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En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO II DE CUARESMA (ciclo B). 28 de febrero de 2021

Gn 22,1-2.9-13.15-18: "Ofrécemelo allí en sacrificio".
Sal 115: Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Rm 8,31b-34: Dios no perdonó a su propio Hijo.
Mc 9,2-10: "Maestro, ¡qué bien se está aquí!".

 

Qué terrible tenía que sonarle cada pisada a Abrahán mientras se encaminaba hacia la región de Moria. Cuanto más cerca del lugar del sacrificio, más demoledoras sus pisadas. El sacrificio de su único hijo precisaba una incómoda travesía exigida por Dios. De haber sido inmediata la ejecución se le habría evitado la duda, la incertidumbre, la huida, la tentación de apostasía... pero quizás también la esperanza. Lo que pedía el Altísimo a su siervo no podía vincularse a una respuesta acelerada e irreflexiva, sino a una entrega libre abierta a otras posibles opciones contrarias. La fe no puede venir ni impuesta ni acogida. El camino inició el sacrificio del propio Abrahán: para ofrecer la vida de su hijo, antes tenía que sacrificar su propia paternidad y todo lo que esta sostenía. Se puso en marcha hacia la frontera de lo humanamente razonable para encontrarse con lo divinamente incomprensible y prefirió adherirse a un Dios desconcertante que a una razón cabal. Este salto al vacío le valió la bendición de Dios para él y sus generaciones. Cuánta fecundidad fue derramada desde el cielo por aquella fe subersiva ante los criterios de estricta sensatez y racionalidad humana; también rebelde al fanatismo religioso, porque el aspecto crucial de aquella estremecedora prueba no era el asesinato de un niño, sino el auto-sacrificio de un padre. Aprendiendo a morir por fidelidad y amor a Dios, Abrahán recibió una vida dilatada, solo posible (en la concepción de la época) gracias a generaciones de sucesores. Algunas tradiciones cristianas primitivas harían coincidir el lugar donde iba a ser sacrificado Isaac con el monte Calvario, donde nunca se vio que un padre fuera más padre ni un hijo más hijo, por el sacrificio de este.
Marcos nos ha llevado hasta la mitad de su evangelio para mostrarnos este episodio de la liturgia de hoy. Es oportuno poner en antecedentes. Poco antes de este momento, Jesús ha preguntado a sus discípulos sobre quién dice la gente y ellos mismos que es Él. Pedro respondió reconociendo que Él era el Cristo. Y, tras esto, el Maestro hace el primer anuncio de su pasión, muerte y resurrección, a lo que Pedro reacciona con rechazo. Entonces Jesús le reprende con dureza y les exhorta a ellos y al gentío a negarse a sí mismos y perder la vida por Él. Después anuncia que algunos de los presentes verán llegar el Reino de Dios antes de morir. Y a continuación, introduciendo que sucedió seis días después, Marcos relata la transfiguración, de la que nos hablan también Mateo y Lucas.
