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En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

TRIDUO PASCUAL. marzo 2018

 

TRIDUO PASCUAL

 

JUEVES SANTO. 29 de maro de 2018

Ex 12,1-8.11-14; 1Co 11,23-26; Jn 13,1-15.

Lo que comimos ayer nos sació el hambre también de ayer, pero no han llegado a hacerlo hoy. ¿Por qué tener que tomar alimento todos los días? ¿Por qué no nos creó Dios ya saciados?

La comida es para la vida; tal vez el Señor puso hambre habitual en nuestros cuerpos para que descubriéramos el milagro de la vida en nuestras propias existencias… y lo cuidáramos. Así cada comida es una celebración de vida. ¿Por qué, si no, toda celebración importante pide un banquete? ¿Qué celebramos que reamente merezca la pena que no esté relacionado con el misterio de la vida?

Un día habló Dios a Abrahán con una promesa de vida: una descendencia y un lugar para habitar. La esclavitud en Egipto del pueblo de Dios fue un atentado contra esta promesa. ¿Podemos tolerar las agresiones contra la vida? El Señor los liberó del faraón, de uno que se creía dios, pero sin embargo no era capaz de proteger la vida, sino que la oprimía hasta la muerte. El verdadero Dios, el Dios de la vida, se manifestó como liberador, como el que realmente defiende toda vida humana. Para conmemorar la liberación de la esclavitud de Egipto, Israel celebraba una fiesta, la Pascua, el paso de Dios por nuestra historia. No se celebraba como el recuerdo de un momento pasado, sino como la actualidad de la acción de Dios liberadora de todo aquello que esclaviza, especialmente del pecado. La mesa se preparaba con esmero para celebrar la gran fiesta del Dios liberador, del Dios de la vida, que da y protege la vida de su pueblo. Para el banquete: un cordero, panes ácimos y hierbas amargas. Para beber: vino.

El banquete pascual de la despedida de Jesús de sus discípulos fue un acontecimiento de vida. Ninguna otra fiesta, ninguna otra comida lo había sido así. La fiesta de Pascua, tantas veces repetidas en la historia del Pueblo, no había traído aún la liberación definitiva. Jesús avanzó en ello. Él mismo se dio como alimento de vida para comer y para beber, en el pan y en el vino. Sólo podía darse a comer a sí mismo el autor de la vida hecho carne. Para comer su amor eterno al Padre, su obediencia hasta la cruz, su misericordia con todos los hombres, su servicio hasta abajarse a los pies. De esta forma el cuidado de la vida saltaba a la eternidad. Comerlo a Él para tener vida eterna.

De nuevo un banquete, pero como ningún otro, porque esta fiesta de vida hace posible la vida divina en nosotros y la cultiva. Nos hace resucitar paulatinamente al comer la carne del resucitado y florecer en obras de resurrección: para ser pacientes con los demás, misericordiosos en la ofensa, serviciales con los pobres, generosos con todos… obedientes al Padre. Es pan de fraternidad para sabernos y gustarnos más hermanos, hijos del mismo Padre bueno del cielo. Y para ello, quedan instituidos unos hermanos que puedan preparar este banquete de vida, los sacerdotes, y trabajar para cuidar y administrar los otros sacramentos de vida y la Palabra de vida por encargo del Señor.

La noche de esta cena anuncia muerte, y sin embargo es preámbulo de más vida que nunca, porque Dios se ha hecho comida para que tengamos vida eterna.

 

VIERNES SANTO. 30 de marzo de 2018

Is 52,13-53,12; Hb 4,14-16. 5,7-9; Jn 18,1-19,42.

Cuando se sienten ligeros los pies, ¡qué bien se anda! Se trota, se corre… hasta casi el vuelo. Cuando se sienten ligeros los pies. Por eso, no se entiende que tengan que encontrarse con el estorbo, en medio, de lo que obstruye el camino hasta hacerlo temeroso, aborrecible, hasta entrar ganas de dar media vuelta y marchar por otro sitio. No se entiende que, después de haber caminado con tanta holgura, ahora tengan que detenerse para escalar por ese árbol tan desagradable. Y no solo haciendo más lento el paso, sino que además los pies son retenidos por un clavo que los amarra a la madera. Si se paran los pies, ¿de qué sirven? Para acostumbrarse a la madera y al clavo. Y se quedan suspendidos, un poco despegados de la tierra, pero sin llegar a tocarla, y aún distantes del cielo, elevados, pero no lo suficiente. Sin tierra y sin cielo, demasiado en lo incierto, con la única certeza de la cruz. Cuanto más sepa esta cruz a la del Señor, a entrega y misericordia y justicia, más cómodos la tocarán los pies reposando en ella.

