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Exposición del Santísimo 

En San Pedro Apóstol TODOS LOS JUEVES de 19.30 a 20.30

En Santa María TODOS LOS DOMIGOS de 19.00 a 19.30

En Las Mínimas TODA la mañana de 9.30 a 13.00

 

 

 

 

 

 

Ciclo B

DOMINGO XIII T. ORDINARIO (ciclo B). 27 de junio de 2021

Mc 5,21-43: “¿Quién me ha tocado el manto?”.

 

La urgencia de la salud provocó el encuentro con el Maestro sanador. ¿De no haber habido enfermedad habrían conocido a Cristo? Difícilmente. La precariedad de nuestra condición nos pone en búsqueda. Pasaron por múltiples médicos y no encontraron en ellos lo que querían, hasta que acudieron a Él, tal vez como un recurso a la desesperada, como la última opción de los desahuciados.

El episodio arranca con la petición angustiosa de un padre cuya hija está a las puertas de la muerte. No es un cualquiera, sino el jefe de la sinagoga. ¿Qué no harán los padres por los hijos? No acude a un médico profesional, sino a un hombre de Dios. En el camino se produce otro reclamo del Maestro para la salud. Dos enfermas con dos contextos diferentes que merece la pena contrastar.

Una enferma joven, doce años, cuya salud es reclamada por sus padres y no por ella misma. Los protagonistas iniciales son sus intercesores. Padece una enfermedad muy grave abocada a una muerte inmediata. Su padre aborda directamente al Señor para su curación. Jesús se acerca a su casa para curarla y tiene que traspasar la pérdida de esperanza de unos familiares y allegados que certifican la muerte de la niña y no aspiran ya a nada más. Para su curación pide la fe de su padre e interviene tomándola de la mano y pronunciando palabras.

Otra enferma mayor, que arrastra doce años de enfermedad cada vez más agravada, pero parece que sin peligro de muerte a corto plazo. Carga con la incomodidad de una dolencia a la que no le han dado solución y, al contrario, solo le han provocado empeoramiento. Se allega a Jesús en la calle, mientras va de camino. Lo hace con sutilidad y discreción, pasando desapercibida para todos, menos para quien la sana. Solo el Maestro se da cuenta y busca encontrarse con ella, reclama su identidad.

Ambas mujeres delataban una historia de búsqueda para la protección de una vida amenazada. Sus vidas, ajenas la una a la otra, quedaron vinculadas en las Sagradas Escrituras participando de un mismo episodio de la vida del Señor, donde Él se deja encontrar por quien, consciente de la fragilidad de su situación, acude a reclamar su auxilio por sí mismo o por otros, de modo directo o de soslayo. En todo caso, reclamando vida a uno al que se le reconoce que tiene poder sobre la vida. De aquí habrá un paso para arrimarnos a Él para descubrir precariedades de menos urgencias, pero mayor hondura y pedirle vida eterna, la Salud de los resucitados.

DOMINGO XII T.ORDINARIO (ciclo B). 20 de junio de 2021

Jb 38,1.8-11: El Señor habló a Job desde la tormenta.

Sal 106,23-24.25-26.28-29.30-31: Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia.

2Co 5,14-17: El que es de Cristo es una criatura nueva.

Mc 4,35-40: “Vamos a la otra orilla”.

 

Los días de Job eran luminosos. Sin anuncio, ni siquiera sospecha de borrasca, lo envolvió la tormenta. Se llevó todo lo suyo: sus bienes, sus hijos, su salud, su estatus, su paz… pero no pudo llevarse su dignidad, él no quiso que se arrastrara consigo su dignidad y se mantuvo abatido, enfermo, sufriente… pero erguido. Aquella posición lo sostuvo en su búsqueda de Dios, cuya presencia había quedado oscurecida por la tormenta, que también parecía haberse llevado su palabra confortante e iluminadora. Job permaneció en pie, combativo, indagador y, finalmente, Dios le respondió en la tormenta. El desenlace del relato descubre a un Job crecido, radiante, que puede hablar con Dios de tú a tú. La repuesta del Señor es solemne y rotunda: de no haber estado ahí las aguas, los poderes de la naturaleza indomables y terribles, habrían aniquilado a Job y a todo ser humano. Dios es el que sostiene cada elemento en su sitio para que no traspase su frontera y sobrevenga el caos. Si Él permite que sobrevenga la tormenta es para conducir hacia una armonía mayor. ¡Cuánto había crecido Job, sin saberlo, en aquella búsqueda urgida por el sufrimiento y el sinsentido hasta que Dios se dejó encontrar en el mismo lugar del conflicto, la tormenta!