El contexto previo apunta en dirección a la pasión. Los discípulos no parecen entender y se muestran entre confusos e indiferentes, salvo Pedro, completamente contrario. Jesús insiste pero interpelando al auto-sacrificio y a perder la vida por Él y su Evangelio. Sin duda que Abrahán habría sido para ellos un luminoso referente. Es muy probable que hubiesen escuchado el relato del sacrificio de Abrahán muchas veces: ¿Qué conclusiones habrían sacado tras cada escucha? ¿Y nosotros, para quienes tampoco nos resulta novedosa la historia? La Palabra de Dios seguirá ociosa para quien busque razones humanas y no sufra una convulsión estremecedora que provoque el encuentro con un Dios abrumador e interpelante en medio de acontecimientos desconcertantes.
Parece que Jesús quiere oxigenar la decepción e incomprensión de sus discípulos e inicia con tres de ellos, los siempre presentes en los grandes acontecimientos, un camino de ascenso a la cima de un monte alto. De nuevo la Palabra nos lleva a un monte, como el de Moria, como el Sinaí, como el Carmelo, como el de la Bienaventuranzas, como el Gólgota. La figura del Maestro se vuelve resplandeciente y sus vestidos, simbolizando la gloria de Dios, deslumbrantes. Moisés y Elías, en conversación con Él, representan la Alianza antigua; también los que recorrieron un camino escarpado y descorazonador para encontrarse con Dios; también los que apuntan, especialmente Elías, hacia el final de los tiempos con triunfo divino. Jesús anuncia el futuro como con un anticipo de la resurrección gloriosa. Los apóstoles están sujetos al presente, aunque tienen ante sus ojos la mirada de Dios con una panorámica sobre la historia de la salvación que resuelve los reparos del sacrificio personal en un final glorioso. La nube, tan presente en la historia del Éxodo, parece indicar al Espíritu de Dios que los envuelve como para protegerlos y despabilarlos; los sumerge en un espacio misterioso e inabarcable, confortable e inexplicable, en una experiencia de la manifestación de Dios. Finalmente habla el Padre pidiendo acogida a la Palabra que es su Hijo; escuchándolo a Él, se encuentra la palabra segura para la travesía por el auto-sacrificio hasta el triunfo glorioso de la resurrección.
Los tres discípulos descienden más aturdidos que cuando ascendieron. Seguramente siguen sin comprender y continuarán escuchando a medias al Maestro o escuchándolo a enteras, pero entendiéndolo a mitades. Pero ya se han impregnado sus ojos de la victoria de la Cruz y el corazón caminará con retazos de esa esperanza, porque el itinerario que han emprendido se encamina hacia Jerusalén y el desenlace final. Los que debemos escuchar ahora somos nosotros, más pertrechados para entender que ellos, pues conocemos la resurrección y hemos recibido el Espíritu, aunque, tal vez, más indiferentes a una Palabra que ha dejado de interesarnos, porque no nos parece razonable o poco acorde a las necesidades actuales. A fin de cuentas, ¿cuándo estuvo de moda la cruz y el auto-sacrificio?