Llegó la Hora del Hijo del hombre. No llegará la hora para ninguno de los hijos de Dios hasta que no se sienta el tacto de la madera de la cruz. La hora es el momento de la glorificación, de la prueba de las convicciones íntimas. Es el instante en el que se puede escuchar con mayor claridad la paternidad de Dios y la respuesta de hijo. Hay misterios de Dios a los que solo se puede llegar atravesando el umbral de la cruz.  

El andariego de Galilea anduvo mucho e hizo caminar a otros con Él. Lo siguieron gentíos numerosos, otras veces un grupo más reducido. Pero hasta aquí, hasta la cruz, prácticamente nadie. Que no nos pide Dios lo que no pudieron hacer otros, ir al Calvario. Solo nos pide acompañar a su Hijo. Allá donde esté, estaremos nosotros. Y si tiene que ir a la cruz, tal vez el trato con el Hijo de Dios nos ablande para llegar hasta donde no esperábamos. No se puede ir al Calvario a fuerza de puños o sino a fuerza de amor. Entonces, siguiendo al crucificado hasta el final, ¡cuánto amor se descubre! A partir de entonces comienza a caminarse de otra manera.

 

VIGILIA PASCUAL. 31 de marzo de 2018

Gn 1,1-2,2; Gn 22,1-18; Ex 14,15-15,1; Ex 15,1-18; Is 54,5-14; Is 55,1-11; Is 12,2-6; Bar 3,9-15.32-4,4; Ez 36,16-28; Rm 6,3-11; Mc 16,1-7.

¡Escuchad! No se oye nada. ¡Otra vez! Nada tampoco. Entonces habrá que esmerarse o simplemente contentarse con lo que no existe y hacer como si existiera. Tantas veces hemos simulado el “como si existiera” que no pesará hacerlo una vez más. Procuramos retener nuestro genio, evitar la crítica, mitigar egoísmos como si Jesucristo hubiera resucitado; intentamos cumplir con nuestras obligaciones religiosas como si Jesucristo hubiera resucitado; hacemos un esfuerzo por perdonar y pedir el perdón de los otros como si Jesucristo hubiera resucitado; es decir, amparados por un acontecimiento del que todavía no acabamos de creer del todo. ¿Qué credibilidad tenemos entonces los cristianos si procuramos vivir como si Jesucristo hubiera resucitado cuando realmente no estamos convencido de ello?

            Pasó el viernes, pasó el sábado… y nada. Los días de la Creación fueron más productivos; cada día trajo criaturas nuevas y además, “vio Dios que era bueno”. Parece que resulta más fácil sacar de la nada que reconstruir lo destruido. En un solo día, el que se convertiría en el primer día de la semana, Dios creó la luz, el cielo y la tierra, y ahora han pasado los días sin haber podido impedir que asesinaran al único justo entre todos los vivientes. ¿Cómo esta paradoja entre ese poder absoluto para decir y crear, y esta impotencia para evitar la injusticia sobre los buenos? Dejemos a Dios que sea Dios, mientras esperamos la obra de su poder que puede hacer aparecer de repente galaxias inmensas, pero se toma su tiempo con los humanos. Puede decir en un instante y fabricar un mundo completo, y sin embargo esperar años y años con amor paciente la conversión del corazón de un hijo suyo. Para la resurrección de su Hijo hubo que esperar un poco, para la nuestra algo más, porque la resurrección tiene que ver con el mundo creado, pero también con el corazón convertido deseoso de Dios.

