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En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR (ciclo B). 13 de mayo de 2018

 

Hch 1,1-11: El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse.

Sal 46,2-3.6-7.8-9: Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Ef 1,17-23: Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo.

Mc 16, 15-20: A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en m¡ nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.»

¡Cuánto nos tuvimos que acostumbrar a alcanzar al Maestro que caminaba más aprisa por delante!

Cuando entendíamos que habría que buscarlo entre poderes, nos mostró al Verbo encarnado de una joven Virgen y naciendo desconocido en un lugar sin apariencia. Cuando queríamos verlo actuar soberano, nos enseñaba la obediencia su Padre del cielo y a sus padres de la tierra en la penumbra de Nazaret. Si queríamos aprender de Él para alcanzar un puesto destacado entre los demás, nos topamos con que también andaba por delante, ofreciéndonos servicio y mengua para ser grande. A varios pasos más allá lo encontramos al querer que resolviese nuestras necesidades y las del mundo entero sin poner a su disposición los pocos panes y peces de los que disponíamos. Tuvimos que adelantar terreno hasta donde estaba Él. Nos enseñó pronunciar el nombre de Dios como Padre y nos mostró sus entrañas misericordiosas, mientras nos habíamos quedado lejos, aspirando a que el cielo enviase un fuego devorador contra los rebeldes y pecadores.

Cuánto tuvimos que avanzar cuando lo vimos con tanta ventaja sobre nosotros, comiendo con publicanos y pecadores, y compartiendo mesa con fariseos y jefes del pueblo, porque pensábamos que solo nosotros éramos dignos de sentarnos a su lado. Qué lejos nos quedamos desarmados con su pasión y su cruz. Aquí anduvimos a carrera, porque ya ni siquiera lo veíamos por el camino. El anuncio de su resurrección nos hizo progresar como nunca antes y volvimos a ponernos tras su rastro, con sus pisadas aún tiernas, porque acababa de pasar tan ligero, tan sutil, sin dejar de hollar el terreno, para que no nos descuidásemos de su estela de vida más allá de lo que creíamos una muerte incontestable.

Y hoy volvemos a darnos cuenta de que hemos quedado atrás cuando Él asciende al cielo. Siempre tan por delante, nosotros siempre tan atrás. ¿Quién lo alcanzará ahora sentado a la derecha del Padre hasta que vuelva? Y nos vemos habitados por su Espíritu, que nos capacita para ir al mundo entero y proclamad el Evangelio con autoridad sobre los demonios, dominio de lenguas, habilidad contra las serpientes, inmunidad contra cualquier veneno y poder de sanación.

¡Cuántos nos has dado para quedarnos en todo momento cerca de ti, sin otro progreso que avanzar hacia aquellas alturas de misericordia, verdad y justicia, donde nos pides crecer para que crezca el cuerpo de la Iglesia, elevación para que el mundo entero se aproxime al cielo, al destino glorioso para el que Dios Padre nos creó y por el cual te hiciste hombre, moriste por nosotros y has resucitado. Danos espíritu de sabiduría y revelación para conocerte y contemplarte por delante de nosotros, para fortalecernos y querer apresurarnos a avanzar hacia dónde Tú estás, siempre adelantado marcándonos el paso en el camino. 

DOMINGO VI DE PASCUA (ciclo B). 6 de mayo de 2018

 

Hch 10,25-26.34-35.44-48: «Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea.»

Sal 97,1.2-3ab.3cd-4: El Señor revela a las naciones su salvación

1Jn 4,7-10: Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios

Jn 15,9-17: Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor.

 

El apetito de mandar se abre con poco y afecta a muchos. Menos común es que, puestos a mandar, se mande bien. El éxito de esta tarea ha de estar precedida por una actitud obediente: para mandar bien hay primero que haber obedecido, lo cual no solo consiste en cumplir rectamente con lo que se nos ordena, sino también comprender su sentido. Otra cosa necesaria para el éxito: que el mandamiento busque lo bueno. Y si tenemos seguridad en que quien manda quiere lo mejor para nosotros, aunque haya órdenes no del todo comprendidas (a veces nada) esto no provocará negativa para la obediencia. Así tendría que suceder cuando nos manda el Señor.