DOMINGO I DE CUARESMA (ciclo B). 21 de febrero de 2021

Gn 9,8-15: El diluvio no volverá a destruir a los vivientes.
Sal 24: Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza.
1Pe 3,18-22: Como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida.
Mc 1,12-15: El Espíritu empujó a Jesús al desierto.

 

Recién empapado del agua del bautismo, el Maestro es empujado por el Espíritu al desierto. Extraño lugar para el estreno de su vida pública. Nada más manifestarse en el Jordán, un reguero de vida, se acerca a un contexto inhóspito, como una explanada de sequedad. Tal vez sea un preludio de lo que le espera a continuación: el encuentro con los judíos, sus paisanos, un pueblo árido y yermo, que no es capaz de dar fruto. Parece también que podría estar evocando algunos acontecimientos singulares de la historia del Pueblo de Israel que estuvieron precedidos por una travesía por el desierto. Dos grandes personajes del Antiguo Testamento tuvieron que enfrentarse a sus rigores: Moisés y Elías. El primero, guiaba por el desierto a un pueblo terco y duro, descuidado para las cosas de Dios, pero al que Dios amaba entrañablemente. Esta dureza de corazón prolongó su paso por el desierto hasta los cuarenta años, donde Dios dio pruebas de su fidelidad y su amor. Finalmente, tras todo ese tiempo, llegaron a la Tierra de la Promesa y entraron en ella. El segundo, tras un exitoso trance en el que hizo ver a todo el pueblo que Yahvé era el único Dios, tuvo que huir perseguido y, atravesando el desierto, es desbordado por la dureza de las circunstancias, se encuentra sin fuerzas y se prepara para la muerte. Dios actúa dándole el alimento y el agua necesarios para continuar un camino que durará en total cuarenta días. En ambas travesías por el desierto hubo hambre y comida, sed y agua, desaliento y esperanza. La tierra infecunda es terreno de combate para llevar el cuerpo a ciertos límites y el alma hasta la frontera entre la derrota y la victoria, porque allí aparecen las tentaciones más potentes. Su superación provoca el robustecimiento de la confianza en Dios. Entonces, ante las posibles reticencias de tener que pasar por algún tipo de desierto, personal o comunitario, surge la pregunta: ¿Podrá haber auténtico desarrollo sin experiencia de aridez? ¿O recepción de agua, sin sequía previa?
Tiene especial interés el Espíritu Santo en que Jesús vaya al desierto y es Él el que lo empuja allá. El agua que le sobrevino al Maestro por manos de Juan no le empapó más que a los otros judíos que se acercaban al Jordán. Sin embargo, fue el Espíritu de Dios el que sí resultó eficaz, como agua de vida que recibió Cristo para fecundar la tierra de su condición humano y, en ella, toda tierra que anhela la presencia del Espíritu. El terreno desértico se convierte para Jesús en el campo de entrenamiento. Cuando las condiciones vuelven más precaria la supervivencia o bien uno se fortalece de modo admirable o sucumbe hacia la desesperanza. Quizás aquel desierto con sus rigores y su lucha contra la tentación era un prólgo de la pasión o pertrechaba a Cristo para afrontarla con entereza.
La breve alusión a las fieras y a los ángeles del evangelista coloca a Cristo implicado en lo terreno y en lo celeste. La alusión a Juan lo sitúa en continuidad con la historia de los profetas. A Juan le coartan la voz y Jesús lo sucede en la predicación. Es portador del mismo mensaje del Bautista que anunciaba la proximidad del Reino y llamaba a la conversión. No obstante, existe un importante cambio cualitativo: el nuevo profeta, sucesor de profetas, no realiza signos proféticos sugerentes y evocadores, como el mismo bautismo de Juan, sino que su quehacer es eficaz por sí mismo; es portador del agua viva del Espíritu capaz de hacer fecundo cualquier espacio desértico o abandonado.
La liturgia de los domingos de Cuaresma proporciona una nítida evocación bautismal que, en sus lecturas, prepara a los catecúmenos para los sacramentos de la iniciación cristiana, y motiva a los ya bautizados a vivir su bautismo con la exigencia cristiana. Las referencias al bautismo en la primera lectura y segunda lectura son evidentes. El relato del diluvio universal apunta al sacramento del bautismo, según la Primera Carta de San Pedro; la purificación de la humanidad corrompida mediante el agua, anticipaba la liberación de la esclavitud del pecado y la vida en gracia que provoca el bautismo. El paso de una figura remota a una realidad sacramental se produce gracias a Cristo y en Él, primicias de toda la humanidad y su consumación, el hombre queda abierto a recibir el perdón de su pecado y la salvación para participación de la comunión divina.

DOMINGO VI T.ORDINARIO (ciclo B). 14 de marzo de 2021

Lv 13,1-.44-46: Mientras dure la afección, seguirá siendo impuro.
Salmo 31: Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación.
1Co 10,31-11,1: Lo que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios.
Mc 1,29-39: "Quiero: queda limpio".