            La rutina de los días dificulta escuchar otra cosa que rutina. Los muertos seguirán tan muertos como los vivos amenazados de muerte. La previsión es que un día estemos todos compartiendo la misma muerte. El primer día de la semana (¡qué lejos quedaba aquel otro primer día de la creación de la Luz!) fueron unas mujeres a encontrarse con un muerto. Muerto lo dejaron, muerto lo encontrarían, no cabía mucho más. La tumba estaba vacía. Había más motivos para pensar en el robo que en otra cosa; y es que se busca a Dios como motivo de algo como último remedio, aunque sea el causante habitual. A pesar del anuncio que les hizo el joven vestido de blanco, hablándoles,  parece que no se lo terminaban de creer. Acabaron con más miedo que alegría. Así habría de acabar este evangelio, a no ser por el apéndice que parece ser añadido posterior. Así al menos nos deja esta lectura de hoy en esta Vigilia Santa, como probando nuestra fe: sin haber visto el sepulcro vacío, ni al Señor resucitado, ¿nos fiamos de los que nos llegan anunciando resurrección? Si encontramos testigos apasionados de Jesucristo muerto y resucitado, habrá más facilidad para contagiarnos su entusiasmo y creer también nosotros, que es vivir como que Él realmente ha resucitado (y no como si hubiera resucitado). Estos testigos son los que han descubierto que su vida carece de sentido sin Cristo y lo saben acompañante en todo momento de su historia.  Ellos oyeron en lo profundo, oyeron mucho, lo oyeron a Él pronunciando su nombre y la resurrección les pareció como lo más real.

No se oye nada, ¿verdad? Eso es que todavía vivimos solo como si Jesucristo hubiera resucitado, donde el miedo supera aún a la alegría, el rito formal al culto en espíritu. No está mal seguir así perseverando con fidelidad, pero mucho mejor si, con experiencia pascual, vivimos sabiendo que Jesucristo verdaderamente ha resucitado y nosotros estamos en trance de resurrección hasta su culminación en la gloria definitiva.  

DOMINGO DE RAMOS (ciclo B). 25 de marzo de 2018

 

Mc 14,1 – 15,47: Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según san Marcos.

 

Parece que el relato de la pasión, muerte y Resurrección de Jesucristo existió como documento independiente en las primeras décadas de cristianismo, antes que las narraciones evangélicas. Serviría, probablemente, como material evangelizador para los misioneros itinerantes  o para las comunidades locales ya constituidas, con el contenido de los momentos más decisivos y cruciales de la vida del Maestro de Nazaret. La palabra escrita apoyaba a la tradición oral, auxiliaba a la memoria y se defendía de posibles tergiversaciones partidistas sobre la historia de Jesús. Los evangelistas tomarían estos relatos como punto de partida, centro y culminación de sus obras, acompañándolos con narraciones y discursos del Nazareno en sintonía con ellos.

Lo que escucharon y pudieron leer nuestros primeros hermanos sobre la pasión del Señor, lo escuchamos y lo leemos nosotros. El mismo escenario, Jerusalén, y las mismas circunstancias en torno a la fiesta de Pascua; el mismo Imperio romano dominante y el mismo grupo de autoridades judías, deseosas de acallar al Galileo; también el mismo traidor y los mismos discípulos sentados a su mesa de despedida, débiles para acompañarlo en oración en el trance de Getsemaní, temerosos ante su condena y muerte; y la misma Madre, cercana en la pasión, muerte y sepultura; y el mismo Cristo, Dios y Señor, protagonista de estos acontecimientos. ¿El mismo Cristo? Él, Palabra viva de Dios Padre, es acontecimiento vivo que vivifica y, más allá que quedarse repetido en la letra que vuelve, da argumentos muy nuevos para la vida en plenitud.

Este Domingo de Ramos nos abre la puerta para la Semana Santa haciendo un recorrido por aquel relato de su entrega, su cruz y su muerte, que fueron únicos y definitivos, pero que tienen que seguir causando en nosotros la renovación del discípulo que lo sabe vivo en la Iglesia, comunidad de creyentes, y en cada corazón, y que, por tanto, se une a su corazón obediente y misericordioso. Para ello nos preparamos cada día, para ello la Cuaresma ofrece un tiempo para una preparación más esmerada, para ello celebraremos el gran Triduo Pascual, el triunfo sobre el pecado y la muerte de Aquel que todo lo hace nuevo. ¿Nos resistiremos a una Semana Santa de mera repetición? ¿Nos sentiremos interpelados a una vida de mayor unidad a nuestro Señor? ¿Nos dejaremos renovar por Él? 