            Jesucristo vino mandando, porque eternamente estuvo obedeciendo. Nada encuentra más delicioso que cumplir con la voluntad de su Padre. Del mismo modo lo quiere para nosotros, compartiendo el gozo de estas delicias. Y es que mandar es un acto de voluntad por el que uno dice: “aquí estoy”. En su caso: “Yo soy”, como apunta el evangelista san Juan: “Yo soy la Vid, el Buen Pastor, la Puerta del redil, el Camino, la Verdad y la Vida…”. Él es porque  su Padre es y ambos son en el Espíritu. En fin, misterios trinitarios; el misterio del amor. Pero mandar se convierte en un acto libre y soberanos cuando se hace en obediencia, por lo que ese: “Yo soy”, puede definirse como un “Yo obedezco… y por eso mando”.

Este prodigio eterno ha querido ser compartido con nosotros, para que también seamos. El Maestro, para ello, nos manda. Pide que miremos al Padre y el vínculo de amor con su Hijo, porque en Jesucristo somos hechos hijos de Dios para participar de este amor; pide que nos miremos nosotros, y no olvidemos que, si hijos del mismo Padre eterno, también somos hermanos los unos de los otros, con lo que habremos de compartir lo recibido de Él, herencia de amor, como, precisamente, el único modo de preservar y ver aumentada esta herencia.

Las órdenes del Maestro con las que concluye el episodio: “Esto os mando: que os améis unos a otros como yo os he amado”, vienen corroboradas por la autoridad de quien no solo dijo, sino también hizo. La trayectoria de su vida lo acredita y el momento que inmediatamente continuó a estas palabras lo muestran de modo sublime. Porque para mandar bien hay que amar y el amor exige una ofrenda de la propia vida, como observamos que ha hecho el Padre en su Hijo. ¡Cuánto se aman! El objeto de la contemplación cristiana tiene aquí su fuente y su referente primero y último. Más aún que la consciencia el amor que Dios nos tiene está la alegría de ver el amor del Padre hacia el Hijo en reciprocidad. Donde está el origen del amor hacia nosotros y entre nosotros. Asomándonos a esta realidad divina, cómo no apetecer obedecer en todo al Padre, a quien su amor le ha llevado a crearnos a su imagen y configurarnos con su Hijo y redimirnos y salvarnos por su muerte y resurrección. Mucho tenemos que contemplar los misterios de Padre e Hijo, del padre mandando y el Hijo obedeciendo, para ir progresando nosotros en el camino del bueno hijo que obedece al Padre procurando cumplir en todo su voluntad y cuando manda, lo hace porque Dios antes se lo pidió no buscando otra cosa que manjar de gloria para sí y para los hermanos. 

DOMINGO V DE PASCUA (ciclo B ).29 de abril de 2016

 

Hch 9,26-31: La Iglesia se multiplicaba animada por el Espíritu Santo.

Sal 21,26b-27.28.30.31-32: El Señor es mi alabanza en la gran asamblea

1Jn 3, 18-24: Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó.

Jn 15, 1-8: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador”.

 

Los clavos ardiendo no ofrecen precisamente caricia a la mano que se agarra a él, pero, cuando se tiene necesidad de una sujeción, vale hasta el hierro incandescente con tal de que esté bien clavado en alguna pared, a donde asirnos para no caernos.

                La vid a la que están sujetos los sarmientos es pronunciada por el Señor como imagen que facilita la comprensión de la necesaria unión a Jesucristo para prosperar dando fruto. Un verbo repetido define esta posición: “permanecer”. El sarmiento se encuentra unido a la tierra mediante la cepa, y de ellas recibe el nutriente requerido para cumplir con su obligación, dar fruto. Pero, igualmente, le permite la suspensión sobre el terreno para llevar a cabo su tarea, aprovechando el viento que fecunde y el sol que madure. Su fruto tendrá también unión de lo terrestre, de donde llegó, y de divino, con poder para animar y celebrar la fiesta. Esta permanencia consiste en un ejercicio permanente y paulatino donde Dios no se ha convertido en un recurso para los momentos delicados donde se acentúa la necesidad de un amarradero, sino que su unión a Él se vive de modo constante y duradero, bien sujeto por un extremo a la vid, del que se sorbe toda la sustancia vital que da vida y puede seguir dando vida luego en el fruto. De esto depende todo triunfo del sarmiento. Y no hay mayor motivo para estar unido a la cepa que creer que ella, es decir, Jesucristo, es dador de vida y no se puede encontrar fuera de Él sino muerte y ausencia de fruto provechoso.

