que esperar es que demasiado campo se le ha dejado a la necedad. No dejemos, pues, para luego, lo que verdaderamente aporte luz. Como la que nos traerán los sabios cuando, según el libro de Daniel, se levante el arcángel Miguel.

El que se esfuerza en el brillo apunta a poco sabio, porque el sabio implica sus energías en la amistad con la verdad, no en lucir. A las urracas les seducen las cosas que brillan no por su utilidad, sino simplemente porque brillan. Y esto les sirve para cortejar a su pareja. No les ofrecen nada útil, solo brillo, y parece que esto le ayuda a su propósito… si brilla lo suficiente para deslumbrar a la otra parte. Desconocen también que lo brillante de algo está provocado por el reflejo de la luz del sol o de otra fuente. El brillo es solo propio de una superficie reflectante gracias a otra cosa que es realmente luminosa.

                Lo que no sabían las urracas sí lo conocían nuestros mayores muchos siglos atrás: lo realmente luminoso hasta deslumbrar es el astro mayor, el sol, el menor, la luna, y las estrellas del firmamento. El relato del Génesis coloca en medio de los días de la creación la formación de las esferas celestes. Su luz, nocturna o diurna, servía para regir las fiestas religiosas. Su estabilidad posibilitaba un calendario que dé regularidad y pauta a los tiempos humanos. El anuncio del evangelio de que todos estos generadores de luz van a sufrir alteración e incluso se van a apagar, causa bastante inquietud. Si ni siquiera aquello imperturbable se sostiene, entonces ¿dónde acudir? Enseguida ofrece la solución, hablando de la aparición entre las nubes del Hijo del hombre. Él es Aquel por quienes se hicieron las lumbreras celestes con el fin de servir a los hijos de Dios. Él es el que permanece; herido, pero resucitado; desestimado, y, sin embargo, glorificado;  radiante en el firmamento para traer la luz, cuando parecía que se había quedado oculto en una penumbra inaccesible.

Cabe destacar el posible significado religioso de la imagen de los astros desbaratados: lo que permitía una seguridad para la estructura cultual y religiosa en general, pero una seguridad no de contenido, sino de regla o pauta. El descalabro celeste no debe afectar significativamente a una fe madura; aquello no deja de ser criatura, por mucha experiencia que haya en todo ello de práctica eternidad, mientras que el Señor, quien, por otra parte, parecía haber derrotado y olvidado, se sobrepone a todo fracaso para mostrar su victoria. Esta está cimentada en el perdón, el ejercicio del amor que supera a la justicia humana y que genera una luz sin igual. El texto de Hebreos lo indica, contrastando la calidad del perdón eficaz conseguido por Jesucristo y la infecundidad de tantos sacrificios repetidos en el templo que no alcanzaban lo pretendido. Él, el misericordioso, el que ha hablado desde el principio de los siglos, el entregado por amor, el que perdona el pecado del mundo, el débil que puede a todos y los fortalece… no pasará aunque todo lo demás sucumba. Él, la Palabra Viva y eterna del Padre no pasará; en ella encontramos solidez imperturbable, pero consistencia dinámica, fundamento caminante, porque está viva y provoca a la vida.

¡A la búsqueda, pues, de la verdadera fuente de luz; al abandono de los brillos cautivadores pero vacíos; al cultivo de todo cuanto este Hijo de hombre nos ha ofrecido para la victoria! Aquí sí que podemos poner nuestras esperanzas e invertir nuestras fuerzas, nuestra vida, pues en Él encontramos la Luz de la Verdad, la sabiduría, el sentido de cuanto somos y nos habilita para no temer entre oscuridades ni tinieblas.  

DOMINGO XXXII T. ORDINARIO (ciclo B). DÍA DE LA IGLESIA DIOCESANA. 11 de noviembre de 2018

 

1Re 17,10-16: Por favor, tráeme un poco de agua en un jarro para que beba.