            El Maestro invitó a sus discípulos a una travesía por el mar. Toda salida comporta riesgos; la inserción en el mar los multiplica. Las aguas no ofrecen la seguridad de piso de la tierra firme y su camino a través de ella precisa el auxilio de una embarcación, con el permiso de las aguas. Cuando estas se embravecen, se acentúa la pequeñez humana y su incapacidad poner orden en el caos. Jesús está dormido, pero está, ante el reclamo de los suyos, asustados por el miedo a morir, se yergue y demuestra la soberanía del Padre Creador haciendo que le obedezcan los vientos. El milagro se realiza con un reproche a los suyos por su falta de fe. ¿No serían capaces de eso mismo ellos si confiasen? No en sus fuerzas, sino en la autoridad de Dios y en el cuidado delicado de sus hijos. La tempestad les había hecho arrugarse por temor a perecer y, curvados, habían descuidado su condición de hijos de Dios en pie para llamarlo y buscar su rostro y encontrarse con Él cara a cara.

DOMINGO XI T. ORDINARIO (ciclo B). DÍA DEL MISIONERO DIOCESANO.13 de junio de 2021

Mc 4,26-34: El Reino de los cielos se parece a un grano de mostaza.

 

Una misma semilla despierta intereses dispares en los distintos ojos que se acercan a observarla. El corazón mueve la mirada y qué diferente la del terrateniente, la del especulador bursátil o la del agricultor modesto. De querer incrementar el patrimonio sin más y sin medir consecuencias hasta querer sencillamente ganarse el pan honradamente, hay un gran trecho, pero todo él trecho de semilla, esperanzas suscitadas al albur de un grano de tamaño escaso.

También el Maestro de Nazaret miraba la semilla con ojos interesados. Como en su interior le bullía el amor misericordioso del Padre, la veía con color de Reino de los cielos. Sus oyentes, rurales, estaban familiarizados con las imágenes del campo. Jesús les abría perspectivas acomodándose a su entender y todos entendían la dinámica del grano que, tras un proceso necesario y sin atajos, culmina en una planta madura con fruto, es decir, con capacidad para nuevas semillas y para el alimento.

El Reino de los cielos es el destino preparado por Dios para los hombres, el culmen de su historia. Con impronta de semilla, Jesús acentúa el carácter misterioso y prodigioso de este Reino. El agricultor ha de trabajar para el éxito de la semilla, pero gran parte de lo que sucede escapa a sus capacidades; él debe hacer lo suyo y aguardar en esperanza y confianza. La actividad del trabajador es necesaria, aunque no suficiente. Otro subrayado sobre ese Reino semilla: parte de lo pequeño, de lo diminuto, incluso de lo ínfimo. Despreciar la semilla implica despreciar el árbol. La descripción hiperbólica de aquel arbusto de mostaza con capacidad para que aniden en él todas las aves remite comenzó por el pequeño grano del que partió todo.

La historia de la salvación está sembrada de episodios donde el pequeño, el que no contaba, el descartado es escogido por Dios para algo grande. Grande no solo para sí, sino también en su servicio al pueblo, a la sementera donde el Señor ha derramado tanto amor. Ezequiel nos ofrece una preciosa metáfora en aquella ramita tierna tomada de un gran cedro para convertirla en un gran árbol, admiración de todo el bosque. Lo que se inició en pequeñez despertará el asombro un día por su tamaño y sus posibilidades. Solo hace falta trabajo disciplinado, y confianza y esperanza en el quehacer del Señor que irá haciendo producir lo necesario a su tiempo.

Cuidado con descuidar las cosas pequeñas, porque es posible que desaprovechemos las oportunidades que nos concede el Señor para el crecimiento, para la maduración, para el avance del Reino. Cuidado con despreciar a los pequeños, porque es seguro que estaremos despreciando al mismo Jesucristo, que se hizo pequeño entre los pequeños para agrandarnos, poquito a poco, al modo de la semilla, hasta las dimensiones divinas. Si el amor de Dios bulle en nuestro interior como un tesoro apreciado, nuestros ojos se asomarán a la realidad con perspectiva de Reino de los Cielos.

SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO. DÍA DE LA CARIDAD. DOMINGO 6 DE JUNIO

Mc 14,12-16.22-26: “Tomad y comed todos de él”.

El primer intento del niño para balbucear sus conatos de palabras no viene improvisado. Durante mucho tiempo tuvo que escuchar e intentará repetir lo que otros le dijeron. El niño se prepara para la comunicación, para una salida fuera de sí, abriéndose a un horizonte de capacidades y posibilidades. De innovar por su cuenta inventándose sus propias palabras, renunciaría a todo puente para llegar a los demás.

Moisés transmitió las palabras del Señor y el pueblo entendió. El mensaje tenía forma de mandato, por lo que Israel asintió con su obediencia. Alguien de fuera le invitaba a superar la tribu para la apertura a una realidad superior que les llevaba más allá de una vida de supervivencia. Su respuesta se forjó en la alabanza, la acción de gracias, la petición de perdón… tomando como mediación su sustento de vida. El animal ya no era solo un alimento; antes de nada, era regalo y, por ello, ofrenda, ofrecimiento. La sangre, fuente de vida, era tomada de los animales para derramarla y agradecer la vida a Dios.

Aquello que se realizaba en el culto era cuidadosamente preparado. Lo primero en disponer el oído para escuchar la voluntad de Dios en su Palabra y obedecer en obras de justicia. Si en algún momento dejaron de preparar, dejaron también de ofrecer de corazón sus ofrendas y el puente de mediación con Dios se convirtió en una seca carcasa hueca e ineficaz. Los profetas alentaban a estar atentos a la Palabra y celebrar el verdadero culto. Buscaban preparar al pueblo a una relación con Dios de corazón, a renovar la alianza para dar frutos de justicia y de paz.

Todo este camino fue preparatorio para recibir a la Palabra que se hizo carne. Desde el principio de la Creación, cuando la Palabra fue pronunciada para que existiesen las criaturas, ya se estaba preparando la carne de esta Palabra divina. La que creaba podría asumir como propia la criatura para tomar cuerpo humano y revelar un nuevo culto, donde la sangre que se invierte es la propia en una entrega de obediencia al Padre y una entrega de Cruz y un triunfo de Resurrección. La historia de la salvación preparaba la encarnación del Hijo de Dios; la historia del Hijo de Dios preparaba su ofrenda en el Calvario y su presencia entre nosotros como Palabra y como Pan, para escuchar y obedecer, para contemplar y obedecer. El relato de la Cena de despedida según san Marcos que nos ofrece la liturgia de este domingo ocupa más palabras en los preparativos que en el propio banquete. La celebración, de tanta transcendencia, requería preparación: la de los discípulos que dispusieron la sala, la del Maestro que había ido preparando aquel momento y abría una nueva dimensión para los siguientes con una invitación a escuchar y a contemplar.

Esta escucha, esta visión nos prepara para mantenernos erguidos. No es casual que las pantallas nos curven. No nos dan acceso al mundo, sino a nuestros propios intereses no muy distantes del narcisismo, nos someten a nuestros estrechos límites donde la inmediatez, la urgencia, la satisfacción instantánea, la novedad ultimísima o la profecía logarítmica, todos espacios del individuo solitario, parecen alimentarnos de algo sabroso. Pero, ¿de qué? Nos sabremos más nutridos de algo que, en la mayoría de los casos, poco nos hará crecer, aún peor, nos engañará creyéndonos más peritos, más sabios, más actualizados, pero en realidad más bloqueados en nuestra trinchera raquítica. Es un banquete de nuestro propio yo. Una mirada digital ¿nos lleva hacia la prosperidad humana o, tal vez, nos aleja de un verdadero progreso?

El pan que sostiene la custodia no advierte de la falacia. Es provocador. Sosteniendo un rato la mirada sobre él nos apetecerá pronto cambiar de canal… y no podremos. Ahí seguirá, imperturbable, un pan aburrido y tedioso incapaz de divertirnos ni de aportarnos ninguna novedad ni de entretenernos un poco. El tiempo seguirá pasando y nuestro cansancio o nuestra irritación aumentará anhelando nuestras pantallas (como los israelitas añoraban las cebollas de Egipto). Y, sin embargo, el Pan con sustancia de Dios provoca la fe en la Palabra de vida. La fe es la confianza al testimonio de alguien que dice algo que no es nuestro, sino suyo y nos ofrece a salir para buscarlo, para decir “creo, aunque no te veo”, que nos despega de la adhesión a un yo infructuoso y ávido de saciarse de sí mismo, para tener hambre de Dios e intentar alcanzarlo algo de Él en el Pan. De rodillas ante Él, estamos más erguidos que nunca, más atentos ante la vida, más expectantes al sentido de lo que somos.