La lepra convertía al sano en leproso y, además, en contagioso, indeseable, impuro, impuro, impuro hasta la proscripción de la cotidianidad con su gente. Los de vínculos más estrechos: la madre, el hermano, el hijo, el vecino, el amigo... permanecerían apartados si su piel revelaba el cuño de la lepra. La distancia era el modo más eficaz de limitar el mal. La realidad sanitaria se imponía sobre otras consideraciones de carácter humanitario. El libro del Levítico nos ofrece la perspectiva de una comunidad que ha de protegerse del peligro de extinción. Las prescripciones no dejan de mostrarse severas y hasta crueles, pero, tal vez, no había otro recurso para preservar la integridad física del pueblo debido a la alta probabilidad de contagio.
El afectado por lepra, entendiéndose por tal en la época toda afección que presentaba una notable manifestación de heridas, llagas o eccemas sospechosos en la piel, había de abandonar su cotidianidad en la sociedad, pero no quedaba excluido completamente de ella. Por lo pronto se contaba con un mecanismo de control: solo el sacerdote declaraba la pureza o impureza, lo que ponía freno a posibles reacciones espontáneas y precipitadas de los particulares o de la multitud. Por otra parte, se le permitía vivir fuera del campamento, alejado del contacto con los miembros del pueblo, pero si abandonarlo por completo a su suerte. Seguía teniendo como referencia a la comunidad y podía integrarse de forma plena en ella si sus circunstancias sanitarias mejoraban y así lo acreditaba el sacerdote. Lo que pudieran ser preceptos muy antiguos para gestionar una cuestión de salud pública, sería asumido por Israel asociado a su religiosidad, y con la declaración de puro o impuro, señalar la capacitación o no para la relación con Dios. La medida sanitaria se unía a una concepción teológica: algo había quedado alterado en el orden establecido por Dios y, para evitar mayores desórdenes, había que manenerlo a distancia.
El Maestro de Nazaret tenía no solo el derecho, sino también la obligación de alejarse de aquel hombre enfermo de lepra cuando vio que se aproximaba. El deber primero correspondía al leproso, que había de mantenerse lejos por su condición y avisar a los viandantes de un modo vergonzante, gritando: "¡Impuro, impuro!". El que, movido por humanidad o simple curiosidad, se acercaba a la lepra, se hacía contagioso de enfermedad y de impureza para sí y para cuantos tuviesen contacto con él. Nada de temeridades, fuera irresponsabilidades, la valentía exigida ante la sospecha de la aparición del leproso era la huida. Solo el sacerdote poseía la prerrogativa para dejar que el contagiado de lepra se acercase, para determinar si había enfermedad o esta cesó; para declarar si impuro o puro.
El hombre afectado de lepra, no obstante, se acerca a Jesús. Con todo perdido solo le queda ganar. A las malas recibirá alguna increpación o insultos; nada nuevo. Decide transgredir las restricciones que le impone su condición de leproso y llegar hasta un sano... o a lo mejor no quebranta ninguna prohibición, porque encuentra en Jesús a un auténtico sacerdote o, más incluso, a uno superior a un sacerdote. Su petición desvela espectativas grandes y una confianza firme en el poder de Aquel ante quien se ha arrodillado. El Maestro nazareno permite reducir el espacio antre ambos y él extenderá su brazo para tocarlo y eliminar cualquier distancia, provoca el encuentro más estrecho y eficaz, que traerá la salud con su gesto y su palabra. El sano que toca no sana, pero puede recibir la enfermedad del enfermo. Este sano es Salud y sana tocando, y no puede sufrir contagio del afectado, sea por enfermedad de cuerpo o de corazón. Más que sacedote, porque más que declarar sobre puro o impuro, acoge, sana, purifica, integra. Solventa de modo eficaz y problema que había recibido ya respuesta muy limitada y no suficientemente satisfactoria, porque preservaba a una comunidad del riesgo de pandemia, pero sometía a sus enfermos a una situación de indignidad y rechazo. Revela, por tanto, un poder mucho mayor: quiere, toca y limpia. Aun así, pide al hombre sanado que cumpla con el requisito del control sanitario sacerdotal. Él ya se ha manifestado como muy superior a cualquier sacerdote.
La capacidad de contagio no es ningún poder, sino una desgracia. No obstante hay quien la ejerce a sabiendas. El auténtico poder ofrecido por el Sanador es el de sanar tocando: acoger a la persona en su dignidad, sensibilizar con su situación, integrarla en la comunidad, trascender lo que causa rechazo o aversión y valorar a la persona por sí misma. Esto debe ejercerse con más urgencia, sin duda, en el ámbito donde la sociedad ha establecido más restricciones y distancias con ciertos grupos de personas consignados como impuros. El rechazo o la indiferencia también son modos de lepra actuales, mal detectados y, sin embargo, muy contagiosos en el interior de la población.
El sacerdote y médico Cristo, que recibe y sana, nos ha facultado para eso mismo en nuestra condición de cristianos. La Iglesia, con todos sus recursos, ha de buscar esto. Manos Unidas es uno de los recursos promovidos para estrechar distancias desde la promoción humana. A través de la ayuda de cooperación económica, se fortalece la fraternidad. Por tanto, investidos de tal autoridad, lo que hagamos sea -en palabrad de san Pablo- para gloria de Dios, y la gloria de Dios es que el hombre tenga vida y vida eterna.