Sal 145: Alaba, alma mía, al Señor.

Hb 9,24-28: Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos.

Mc 12,38-44: Ha echado todo lo que tenía para vivir.

 

Allá donde vayamos llevamos nuestras necesidades. Somos irremediablemente indigentes. Y todos coincidimos básicamente en las mismas. Nos diferenciamos en el modo de satisfacerlas. El que tiene mucho, tendrá posiblemente facilidad para darles una respuesta; el que tiene poco se encontrará más problemas para solventarlas. Y con poco y mucho no solo hablo de recursos económicos, también de inteligencia, audacia, capacidad emprendedora, apoyo de gente cercana, resolución…

            Los servicios sociales pretenden ofrecer soluciones o, al menos, paliar las situaciones en las que por las razones que sean (algunas se enumeraban anteriormente), una persona o un grupo de personas no es capaz de solucionar de modo eficaz ciertas carencias. Es oportuno recordar que fueron los cristianos los que crearon las primeras instituciones de asistencia innovando con una respuesta organizada a graves necesidades de las personas; algo que no se conocía hasta el momento. Este proyecto social cristiano surgió en el siglo IV con la construcción de lugares para la atención de ancianos, de enfermos, de extranjeros… asumiendo una tarea que llega hasta nuestros días, aunque, muchas de estas tareas las asumen actualmente los estados.

            Lo que escuchamos y leemos en la Palabra de Dios de este domingo no pretende principalmente alertar sobre la pobreza y el hambre y la falta de solidaridad (aunque nunca está mal recordarlo), sino sobre la más maravillosas de las riquezas del humano: la presencia de Dios en su vida. Enriquecido de Dios, aportará riqueza donde vaya y rechazará el apego a lo que puede sustituir al mismo Dios. Son estos rivales o sustitutos del Altísimo los que, si el corazón se deja seducir por ellos, limitará su capacidad para una respuesta acorde al momento, más pendiente, por ejemplo, de su propio provecho que de la justicia o la verdad. En otras palabras: da más y mejor el que más y mejor ama a Dios.

            El dinero conmueve con facilidad el corazón, en el sentido (mover con) de que lo pone en acción con otra serie de miembros dispuestos a intervenir, porque ofrece muchas posibilidades; cuanto mayor es la cantidad, más proyectos. Cuando el corazón ha sido conmovido de modo contundente por Dios, nuestros planes lo tendrán en cuenta a Él en primer lugar y mejor utilidad le daremos. La viuda pobre del pasaje evangélico de este domingo se había dejado seducir por su Señor y todo cuanto tenía fue para él, parece que de forma natural y espontánea. No se observan en ella cálculos: cuánto me queda, cuánto conseguiré, sino que lo ofrece todo, movida por el amor. La mujer pobre y viuda de la lectura del Libro de los Reyes parece que dio porque entendió que el hombre que le pedía, el profeta Elías, era una persona de Dios. Y le dio restringiendo su propia ración y la de su hijo, le dio anticipando su hambre hasta la muerte. Ella recibió recompensa de harina y aceite, es decir, premio de vida (de otro modo habría muerto). La mujer del evangelio recibió la admiración de Jesús. Aquel por quien echaba todo lo que tenía en el arca de las ofrendas se alegraba maravillado de su gesto y la alabó ante los discípulos. ¡Que paga tan bonita y tan desbordante! Que Dios se alegre de nuestra pobreza ofrecida a Él, que no encontremos otro provecho para nuestra indigencia que entregársela a Dios por amor. ¡Cómo no quedará bendecida tal persona que no encuentra mayor utilidad para lo suyo ni más alegría para su corazón que dárselo todo a Él y a lo que Él diga!

DOMINGO XXXI T. ORDINARIO (ciclo B). 4 de noviembre de 2018

Dt 6,2-6: Tema al Señor, tu Dios, guardando todos sus mandatos y preceptos que te manda.

Sal 17: Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza.