Este Pan de Vida nos prepara para ser más humanos cuanto más escuchamos y contemplamos lo divino velado tras una materia donde lo de Dios, el don del trigo, fue trabajado por el hombre para producir esta obra de colaboración entre lo divino y humano. Juntos preparamos el Reino de los cielos, el Reino con sabor a Pan, sin dejar de balbucear en obediencia la Palabra del Verbo hecha carne.

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD. JORNADA DE LA VIDA CONTEMPLATIVA. Domingo 30 de mayo de 2021

Dt 4, 32-34. 39-40: Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios.

Sal 32: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad

Rm 8,14-17: somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos

Mt 28,16-28: “Id, pues, y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

El Maestro reunió a sus once discípulos en la región donde había comenzado sus andanzas aquel grupo. Solo había pasado un año y medio o dos años desde que trabaron aquella relación que los llevaría por Palestina con predicación, signos y milagros, enfrentamiento con las autoridades religiosas, banquetes y discursos… Tanto había visto y oído de Jesús el Nazareno, y, sobre todo, tanto había compartida y vivido con Él, que se constituyeron en testigos de lo que Él decía y era. El envite de la Pasión y la Cruz los descabaló hasta casi destrozar su comunidad en la desesperanza, pero el Resucitado restauró la casa con su presencia victoriosa y el Espíritu los inundó de una clarividencia y valentía insospechada. Había comenzado la Iglesia a partir de aquellos testigos primeros de la amistad de Jesús.

Pero no todas las dudas estaban despejadas. Cuando aquella reunión de despedida, algunos vacilaban. Tenían delante de sí al Resucitado y, sin embargo, aún no se habían dejado cautivar por completo por Él. La duda permite una apertura que invita a la búsqueda o una terrible incertidumbre; si hay avance lleva a una claridad mayor, si no, se puede enquistar en una inseguridad irresoluble. Lo que habían vivido con el Maestro, ¿cómo interpretarlo en el contexto de la historia del Pueblo de Israel o la misma historia de la Humanidad? ¿O cómo integrarla en el ámbito de su propia historia particular de cada uno?

Es posible que no difiera mucho esta tesitura de la nuestra, sucesores de aquellos primerísimos discípulos seducidos por la persona de Cristo, pero tal vez no completamente o ni siquiera suficientemente. ¿Quién es Dios para mí? ¿Quién soy yo para Dios? Este yo no es un elemento gramatical o un constructo de laboratorio, es esta persona y su historia, este que vive el día a día con mayor o menor éxito, el que se desconcierta ante las adversidades o sufre por una enfermedad o la muerte de alguien cercano. ¿Qué tiene que decir Dios a este que yo mismo?

De algún modo la pregunta se repite como ya lo hicieron los israelitas, aunque la formulación fuera diferente. Cuestionaba el Pueblo, como comunidad, a Dios, y Dios respondía por medio de Moisés. Invitaba a hacer memoria de lo vivido y reconocer en su historia la acción misericordiosa de Dios. El calado de los acontecimientos puede interpretarse de muy diferentes modos. Para Moisés era indiscutible la presencia de Dios perenne, providencial. Muchos creerían, otros tantos dudarían, la mayor parte un poco de todo a lo largo del camino. No obstante, tenían a Moisés, el amigo de Dios, que les insistiría a hacer memoria de su historia rastreando las huellas de Dios. Después de Moisés tendrían a los profetas. Y así irían descubriendo a este Dios misterioso y relacionándose con Él no como una fuerza, un concepto, una confluencia de energías… sino como alguien a quien dirigirse personalmente. Tras los profetas, llegaría el Maestro, el mismo Hijo de Dios, ofreciendo una respuesta la pregunto sobre el quién de Dios y el quién de nosotros para Dios de un modo inaudito y completamente novedoso.