DOMINGO V T. ORDINARIO (ciclo B). 7 de febrero de 2020

Job 7,1-4.6-7: ¿Cuándo me levantaré?
Salmo 146: Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados.
1Co 9,16-19.22-23: ¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!
Mc 1,29-39: Se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar.

 

Las puertas de la casa de Jesús se abrieron para salir. Salió del hogar de la intimidad de divina con el Padre y el Espíritu, sin dejar nunca de estar allí, y lo hizo para hablar al Pueblo de lo que allí vivía. Se instaló en Cafarnaúm, en casa ajena, la de Pedro y Andrés, para llevar la alegría de su propia casa por toda Galilea.
Job no se encontraba a gusto en su propia casa. La vida se le había vuelto insoportable a causa de sus desgracias: perdió a todos tus hijos, cayó en la ruina y una dañina enfermedad le impedía tener consuelo incluso por la noche (muerte, pobreza y enfermedad). Las expresiones que utiliza evocan imágenes desoladoras: la vida es un combate continuo que parece llevar a la derrota, las fatigas de un jornalero con perspectivas de no cobrar su salario, la indigencia de un esclavo sin otra ilusión que disponer de un poco de sombra para ampararse ante el sol abrasador. Cuando la situación es tan precaria, el consuelo se pone en cosas pequeñas. El texto nos deja en la incertidumbre de quien espera contra todo pronóstico. ¿Hasta cuándo la espera? Es el único vínculo, aunque muy frágil, que impide que se apague la vida: la esperanza en un Dios en quien se sigue confiando.
Los galileos le llevaban a Jesús sus cosas domésticas que les resultaban problemáticas hasta la puerta de su casa. Básicamente eran dos: enfermedades y posesiones de espíritus. El deterioro en la salud impide el trabajo y una vida normalizada, la presencia de los demonios limita la libertad. Él les llevaba la esperanza a las puertas de las suyas. ¿Un intercambio desigual? El hombre abre su casa para pedir, Dios la suya para dar. Jesús por ser Dios es dadivoso y da generosamente; por ser hombre es indigente y necesita descansar en el Padre en momentos prolongados de oración a solas. Por ser obediente al Padre ha de seguir llevando noticias de la vida doméstica divina a otros lugares del entorno. No va a resolver los problemas de salud y de demonios de todos, tal vez ni siquiera de la mayor parte de la población; es más bien un sembrador: echa semilla aquí y allá, sobre todo la de su palabra en la predicación. El resto lo hará el Espíritu en el corazón de los oyentes. Los que tienen conciencia de su debilidad son los más habilitados para que lo sembrado germine y crezca.
Lleno de Dios, Pablo se veía impelido a salir de su casa ininterrumpidamente. Tenía que dar a conocer el Evangelio a todos con predilección por los débiles. Se veía llamado al oficio del sembrador de la Palabra arriesgándose a todas las fatigas y peligros. Aspiraba también a ser colmado de la misma dicha del Evangelio. No se da en balde nada de lo de Dios sin que Dios lo premie. ¿Esperanza ilusa? Preocupándose por la siembra, el resto lo hará el Señor.
El ministerio del Maestro, del que sería continuador en la distancia Pablo, no es el de resolver las dolencias y enfermedades humanas, sino la de aportar esperanza. Esta se vive de modo más intenso en los momentos más fronterizos y desgarradores. La sanación de enfermos es un signo: Dios no abandona, e impulsa a mirar más allá al que es nuestra Esperanza.

DOMINGO IV T. ORDINARIO (ciclo B). 31 de enero de 2021

Dt 18,15-20: Suscitaré un profeta entre tus hermanos.

Sal 9: Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón.

1Co 7,32-35: Hermanos: quiero que os ahorréis preocupaciones.

Mc 1,21-28: Una enseñanza nueva expuesta con autoridad.