DOMINGO V DE CUARESMA (ciclo B). DÍA DEL SEMINARIO. 18 de marzo de 2018

 

Jr 31,31-34: Meteré mi ley en su pecho.

Sal 50: Oh Dios, crea en mí un corazón puro.

Hb 5,7-9: Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer.

Jn 12,20-33: A quien me sirva, el Padre lo premiará

 

¿Dónde encontrar lugar para que se perpetuasen los mandamientos de Dios a su pueblo? Las estrellas eran casi infinitas, pero muy lejanas; la arena del desierto en cantidades innumerables, pero tan mudable que, a poco que soplase el viento, borraría las letras trazadas en ella. Las Leyes de Dios encontraron idoneidad en unas losas de piedra y ahí se quedaron prendidas. Las Tablas de la Ley se convirtieron en el símbolo de la Alianza de Dios con Israel. Fuertes, duras, consistentes… aunque quebradizas; tanto como la fidelidad del pueblo hebreo, tan frecuentemente seducido por los diosecillos de los otros pueblos.

            Y con todo, no fue suficiente la roca para dejar a la vista de su pueblo la Palabra eterna. Como si Dios quisiese estar más cerca de un pueblo que le ponía resistencias y lo olvidaba. Jeremías anunciaba una nueva Alianza, renovación de la antigua, para la cual ya no bastaba un soporte contundente (al modo de las antiguas planchas de roca), sino algo de más cercanía a la sensibilidad humana: su corazón. Allí, encrucijada de vida, se contempla la presencia de Dios en la persona y su acción, hasta darnos cuenta de que sin esa presencia y esa acción ¿qué queda, en realidad, del corazón humano? Está tan impregnado en lo divino que no puede entenderse sin Él, tanto en lo que le sucede como lo que tendría que sucederle.

            Aquella presencia es tristemente olvidada y, claro, al descuidarse cualquiera de esos signos divinos en el corazón, se olvida de su propio corazón. Nuestros sentidos traen a la memoria agitando: especialmente cuando leemos y cuando vemos. Son dos modos de revivir o refrescar lo que nunca ha dejado de pertenecer a nuestro interior. Los griegos que se acercaron a Felipe pedían ver a Jesús. Habría llamado su atención. Y el maestro, en vez de acceder sin más a su petición, pronuncia un discurso con palabras de gloria, servicio, grano de trigo, muerte, fecundidad… que causan extrañeza. Bastaba con propiciar el encuentro, a no ser que hiciera falta conocer previamente y tener una predisposición para que el corazón de quien se acerque a Él pueda sintonizar con quien Él es realmente. Para allegarse a Jesús hace falta crecer, siendo capaces del interés por un Dios al que estamos desacostumbrados, y contemplarlo sufriente y crucificado, servidor y obediente, entregado y misericordioso. Y lo prodigioso es que, para el espíritu expectante (dispuesto, preparado, acogedor de la novedad) la contemplación de un Dios tal se ajusta a la perfección a las aspiraciones de su corazón y quiere hacerse obediente a Él para que sea quien lo guíe, para renunciar (y esto implica sufrimiento) a todo aquello que podría quitarle libertad o ya se la está limitando para escucharlo solo a Él.

Desde aquí, si nuestro corazón encuentra en el Maestro respuesta a sus inquietudes de vida, de sentido, de realización, ¿no implique que también ilumine sobre nuestra misión específica como discípulos suyos? En el corazón se encuentra la llamada y la respuesta o la negativa a la propuesta de Dios que solo se puede hallar en el encuentro con Jesucristo. Y, entre las propuestas, el seguimiento como aprendiz de pastor, de presbítero, de ayudante para acercar su Palabra, sus sacramentos, su compañía a los hombres.