Sus discípulos no lo entendieron de momento, ni siquiera frente al Resucitado. Este les dejó el encargo de la evangelización y el bautismo con el sello trinitario. Ellos se llevaron la misión con alegría, no sabemos si también con ciertas dudas algunos de ellos, transmitiendo lo que el Maestro les había pedido, viviendo en la comunión trinitaria sin que aún hubieran encontrado el nombre de Trinidad para nombrar aquel misterio de vida divina. Bastaba haber compartido vida con Jesucristo, haberlo escuchado y ser testigos de su resurrección para proclamar lo que les había pedido proclamar.

Al modo de Moisés, nuestros hermanos contemplativos nos insisten en hacer memoria de la realidad de Dios en la historia humana, no de otra forma sino viviendo esto en su cotidianidad. Sus vidas son testimonio de la verdad de Dios. Ellos, en su vida de clausura, son invitados a contemplar la realidad de comunión de Dios como Padre, Hijo y Espíritu y a contemplar la comunión querida por Dios entre los hombres. En su vida orante, esclarecen este misterio donde se unen lo humano y lo divino y gozan con ello y lo comparten con el mundo para que no se olvida de Aquel que lo ama y quiere su vida en plenitud.

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS. DÍA DEL APOSTOLADO SEGLAR Y LA ACCIÓN CATÓLICA. DOMINGO 23 DE MAYO DE 2021

Jn 20,19-23: “¡Recibid el Espíritu Santo!”.

 

¡Qué vacía se queda la casa cuando falta alguno de sus miembros! El Maestro hizo hogar con los que eligió y los que fueron elegidos para hacer comunidad con Él. Comenzaron siendo pocos, luego multitudes cuando se supo que el Galileo podía ofrecer pan gratis y curaciones prodigiosas, pero volvieron a ser pocos cuando habló de sí como Pan vivo bajado de cielo que se da para comer su carne y tener vida. En la pasión y la cruz ni siquiera los incondicionales. La casa se vació de Maestro cuando lo enterraron y de ella se ausentó la esperanza, la fe, la alegría… Donde hacía poco Él había convocado a un banquete dispuesto a atravesar la historia y anticipar la comida de todos los pueblos con el Señor, ahora servía de poco más de refugio de lágrimas y resistencia ante el miedo. Sin Jesús, el hogar por él creado se había llenado de muerte y lo que la muerte traslada consigo: desolación, división, violencia, rechazo hacia el otro e indiferencia ante su sufrimiento. 

Solo un Cristo vivo y más que vivo, vencedor de los límites humanos, superador de las derrotas superlativas pudo volver a llenar la casa. El Resucitado no solo hace presencia entre los suyos para devolver la esperanza, sino que convierte a cada uno de aquellos que lo han conocido en casa de Dios y casa de la comunidad de hermanos, los convierte en fraternidad, en comunión. Ensancha prodigiosamente las fronteras del antiguo hogar gracias al nuevo morador al que abre Él la puerta, el Espíritu Santo.

               Jesucristo prometió con insistencia el envío del Espíritu. Las Escrituras ofrecen dos tradiciones sobre el momento en que la promesa se cumplió: la de Lucas, el día de Pentecostés; la de Juan el mismo día de la Resurrección. En ambos casos hay casa y comunidad.

               En Lucas el Espíritu zarandea primero la casa, al modo del viento, como despabilando a sus habitantes, y luego inflama a sus habitantes de un fuego, de una pasión prendida de vitalidad nueva y renovador que lleva a predicar que el Maestro está vivo. En Juan Jesús resucitado comparte con los de la casa a Aquel que le ha devuelto la vida para que ellos mismos tengan vida. La casa, la Iglesia, se convierte en lugar de comunión para superar las divisiones y bloqueos que impiden llegar al otro, considerarlo hermano. El don de lenguas y el perdón, regalos del Espíritu, crean comunidad, generan fraternidad: todos pueden entenderse, ni siquiera el pecado deja a nadie en un absoluto desamparo.

               Allá fueron aquellos amigos del Maestro, los primeros habitantes de su casa y los primero a los que su Espíritu hizo casa de Dios y de la humanidad, proclamando las grandezas de Señor, enseñando a llamar a Dios “Padre”, Abba, y a Jesús, Cristo y Señor, al Espíritu vivificador y a todo hombre hermano.

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