Los frailes franciscanos custodios de Tierra Santa se empeñaron en el siglo XIX en adquirir una propiedad junto al lago de Galilea en Palestina, donde se elevaba un pequeño montículo de tierra. Les interesaba mucho lo que había debajo. La operación de la compra transcurrió por cantidad de dificultades. Finalmente lo lograron y comenzaron a escarbar. Debajo de del montículo esperaba escondido un antiguo pueblo que identificaron con Cafarnaúm. Hasta pudieron localizar gracias a los vestigios arqueológicos la casa donde muy probablemente se hospedaba Jesús, el hogar de Simón Pedro y su familia. A su alrededor se han desenterrado los muros de muchas casas elevados con piedra negra volcánica de la zona y sus calles. En un extremo del lugar asoma la sinagoga, bajo la cual se distingue el cimiento de otra sinagoga anterior. Es posible que debajo, ocultos a los ojos, se encuentren los restos de otra sinagoga anterior, quizás el sitio donde nos sitúa el pasaje evangélico de este Domingo.

La sinagoga era el espacio de reunión del pueblo para escuchar la Palabra de Dios junto con un comentario de la Palabra escuchada por parte de una persona autorizada, un maestro, alguien que tuviera un trato cercano con las Escrituras y dedicase tiempo a meditarlas. Esto sería el origen de las homilías de las celebraciones cristianas. La sinagoga no tenía necesariamente que ser un recinto cerrado, podía ser también una parcela al aire libre; lo importante era lo que se hacía allí y la congregación de los creyentes en torno a la Palabra de Dios. Allá va Jesús a enseñar y lo hace, así lo expresa la gente, con autoridad.

El que se ponía frente a la asamblea para explicarles la Palabra acercándoles sus enseñanzas tendría que estar cualificado con la autoridad de quien se alimenta de las Escrituras frecuentemente y, en definitiva, ha aprendido a escuchar a Dios a través de ellas. Por eso puede decir a los otros con una autoridad que no viene de él mismo, sino del Señor con quien ha trabado una relación muy cercana. Los llamados “escribas”, maestros de la Escritura, que en otras ocasiones habrían enseñado en aquella sinagoga, no tenían la autoridad de este nuevo Maestro de Nazaret. ¿El motivo? Porque no habían llegado a profundizar tanto con Dios por medio de su Palabra. En cambio, Jesús no solo extrae todo el significado de lo que Dios dice, sino que Él mismo es la Palabra y el Hijo de Dios. ¿Quién puede tener mayor autoridad que Él sobre esta materia cuando lo que el Padre dice lo pronuncia Jesús? Y no solo pronuncia, sino que lo hace, actúa. Un ejemplo paradigmático es la expulsión del espíritu inmundo del hombre que se encontraba en la sinagoga. Refleja el poder sobre el mal, sobre lo que esclaviza a una persona y lo retiene bajo un poder perverso. Con su palabra el Maestro nazareno lo doblega. No mantiene ninguna conversación con el espíritu impuro, aunque este le interroga; Jesús solo le ordena que se calle y que salga.

¿Qué autoridad confiere la Palabra de Dios a quienes la escuchan o leen, la interiorizan y conocen y aman a Dios más a través de ella para someter incluso a las fuerzas perversas y rechazarlas? Y más aún a quien se amista con este Maestro-Palabra que se ha hecho carne y nos sigue enseñando con autoridad para cambiar nuestra vida y el modo como interpretamos y abordamos los acontecimientos que vivimos. Esta amistad nos forma en la profecía. Si el bautismo ya nos capacitó para ser profetas, la relación habitual con Jesús nos habilitará para la autoridad del que dice lo que antes le escuchó a Dios.

Bajo un montón de tierra, a veces de escombros, como los ruidos de la vida, la pereza, la dejadez o desidia frente a nuestras obligaciones, el desencanto, los avatares cotidianos, la falta de estímulo… se halla un tesoro maravilloso. Cuando se intuye su valor no se escatima en esfuerzos, como hicieron los franciscanos con aquella ruinas, para descubrir y enseñar a todos, ya no un pueblecito donde vivió Jesús, sino al mismo Hijo de Dios vivo que nos habla.

DOMINGO III T.ORDINARIO (CILO B). DÍA DE LA PALABRA DE DIOS. 24 de enero de 2021

Jon 3,1-5.10: Creyeron en Dios los ninivitas.

