Gn 22,1-2.9-13.15-18: "Ofrécemelo allí en sacrificio".
Sal 115: Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Rm 8,31b-34: Dios no perdonó a su propio Hijo.
Mc 9,2-10: "Maestro, ¡qué bien se está aquí!".
Qué terrible tenía que sonarle cada pisada a Abrahán mientras se encaminaba hacia la región de Moria. Cuanto más cerca del lugar del sacrificio, más demoledoras sus pisadas. El sacrificio de su único hijo precisaba una incómoda travesía exigida por Dios. De haber sido inmediata la ejecución se le habría evitado la duda, la incertidumbre, la huida, la tentación de apostasía... pero quizás también la esperanza. Lo que pedía el Altísimo a su siervo no podía vincularse a una respuesta acelerada e irreflexiva, sino a una entrega libre abierta a otras posibles opciones contrarias. La fe no puede venir ni impuesta ni acogida. El camino inició el sacrificio del propio Abrahán: para ofrecer la vida de su hijo, antes tenía que sacrificar su propia paternidad y todo lo que esta sostenía. Se puso en marcha hacia la frontera de lo humanamente razonable para encontrarse con lo divinamente incomprensible y prefirió adherirse a un Dios desconcertante que a una razón cabal. Este salto al vacío le valió la bendición de Dios para él y sus generaciones. Cuánta fecundidad fue derramada desde el cielo por aquella fe subersiva ante los criterios de estricta sensatez y racionalidad humana; también rebelde al fanatismo religioso, porque el aspecto crucial de aquella estremecedora prueba no era el asesinato de un niño, sino el auto-sacrificio de un padre. Aprendiendo a morir por fidelidad y amor a Dios, Abrahán recibió una vida dilatada, solo posible (en la concepción de la época) gracias a generaciones de sucesores. Algunas tradiciones cristianas primitivas harían coincidir el lugar donde iba a ser sacrificado Isaac con el monte Calvario, donde nunca se vio que un padre fuera más padre ni un hijo más hijo, por el sacrificio de este.
Marcos nos ha llevado hasta la mitad de su evangelio para mostrarnos este episodio de la liturgia de hoy. Es oportuno poner en antecedentes. Poco antes de este momento, Jesús ha preguntado a sus discípulos sobre quién dice la gente y ellos mismos que es Él. Pedro respondió reconociendo que Él era el Cristo. Y, tras esto, el Maestro hace el primer anuncio de su pasión, muerte y resurrección, a lo que Pedro reacciona con rechazo. Entonces Jesús le reprende con dureza y les exhorta a ellos y al gentío a negarse a sí mismos y perder la vida por Él. Después anuncia que algunos de los presentes verán llegar el Reino de Dios antes de morir. Y a continuación, introduciendo que sucedió seis días después, Marcos relata la transfiguración, de la que nos hablan también Mateo y Lucas.
El contexto previo apunta en dirección a la pasión. Los discípulos no parecen entender y se muestran entre confusos e indiferentes, salvo Pedro, completamente contrario. Jesús insiste pero interpelando al auto-sacrificio y a perder la vida por Él y su Evangelio. Sin duda que Abrahán habría sido para ellos un luminoso referente. Es muy probable que hubiesen escuchado el relato del sacrificio de Abrahán muchas veces: ¿Qué conclusiones habrían sacado tras cada escucha? ¿Y nosotros, para quienes tampoco nos resulta novedosa la historia? La Palabra de Dios seguirá ociosa para quien busque razones humanas y no sufra una convulsión estremecedora que provoque el encuentro con un Dios abrumador e interpelante en medio de acontecimientos desconcertantes.
Parece que Jesús quiere oxigenar la decepción e incomprensión de sus discípulos e inicia con tres de ellos, los siempre presentes en los grandes acontecimientos, un camino de ascenso a la cima de un monte alto. De nuevo la Palabra nos lleva a un monte, como el de Moria, como el Sinaí, como el Carmelo, como el de la Bienaventuranzas, como el Gólgota. La figura del Maestro se vuelve resplandeciente y sus vestidos, simbolizando la gloria de Dios, deslumbrantes. Moisés y Elías, en conversación con Él, representan la Alianza antigua; también los que recorrieron un camino escarpado y descorazonador para encontrarse con Dios; también los que apuntan, especialmente Elías, hacia el final de los tiempos con triunfo divino. Jesús anuncia el futuro como con un anticipo de la resurrección gloriosa. Los apóstoles están sujetos al presente, aunque tienen ante sus ojos la mirada de Dios con una panorámica sobre la historia de la salvación que resuelve los reparos del sacrificio personal en un final glorioso. La nube, tan presente en la historia del Éxodo, parece indicar al Espíritu de Dios que los envuelve como para protegerlos y despabilarlos; los sumerge en un espacio misterioso e inabarcable, confortable e inexplicable, en una experiencia de la manifestación de Dios. Finalmente habla el Padre pidiendo acogida a la Palabra que es su Hijo; escuchándolo a Él, se encuentra la palabra segura para la travesía por el auto-sacrificio hasta el triunfo glorioso de la resurrección.
Los tres discípulos descienden más aturdidos que cuando ascendieron. Seguramente siguen sin comprender y continuarán escuchando a medias al Maestro o escuchándolo a enteras, pero entendiéndolo a mitades. Pero ya se han impregnado sus ojos de la victoria de la Cruz y el corazón caminará con retazos de esa esperanza, porque el itinerario que han emprendido se encamina hacia Jerusalén y el desenlace final. Los que debemos escuchar ahora somos nosotros, más pertrechados para entender que ellos, pues conocemos la resurrección y hemos recibido el Espíritu, aunque, tal vez, más indiferentes a una Palabra que ha dejado de interesarnos, porque no nos parece razonable o poco acorde a las necesidades actuales. A fin de cuentas, ¿cuándo estuvo de moda la cruz y el auto-sacrificio?