El Maestro se define como la “verdadera vid”, lo que indica que hay otras vides que no son verdaderas. Rastreando en retroceso el itinerario hasta llegar a dar el fruto o la falta de este, pasaremos por el sarmiento y la cepa hasta raíces, y, yendo más atrás en su historia, al joven broten y la pepita de la que surgió todo. Empezó con una pequeña semilla y termina también con semilla (corazón del fruto). Este recorrido nos servirá más si nos hacemos algunas preguntas: ¿Por qué el fruto bueno? ¿Por qué el malo? ¿Dónde se desmejoró? ¿De dónde le vino su enjundia? El fruto, que es el éxito de la vid, dice mucho sobre el sarmiento y la vid misma. El prodigio de la vida culmina en la capacidad para seguir dando vida, pero esta ya multiplicada en cantidad de simiente. Además genera dos modos de dar vida: como alimento, para sostener otras vidas nutriéndolas y como embrión de nueva vida. Para ambas labores el fruto tiene que exponerse a una destrucción. Deberá dejar de ser una entidad individual y reconocible, para pasar a ser un servidor de otros, si quiere que lo suyo sea provechoso. El fruto y su servicio, por tanto, acredita la calidad del sarmiento

Los frutos de Saulo, el ferviente judío, eran el cuajo de la fe de un pueblo en el Dios vivo, pero en ellos se descubrían también los agrazones de una intransigencia hacia los discípulos de Jesús Nazareno. Delataban un rastro de resistencia a Dios y una consideración religiosa cerrada a la novedad divina. Tras su conversión fructificó de otro modo, con fruto nuevo. Él mismo diría que todo lo consideraba basura en comparación con Jesucristo.

Y aquí tenemos nuestra tarea que no podemos descuidar: discernir qué tipo de fruto es el que damos; a qué cepa y de qué clase estamos unidos; en qué se podría mejorar el rendimiento de mis racimos. Cuál es, en definitiva, el amor y la pasión por el que estoy dispuesto a dejarme configurar y entregar mi vida, teniéndola bien sujeta a ello, y no solo a agarrarme cuando soy consciente de mi debilidad. Por mis frutos he de conocerme.  

DOMINGO IV DE PASCUA (ciclo B). DOMINGO DEL BUEN PASTOR. 22 de abril de 2018

 

Hch 4,8-12: “Bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos”.

Sal 117,1.8-9.21-23.26.28-29: La piedra que desecharon los arquitectos 
es ahora la piedra angular.

1Jn 3,1-2: Cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

Jn 10,11-18: Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas.

 

Al frente de un racimo de balidos, pezuñas, leche, lana y tozudeces, ¿qué cabe esperar? Ante todo cosas de oveja. Fue uno de los primeros animales domesticados y desde el momento en que se acostumbró a la mano humana, ya no supo vivir sin pastor. Tanta necesidad tiene de él, que al primero que llegue lo nombrarán tal y será difícil que se acostumbren a otro. Esta facilidad para concederle tal autoridad a cualquiera supone exponerse a un gran peligro, porque ya no se trata solo de elegir a un pastor mejor o peor, sino también abrir la posibilidad a tratar como pastor a quien no lo sea y no tenga propósito de serlo.

 

¿Cómo se distingue al buen pastor del que no lo es? Por sus intereses, que se desvelan al observar cómo cuida a su rebaño. Pero la fuerza de autoridad no radica en su capacidad para imponerse, engañar o ni siquiera seducir, sino en la credibilidad que le da cada oveja. Y esta confianza se sostiene en  la fascinación de sus promesas. Podrá tratarse de esperanzas inverosímiles, desajustadas a las necesidades reales o incluso dañinas, pero si se les da crédito, entonces la oveja y, posiblemente el rebaño, irá detrás. Tanto anhelo existe de pastor que somos capaces de pedir que lo sea a cualquier cosa.

 

Cuando Jesucristo se presente como el buen pastor, apela a una imagen bien conocida por los judíos. El pueblo tenía una amarga experiencia de pésimos pastores y a la vez de su Dios se había presentado ante ellos como el verdadero pastor, aunque el caso que le hicieron fue discontinuo. Y ¿qué es lo que provoca que se prefiera lo malo a lo bueno, la inmundicia a la calidad? Quizás por la oveja tiende a una comodidad insana y para nada exigente, que la limita a ser un animal gregario, sin distinción entre las demás del rebaño y con pocas más preocupaciones que satisfacer lo que en cada momento pide el cuerpo y disfrutar cuanto tiene. Tal vez porque renuncia a buscar lo mejor y claudica, por tanto, de ese esfuerzo por vivir con hondura e intensidad. Posiblemente porque no ha encontrado en la vida de otras ovejas algo que reamente convincente sobre lo que presuntamente tendría que ser un buen pastor.

