Ex 20,1-3.7-8.12-17: No tendrás otros dioses fuera de mí.
Sal 18: Señor, Tú tienes palabras de vida eterna.
1Co 22,25: Nosotros predicamos a Cristo crucificado.
Jn 2,13-25: Hablaba del templo de su cuerpo.
Los recuerdos de la infancia suelen venir asociados al hogar. Lo que fluía de modo natural se sostenía en una serie de normas no escritas que facilitaban la convivencia y que, de algún modo, han supuesto la base de nuestra educación. La disciplina amable y asumida con espontaneidad de la casa se llevaba al colegio, al juego, a las relaciones con los otros. El pulso con los padres para sobrepasar los límites trazados se ejercía en la desobediencia y esta, como un terremoto que agitaba los pilares del hogar, debía ser encauzada del mejor modo para evitar el caos en la familia.
La casa de Dios merece el orden más esmerado. En el punto culminante de su travesía por el desierto tras el paso por el Mar, lleva el Señor a su pueblo hasta el monte Sinaí, y en su cumbre le entrega por medio de Moisés su Ley. El Decálogo, las diez palabras, ofrecen un conjunto legal básico y fundamental, que, aunque no llega a tratar todos los asuntos de la vida, es fuente de inspiración para el resto de preceptos. Puso Dios su morada entre los israelitas y allí quiso que tuvieran disciplina para no perecer en la idolatría, acudiendo a falsos dioses, y en el fratricidio, ajenos a los derechos de sus prójimos. Todo en atención a procurar el espacio más hogareño en la casa común de Dios y los hombres y evitar el caos de un mundo donde se puede creer en cualquier cosa y se puede hacer lo que se quiera con el otro.
Con el tiempo el pueblo israelita, sabiéndose el pueblo escogido por el Señor, había como condensado la presencia hogareña de Dios en un edificio reservado para su encuentro con los hombres: el Templo de Jerusalén. Los múltiples templos de otras épocas, signo de esa sensibilidad humana de querer una casa para Dios, habían sido abandonados para el predominio final del único templo, signo de la unidad de Dios (uno y único) y de su Pueblo. La acción más significativa en aquel hogar común, como la casa de los padres, era el sacrificio. Cuando subió a aquel Templo al encuentro con su Padre, Jesús no reconoció la casa que el conocía en el hogar de la Trinidad. Había jaleo, barullo de compra y venta, comercio con animales. Esa práctica estaba autorizada y regulada por las autoridades del templo, facilitando la adquisición de animales para el sacrificio. Con la expulsión de los animales, ovejas y bueyes, el evangelista presenta a un Jesús que inaugura un nuevo culto donde Él mismo será el animal del sacrificio, el Cordero de Dios, porque Él es la autoridad que regula el culto, el nuevo modo de relación con Dios en continuidad con lo que pedían los profetas.
También hace alusión el evangelista dos veces a la memoria de los discípulos: en primer lugar ante el signo profético de la expulsión de los animales, "el celo de tu casa me devora", y luego tras su resurrección para dar sentido a sus palabras de levantar el templo en tres días. La memoria de los testigos de la vida del Maestro que son capaces de interpretar el significado real de los acontecimientos desde la persona de Cristo hace que se convierten en los transmisores autorizados de la identidad real de Jesús. El Espíritu les ha llevado a vincular las Escrituras con las acciones del Maestro, como en cumplimiento de ellas, y luego a reconocer a Jesús como Palabra misma, desbordando en plenitud todo lo dicho anteriormente. Las Palabras de vida eterna que tiene el Padre es Cristo y en Él encontramos toda la disciplina para que este hogar que es el mundo, la Iglesia, la familia y cada uno de nosotros sea lugar especial y privilegiado para el encuentro con Dios.
La disciplina de Cristo es la Cruz, lo que aturde a quienes esperan razones (los griegos y su ciencia) o signos (los judíos y sus milagros). La Cruz de Cristo se acerca por flancos muy diversos y, si no se rehúye, ofrece un acceso al misterio del amor libre y arrebatador de Dios, acerca al Hijo de Dios entregado, tan poderoso que es capaz de elegir libremente lo indeseado, lo aborrecible por ofrecer el mayor tesoro a los indeseados y desechados. Hace de esta manera hogar para todos, donde nadie es rechazado y el que rechaza se excluye a sí mismo del hogar porque hace violencia a la Ley, a Cristo, que es el Salvador de todos.
Los que creen por sus signos, pero sin encuentro con la Cruz, llegan a una fe sin suficiente raíz, de la que no se fía Jesús, porque solo la Cruz tiene el poder de convertir por completo a la persona y hacer de ella un hogar de calidad para invitar a Dios a morar allí.