            Se anuncia ya próxima la fiesta de la Pasión, Muerte y Resurrección del Hijo de Dios hecho carne y corazón humano para nuestra salvación. Aún queda tiempo para que nuestro corazón encuentre los medios para sintonizar con el Maestro entregado y Crucificado, si no, podrá pasar ante nosotros sin que nuestra indiferencia le permita cautivar con novedad nuestro corazón. 

DOMINGO IV CUARESMA (ciclo B) "LAETARE". 11 de marzo de 2018

 

2Cr 36,14-16.19-23: El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros

Sal 136,1-2.3.4.5.6: Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti

Ef 2,4-10: Estáis salvados por su gracia y mediante la fe.

Jn 3,14-21: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único.

 

De noche fue a encontrarse Nicodemo con Jesús en Jerusalén. ¿Quién era este Nicodemo? Un jefe judío, seguramente una persona de importancia entre los fariseos de Jerusalén, porque sería convocado al sanedrín que se reunió para juzgar la causa de Jesús y finalmente condenarlo (a lo que él se opuso). ¿Por qué fue a verlo de noche? Es un detalle que nos aporta el evangelista Juan, aunque no lo justifica: quizás por ser un momento de mayor calma en los quehaceres o porque era el momento en el que resultaba más asequible conversar tranquilamente con Jesús o bien porque quería de algún modo evitar la censura de otros judíos compañeros suyos, que miraban al Nazareno con sospecha. El encuentro fue en Jerusalén porque poco antes Juan dice que se encontraba allí por la fiesta de Pascua.  

Nicodemo estaba muy interesado por las cosas de Dios, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el Dios de los judíos. Parece que era un judío piadoso y buscador de la verdad de Dios. Cumpliría cabalmente con las tradiciones rituales y preceptos judíos y, al mismo tiempo, mostraba apertura y sensibilidad para rastrear a Dios por otras veredas. Encontró a Jesús a un hombre de Dios: “porque nadie puede realizar los signos que tú realizas, si Dios no está con él”, explicaba al mismo Jesús. Pero también contaría con el parecer opuesto de sus colegas judíos, muy recelosos de las enseñanzas de este galileo. Por ello provoca el momento para encontrarse con Él y conversar. Nos encontramos aquí con una conversación personal entre el que busca a Dios y el que ofrece una nueva relación con Dios.

Es preciso que se distancie de su entorno para acercarse al que él llama “Rabbí“, maestro. Causa una situación anormal, al acudir a un personaje que contraviene, en cierto sentido, las convenciones judías del momento. Pero -está aquí lo decisivo para él- ese maestro nazareno hace signos imposibles para alguien ajeno a Dios, ¿cómo no conversar con Él para saber más de Dios? Nicodemo conocía a Moisés y los Profetas, sabría a fondo sobre las tradiciones de su fe. Jesús acude a un pasaje de la Escritura, en el que el Moisés erige en el desierto una serpiente de bronce sobre un estandarte para que el pueblo de Israel, rebelde ante Dios por desconfiar de Él, pueda ser curado de las mordeduras de serpientes venenosas. Era un signo de la salud que viene de Dios ante el pecado y sus consecuencias. Y lo interpreta para Nicodemo refiriéndolo a sí mismo como Salvador que también será elevado sobre un estandarte, la cruz, para ofrecer una salvación eterna a todos los que crean en Él.

La historia conocida por Nicodemo recibe una dimensión novedosa y de más envergadura por Jesucristo, que hace nuevas todas las cosas y lleva a su plenitud las realidades del Antiguo Testamento. El acontecimiento de la cruz es asociado a la verdad: allí se revela de modo maravilloso el amor de Dios por el mundo, al entregar a su Hijo para causar la vida eterna; allí se descubre al que es la Verdad, que es luz para una auténtica visión de la realidad y la interpretación adecuada de los acontecimientos.

¿Podrá haber conocimiento de la verdad sin mirar a la cruz de Jesucristo? ¿Sabremos en realidad quiénes somos, qué es la vida, quién es Dios… si no nos encontramos personalmente con el Maestro para interpretar de otro modo nuestra historia? ¿Y nos allegaremos a la luz de la verdad si en esa historia no está de algún modo referida a la muerte y resurrección del Señor? Este domingo las lecturas nos invitan a mirar con alegría hacia el Señor elevado en su entrega para elevar también nuestros ojos y recibir luz de lo alto. Anticipamos con alegría la conmemoración en la Pascua de su muerte y resurrección, para no dejarnos de alegrarnos, porque ya es luz para nosotros.