 

Con todo, Cristo sigue siendo el Buen Pastor, aunque quienes lo entendamos como tal no demos muchas muestras de que realmente es Él quien nos guía, porque nos conoce, porque nos ama, porque es el único que pronuncia con propiedad nuestro nombre. También porque, a la hora de asomarnos a lo que nos proporciona, no vemos interés de lucro ni un provecho prevaricador, sino a Aquel que quiere cumplir la voluntad de su Padre, al que ha dado su vida por todos y por mí, al que ha resucitado para que tengamos vida. Dependiendo de aquello a lo que aspiremos le daremos credibilidad y será para nosotros el único pastor, el de verdad, el bueno. 

DOMINGO III DE PASCUA (ciclo B). 15 de abril de 2018

 

Hch 3,13-15.17-19: arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados.

Sal 4,2.7.9: Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor.

1Jn 2,1-5: Quien guarda su Palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud.

Lc 24, 35-48: ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona.

 

La prensa, a través de los acontecimientos cotidianos que nos comunican, ofrecen la posibilidad de actualizar preguntas que ayudan a reflexionar, transcendiendo el hecho concreto que transmiten. Bien es cierto que en la mayoría no nos preocupamos por planteamientos mayores ni llegamos, menos aún, a profundidades. La oportunidad de estos días concierne al tema de la verdad y su ausencia o su rival, la mentira (protagonista mediático de estos últimos días). Una definición clásica habla de la verdad como la adecuación a la realidad. Esto desemboca en otra cuestión: ¿qué es lo real?

            El ajuste a la realidad supone uno de los más relevantes esfuerzos. El trabajo en esta materia no asegura el éxito. Desde la pregunta particular y personalísima: ¿Qué soy? ¿Qué estoy llamado a ser? Cada respuesta conlleva una serie de consecuencias. La presunción de que mi realidad la construyo yo aboca a una vivencia de la verdad individual y subjetiva. Y, no obstante, internamente golpean los mismos deseos de plenitud y felicidad en todos.

La fe en Jesucristo nos descubre la Verdad de un Dios que nos ha creado por amor con el proyecto de que vivamos para la eternidad en gloria de resurrección. Por ello su Hijo se encarnó, murió en la Cruz y fue resucitado. Y, al mismo tiempo, no dejamos de ser un cuenquito de debilidad, torpezas y limitaciones. La renuncia a la verdad está motivada por el miedo al reconocimiento de estas fragilidades y al desconocimiento del Resucitado, que disipa todo temor.

Las palabras del libro de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado corresponden a un mentiroso, Pedro. Tuvo miedo ante quienes le interrogaban sobre su Maestro apresado y negó conocerlo tres veces. La mentira no desacredita perpetuamente, sino que advierte sobre la propia debilidad e invita a la búsqueda de la verdad. Aquí tenemos a Pedro predicando sobre la Resurrección de su Señor. El encuentro con el resucitado hizo revivir al apóstol para la verdad y a lanzarse a predicarlo.

Este Cristo es la Verdad y solo configurando nuestra vida con Él podremos ser nosotros verdaderos, cuando integramos que venimos de Él y vamos hacia Él, viviendo  en coherencia con relación al que creemos vivo, conforme al proyecto personal de Dios para cada uno, en Cristo. Las señales de clavos en manos y pies aclaraban que Él era el crucificado ahora vivo. Tras la muerte de Jesús se encontraron con el mismo poder extranjero dominante y opresor, las mismas autoridades judías aferradas a sus tradiciones y privilegios, el mismo apego a ciertos ritos y normas superpuestos a las personas… La derrota de la Verdad se confirmaba en cada una de estas continuidades. Y sin embargo todo había cambiado, porque el corazón humano había encontrado la Verdad de su existencia en este Dios misericordioso cuya historia encuentra verosimilitud en cada vida y en la historia humana. Porque sus heridas son mostradas desde la misericordia y no el reproche ni la intención de castigo; porque toda su historia puede ser interpretada desde el triunfo de Dios sobre las expectativas humanas, mentirosas en cuanto que no esperan lo que su Señor ha prometido y, por miedo a la verdad, renuncian al encuentro con el Resucitado, teniéndolo más por fantasma que por Aquel con el que tengo que ser configurado por su Espíritu.

A más mentiras, más distancia de creernos que Él realmente tiene que ver con lo que somos y estamos llamados a ser. ¿Para qué hambrear donde no sé nos ha pedido una realidad que no nos corresponde, despreciando el proyecto de Dios para mí en su Hijo resucitado? Que su luz, la que irradia de su rostro, llegue a nosotros para desenmascarar nuestras mentiras y hacernos amigos incondicionales de la Verdad. 