Heb 7,23-28: …Lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.

Mc 12,28-34: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón”.

 

Un escriba se acercó a Jesús y le pidió uno, pero Él le dio dos. El escriba era un profesional de la Ley judía, encargado de estudiarla y enseñarla al pueblo. Ley o Torah en hebreo es el nombre que reciben los cinco primeros libros de las Escrituras. Los preceptos allí recogidos corresponden a una sociedad antigua y sencilla; conforme las relaciones del pueblo de Israel se fue sofisticando por tratarse de un grupo más complejo con circunstancias nuevas, se entendió como necesario que hubiese personas que se dedicasen a un estudio profundo de la Ley de Dios para dilucidar una respuesta consecuente ante situaciones novedosas. Lo que primeramente correspondía a la clase sacerdotal, fue ejerciéndose cada vez más entre laicos piadosos, conscientes de la responsabilidad de ser fieles a la Palabra de Dios para servicio de la vida del pueblo. Su labor dio lugar a un entramado de leyes con pretensión de atender incluso a nimiedades de la vida doméstica. La fidelidad a la Palabra divina se deterioró para centrar los esfuerzos en fidelidad a la letra de la ley, perdiendo en gran medida la principal referencia: el amor de Dios por los hombres y de estos hacia Dios.

            Cuando aquel escriba interroga a Jesús parece esperar una respuesta obvia que habría de tener más que sabida. El jurista moderno conoce sobradamente que el rango preeminente de la legislación nacional es la Constitución. ¿No sabría aquel buen hombre que el amor a Dios sobre todas las cosas es el principal de los mandamientos? Parece, por tanto, que su pregunta estaría motivada por algo diferente a una obviedad. Los especialistas se hacen preguntas de finura, a lo que difícilmente alcanzan los no entendidos. ¿A dónde querría llegar este maestro al acudir al Maestro? Tal vez buscaba alguna clave para desmadejar la maraña de preceptos a los que habían dado lugar siglos de especulación casuística. El afán por llegar al milímetro habría podido desdibujar las razones de la medición. Podría entenderse que una ley incumplida o, peor aún, despreciada, tenía la capacidad de dar al traste con todo el sistema. Jesús ajusta el enfoque que permite dar sentido a cualquier norma o pauta de decisión. El escriba le pedía uno, pero Él le dio dos; dos principios por los que ha de velar cualquier de las leyes y de los cuales han de partir como origen indiscutible: el amor a Dios y al prójimo. Presenta lo originario, las raíces y fundamento, sin hacer más que dirigirse a las mismas Escrituras, objeto del esmerado estudio de los escribas.

Por un lado, parece que Cristo pide ir a lo esencial y, ciertamente, lo único necesario, evitando el derroche de fuerzas inútiles en sutilezas legales que, más que ayudar en la relación con Dios y con los demás, cargan pesadamente y oprimen. Por otro lado, da el criterio de verificación para cualquier decisión, especialmente las más relevantes: esto que voy a elegir, ¿lo hago por amor a Dios?, ¿me acerca más a Dios?, ¿en qué beneficia a mi prójimo? Además, la pregunta por el Primero lleva aneja la por el segundo. Es decir, no puede hacerse nada por amor a Dios que realmente perjudique a las personas, ni nada verdaderamente bueno para alguien puede atentar contra el amor a Dios. No hace falta irnos a la legislación bíblica, ni a la civil del Estado, cada uno tiene sus propios criterios legales, que no han de disonar de los anteriores. Somos legisladores particulares en la medida en que nos regimos por unos criterios propios (se espera que iluminado por la Palabra de Dios y orientados por le ley estatal) que nos ayudan a elegir. Si anticipamos el particular provecho al amor a Dios obtendremos una decisión egoísta, que aleja de Dios y deteriora la comunión social. Sería interesante aplicar también este discernimiento a las mismas leyes del mercado por las que nos dejamos llevar sin plantearnos por su moralidad.