DOMINGO III CUARESMA (ciclo B). 4 de marzo de 2018

 

Ex 20,1-17: En aquellos días, el Señor pronunció las siguientes palabras: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud.

Sal 18,8.9.10.11: Señor, tú tienes palabras de vida eterna.

1Co 1,22-25: Nosotros predicamos a Cristo crucificado.
Jn 2,13-25: Él se refería al templo de su cuerpo.

 

Cuarenta y seis años de piedra; cuarenta y seis de madera, oro y plata; cuarenta y seis de trabajos esmerados para el templo de Jerusalén. El esfuerzo tenía sus motivos: lo mejor para Dios. Una primera construcción, soñada por el rey David, pero ejecutada por su hijo Salomón, implicó gran cantidad de medios y personal. Una segunda, tras la destrucción de aquella, había sido ampliada y embellecida en tiempos de Jesús por Herodes. Cuarenta y seis años de dedicación para ofrecerle lo mejor a Dios.

El templo era el corazón del judaísmo. Había custodiado el arca de la alianza que contenía las tablas de la Ley. El Dios creador es también un Dios que todo lo ha dispuesto con orden y pide la armonía de su criatura humana en su trato con Él, con los demás y con uno mismo. El “ordenado” sintoniza con Dios, y no hay mayor orden que cumplir con el servicio para el cual cada ser ha sido creado. En el humano: la alabanza, la acción de gracias, la petición… a su Señor. El reconocimiento de su soberanía y su majestad, de su presencia en la historia, de su amor fiel y justo. Y esto ha de ser llevado también a las relaciones sociales y a la propia vida. En el templo se rubricaba este orden divino: el creyente ofrecía en sacrificio de los dones divinos (representado en los animales) asintiendo a la voluntad de su Señor. “Te entrego, Señor, lo que Tú, generosamente, me has entregado, dándote gracias, alabándote, pidiéndote perdón…”.

Conforme se fue haciendo más compleja la sociedad judía se fueron complicando también sus instituciones; entre ellas el templo. Para ofrecer sacrificios había que proporcionar suficientes animales: el templo los procuraba allí mismo a los creyentes. No puede entrar moneda extranjera en el recinto sagrado: la compra de animales se realizaba con una moneda propia del templo que era cambiada allí mismo por la de curso normal. Todo en el atrio del templo, una zona que, propiamente, no era espacio sagrado, aunque sí era parte del templo. Todo muy bien dispuesto para ordenar algo importante. ¿Qué le inquietó a Jesucristo para arremeter contra los vendedores y los cambistas? La imagen de aquellos negocios allí mismo para una persona de sensibilidad tan delicada y espiritual tendría que resultar hiriente a los sentidos y al corazón. La finalidad principal y única del templo, la relación de Dios, ¿no parecía haberse convertido en instrumento para el comercio?

No se limita a censurar, sino que propone. Propone una obra de mayor antigüedad y belleza que aquella construcción; preparada por Dios desde el principio de los tiempos: su propia vida entregada en la cruz y resucitada a los tres días. Y de este modo va a hacer posible que, quien se comulgue con su muerte y resurrección, habiendo sido hecho hijo de Dios por el bautismo, se convierta también en templo vivo para alabar al Padre formando parte del Cuerpo de su Hijo. Aquí se adquiere un nuevo orden regido por la misericordia de Dios manifestada en la carne de Jesucristo y lleva a la comunión divina. La sensibilidad se configura con la de Jesucristo para tener sus mismos sentimientos hacia el Padre y hacia los que, ya no son “otros”, sino hermanos, partícipes de la misma carne amasada por Dios y llamados a ser carne gloriosa. Es este el templo que hay que cuidar, limpiar, proteger, amar. La armonía es sintonía con el Crucificado resucitado, y cuanto en este cuerpo, en esta vida, distraiga de Él, será negocio turbio.