DOMINGO II DE PASCUA (ciclo B). De la DIVINA MISERICORDIA. 8 de abril de 2018

 

Hch 4,32-35: Se distribuía todo según la necesidad de cada uno.

Sal 117,2-4.16ab-18.22-24: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

1Jn 5,1-6: Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios
Jn 20,19-31: “Señor mío y Dios mío”.

 

Culminando la Octava de Pascua en este domingo llamado de la “Divina Misericordia”, el relato de Juan nos remite a dos momentos diferentes distanciados por una semana.

¿Cuándo? Tras el Sabbat judío, el primer día de la semana. Seis días había empleado Dios en su creación y el séptimo día quedó consagrado a su alabanza, a la contemplación de sus misericordias, con conciencia de que el ser humano recibía el encargo del cuidado y promoción de esta creación. El primer día de la nueva semana se inaugura con una nueva creación estrenada por Jesucristo resucitado. Abre las puertas del nuevo tiempo que se asoma a la eternidad. El Maestro se aparece resucitado a sus discípulos el día de su resurrección y ocho días después, de nuevo el domingo, el día que recibirá su impronta en el mismo nombre para designarlo: día del Señor (Dominica, Dies Domini).

¿Dónde? Parece que en el mismo lugar donde transcurrieron sus últimos días (su entrada de triunfo junto a los peregrinos que se acercaban a celebrar la fiesta de la Pascua judía, la cena de despedida con sus discípulos, su entrega, pasión y muerte y su resurrección), en la ciudad sagrada, Jerusalén. Es probable que se encontrasen en la misma estancia donde se desarrolló la Última Cena.  

¿Quiénes? El evangelista Juan habla de los discípulos de Jesús. No se trataría, por tanto, solo de los Doce o los apóstoles, sino un grupo más amplio de seguidores cercanos que incluiría a aquellos. En la primera aparición estaban todos, salvo el apóstol Tomás. En la segunda ya se encontraba Tomás.

¿Cómo? Con las puertas cerradas, por miedo a lo que pudiesen hacerles las autoridades judías, Jesús resucitado se presenta en medio, superando aquella barrera provocada por el miedo.

¿Qué? Les saluda con la habitual salutación judía. Shalom, con el deseo de paz. En los oídos de aquellos discípulos les tendría que sonar muy diferente aquel saludo, acreditado por el que ha vencido la muerte y el pecado. Se lo dirigía el crucificado que ha resucitado. Y el Maestro repite el saludo unido al soplo del Espíritu Santo. El Espíritu viene unido a un extraño poder: perdonar los pecados o retenerlos. Una de las primeras fecundidades del Espíritu de Dios atañe a la misericordia para superar la ofensa con amor, o, desde el mismo amor, provocar el reconocimiento del pecado para una auténtica reconciliación (posible interpretación de la “retención del pecado”). La ausencia de Tomás y su incredulidad suscita preguntas: ¿Por qué no se encontraba con todos los demás? ¿Por qué no da crédito al conjunto de sus compañeros? Parece que el distanciamiento de la Iglesia, de aquella primera comunidad eclesial (origen de la Iglesia), provoca resistencias para creer en el anuncio de la Resurrección del Maestro. Finalmente Tomás, tras ver con sus propios ojos a Jesucristo, confesó con la profesión de fe más contundente del Evangelio: “Señor mío y Dios mío”. Probablemente este relato fuera tomado como interpelación a las comunidades de cristianos primitivos que no habían sido testigos de la vida de Jesucristo ni del encuentro visual con el Resucitado, para que creyesen el mensaje de la Iglesia, depositaria y transmisora de esta verdad central de la fe.

Sirve como interpelación actual a los cristianos de hoy, mucho más distantes de aquellos acontecimientos, pero igualmente escuchantes de la Buena Noticia de la Pascua del Señor. ¿Creemos realmente que Él ha resucitado? Para no pocos la Iglesia de hoy no resulta creíble, y en gran medida su crédito depende de nosotros, cristianos, cuya vida, cuando se aleja de la vida pascual de quienes se han encontrado verdaderamente con el Señor de la Vida, causa descrédito. La vida de los primeros cristianos, convencidos de la realidad de la Resurrección de Cristo, golpeaba el corazón y la mente de quienes los veían. ¿Somos capaces de suscitar por nuestra vida nosotros hoy la pregunta sobre Dios y su misericordia entre quienes vivimos? 

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