La Ley divina se había hecho carne en Cristo. Se apropió de aquel viejo oficio que acabaron abandonando los sacerdotes antiguos: interpretar la ley para la vida del pueblo (lo que asumieron los escribas). La vida del Señor era legislación, su pasión y su muerte, la culminación del mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Legislamos mientras vivimos y nos hacemos testimonio de la predilección por Dios y sus hijos o por el olvido de ambos.

Creo que no pocas veces aquel escriba nos aventaja. Apabullado, posiblemente, por tanto preceptillo de asuntos mínimos, buscó ayuda en otro Maestro. De cuando en cuando, ya no los árboles, sino las mismas malezas, impiden ver el bosque. Cristo orienta la perspectiva, no sea que justifiquemos como de Dios aquello que se opone a Él, no sea que legitimemos la injusticia que olvida al hermano, a nuestro prójimo hacia el cual el Altísimo nos ha dado la responsabilidad de velar por él, como si a su propio Hijo se lo hiciésemos.

DOMINGO XXX T.ORDINARIO (CICLO B). 28 de octubre de 2018

 

Jr 31,7-9: “Regocijaos por el mejor de los pueblos”.

Sal 125: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Hb 5,1-6: Dios es quien llama.

Mc 10,46-52: Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.

El profeta excede en vista a los demás observadores. El color del presente es percibido por la mayoría como casi lo definitivo. La prosperidad de hoy parece que será bienestar para siempre, el drama de este día, será tragedia irreversible para toda la vida. Nos dejamos vencer por lo contemporáneo, porque nos afecta en este instante, y perdemos la noción de que somos tiempo y, por tanto, proceso, camino.

            Es precisamente al borde de un camino donde se encuentra el hijo de Timeo, Bartimeo, un ciego de Jericó. Es también hacia un camino de esperanza hacia donde apunta el profeta Jeremías, que profetiza con el anuncio del regreso a la Tierra Prometida tras el destierro; incluso para aquellos para quienes, su situación el viaje se les ha de antojar complicado: ciegos y cojos, embarazadas y madres recientísimas. Y es a quien une puntos distantes, el cielo y la tierra, al que bien se puede denominar “camino”, al que se refiere la Carta a los Hebreos de la segunda lectura, como sumo sacerdote.

            Marcos nos confronta con un hombre detenido en el camino que iba de Jericó a Jerusalén.  Haciendo memoria de los pasajes evangélicos de los domingos precedentes encontramos un denominador común entre el rico cumplidor de la ley, los dos hijos de Zebedeo junto con los otros apóstoles y Bartimeo: el seguimiento. Cada cual en sus circunstancias y con un diferente acercamiento a Jesús diverso. Cada uno con su petición: heredar la vida eterna, un puesto relevante en la gloria y poder ver. Este último personaje parece el menos ambicioso. Se conforma con ver. Para un invidente, el modo de sustento habitual era la limosna. Su capa le servía de abrigo y como recipiente para la recogida de las monedas que le echaban. A la llamada del Maestro, se despojará de su manto y, de un salto, se pondrá de pie. Estos gestos apuntan, como signos, hacia su deseo de terminar con esa falta de autonomía, la parálisis de actividad y emprender una vida nueva donde pueda poner sus recursos en movimiento. Cristo hará posible todo esto, porque lo llama, lo hace capaz de ver y de marchar tras de él (aquello que no quiso el rico y lo que posponían los discípulos envidiosos a tener un puesto importante).