Sal 24: Señor, enséñame tus caminos.

1Co 7,29-31: La representación de este mundo se termina.

Mc 1,14-20: “Convertíos y creed en el Evangelio”.

 

Las tecnologías de hoy no prosperarán sin rejuvenecerse. Dicho de otro modo: o se actualizan o perecen. Precisamente de ahí el sustantivo “actualización”, una demanda habitual de programas y aplicaciones, esos recursos con tantas posibilidades de información. Si no sintonizan con los patrones de última hora pueden quedar limitados, sin acceso a novedades e incluso excluidos por obsoletos.

                La conversión a la que llama Jesús cuando se marchó a Galilea, tras la muerte de Juan, era, en toda regla, una llamada a actualizarse, a la gran actualización. La obsolescencia venía provocada por el pecado, una forma de envejecimiento y deterioro peculiar que dificulta la idoneidad para la mayor de las novedades, el Reino de Dios. Jesús urgía a prepararse, a actualizarse, porque estaba cerca este Reino.

                El tema del Reino de Dios o de los cielos no era desconocido para los judíos. Apuntaba a la justicia, la paz y la fraternidad como concreción de la soberanía del Altísimo, el cumplimiento de su alianza con su pueblo, demasiado castigado por injusticias, guerras y discordias. El acceso a lo nuevo estaba sujeto a rejuvenecerse o, lo que es lo mismo, convertirse. Para ello, en primer lugar, puede buscarse una motivación. El Reino mismo es provocador de ilusión: algo por lo que merece la pena, realmente, esforzarse y modificar comportamientos y evitar ciertas actividades. En el caso de los ninivitas, del libro de Jonás, por una inminente destrucción. En segundo lugar, es necesaria la lucidez para descubrir lo que hay que cambiar. Igualmente los habitantes de Nínive, a quienes Jonás dirigió su predicación, “creyeron en Dios”; parece que se habían olvidado de Él y su tipo de vida les llevaba de forma inexorable a la perdición. En tercer lugar, buscar los medios para el cambio, el esfuerzo y la perseverancia. En Nínive hicieron penitencia, una forma de mostrar su arrepentimiento.

                La urgencia para el cambio aparece en las dos lecturas y en el Evangelio. En Jonás se debe a la inminente destrucción de Nínive a los cuarenta días; en la Carta de San Pablo a que “la representación de este mundo se termina” y en el Evangelio a que “se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios”. La vida es demasiado preciosa para desperdiciarla, el aprovechamiento de cada instante es una forma inteligente de preferir lo mejor. Además, ciertamente no sabemos cuándo se van a terminar nuestros días. La actualización, por ello, es apremiante, no sea que se llegue innecesariamente tarde.

                La predicación de Jonás hizo escuela y la enorme ciudad, unánime, dio un respingo para desperezarse de su letargo de inercia irresponsable con su socialización de la maldad. La predicación de Jesús también cautiva cautivando la persona del Maestro y no solo sus palabras. Pero hace una invitación singular, indicando que lo sigan Simón y Andrés, Santiago y Juan, todos pescadores. No aparece aquí que a ellos los llame a ninguna conversión, aunque sí a una actualización de su oficio, que pasará de ser pescador de peces, a servidor para la conversión de todos a quienes interpela Jesús, como agentes del Reino de Dios. Tienen, por tanto, que actualizar su actividad conforme a aquello para lo que les llama el Señor.

                ¿Y tuvo éxito la llamada a la conversión de Jesús? En apariencia Jonás fue más convincente. Los ninivitas evitarían la destrucción inmediata y, de lo que pasó después no sabemos: ¿Perseveraron en su nuevo estilo de vida? ¿Se cansaron pronto? ¿Contagiaron a otras ciudades? El Maestro de Nazaret alcanzó el éxito de seducir unos cuantos corazones y de tocar quizás muchos más. Pero nunca justificaría la renuncia del protagonismo de cada una de esas personas para actualizarse frecuentemente, para no dejar de declararle el amor a Dios e interesarse por su Reino.

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