A los intentos de mejora sobre este cuerpo, sobre esta carne, que pretenden una liberación inventada de sus mismos fundamentos les antecede una ilusión sacrílega de ocupar el lugar de Dios para que el ser humano se rinda tributo a sí mismo. No se puede mercadear con este don tan sagrado para el que el mismo Señor envió a su Hijo y murió en la Cruz. 

DOMINGO II CUARESMA (ciclo B). 25 de febrero de 2018

 

Gn 22,1-2.9-13.15-18: Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido.

Sal 115,10.15.16-17.18-19: Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida

Rm 8,31b-34: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?

Mc 9,2-10: “Este es mi Hijo amado. Escuchadlo”.

A la hora de hacer camino, mejor con una buena compañía. Qué bien si podemos elegir compañero. Y si, puestos a elegir, podemos quedarnos con Dios, ¡miel sobre hojuelas! Esto no excepcional, sino absolutamente cotidiano, aunque con un pequeño matiz, es Dios el que te escoge a ti para andar.

            Podría parecer una actitud de predominio o de imposición. La decisión de tener contigo a Dios en ese itinerario implica que Él elija el destino (y no siempre coincide con lo que pretendías), que Él te tome de la mano y te guíe, y que te haga pasar por tramos especialmente ásperos y desagradables. No parecen a simple vista unas condiciones muy halagüeñas. Pero, si se acepta la invitación a compartir andadura, es por una razón predominante: la confianza en Él, la certeza de que Él sabe, porque Él quiere lo mejor, porque, sencillamente, te quiere.

            Las historias de algunos de sus amigos son ilustradoras. Abrahán recibió la invitación para andar con promesa de descendencia y de tierra. Y anduvo. Dios lo tomó de la mano y lo llevó a una nueva tierra y le dio un hijo. Sin embargo, no se detuvo con esto, sino que Dios lo siguió guiando, más allá de la nueva patria y de su recién estrenada paternidad hacia una meta de más calado. El nuevo camino exigía prescindir del hijo tan deseado, tan esperado, tan amado. A veces parece que Dios te hace desandar lo ya caminado. Sin saber seguramente el porqué de esta petición, Abrahán continuó agarrado a la mano de su Señor, aunque esto suponía renunciar a lo más querido para él, y sus pasos, siguiendo los de Dios, tuvieron que enfrentarse con una costosa pendiente hasta que llegó a una cumbre. La cima de aquel itinerario fue la de la fe en Dios en carne viva, la confianza, aunque faltasen motivos para entender lo que Él pedía y por dónde lo llevaba.

            Otros amigos del Hijo de Dios subieron de la mano del maestro a una montaña alta. Allí su amigo apareció con una presencia gloriosa, como de resucitado, como antes no lo habían visto. Les enseñó la amistad que tenía con otros amigos de Dios que habían elegido hacer camino juntos, de la mano del mismo que condujo a Abrahán: uno, Moisés, para sacar de la esclavitud de Egipto y conducir a su pueblo a la libertad de la Tierra prometida; otro, Elías, para mostrarle al pueblo Dios vivo del que se habían apartado y pedir su confianza en Él (cuando uno se suelta de la mano de Dios en su camino, se busca otros compañeros que lo suplan). Y entonces el Dios de Abrahán y de Moisés y de Elías, el Señor de todo hombre pidió que se soltasen de la mano de su Hijo, Jesucristo, que lo escuchasen. Nadie podría tener amistad con Dios, sin tener a su lado a su Hijo. Aquel momento les supo a gloria, aunque tuvieron que volver de nuevo a lo llano. No se acaba aquí el camino, sino que continúa con una nueva pendiente que llevaría al Amigo a su pasión y su cruz y a su mayor altura, la de dar la vida por todos en la cruz y resucitar al tercer día. Fue un momento en que casi todos sus compañeros de camino se soltaron de su mano por no entender y por miedo.

            Habiendo aprendido de tantos amigos del Maestro, habiéndolo experimentado tan sabio y tan certero en tu propio camino: ¿Quién o qué habrá más convincente para tu travesía? ¿Quién te podrá apartar de Aquel en quien has puesto tu confianza? Mirando tus manos descubrirás que se ajustan a la perfección a sus manos y que no hay alegría comparable a la de hacer camino juntos, aunque a veces cueste. 

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