Recuperada la vista, lo primero con lo que se encontrarían sus ojos sería a quien ha activado su vista, a Jesucristo. Completa su conocimiento sobre Él, del que sabía de oídas, para acabar viéndolo, porque se interesó en superar las fronteras que su propia discapacidad le imponía y los obstáculos añadidos por los discípulos de Jesús. Insistió, porque le interesaba mucho lo que quería conseguir; siguió insistiendo, porque la vista le proporcionaría mucho; y encontró con alguien que llenó sus ojos y su corazón, hasta hacerlo ver y caminar en sentido hacia la Cruz. Vio mucho más que el rico y más incluso que los hijos de Zebedeo. Tan profeta como Jeremías o más aún, porque despertó sus sentidos no otro que el Salvador y se puso tras sus huellas. No había ya nada mejor que ver. Era realidad ya presente, iluminando el resto del camino. Y todavía no será suficiente, porque lo seguirá en sentido hacia Jerusalén donde el Maestro dará en breve su vida por los hombres. 

DOMINGO XXIX T. ORDINARIO (ciclo B). 22 de octubre de 2018

 

Is 53,10-11: Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. 

Sal 32: Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

Hb 4,14-16: No tenemos un sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades.

Mc 10,35-45: ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?

 

Un elenco de lecturas tan explícitamente vinculadas a la pasión y muerte del Señor para este domingo puede llamar la atención. Esperamos esta temática en el entorno de la Semana Santa y su preparación; ahora viene como a traspiés. Primero hay que aclarar que el año litúrgico rememora a lo largo de cada uno de sus días el misterio de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo. Aunque, cierto, también existen tiempos especiales donde se acentúa algún aspecto de este misterio del amor de Dios por los hombres en la carne de Jesús hecho humano, despreciado y glorificado. Por otra parte también nos acercamos al final de este año litúrgico que tendrá su broche de gala con la fiesta solemne de Jesucristo rey del Universo. Si la liturgia atiende hoy en sus lecturas a su pasión, anticipa cuál es el tipo de realeza  con el que nos vamos a encontrar en el Señor de cielos y tierra, y qué exigencias les esperan a sus discípulos, los cristianos.

El episodio, con esa petición de algo elevado por parte de dos discípulos y la respuesta de Jesús inclina a recordar al hombre rico del evangelio del domingo pasado. Podemos trazar un paralelo entre ambas escenas: Petición: heredar la vida eterna - un buen puesto en el Reino de los cielos. Repuesta: vender lo que tiene, dar su dinero a los pobres y seguirlo – beber su cáliz y se bautizado con su bautismo (habla de su pasión y su muerte). Reacción de quienes preguntaban: ceño fruncido y marcha – aceptación de la pasión de Cristo (aunque todavía no se hagan una idea de lo que significa). Reacción de los discípulos espectadores: sorpresa, “¿quién puede salvarse?” – indignación contra esos dos discípulos pretenciosos.

La lectura de este domingo supone un ascenso de nivel: ya no se trata de heredar la vida eterna, como en la pregunta del judío cumplidor con tantos bienes, sino de tener un puesto privilegiado en esa vida eterna. La cuestión de estos dos apóstoles entusiastas, partía de lo observado en las jerarquías políticas de la época. Parece, por ello, un tanto ingenua la pregunta, aunque puede ocultar un talante pretencioso y de medra, como se observa en la reacción de sus compañeros. No les corrige inicialmente Jesús a los primeros, sino que les hace mirar más alto. Ante el enfado del resto ya sí interviene con severidad, aunque volviendo a indicar hacia lo más alto: el servicio. El que quiera importancia, ha de aprender a ser tan importante como Él por el camino que abre Él, el servicio. Servir es colaborar con el primer servidor, que es el Señor, lo que lleva a aprender muy bien de su vida, compartiendo y dialogando mucho con Él; implica atención a las necesidades de los demás; priorizar el anuncio del Evangelio sobre las propias expectativas; exige sensibilidad hacia los sentimientos de los demás y la disponibilidad para ofrecerle lo más precioso, al mismo Cristo.

¿Habrá verdadera capacitación para el servicio sin un encuentro con Cristo azotado y crucificado? No parece que pueda ser así, porque el servidor cualificado es el que se desgasta, de algún modo “muere”, para que otros conozcan y tengan vida. El que se enamora profundamente de Cristo servidor en el trance más radical, el de la cruz. Y descubrir esto provoca el deseo de ese puesto, como el más codiciado, junto al Señor crucificado, en otra cruz diminutiva, pero junto al Señor, como el Señor. 

DOMINGO XXVIII T.ORDINARIO (B). 14 de octubre de 2018

 

Sab 7,7-11: Me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso.

Sal 89: Sácianos de tu misericordia, Señor.

Heb 4,12-13: Todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.

Mc 10,17-30: “Entonces, ¿quién puede salvarse?”.

 

Las palabras de Jesús obtuvieron como respuesta un ceño fruncido y un adiós. ¿Definitivo? Al menos por el momento.

Estaba motivado; se acercó corriendo a Jesús y le preguntó sobre lo que buscaba: “heredar la vida eterna”. Los padres dejan a sus hijos un subsidio tras su muerte, la herencia; así de previsores y generosos, siguen ejerciendo la paternidad en ese bonito regalo póstumo. Lo que reunieron los padres para sus descendientes se consumirá con el tiempo y desaparecerá si no desaparece antes el hijo, cuyos días también tienen límite. Dios Padre ofrece herencia con mayor cuantía: la vida eterna y todo hijo suyo que quiera puede recibir lo prometido. El único requisito puesto por el Padre es cumplir su voluntad. Así lo hizo aquel judío cabal que se acercó a Jesús; había cumplido con los mandamientos con un esmerado interés desde la infancia. ¿Qué buscaba al allegarse al Maestro? Quizás que aprobase su estilo de vida y le motivase a seguir cumpliendo como hasta el momento; o, tal vez mejor, sentiría algún tipo de insatisfacción que le pedía algo más sin saber qué. Buscó a Jesús teniendo muchos otros maestros a los que dirigirse ¿por mera novedad o porque esperaría mucho de quien muchas expectativas había despertado?

            Considerando que se tratase de una verdadera inquietud no acallada a pesar de una vida esforzada por cumplir con los mandamientos, el Maestro le ofreció una respuesta. Pero no la esperaba. Llenar un bolsillo requiere menos esfuerzo que llenar un corazón. Si mucho tenía ya el corazón de aquel hombre, más aún esperaba y Jesús se lo procuró. Pero no quiso. Se jugaba la diferencia del mucho al todo. En el mucho aún cabe más de otra cosa, en el todo no hay posibilidad para nada más. Aquí se despacha la verdadera sabiduría y aquí también, con frecuencia reiterada, resbalamos muchos que aspiramos a la vida eterna desde el mucho, sin arriesgarnos al todo.

            La cavidad de su interioridad, bastante llena de cosas buenas, reservaba un espacio para aquello que le impedía la determinación por el todo, su dinero, con la seguridad que reporta, con el prestigio y las posibilidades que oferta. Y tanta tendría que ser para sí la importancia de sus bienes que de forma inmediata se reveló con un ceño fruncido, sin que diera siquiera un pequeño espacio para la duda a las palabras de Jesús. Sus palabras escuecen especialmente donde más fea es la herida.  

 

            No era poco que tuviera unas expectativas tan elevadas: la vida eterna; no era poco que desde pequeño se estuviera esforzando por cumplir los mandamientos; no era poco que los cumpliese; no era poco que tuviese inquietud por ser mejor y buscase corriendo al Maestro para pedirle consejo. No era poco, pero no lo era todo. Y esa es la diferencia entre ser cumplidor de los mandamientos o seguir a Jesucristo, tener un corazón honesto o enamorado del Señor, buscar ser bueno o ser santo, ser sabio de sabiduría mundana o de sabiduría divina, vivir honradamente o dar la vida por Dios. Es la diferencia entre un corazón abierto a la plenitud de la alegría y a la Palabra de Cristo o un ceño fruncido, una cerrazón en la mediocridad y un adiós. 

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